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1

Roman Draganesti sabía que alguien había entrado sigilosamente en su despacho. O un enemigo, o un amigo íntimo. Amigo, pensó. Un enemigo nunca habría podido pasar por delante de los guardias que había en cada una de las entradas de su casa del Upper East Side, en Manhattan. Ni tampoco por delante de los guardias que había apostados en todos y cada uno de sus cinco pisos.

Roman sospechaba que, con su excelente visión nocturna, veía mucho mejor que su inesperado visitante. Y su sospecha se vio confirmada cuando la oscura silueta chocó contra una cómoda estilo Luis XVI y soltó una maldición en voz baja.

Gregori Holstein. Un amigo, pero un amigo molesto. Era el vicepresidente del Departamento de Marketing de Romatech Industries, y afrontaba todos los problemas con un entusiasmo tan inagotable, que conseguía que él se sintiera viejo. Verdaderamente viejo.

—¿Qué quieres, Gregori?

El recién llegado se volvió bruscamente, y entrecerró los ojos en dirección a él.

—¿Qué haces ahí sentado, solo y a oscuras?

—Umm… Qué pregunta tan difícil. Supongo que quería estar solo. Y a oscuras. Deberías probarlo más a menudo. Tu visión nocturna no es tan buena como debería.

—¿Y para qué voy a molestarme en poner a punto mi visión nocturna, si la ciudad está iluminada toda la noche? —preguntó Gregori, mientras palpaba la pared en busca del interruptor. La luz se encendió y lo envolvió todo con un suave brillo dorado—. Así está mucho mejor.

Roman se apoyó de nuevo en el cuero frío del respaldo de su sillón y bebió de su copa. El líquido le quemó la garganta. Qué espantoso brebaje.

—¿Hay algún motivo para tu visita?

—Por supuesto. Te has marchado demasiado pronto del trabajo, y teníamos que enseñarte algo importante. Te va a encantar.

Roman dejó la copa sobre su escritorio de caoba.

—Con los años, he aprendido que tenemos tiempo de sobra.

Gregori soltó un resoplido.

—Vamos, intenta entusiasmarte un poco. Hemos conseguido un avance asombroso en el laboratorio —respondió, y se fijó en la copa medio vacía de Roman—. Me apetece celebrarlo. ¿Qué estás tomando?

—No te va a gustar.

Gregori se acercó al mueble bar.

—¿Por qué? ¿Acaso tus gustos son demasiado refinados para mí? —preguntó. Entonces, tomó el decantador y se sirvió un poco de aquella bebida roja en una copa—. Tiene buen color.

—Hazme caso, y saca otra botella de la nevera.

—¡Ja! Si tú puedes beberlo, yo también —dijo Gregori, y tomó un buen trago antes de lanzarle a Roman una mirada victoriosa. Al instante, abrió unos ojos como platos. Aunque, normalmente, era muy pálido, enrojeció hasta ponerse casi morado, y emitió un sonido ahogado justo antes de empezar a toser y a soltar maldiciones, todo a la vez. Al final, apoyó ambas manos sobre el mueble bar y se inclinó hacia delante para tomar aire.

Verdaderamente, un brebaje espantoso, pensó Roman.

—¿Ya te has recuperado? —le preguntó.

Gregori tomó aire, temblorosamente.

—¿Qué tiene ese vino?

—Un diez por ciento de zumo de ajo.

—Pero… ¿qué dices? —preguntó Gregori, mientras se erguía con indignación—. ¿Te has vuelto loco? ¿Es que quieres envenenarte?

—Se me ha ocurrido comprobar si las viejas leyendas eran verdad —respondió Roman, con una ligera sonrisa—. Es evidente que algunos somos más susceptibles que otros.

—¡Es evidente que a algunos les gusta arriesgar el pellejo!

A Roman se le borró la sonrisa de los labios.

—Tu comentario tendría más lógica si no estuviéramos muertos ya.

Gregori caminó a grandes zancadas hacia él.

—No irás a empezar otra vez con esa tontería de «Qué desgraciado soy, soy un maldito demonio», ¿verdad?

—Acepta la realidad, Gregori. Hemos sobrevivido durante siglos arrebatándoles la vida a otros. Somos una abominación ante los ojos de Dios.

—No vas a beber esto —le dijo Gregori, y le arrebató la copa a Roman antes de que él pudiera ponerla fuera de su alcance—. Escúchame: ningún vampiro ha hecho tanto como tú para proteger a los vivos y dominar los impulsos de nuestra raza.

—Muy bien, así que ahora somos los demonios con mejor comportamiento que hay sobre la faz de la tierra. Maravilloso. Llama al papa. Estoy listo para que me beatifique.

La mirada de impaciencia de Gregori se convirtió en una expresión de curiosidad.

—Entonces, ¿es cierto lo que dicen? ¿Eras un monje?

—Prefiero no vivir en el pasado.

—No estoy tan seguro de eso.

Roman apretó los puños. Su pasado era algo de lo que no estaba dispuesto a hablar con nadie.

—Me ha parecido que has mencionado unos avances en el laboratorio…

—Ah, sí. Vaya, me he dejado a Laszlo esperando en el pasillo. Quería preparar la escena, por así decirlo.

Roman respiró profundamente y relajó las manos.

—Entonces, te sugiero que empieces. La noche tiene un número limitado de horas.

—Exacto. Además, después me voy de juerga. Simone acaba de llegar de París y, chico…

—…no te imaginas lo cansadas que tiene las alas. Eso ya era viejo hace un siglo —dijo Roman, y volvió a apretar los puños—. No te vayas por las ramas, Gregori, o voy a tener que enviarte a tu ataúd para que te tomes un descanso.

Gregori lo miró con exasperación.

—Solo lo he dicho por si querías venir con nosotros. Es mucho más divertido que quedarse aquí solo, bebiendo veneno —dijo, y se alisó la corbata negra de seda—.Ya sabes que a Simone siempre le has gustado. De hecho, a cualquiera de las damas que hay abajo le encantaría animarte un poco.

—No me parecen especialmente animadas. La última vez que las miré, estaban todas muertas.

—Bueno, pues si eres tan quisquilloso con eso, tal vez deberías buscar una compañera viva.

—No —dijo Roman, y se puso de pie de un salto. Tomó su copa y se movió, con una rapidez vampírica, hacia el mueble bar—. Una mortal no. Nunca más.

—Vaya. He tocado la fibra sensible.

—Fin de la conversación.

Roman tiró la mezcla de sangre y zumo de ajo que quedaba en su copa por la pila, y vació también el decantador. Hacía mucho tiempo había aprendido que tener una relación con una mujer mortal solo serviría para que se le partiera el corazón. Literalmente. Además, prefería no experimentar la sensación de tener una estaca clavada en el corazón. Qué estupendo abanico de posibilidades tenía ante sí: podía elegir como compañera a una vampiresa, que era una mujer muerta, o a una mortal, una mujer viva que iba a desear que él estuviera muerto. Y aquella existencia tan cruel no iba a cambiar nunca, sino que iba a prolongarse por los siglos de los siglos. No era raro que estuviera deprimido.

Normalmente, un científico como él podía encontrar algo interesante en lo que ocupar el pensamiento. Sin embargo, en algunas ocasiones, como por ejemplo, aquella noche, eso no era suficiente. ¿De qué le servía estar tan cerca del descubrimiento de una fórmula que permitiera a los vampiros permanecer despiertos de día? ¿Qué iba a hacer con todas aquellas horas extra? ¿Trabajar más? Tenía siglos y siglos por delante para trabajar.

Aquella misma noche había comprendido la verdad: si estaba despierto durante el día, no tendría a nadie con quien hablar. Solo conseguiría aumentar las horas de soledad que ya había en su vida. En aquel momento, lo había dejado todo y se había ido a casa para estar solo, a oscuras, escuchando el monótono latir de su corazón solitario. El alivio llegaría al amanecer, cuando la salida del sol detuviera su pulso vital y él quedara muerto durante todo el día. Por desgracia, estaba empezando a sentirse muerto también por la noche.

—¿Estás bien, Roman? —le preguntó Gregori, mirándolo con cautela—. He oído decir que, algunas veces, los que son verdaderamente viejos, como tú, se deprimen.

—Gracias por recordármelo. Y, ya que no voy a rejuvenecer, tal vez no te importe decirle a Laszlo que entre en el despacho.

—Sí, sí, claro. Lo siento —dijo Gregori, y tiró de los puños de su inmaculada camisa blanca—. Solo quería preparar el escenario. ¿Te acuerdas de cuál es el lema fundacional de la empresa? Conseguir un mundo igualmente seguro para los vampiros y para los mortales.

—Sí, ya lo sé. Creo que lo escribí yo mismo.

—Sí, pero la amenaza más grande para la paz siempre han sido los vampiros pobres y los descontentos.

—Sí, también lo sé.

No todos los vampiros eran tan ricos como él y, aunque su empresa producía sangre sintética que resultaba fácil de conseguir y que tenía un precio asequible, aquellos con una situación económica desfavorable siempre preferirían alimentarse gratis de un mortal. Roman había intentado convencerlos de que la comida gratis no existía. Las víctimas mortales tenían tendencia a enfadarse. Entonces, contrataban a nuevos aspirantes a Buffy, y aquellos asesinos mataban a todos los vampiros que se cruzaban por su camino, incluso a los vampiros pacíficos y respetuosos con la ley que no mordían ni a una mosca. La triste realidad era que, mientras un solo vampiro siguiera atacando a los humanos, ningún vampiro estaría seguro en el mundo.

Roman se acercó a su escritorio.

—Creo que te puse a trabajar en el problema de los pobres.

—Sí, estoy en ello. Tendré el informe terminado dentro de unos días. Mientras, Laszlo ha tenido una idea brillante para los descontentos.

Roman se dejó caer pesadamente en el sillón. Los descontentos eran el grupo de vampiros más peligroso que existía. Formaban parte de una sociedad secreta, se denominaban a sí mismos los Verdaderos y despreciaban la sensibilidad más evolucionada del vampiro moderno. Los vampiros descontentos podían permitirse comprar la sangre más cara de todas las que producía Romatech Industries. Podían adquirir la sangre más exótica, la sangre para gourmets de Cocina de Fusión, la línea de productos alimentarios para vampiros más apreciada que había creado Roman. Incluso podían tomarla en copas del cristal más fino. Sin embargo, no querían hacerlo.

Para ellos, la emoción de beber sangre no estaba en la sangre, sino en el mordisco. Aquellas criaturas vivían para morder. No creían que nada pudiera reemplazar el intenso placer de hundir los colmillos en el cuello cálido y flexible de un mortal.

Durante el año anterior, la comunicación entre los descontentos y los vampiros modernos había empeorado hasta tal punto, que estaban al borde de la guerra. Una guerra que podía causar muchas muertes, tanto de vampiros como de mortales.

—Que entre Laszlo.

Gregori abrió la puerta.

—Puedes pasar —dijo.

—Ya era hora —respondió Laszlo—. El guardia estaba a punto de registrar las cavidades de nuestra invitada de honor.

—Oh, qué chica más guapa llevas ahí —murmuró el guardia, con acento escocés.

—¡No la toques! —exclamó Laszlo, y entró en el despacho de Roman con la mujer en brazos, agarrada como si estuvieran bailando un tango. La mujer era más alta que el químico vampiro, y estaba completamente desnuda.

Roman se puso en pie de un salto.

—¿Has traído a una mortal aquí? ¿A una mortal desnuda?

—Relájate, Roman, no es de verdad —dijo Gregori, y se inclinó hacia Laszlo—. Al jefe le ponen un poco nervioso las mujeres mortales.

—No estoy nervioso, Gregori. Todas mis terminaciones nerviosas murieron hace más de quinientos años —dijo Roman. Solo veía la espalda de la muñeca, pero su melena rubia y larga y su trasero parecían muy reales.

Laszlo sentó a la muñeca en una butaca. Las piernas se le quedaron rectas, así que el químico se las dobló hacia abajo. Las rodillas de la muñeca hicieron un clic con cada uno de los ajustes.

Gregori se agachó junto a ella.

—Está muy lograda, ¿no te parece?

—Sí, mucho —dijo Roman, y miró el vello que tenía la muñeca entre las piernas; lo llevaba depilado al estilo de una bailarina de estriptis, en una delgada línea—. Parece que es rubia teñida.

—Mira —dijo Gregori y, con una sonrisa, le separó las piernas—. Viene completamente equipada. Bonito, ¿eh?

Roman tragó saliva.

—¿Es un…? —balbuceó. Tragó saliva, y comenzó de nuevo—: ¿Es un juguete sexual de los humanos?

—Exactamente, señor —dijo Laszlo, y le abrió la boca—. Mire. Incluso tiene lengua. La textura es increíblemente real —añadió, mientras metía un dedo en la boca de la muñeca—. Y el vacío crea una sensación de succión muy realista.

Roman miró a Gregori, que estaba arrodillado entre las piernas de la muñeca, admirando la vista. Después, le miró a Laszlo, que estaba deslizando el dedo dentro y fuera de la boca de la muñeca. Por Dios, si pudiera sentir dolor de cabeza, en aquel momento tendría una espantosa migraña.

—¿Queréis que os deje a los tres solos?

—No, señor —dijo el químico—. Solo queríamos demostrarle lo real que es —explicó.

Sacó el dedo y se oyó un pequeño pop; entonces, la boca de la muñeca se relajó y formó una sonrisa congelada que parecía indicar que estaba disfrutando.

—Es increíble —dijo Gregori en tono de aprobación, mientras le acariciaba el muslo—. Laszlo la ha pedido por correo.

—Era tu catálogo —dijo Laszlo con azoramiento—. Normalmente, yo no mantengo relaciones sexuales humanas. Es demasiado sucio.

Y demasiado peligroso. Roman apartó la vista de los pechos de la muñeca, que tenían una forma muy bonita. Tal vez Gregori estuviera en lo cierto, y él debiera pasar un buen rato con alguna dama. Si los mortales podían engañarse pensando que aquella muñeca estaba viva, él podía hacer lo mismo con una vampiresa. Sin embargo, ¿cómo iba a darle calor a su alma una mujer muerta?

Gregori levantó uno de los pies de la muñeca para examinarlo de cerca.

—Pues esta belleza es muy tentadora —dijo.

Roman suspiró. ¿Se suponía que aquel juguete sexual de los mortales iba a resolver el problema de los vampiros descontentos? Estaban perdiendo el tiempo, además de conseguir que se sintiera excitado y muy solo.

—Todos los vampiros modernos que yo conozco prefieren el sexo mental. Supongo que a los descontentos les pasa lo mismo.

—Me temo que eso no es posible con esta —dijo Laszlo, mientras le daba unos golpecitos a la muñeca en la cabeza. Sonó como si golpeara un melón.

Roman se fijó en que la muñeca todavía estaba sonriendo, aunque sus ojos azules tenían la mirada perdida.

—Así que tiene el mismo coeficiente intelectual que Simone.

—Eh —dijo Gregori, con cara de pocos amigos, y se posó el pie de la muñeca en el pecho—. Eso no está bien.

—Tampoco está bien que me hagáis perder el tiempo —replicó Roman, mirándolo de manera fulminante—. ¿Cómo podría resolver este juguete el problema que tenemos con los descontentos?

—Es mucho más que un juguete, señor —dijo Laszlo, jugueteando con los botones de su bata blanca—. Ha sido transformada en el laboratorio.

—En VANNA —dijo Gregori, y le tiró del dedo gordo del pie a la muñeca—. Mi pequeña VANNA, ven con papá.

Roman apretó los dientes después de asegurarse de que había retraído los colmillos. De lo contrario, cualquier vampiro se atravesaría el labio inferior.

—Ponedme al corriente, por favor, antes de que recurra a la violencia.

Gregori se echó a reír. No parecía que la ira de su jefe lo impresionara mucho.

—VANNA es un Vampire Artificial Nutritional Needs Appliance, es decir, un aparato especialmente diseñado para satisfacer artificialmente las necesidades nutricionales de los vampiros.

Laszlo hacía girar nerviosamente uno de los botones más sueltos de su bata. Era evidente que él se tomaba más en serio el mal genio de Roman.

—Es la solución perfecta para los vampiros que todavía sienten el impulso de morder. Y va a estar disponible en todas las razas y los géneros.

—¿También vais a producir juguetes masculinos? —preguntó Roman.

—Sí —dijo Laszlo, y el botón cayó al suelo. Laszlo lo recogió y se lo metió al bolsillo—. Gregori ha pensado que podríamos anunciarla en la Cadena Digital Vampírica. Las opciones serían VANNA morena, VANNA negra…

—¿Y esta sería VANNA blanca? —preguntó Roman, con una mueca de desaprobación—. Al departamento legal le va a encantar esto.

—Podríamos sacarle unas cuantas fotografías promocionales con un elegante traje de noche —dijo Gregori, acaricándole el arco del pie a la muñeca—. Y con unas sandalias de tacón negras, muy sexis.

Roman miró a su vicepresidente de marketing con preocupación, y se volvió hacia Laszlo.

—¿Estáis diciendo que esta muñeca se puede usar para alimentarse?

—¡Sí! —exclamó Laszlo, asintiendo con entusiasmo—. Al igual que una mujer viva, es capaz de ofrecer varias soluciones, de satisfacer las necesidades sexuales y nutricionales. Mire, deje que se lo enseñe —dijo. Inclinó la muñeca hacia delante y le apartó el pelo del cuello—. Hice la adaptación aquí atrás, para que no se notara.

Roman observó un pequeño interruptor y un corte en forma curva. En la base de la curva sobresalía un pequeño tubo que tenía un tapón en el extremo.

—¿Le has puesto un tubo?

—Sí. Está especialmente diseñada para simular una arteria real. Hemos desarrollado un circuito circular que está en su interior —explicó Laszlo, pasando un dedo por el cuerpo de la muñeca para mostrar el recorrido de la arteria falsa—. Atraviesa la cavidad del pecho, sigue por un lado del cuello y baja por el otro. Finalmente, vuelve al pecho.

—¿Y se llena de sangre?

—Sí, señor. Irá equipada con un embudo gratuito. La sangre y las pilas no van incluidas.

—Nunca van incluidas —comentó Roman, con ironía.

—Es fácil de usar —dijo Laszlo, señalando el cuello de la muñeca—. El consumidor quita el tapón, inserta el pequeño embudo en el tubo, elige dos litros de su sangre favorita de Romatech Industries y llena la muñeca.

—Ya entiendo. ¿Y se enciende cuando se está quedando sin existencias?

Laszlo frunció el ceño.

—Bueno, supongo que podría ponerle una luz indicadora…

—Era una broma —dijo Roman, con un suspiro—. Por favor, continúa.

—Sí, señor —dijo Laszlo. Después de carraspear ligeramente, siguió con sus explicaciones—: Este interruptor de aquí enciende una pequeña bomba que he insertado en la cavidad del pecho. Es como un corazón falso. La bomba hace fluir la sangre por la arteria y simula un pulso real.

Roman asintió.

—Y por eso son necesarias las pilas.

—Ummm —murmuró Gregori—. La muñeca sigue, y sigue, y sigue.

Roman miró a su vicepresidente y lo encontró mordisqueándole el dedo gordo a la muñeca. El brillo rojo de los ojos de Gregori era un tipo de indicador distinto.

—¡Gregori! Déjala.

Gregori gruñó en voz baja y soltó el pie de la muñeca.

—Ya no eres divertido.

Roman inspiró profundamente y lamentó no poder rezar para pedir paciencia a Dios. Aunque, en realidad, ningún dios que se preciara iba a querer atender las súplicas de un demonio con respecto a un juguete sexual de los mortales.

—¿La habéis probado ya?

—No, señor —respondió Laszlo, y pulsó el interruptor de VANNA—. Hemos pensado que usted debería ser el primero en tener ese honor.

El primero. Roman pasó la mirada por el cuerpo perfecto de la muñeca, en cuyo interior fluía una sangre que podía dar la vida.

—Así que, por fin, los vampiros pueden tener su tarta y, además, morderla.

Gregori sonrió y se alisó las solapas de la chaqueta negra que llevaba.

—El test del sabor. Que disfrutes.

Roman arqueó una ceja mirando a su vicepresidente de marketing. Sin duda, aquella prueba era idea de Gregori. Seguramente, pensaba que su jefe necesitaba un poco de emoción para sentirse vivo. Y, por desgracia, tenía razón.

Roman extendió un brazo y tocó el cuello de VANNA. La piel era más fría que la de un ser humano real, pero, de todos modos, era muy suave. Notó el pulso fuerte y constante de la arteria en las yemas de los dedos. Al principio, solo sentía aquel pulso en los dedos, pero, poco a poco, la sensación ascendió por su brazo y le llegó al hombro. Roman tragó saliva. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dieciocho años?

Los latidos se extendieron por su interior, y llenaron su corazón vacío y todos sus sentidos. Se le expandieron las ventanas de la nariz, y percibió el olor de la sangre. Tipo A positivo: su sangre favorita. Todo su cuerpo latió en sincronía con la muñeca. Su intelecto quedó desactivado, superado por un impulso que llevaba años sin experimentar: la sed de sangre.

Un gruñido vibró en su garganta. Notó que se le endurecía el sexo. Agarró a la muñeca por el cuello y la atrajo hacia sí.

—Voy a tomarla.

Con la rapidez de un rayo, la arrojó sobre una chaise longue tapizada de terciopelo. La muñeca quedó inmóvil, con las piernas flexionadas por las rodillas y caídas hacia ambos lados. Aquella imagen erótica fue casi demasiado para él. La pequeña cantidad de sangre que corría por sus venas pedía más y más. Más mujer. Más sangre.

Él se sentó y le apartó el pelo rubio del cuello. La sonrisa boba de la muñeca era un poco desconcertante, pero también era fácil ignorarla. Al inclinarse sobre ella, vio un reflejo en sus ojos vidriosos. Aquel reflejo no era el suyo, porque él no podía reflejarse en los espejos. Lo que veía reflejado era la luz roja y brillante que irradiaban sus propios ojos. VANNA lo había excitado. Le giró la cara para exponer su cuello. El pulso de la arteria le estaba pidiendo que la tomara.

Gruñó suavemente y se estrechó contra su cuerpo. Sus colmillos se alargaron, y le provocaron una onda de placer que lo recorrió de pies a cabeza. El olor de la sangre entró por su nariz como un torbellino y terminó con el poco dominio que le quedaba. La bestia que llevaba dentro se desató.

La mordió. Ya demasiado tarde, su mente registró el hecho de que, aunque su piel fuera tan suave como la de una mujer humana, la textura del interior era completamente distinta. Se trababa de un plástico grueso y correoso. Sin embargo, no evaluó si aquello era relevante; el olor de la sangre le anuló el entendimiento. El instinto cantó victoria, aullando en su cabeza como si fuera un animal hambriento. Roman hundió los colmillos más y más profundamente en la muñeca, hasta que experimentó aquella dulce sensación de romper la arteria y nadar en sangre. Celestial.

Con una larga succión, se llenó la boca de sangre. Tragó y bebió con avidez. Ella era deliciosa, y era suya.

Deslizó una mano hasta su pecho, y apretó. Qué tonto había sido al contentarse con beber de una copa. ¿Cómo iba a poder sustituir eso al fluir de la sangre caliente entre los colmillos? Había olvidado lo dulce que era aquella experiencia física. Estaba duro como una roca. Todos sus sentidos ardían. Nunca volvería a beber la sangre en una copa.

Dio un tirón al cuello de la muñeca, y se dio cuenta de que la había dejado completamente seca. Se había tomado hasta la última gota. Sin embargo, en aquel momento, un atisbo de claridad se abrió paso a través de toda aquella sensualidad. Maldición, había perdido el control. Si aquella muñeca hubiera sido un ser humano, estaría muerta. Y él habría acabado con otra criatura de Dios.

¿Cómo iba a ser aquello un avance en la causa de los vampiros civilizados? Ningún vampiro, ni siquiera los vampiros modernos y evolucionados, podría disfrutar de aquello sin desear la experiencia real. Lo único en lo que podrían pensar sería en morder a la primera mujer viva con la que se cruzaran. VANNA no era la respuesta adecuada para preservar la vida humana.

Más bien, era una amenaza de muerte para los seres humanos.

Roman apartó la boca de su presa, rugiendo. La sangre salpicó sobre la piel blanca del pecho de la muñeca y, al principio, él pensó que brotaba por algún agujero que había en el plástico. Sin embargo, estaba seguro de que había consumido toda la sangre que había en el interior del circuito. Aquella sangre era suya.

—¿Qué demonios pasa?

—Oh, Dios mío —murmuró Laszlo.

—¿Qué? —preguntó Roman, y miró el cuello de la muñeca. Allí, incrustado en el plástico, estaba uno de sus colmillos.

—¡Shhhh! —siseó Gregori, mientras se acercaba para verlo mejor—. ¿Cómo es posible?

—El plástico… —dijo Roman, y de su boca cayó más sangre—. El plástico del interior es demasiado duro. No se parece en absoluto a la piel humana.

—Oh, vaya —dijo Laszlo, que atacó otro de los botones de su bata con nerviosismo—. Esto es terrible. El tacto de la capa exterior era tan real, que… no me di cuenta de que… Lo siento muchísimo, señor.

—Ese es el menor de los problemas —dijo Roman, y tiró del colmillo para extraerlo del cuello de la muñeca. Después explicaría las conclusiones a las que había llegado. Por el momento, lo más urgente era que le colocaran el colmillo de nuevo en su alveolo.

—Sigues sangrando —le dijo Gregori, entregándole un blanquísimo pañuelo.

—La vena que alimenta el colmillo fe ha rafgado —dijo Roman, apretándose el pañuelo contra el agujero que le había quedado en la dentadura—. Mierda.

—Podría usar sus propios poderes de curación para sellar la vena —sugirió Laszlo.

—Entonces, fe cerraría para fiempre. Me quedaría con un folo colmillo eternamente.

Roman se apartó el pañuelo ensangrentado de la boca e insertó el colmillo en su hueco.

Gregori se inclinó para mirarlo.

—Creo que lo tienes.

Roman soltó el colmillo e intentó retraer ambas piezas hacia el interior de las encías. El colmillo izquierdo hizo lo que debía, pero el derecho se le cayó de la boca sobre el estómago de VANNA. Brotó más sangre de la herida.

—Señor, le sugiero que vaya al dentista —dijo Laszlo. Recogió el colmillo y se lo ofreció a Roman—. He oído decir que pueden reponer los dientes.

—Sí, claro —respondió Gregori, resoplando—. ¿Y qué se supone que tiene que hacer? ¿Entrar en la consulta y decir: «Disculpe, soy un vampiro y se me ha caído un colmillo al morderle el cuello a una muñeca hinchable». No creo que los dentistas hagan cola para ayudarle.

Necefito un dentifta vampiro —anunció Roman—. Bufcad en laf Páginaf Negraf.

—¿En las Páginas Negras? —preguntó Gregori. Se acercó a velocidad ultrarrápida al escritorio de Roman y comenzó a abrir los cajones—. ¿Sabes? Estás hablando con la «f».

—¡Tengo un puñetero trapo metido en la boca! Mira en el último cajón.

Gregori encontró el listín telefónico de los negocios regentados por vampiros y lo abrió. Empezó a recorrer las columnas con el dedo índice.

—Bueno, a ver. Cementerio, nichos. Criptas, reparación. Criptas, servicios de vigilancia. Criptas, personalización. Qué interesante.

—Gregori —gruñó Roman.

—Sí, sí, claro —dijo Gregori, y pasó de página—. Bueno, aquí tenemos la letra de. Danza, clases. Disfraces de Drácula, todas las tallas.

Roman volvió a gruñir.

Eftoy en una fituación crítica —dijo, y tragó con fuerza. Hizo un gesto de repugnancia al percibir el sabor de su propia sangre. Tenía un sabor rancio.

Gregori pasó otra página y siguió leyendo rápidamente, hasta que llegó al final de la lista.

—Lo siento, pero no hay ningún dentista —anunció, con un suspiro.

Roman se dejó caer en una butaca.

—Tendré que ir a la consulta de un mortal.

Demonios. Iba a tener que usar el control mental y, después, borrar los recuerdos del dentista. De lo contrario, ningún ser humano querría ayudarlo.

—Puede que nos cueste encontrar una clínica dental que esté abierta a medianoche —dijo Laszlo. El químico se acercó al bar y tomó un rollo de papel absorbente. Después, empezó a limpiar la sangre de la superficie de VANNA. Miró a Roman con preocupación—. Señor, será mejor que mantenga el colmillo en el interior de la boca.

Gregori abrió las Páginas Amarillas y buscó la letra «d».

—¡Demonios, hay miles de dentistas! —exclamó. Se irguió, con una gran sonrisa, y añadió—: ¡Lo encontré! Clínica Dental Dientes Brillantes, en el Soho. Abierta las veinticuatro horas del día para la ciudad que nunca duerme. ¡Bingo!

Laszlo exhaló un suspiro.

—Qué alivio. No estoy seguro, porque nunca había visto nada como esto, pero me temo que, si su colmillo no se reimplanta esta misma noche, no será posible hacerlo.

Roman se incorporó.

—¿Qué quieres decir?

Laszlo tiró las toallas de papel manchadas de sangre en la papelera que había junto al escritorio.

—Nuestras heridas se curan naturalmente mientras dormimos. Si llega el amanecer y se duerme sin su colmillo en el alveolo de la encía, su cuerpo cerrará las venas y la herida para siempre.

Roman se puso en pie.

Entoncef, tengo que hacerlo efta mifma noche.

—Sí, señor —respondió Laszlo, pasando el dedo por el botón de la bata—. Si tenemos suerte, estará en plena forma para la convención anual.

Roman tragó saliva. ¿Cómo había podido olvidar la conferencia que se celebraba todos los años, en primavera? El Baile de Gala iba a celebrarse dos noches después. Los maestros de los aquelarres más importantes del mundo asistirían a la celebración. Él, como maestro del aquelarre más grande de América, era el anfitrión de la gala. Si aparecía sin uno de los colmillos, se convertiría en blanco de las bromas durante todo el siglo siguiente.

Gregori tomó una hoja de papel y escribió la dirección.

—Vamos, vete. ¿Quieres que te acompañemos?

Roman se quitó el pañuelo de la boca para que sus instrucciones se oyeran con claridad.

—Laszlo me llevará en coche. Nos llevaremos a VANNA para que todo el mundo piense que la estamos trasladando al laboratorio. Tú, Gregori, sal con Simone, tal y como estaba previsto. Nada debe parecer extraño.

—Muy bien —dijo Gregori, y le entregó la dirección de la clínica dental.

—Buena suerte. Si necesitáis ayuda, llamadme.

—No creo que sea necesario —dijo Roman, y miró a sus dos empleados con severidad—. No debéis hablar de este incidente con nadie. No volváis a mencionarlo, ¿entendido?

—Sí, señor —dijo Laszlo, y tomó a VANNA en brazos.

Roman observó que el químico agarraba a la muñeca por uno de los glúteos regordetes. Dios Santo, con todo lo que había ocurrido, y todavía estaba excitado. Su cuerpo vibraba de deseo, anhelaba más sangre y más carne femenina. Esperaba que se tratara de un dentista, y no de una dentista. Que Dios protegiera a cualquier mujer que se cruzara en su camino aquella noche.

Todavía le quedaba un colmillo, y temía que iba a usarlo.