–Espero que hayáis encontrado a Shanna Whelan —dijo Ivan Petrovsky, mirando con ferocidad a cuatro de los mejores matones de la mafia rusa.
Los muy cobardes evitaron mirarlo a los ojos. Él se había empeñado en permanecer junto a la clínica dental, por si Shanna Whelan se hubiera escondido cerca de allí. Aquellos cuatro hombres habían registrado todas las calles y callejones de la zona y habían vuelto con las manos vacías.
Tres manzanas más allá, frente a la clínica destrozada, habían aparcado unos cuantos coches de policía que estaban despertando al vecindario con sus potentes luces. Los mortales se habían arremolinado en la calle con la esperanza de ver algo emocionante. Algo como, por ejemplo, un cadáver.
Él siempre estaba dispuesto a proporcionar a los demás esa emoción, pero, aquella noche, los hombres de Stesha lo habían echado todo a perder. Además de cobardes, eran unos incompetentes.
Ivan caminó hacia uno de los coches negros; los habían alejado de la clínica justo antes de que llegara la policía.
—No es posible que haya desaparecido. Solo es una mujer mortal.
Los cuatro gorilas lo siguieron. Uno de ellos, un gigante rubio con la mandíbula cuadrada, respondió:
—No la hemos encontrado por ningún sitio, ni delante ni detrás del edificio.
Ivan inhaló el olor de la sangre de aquel neandertal: tipo O positivo. Demasiado sosa. Demasiado estúpida.
—Entonces, ¿crees que ha desaparecido?
No hubo respuesta. Los cuatro bajaron la cabeza.
—Vimos que se abría la puerta trasera —dijo, por fin, uno de los matones, que tenía la cara llena de marcas de acné.
—¿Y?
—Me pareció ver a dos personas —respondió el tipo—, pero, cuando corrimos hacia la puerta, allí no había nadie.
—A mí me pareció oír algo. Como un zumbido —dijo el tercero.
—¿Un zumbido? —preguntó Ivan, y apretó los puños con rabia—. ¿Es eso todo lo que podéis decirme?
Sintió una fuerte tensión, y se le contrajeron los músculos de la parte superior de la espalda. Ladeó la cabeza repentinamente, hizo crujir el cuello y obtuvo un pequeño alivio.
Los cuatro mortales se encogieron.
Stesha Bratsk, el jefe de la mafia de la ciudad, se había empeñado en que sus hombres tomaran parte en el encargo de Shanna Whelan. Craso error. Ivan tenía ganas de tomarlos por el cuello y succionar toda la vida de sus cuerpos. Ojalá hubiera usado a sus propios vampiros. Entonces, aquella Whelan ya estaría muerta, y él recibiría doscientos cincuenta mil dólares.
Iba a conseguir aquel dinero de un modo u otro. Recordó todos los detalles del interior de la clínica dental; allí no había detectado ni rastro de la chica. Lo único interesante era una caja que contenía una pizza intacta, con el hombre de la pizzería impreso en el cartón, con letras rojas y verdes.
—¿Dónde está Carlo’s Deli?
—En Little Italy —dijo el tipo rubio—. Tienen una pizza muy buena.
—A mí me gusta más la lasaña —dijo el tipo de las marcas de acné.
—¡Imbéciles! —rugió Ivan—. ¿Cómo vais a explicarle vuestro fracaso de esta noche a Stesha? Su primo de Boston va a cumplir cadena perpetua porque esa zorra testificó en su contra en el juicio.
Ellos guardaron silencio.
Ivan respiró profundamente. No le importaba lo que le ocurriera a Stesha ni a su familia; después de todo, eran mortales. Sin embargo, aquellos tipos trabajaban para el mafioso ruso, y le debían más lealtad. Y menos estupidez.
—En lo sucesivo, trabajaré con mis hombres por las noches. Durante el día, vosotros vais a hacer guardia delante de Carlo’s Deli y del apartamento de Whelan. Si la encontráis, la seguís, ¿entendido?
—Sí, señor —respondieron, al unísono.
Por desgracia, Ivan no confiaba mucho en su éxito. Sus propios vampiros iban a ser mucho más eficaces a la hora de encontrar a Shanna Whelan. El único problema era que solo podían trabajar de noche, y que necesitaba a aquellos estúpidos para que hicieran el trabajo durante el día.
Apareció un tercer coche negro, y se detuvo junto a los otros dos sedanes. Otros dos empleados de Stesha bajaron del vehículo y se acercaron a ellos.
—¿Y bien? ¿La habéis encontrado? —les preguntó Ivan.
Un tipo con barba y la cabeza afeitada se adelantó.
—Vimos otro coche a una manzana al norte de aquí. Era un Honda verde. Había dos hombres dentro. A Pavel le pareció ver a una mujer.
—Estoy seguro de que la vi —dijo Pavel—. La estaban metiendo en el maletero del coche.
Ivan arqueó las cejas. ¿Acaso otro había capturado a Shanna Whelan antes que él? ¿Había alguien que quería el dinero de la recompensa? De su recompensa.
—¿Adónde fueron?
Pavel soltó una maldición y le dio una patada al neumático del coche.
—Los perdimos.
Ivan volvió a hacer crujir su cuello para aliviar la tensión.
—¿Es que nadie os ha enseñado, idiotas? ¿O es que Stesha os contrató según os bajasteis del barco?
El matón de la cabeza afeitada enrojeció. Su rostro se volvió muy rojo, se llenó de sangre. A Ivan le temblaron las aletas de la nariz. AB negativo. Dios, tenía hambre. Había pensado darse un festín con Shanna Whelan, pero ahora tendría que buscarse otra comida.
—Conseguimos ver el número de la matrícula —dijo Pavel—. Podemos averiguar quién es el propietario del coche.
—Hacedlo, y pasadme la información dentro de dos horas. Voy a estar en mi casa de Brooklyn.
Pavel se quedó pálido.
—Sí, señor.
Sin duda, había oído los rumores. Algunas veces, nadie volvía a ver a la gente que entraba en aquella casa del ruso por las noches. Ivan se acercó a los seis hombres y los miró fijamente.
—Si la encontráis, no la matéis. Eso es tarea mía. No penséis en quedaros la recompensa, porque no viviríais lo suficiente como para disfrutar del dinero, ¿entendido?
Los matones asintieron. Algunos, incluso, tragaron saliva.
—Ahora, marchaos. Stesha os está esperando.
Los seis hombres subieron en los coches y se fueron.
Ivan se acercó a la consulta. Los vecinos estaban por allí, en grupos, observando a la policía. Él se fijó en una guapa rubia que llevaba una bata rosa. La miró a los ojos. «Ven conmigo».
Ella se giró y lo miró. Sonrió lentamente. Aquella tonta pensaba que trataba de seducirla. Él le señaló un callejón oscuro, y ella lo siguió, meneando las caderas y acariciándose la esponjosa bata con las uñas largas y pintadas de rosa.
Él se sumergió en la oscuridad, y esperó.
Ella se dirigió hacia su muerte como si fuera un caniche que entraba a saltitos a la peluquería canina, deseando que lo admiraran y lo acariciaran.
—¿Vives en este barrio? Nunca te había visto por aquí.
«Acércate más».
—¿Llevas algo debajo de la bata?
Ella se echó a reír.
—Desvergonzado. ¿Es que no te has fijado en que la policía está a pocos metros de aquí?
—Eso lo hace aún más excitante, ¿no crees?
Ella volvió a reírse.
—Eres un chico malo, ¿eh?
Él la tomó de los hombros.
—No te haces una idea.
En un instante, sus colmillos estaban fuera.
Ella jadeó, pero, antes de que pudiera reaccionar, él le clavó los colmillos en el cuello. La sangre fluyó a su boca, rica, caliente y, con el riesgo que representaba la policía a tan poca distancia, con un extra de picante.
Por lo menos, la noche no había sido un completo fracaso. No solo había conseguido una cena deliciosa, sino que el cadáver de aquella chica iba a distraer la atención de la policía de la dentista desaparecida.
Verdaderamente, le encantaba mezclar los negocios con el placer.
Shanna estaba paseándose por la cocina. No iba a hacerlo. No iba a colocarle un colmillo de lobo a un hombre. Laszlo se había marchado con la información que ella le había proporcionado, de mala gana, y ella se había quedado sola en la cocina de la casa de Roman Draganesti. Cierto, él le había salvado la vida. Cierto también, le había ofrecido un refugio. Sin embargo, ella tenía que preguntarse por qué. ¿Acaso estaba tan empeñado en implantarse el colmillo de un animal en la boca que quería que ella estuviera en deuda con él y se sintiera obligada a hacerlo?
Tomó un sorbo de refresco light. El sándwich que le había preparado Connor aún estaba intacto. En aquel momento, se sentía demasiado nerviosa como para comer. Habían estado a punto de asesinarla, y el impacto real de lo que había ocurrido estaba empezando a pasarle factura. Le debía la vida a Roman, pero eso no significaba que fuera a implantarle aquel estúpido canino.
Y ¿quién era Roman Draganesti? Sin duda, uno de los hombres más guapos que ella hubiera conocido, pero eso no significaba que estuviera cuerdo. Parecía que estaba verdaderamente decidido a protegerla, pero ¿por qué? ¿Y por qué tenía un pequeño ejército de escoceses con falda? ¿Dónde podía reclutarse un ejército como ese? ¿Había puesto un anuncio en el periódico, tal vez?
Si necesitaba tanto personal de seguridad, debía de tener enemigos acérrimos. ¿Podía confiar en alguien así? Bueno, quizá… Ella también tenía enemigos, aunque no fuera culpa suya.
Shanna suspiró. Cuanto más intentaba comprender a Roman, más confusa se sentía. Y, para rematar, había estado a punto de besarlo. ¿En qué demonios estaba pensando?
No, no estaba pensando en absoluto. Durante el trayecto en coche, se había excitado mucho. Escapar de los rusos y rebotar en el regazo de Roman, contra su miembro viril hinchado, le había producido una descarga de adrenalina. Era una mezcla de emoción y lujuria. Nada más.
La puerta se abrió, y Connor entró en la cocina. Miró a su alrededor.
—¿Estás bien, muchacha?
—Sí. ¿Le has dicho a Roman que me niego a colocarle el colmillo de un animal?
Connor sonrió.
—No te preocupes. Estoy seguro de que Laszlo se lo explicará.
—Para lo que va a servir… —comentó ella.
Se sentó a la mesa y atrajo hacia sí el plato del sándwich. Según Laszlo, el señor Draganesti se había empeñado en que cooperara, y el señor Draganesti siempre conseguía lo que quería. ¡Cuánta arrogancia! Era evidente que Roman estaba acostumbrado a mandar.
Romatech. Allí era donde había dicho que trabajaban. Romatech. Roman.
—Oh, Dios mío…
Connor arqueó las cejas.
—Roman es el dueño de Romatech, ¿verdad?
Connor la miró con cautela.
—Sí. Es el dueño.
—Entonces, él es quien inventó la fórmula de la sangre sintética.
—Sí.
—¡Es increíble! —exclamó Shanna, y se puso en pie—. Debe de ser el científico vivo más importante de la historia.
Connor se encogió un poco.
—Yo no diría eso, exactamente, pero sí, es un hombre muy inteligente.
—¡Es un genio!
Shanna alzó las manos en el aire. Dios Santo, un científico genial la había salvado de una muerte segura. Un hombre que había salvado millones de vidas en todo el mundo, y que también la había salvado a ella. Volvió a sentarse, en pleno desconcierto.
Roman Draganesti. Impresionante, fuerte, sexi, misterioso y poseedor de una de las mentes más prodigiosas del mundo. Vaya. Era perfecto.
Demasiado perfecto.
—Supongo que está casado.
—No —respondió Connor, con un brillo de picardía en los ojos—. ¿Estás diciendo que te gusta, muchacha?
Shanna se encogió de hombros.
—Puede ser.
De repente, el sándwich de pavo le pareció muy apetecible, y le dio un buen mordisco. Aquel increíble soltero había entrado en su vida aquella misma noche. Sin embargo, por muy emocionante que fuera todo aquello, no podía olvidar el motivo por el que él había acudido a la clínica dental. Tragó el bocado, y dijo:
—De todos modos, no le voy a implantar ese colmillo.
Connor sonrió.
—Roman está acostumbrado a salirse con la suya.
—Sí. Me recuerda a mi padre —dijo ella. Aquel era otro punto en contra de Roman. Terminó su refresco de un solo trago—. ¿Te importaría que tome un poco más? —preguntó—. No, no te levantes. Puedo ir yo.
—No, yo te lo traigo —dijo Connor. Fue apresuradamente a la nevera, sacó una botella de dos litros de refresco y se la llevó a la mesa.
—El sándwich está riquísimo. ¿Seguro que no quieres tomar un poco?
Él le rellenó el vaso.
—Yo ya he comido algo, pero gracias por preguntar.
—Bueno, ¿y por qué tiene Roman un equipo tan grande de escoceses para proteger su casa? No te ofendas, pero es un poco raro.
—Sí, supongo que sí —dijo Connor, y le puso el tapón a la botella de refresco—. Todos hacemos lo que mejor se nos da. Podría decirse que yo soy un viejo guerrero, así que trabajar para los MacKay es lo mejor para mí.
—¿Los MacKay?
—MacKay Security and Investigation —dijo Connor, mientras se sentaba frente a ella—. Es una compañía muy grande cuya sede central está en Edimburgo. La dirige Angus MacKay en persona. ¿No has oído hablar de ellos?
Shanna hizo un gesto negativo, porque tenía la boca llena.
—Es la primera compañía de su clase en todo el mundo —explicó Connor, con orgullo—. Verás, Angus y Roman son viejos amigos. Angus es quien se encarga de toda la seguridad de Roman, tanto en su casa como en la empresa.
Sonó un pitido en la puerta trasera, y Connor se puso en pie. Shanna vio, junto a la puerta, un interruptor luminoso con dos luces indicadoras, una roja y la otra, verde. La roja se había encendido. Connor sacó la daga de la funda y se acercó silenciosamente a la puerta.
Shanna tragó saliva.
—¿Qué pasa?
—No te asustes, muchacha. Si la persona que está fuera es uno de nuestros guardias, pasará su tarjeta de identidad por un lector, y se encenderá la luz verde.
Mientras él hablaba, la luz roja se apagó, y se encendió la luz verde. Connor se hizo a un lado, sin guardar la daga, con la mirada de un gran felino a punto de atacar.
—Entonces, ¿por qué…?
—Si un enemigo ataca a algún guardia, puede quitarle la tarjeta.
Connor se puso un dedo en los labios para indicarle a Shanna que permaneciera en silencio.
La puerta se abrió lentamente.
—¿Connor? Soy Ian.
—Ah, bien. Pasa, pasa —dijo Connor, y enfundó la daga.
Ian era otro escocés ataviado con un kilt, aunque a Shanna le pareció demasiado joven para trabajar de guardia de seguridad. No podía tener más de dieciséis años.
El chico se guardó la tarjeta de identidad en una bolsa de cuero que llevaba colgada de la cintura, y sonrió con timidez.
—Buenas noches, señorita.
—Me alegro de conocerte, Ian.
Claramente, era muy joven. El pobre chico debería estar en el colegio, no en pie toda la noche, protegiendo a la gente de la mafia rusa.
Ian se giró hacia Connor.
—Hemos hecho la ronda entera. Todo está en orden, señor.
Connor asintió.
—Bien. Entonces, vuelve a tu puesto.
—Sí. Si no le importa, señor, después de tanto ir de acá para allá, los chicos y yo tenemos sed. Mucha sed —dijo el chico, mirando nerviosamente a Shanna—. Queríamos tomar… algo de beber.
—¿Una bebida? —preguntó Connor, con cara de preocupación—. Bueno, pero tendréis que tomarla fuera —dijo.
A Shanna le pareció que, de repente, se sentían incómodos por su culpa. Lo mejor sería que se mostrara agradable con ellos. Tomó la botella de refresco de la mesa y se la ofreció con una sonrisa.
—¿Te gustaría esto, Ian? Yo ya no quiero más.
Él hizo un gesto de repugnancia.
Ella dejó la botella en la mesa.
—Bueno, sí, es light, pero no está tan mal, de verdad.
Ian la miró con azoramiento.
—Seguro que… Seguro que está muy bien, señorita, pero los chicos y yo preferimos otro tipo de bebida.
—Una bebida proteínica —dijo Connor.
—Sí, eso es —dijo Ian, asintiendo—. Una bebida proteínica.
Connor se acercó al frigorífico y le hizo un gesto a Ian para que lo siguiera. Ambos se inclinaron ante la nevera abierta, susurrando, y sacaron algo. Después, cerraron la puerta y caminaron sin separarse, como si fueran hermanos siameses, hasta el microondas que había en la encimera.
Era obvio que no querían que ella viera lo que estaban haciendo, y era muy raro. Sin embargo, ¿no era aquella la noche de los sucesos extraños? Shanna siguió comiendo su sándwich y observando a los dos escoceses. Parecía como si estuvieran abriendo botellas; clic, clic. Se oyó una serie de pitidos cortos y, después, el sonido del microondas.
Los dos escoceses se volvieron hacia ella, tapando el horno con sus cuerpos. Ella les sonrió. Ellos le sonrieron a ella.
—Nos gusta… nos gusta calentar las bebidas proteínicas —dijo Connor, para romper el silencio.
Ella asintió.
—Muy bien.
—¿Es usted la señorita a la que están persiguiendo los rusos? —preguntó Ian.
—Eso me temo —respondió ella, apartando el plato vacío—. Siento haberos metido a todos en esto. ¿Sabéis? Tengo un contacto en la oficina del alguacil, y puedo pedirles que se ocupen de todo esto. Así no tendríais que preocuparos más por mí.
—No, no —dijo Connor—. Tienes que quedarte aquí.
—Sí. Son órdenes de Roman —añadió Ian.
Vaya. El todopoderoso Roman había hablado, y ellos tenían que obedecer. Bueno, pues si esperaba que ella le implantara aquel colmillo, se iba a llevar una sorpresa. Gracias a su padre, se había convertido en toda una experta rebelándose contra los hombres autoritarios.
Sonó el microondas, y los dos hombres se giraron hacia el mostrador. Parecía que tapaban de nuevo las botellas de las bebidas proteínicas y las agitaban; después, se miraron el uno al otro. Connor miró a Shanna, se acercó a uno de los armarios y sacó una bolsa de papel. Ian permaneció encorvado sobre las botellas. Cuando Connor volvió, hubo unos movimientos que ella no pudo ver, acompañados del crujido del papel.
Después, Ian se giró con la bolsa entre los brazos. Sin duda, en su interior llevaba las misteriosas bebidas proteínicas. Fue hacia la puerta acompañado por el tintineo de las botellas de cristal.
—Bueno, me marcho.
Connor le abrió la puerta.
—Ven a informarme de nuevo dentro de treinta minutos.
—Sí, señor —dijo Ian, y miró a Shanna—. Buenas noches, señorita.
—Adiós, Ian. Ten cuidado —le dijo. Después de que Connor cerrara la puerta, ella le sonrió—. Connor, granuja… Sé lo que estabais haciendo. No eran bebidas proteínicas.
Él abrió unos ojos como platos.
—No… no puede ser…
—Debería darte vergüenza. ¿Es que ese chico no es menor de edad?
—¿Ian? —preguntó Connor, con desconcierto—. ¿Menor de edad para qué?
—Para beber cerveza. ¿No es eso lo que le has dado? Aunque no entiendo para qué habéis calentado unos botellines de cerveza.
—¿Cerveza? —preguntó Connor, con horror—. No tenemos cerveza. Y los guardias nunca se emborracharían estando de servicio, te lo aseguro.
Parecía tan ofendido, que Shanna pensó que había llegado a una conclusión errónea.
—Bueno, pues lo siento. No quería decir que no estuvieras haciendo bien tu trabajo.
Él asintió, un poco más calmado.
—De hecho, te agradezco muchísimo que me estés protegiendo. Aunque no me parece bien que contratéis a chicos tan jóvenes como Ian. Debería estar en la cama para levantarse mañana temprano e ir al colegio.
Connor frunció el ceño.
—Es un poco mayor de lo que parece.
—¿Cuántos años tiene? ¿Diecisiete?
Connor se cruzó de brazos.
—Más.
—¿Noventa y dos? —preguntó ella, con ironía. Sin embargo, no pareció que aquello le hiciera mucha gracia a Connor. Miró a su alrededor, como si no supiera qué contestar.
Se abrió la puerta del pasillo, y una figura muy alta apareció en la cocina.
—Gracias a Dios —murmuró Connor.
Roman Draganesti había vuelto.