CAPÍTULO 9

EXPERIMENTE LIBERTAD DE LA CONDENACIÓN

Ella había luchado frenéticamente cuando de repente los hombres del templo le tiraron de su cama y la arrastraron hasta la calle. Pero ella no encajaba con la turba que le había atrapado, y sus pies descalzos ahora luchaban por mantenerse sobre el suelo mientras le empujaban rudamente en todas direcciones. Un temor frío zumbaba atronadoramente en su corazón, casi ahogando los gritos de desprecio que la gente lanzaba en las calles debido a la conmoción.

Ella había pecado, y sabía lo que venía después. Hacía unos meses, ella misma había visto a una mujer intentando acurrucarse mientras, una tras otra, grandes piedras eran arrojadas violentamente hacia ella a manos de la desdeñosa turba que se juntó para ejecutar la justicia de Dios. Ella aún recuerda cómo tuvo que tragarse la bilis que llegaba a su garganta al ver el cuerpo machacado de la sangrienta mujer después de que sus ejecutores finalmente se dispersaran. Nunca se imaginó que ella un día sufriría la misma suerte. Nunca había pensado cometer adulterio. Sabía que era un error verse con él a solas. Fue un error terrible, y ahora era demasiado tarde. Según la Ley de Moisés, la pena capital era el precio por el adulterio. No había escape.

Arrastrada hasta el recinto del templo como una muñeca de trapo, apenas podía reconocer la fragancia de los sacrificios que se estaban ofreciendo en el altar de bronce. Aunque no entendía la importancia, el olor siempre le había dado consuelo al ser una niña criada en Jerusalén. Fragmentos de su padre diciéndole que Dios derramaría sus bendiciones sobre su familia mientras ascendía el olor del sacrificio hasta el cielo pasaban por su mente, justo antes de que la turba de fariseos religiosos la detuvieran de forma abrupta y la arrojaran ante los pies de un hombre al que llamaban Maestro.

Sabía que su juicio había comenzado, que este hombre debía de ser su jefe ejecutor, el juez religioso que oficialmente le sentenciaría a muerte antes de arrastrarle a las afueras de la ciudad para ser apedreada. Temblando incontrolablemente, inclinó su cabeza e intentó cubrir sus ojos con su cabello lo mejor que pudo para no ver así a la clamorosa multitud que se había reunido a su alrededor esperando su sentencia.

Entonces sus despiadados acusadores lanzaron el primer bombardeo: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (Juan 8:4-5). Anticipando aún más humillación, se preparó para las palabras condenatorias de juicio que estaba segura oiría de boca del maestro.

Pero no escuchó nada salvo un silencio ensordecedor. Fue como si el maestro no hubiera escuchado los cargos acusatorios leídos contra ella. Entonces, con el rabillo del ojo, vio al maestro agachándose y escribiendo con su dedo en la arena. Los fariseos, preparados con piedras en sus manos y furiosos por este retraso, demandaron: “¿Qué dices, maestro? ¿Le apedreamos?”.

El maestro se levantó ante ellos, y ella oyó una voz tan reverberante de majestad que su respiración se quedó en su garganta. Articulando cada palabra con una mezcla perfecta de autoridad y compasión, Él declaró: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Y luego se agachó de nuevo en el suelo y siguió escribiendo como si los líderes de la sinagoga ni siquiera estuvieran ahí.

Sus palabras apabullaron a la mujer. ¿Quién era este maestro? ¿Por qué la defendía, siendo una mujer pecadora y adúltera? ¿Era este el hombre de la pequeña aldea de Nazaret del que todo el mundo hablaba? ¿El hombre que sana a los ciegos y hace caminar a los cojos? ¿El hombre de quien dicen que odia el legalismo y ama a los pecadores? ¿Es este el hombre? ¿Quién es este hombre? A medida que estas preguntas daban vueltas en su asustada mente, ella escuchó el sonido de su salvación.

Pom.

Pom.

Pom.

Las piedras que debían haberla magullado hasta la muerte caían impotentes al suelo. Una a una, las sandalias de los que la arrastraron hasta el templo se daban la vuelta y se alejaban. Las multitudes que se habían congregado también comenzaron a dispersarse, ya que estaba claro que no habría espectáculo en ese lugar.

Tras algunos momentos, lo único que podía ver eran las sandalias del maestro. Él levantó la cabeza de la mujer, y ella vio su rostro por primera vez. Era un rostro de compasión y amor. Un rostro que resplandecía con aceptación y confianza. Ella dejó que sus lágrimas contenidas fluyeran mientras Él le preguntaba: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?” (Juan 8:10). Durante toda esta prueba tan difícil, nadie había hablado con ella. Ella no le había importado a nadie. Lo único que había importado era que ella había hecho algo y eso le aseguraba su muerte. Pero ahora sus acusadores se habían ido, y el hombre que le había rescatado estaba hablando con ella y mirándole como si ella importase.

Con agradecimiento, dijo exhalando: “¡Ninguno, Señor!”. Ella sabía sin lugar a duda que este maestro no era un maestro común y corriente. Por eso se dirigió a Él como “Señor” y no como “maestro” como los fariseos hacían. Él era el Jesús del que todos hablaban. Entonces oyó las palabras que nunca olvidaría durante el resto de su vida: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11). Mientras iba de regreso a casa, repetía para sí estas palabras una y otra vez: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. Él había salvado su vida, y sabía que nunca volvería a ser la misma.

El poder de la no condenación

Jesús demostró algo muy importante en el relato de la mujer sorprendida en adulterio. ¿Qué hace posible que alguien tenga poder para vencer el pecado? La amenaza de la ley obviamente no detuvo a la mujer de cometer adulterio. Pero recibir la aceptación de Jesús, sabiendo que aunque merecía ser apedreada hasta la muerte, Él no le condenó, eso le dio el poder para “ir y no pecar más”.

Demos un paso atrás para examinar lo que hizo Jesús. Jesús salvó a la mujer justamente. Él no dijo: “No le apedreen. Tengan misericordia de ella”. Lo que Él dijo fue: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y por decisión propia, los fariseos y la turba religiosa se fueron uno a uno.

Observe que después de eso, Jesús no preguntó a la mujer: “¿Por qué pecaste?”. No, lo que le preguntó fue: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”. Parece como si Jesús estuviera más preocupado por la condenación del pecado que por el pecado mismo. Él se aseguró de que ella se fuera sin sentir la condenación y la culpa. No invirtamos el orden de Dios. Cuando Dios dice que algo va primero, debe ir primero. Lo que Dios pone primero, el hombre no puede ponerlo lo último. Dios dice que la “no condenación” va primero, y después usted puede llegar al “vete y no peques más”.

La religión cristiana lo hace al revés. Decimos: “Vete y no peques más primero, entonces no te condenaremos”. Lo que tenemos que entender es que cuando no hay condenación, la gente se siente capaz de vivir vidas victoriosas, vidas que glorifican a Jesús. De ahí viene nuestro fortalecimiento. La gracia produce un fortalecimiento sin esfuerzo mediante la revelación de la no condenación. Es inmerecido y totalmente gratuito. Pero podemos recibirlo, este don de la no condenación, porque Jesús pagó por ello en la cruz.

Cuando no hay condenación, la gente se siente capaz de vivir vidas victoriosas.

A decir verdad, ninguno podíamos haber arrojado la primera piedra a esa mujer. Todos hemos pecado y hemos sido destituidos. Nuestra confianza hoy no está en nuestra capacidad para cumplir perfectamente las leyes de Dios, sino en el único, Jesucristo, que es el cumplimiento de la ley misma. En Cristo, todos estamos en el mismo lugar. Si un hermano o hermana se enreda en pecado, nuestra tarea no es juzgarles, sino restaurarles señalándoles el perdón y el regalo de la no condenación que se encuentra en Jesús.

La única persona que no tiene pecado y podría haber ejecutado el castigo judicial sobre la mujer era Jesús. Solo Él estaba calificado para arrojar la primera piedra, y no lo hizo. Jesús estaba en la carne para representar lo que había en el corazón de Dios. No era juicio. Su corazón se revela en su gracia y su perdón. Me gusta decirlo así hablando de describir lo que ocurrió mientras los fariseos esperaban para apedrear a la mujer: los fariseos lo hubieran hecho si hubieran podido, pero no pudieron. Jesús podía si hubiera querido, pero no lo hizo. ¡Ese es nuestro Jesús!

La ley no puede condenarle hoy

Es interesante el hecho de que la Biblia guarde silencio en cuanto a lo que Jesús escribió en el suelo con su dedo. Pero creo que cuando se agachó, estaba escribiendo la ley de Moisés. He estado en Jerusalén muchas veces. Durante una de mis visitas hace muchos años al recinto del templo donde Jesús se habría encontrado con esta mujer, el Señor abrió mis ojos para ver que el suelo del recinto del templo estaba hecho de piedra dura. Eso significa que Jesús no estaba escribiendo sobre tierra. Estaba escribiendo con su dedo sobre piedra.

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Cuando Jesús escribió con su dedo sobre el suelo, estaba escribiendo sobre piedra, no sobre tierra.

Después, en un destello, vi que Jesús estaba escribiendo la ley sobre piedra. En verdad les estaba diciendo a los fariseos: “¿Ustedes presumen de enseñarme a mí sobre la ley de Moisés? Yo soy el que escribió la ley”. Jesús escribió dos veces sobre el suelo con su dedo, completando así la tipología, ya que sabemos que Dios escribió los Diez Mandamientos con su dedo dos veces.

El primer conjunto de los Diez Mandamientos lo destruyó Moisés cuando vio que los israelitas adoraban al becerro de oro a los pies del monte Sinaí. Después Dios escribió otro conjunto sobre piedras y se lo dio a Moisés para que lo pusiera bajo el propiciatorio en el arca del pacto. Nunca había oído a nadie predicar esto antes; fue una revelación fresca directamente del cielo. ¡Me encanta cuando el Señor abre mis ojos para ver su gracia!

¿Sabe por qué es tan emocionante saber lo que Jesús escribió en el suelo ese día? Es tan importante porque nos enseña que el autor mismo de la perfecta ley de Dios no usa la ley para juzgarnos y condenarnos hoy. Y no se debe a que Dios simplemente decidiera tener misericordia de nosotros. ¡No! Es porque Jesús mismo cumplió todos los requisitos de justicia de la ley por nosotros y tomó sobre sí toda maldición y castigo por nuestros pecados en su propio cuerpo en la cruz. Somos perdonados porque Él fue juzgado. ¡Somos aceptados porque Él fue condenado!

Somos perdonados porque Él fue juzgado. ¡Somos aceptados porque Él fue condenado!

El perdón y la sanidad van de la mano

Hay otra razón por la que podemos gozarnos en el conocimiento de que Jesús ha llevado el castigo que nos correspondía: el perdón y la sanidad van de la mano. La Biblia dice que Él que nunca quebrantó ni una sola ley de Dios “… herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5). ¿Ve cómo la sanidad y el precio de nuestro perdón están íntimamente mezclados en la Palabra de Dios?

Muchos actualmente se esfuerzan por sanarse de sus enfermedades, dolencias, trastornos mentales y adicciones. Quiero anunciarle hoy que nuestra parte es recibir el perdón de Jesús y creer que somos perdonados cada día. Cuando más conscientes seamos de perdón, más fácilmente experimentaremos sanidad y libertad de toda enfermedad del cuerpo, opresión mental y hábito destructivo.

Uno de mis salmos favoritos dice así: “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios. El es quien perdona todas tus iniquidades, El que sana todas tus dolencias” (Salmos 103:1-3). ¿Entonces qué va primero? La conciencia de que todos sus pecados han sido perdonados precede a la sanidad de todas sus dolencias.

Y la palabra operativa aquí es todas. Algunos nos sentimos cómodos recibiendo perdón parcial en ciertas áreas de nuestra vida, pero rehusamos permitir que el perdón de Dios toque algunas áreas oscuras: áreas de las que no conseguimos deshacernos y por las que no podemos perdonarnos. Sean cuales sean esos errores, le animo a permitirle a Jesús que perdone todos sus pecados, y reciba sanidad para todas sus enfermedades. Amigo, suelte el pasado. Suelte los errores. Permítase ser libre, y aprenda a perdonarse recibiendo con un corazón abierto el perdón total y completo de Jesús.

Además Jesús reforzó esta correlación entre el perdón y la sanidad en su encuentro con el hombre paralítico. Era obvio que la mayor necesidad de este hombre era ser sanado en su cuerpo. Deseando su sanidad, sus cuatro amigos incluso habían quitado las baldosas del techo y le bajaron en una camilla para ponerle delante de Jesús. Pero ¿cuál fue la primera frase de Jesús para él? Jesús dijo: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados”, antes de sanarle diciendo: “Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa” (Mateo 9:2, 6). Jesús sabía que el hombre necesitaba recibir el perdón de todos sus pecados antes de que su cuerpo pudiera experimentar una sanidad total.

Su respuesta se encuentra en recibir una revelación nueva de lo mucho que ha sido perdonado en Cristo, y creer que ya no está bajo condenación.

¿Qué es lo que le paraliza a usted hoy? ¿El temor? ¿Una adicción a los antidepresivos? ¿Ataques de ansiedad? ¿Quizá es alguna enfermedad de su cuerpo? Sea cual sea su desafío, su respuesta se encuentra en recibir una revelación nueva de lo mucho que ha sido perdonado en Cristo, y creer que ya no está bajo condenación (véase Romanos 8:1).

El poder transformador de creer en el evangelio

Quiero compartir con usted un maravilloso reporte de alabanza de Pat, que vive en Ohio, quien me escribió este correo:

Se han producido cambios increíbles en mi vida desde que me alimenté de las verdades que usted enseñó. Ahora tengo un gozo y aprecio por la vida que no había tenido desde que era adolescente (y tengo cincuenta años). Tengo una paz permanente que se manifiesta en cada área de mi vida, desde ser padre a mis finanzas y pasando por mi salud.

Inicialmente, cuando comencé a escucharle, no creía lo que enseñaba con respecto a la santidad, la plenitud de las bendiciones y la justicia por la fe en la obra consumada de Cristo. Cuando me enfermé y quedé confinado a una cama, seguí viéndole, ya que no podía hacer nada. Usted apoyaba sus enseñanzas con versículos y evidencia del Antiguo Testamento. Comencé a entender que lo que usted enseñaba era cierto. Comencé a leer los Evangelios y las Epístolas con una mente iluminada, y pude ver claramente que usted estaba presentando el evangelio.

Cuando acepté estas verdades, mi estado físico comenzó a cambiar. Había sufrido de la espina dorsal y un disco dañado, y no tenía cura. Los especialistas de columna rehusaban operarme a menos que llegara a un estado en el que parte de mi cuerpo quedara paralizado, que suele ser el proceso normal. Llevaba con muchos dolores y físicamente incapacitado más de dos años.

Desde que comencé a alimentarme de sus enseñanzas, he recuperado el uso de mi cuerpo, y la mayor parte de ese dolor que antes era insoportable ha cesado. Ahora puedo relajarme y estar seguro y confiar en la disposición y disponibilidad del poder y la gracia de Dios para sanarme. Esto llegó como resultado de una fe aumentada, la eliminación de la condenación, un entendimiento de la Santa Cena y una mayor conciencia del amor de Dios por mí.

También he sido liberado de un hábito de diez años de fumar tabaco. Solía fumar sólo por la noche justamente antes de ir a la cama para calmar mis nervios. Intenté durante años romper el hábito pero no pude. Siempre me sentía muy culpable de tener esta debilidad. Pero cuando me di cuenta de que Dios no me echaba en cara mi debilidad y que me aceptaba incondicionalmente y me bendeciría, solté toda la preocupación y lucha por mi hábito. Comencé a experimentar paz y descanso.

Unos meses después, pude dejar de fumar. Es como si el hábito hubiera desaparecido sin esfuerzo de mi vida, como si se me hubiera caído. Sé que fue el Espíritu de Dios obrando en mí para perfeccionarme y darme el poder para no volver a desear los cigarrillos.

Verdaderamente mi vida ha sido transformada. El evangelio es lo que este mundo ansía tener y tanto necesita. He sido creyente durante más de veinticinco años y nunca lo había oído presentado como usted lo enseña. Gracias por todo. Siga despertando al mundo al amor y la gracia de Dios, así como a la esperanza de salvación, bendición y gloria ¡en Cristo Jesús!

Sólo reciba

Querido lector, usted también puede experimentar esta victoria. Es momento de dejar de herirse a usted mismo. Jesús fue herido por todos sus pecados. Es momento de dejar de flagelarse. Jesús ha llevado todos sus golpes en la cruz. Es momento de dejar de cortarse y castigarse porque Jesús ha recibido todos los cortes y el castigo por usted. Es momento de dejar de preguntarse si ha hecho suficiente para ganarse el perdón y la aceptación de Dios. Su perdón y gracia son inmerecidos, no se pueden conseguir; sólo se pueden recibir. ¿Alguna vez le ha regalado a un ser querido un presente por Navidad o por su cumpleaños? Lo único que usted quiere es que lo reciba y lo disfrute. Así es exactamente como Dios quiere que usted reciba su amor y su regalo de la no condenación hoy.

Deje de preguntarse si ha hecho suficiente para ganarse el perdón y la aceptación de Dios. Su perdón y gracia son inmerecidos, no se pueden conseguir; sólo se pueden recibir.

Mire hoy a la cruz y diga:

Gracias, Jesús, por amarme. Hoy recibo tu perdón total en mi vida, y me perdono por todos mis pecados, errores y fallos. Los suelto todos en tus manos de amor. Declaro que en ti, soy completamente perdonado, libre, aceptado, favorecido, justo, bendecido y sanado de toda enfermedad y dolencia. ¡Amén!

Cuanto más permita que la catarata del perdón y el favor inmerecido de Dios caiga sobre usted así cada día, más recibirá su salud para su cuerpo y bienestar para su mente. Independientemente de lo que haya ocurrido en el pasado, y a pesar de lo que pudiera estar viviendo ahora, le animo a recordar y creer que Dios le ama y le ha perdonado. Ahora comience a disfrutar de su amor y deje que su gracia actúe en usted y para usted, para llevarle a un lugar de mayor salud, fortaleza emocional, paz y disfrute en la vida.