Shanna no tenía ninguna duda de que Roman dirigía su casa y su empresa con facilidad y con aplomo. Su atuendo oscuro debería parecer aburrido en comparación con las faldas de colores de su equipo de seguridad, pero, por el contrario, le conferían un aspecto peligroso. Distante. De chico malo. Sexi.
Él asintió mirando a Connor y, después, se volvió hacia ella y le clavó sus ojos castaños. Una vez más, Shanna sintió todo el poder de su mirada, como si pudiera aprisionarla y poner todo el mundo fuera de su alcance. Ella rompió la conexión y miró su plato vacío. No iba a permitir que su presencia la afectara. Mentirosa… Tenía el corazón acelerado, y se le había puesto la piel de gallina. Aquel hombre le causaba un gran efecto, aunque no quisiera reconocerlo.
—¿Has comido bien? —le preguntó Roman.
Ella asintió, sin mirarlo.
—Connor, deja una nota para el turno de día. Tienen que traer comida para la doctora… ¿Cómo te apellidas?
Shanna vaciló; después, dijo:
—Whelan.
Después de todo, ya conocían su nombre de pila, y la mafia rusa quería matarla. No tenía sentido conservar el nombre falso de Jane Wilson.
—Doctora Shanna Whelan —dijo él. Repitió el nombre completo como si eso le diera control sobre él. Y sobre ella—. Connor, ¿te importaría esperar en mi despacho? Gregori volverá enseguida y te pondrá al corriente de varios detalles.
—Muy bien —dijo Connor. Antes de marcharse, asintió para despedirse de Shanna.
Ella se quedó mirando la puerta.
—Parece muy agradable.
—Sí, lo es —dijo Roman. Se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.
Se hizo un incómodo silencio. Shanna se puso a juguetear con la servilleta, bajo su atenta mirada. Aquel hombre era uno de los científicos más brillantes del mundo. A ella le encantaría ver su laboratorio. No, no, un momento; trabajaba con sangre. Al pensarlo, se estremeció.
—¿Tienes frío?
—No. Quisiera… quisiera darte las gracias por haberme salvado la vida.
—¿Seguro? No estás en una posición completamente vertical.
Ella se sorprendió, y lo miró. Roman estaba sonriendo, casi riéndose. Acababa de tomarle el pelo por la escenita que había montado un poco antes. Sin embargo, incluso la posición vertical había sido peligrosa con él. Shanna se ruborizó al acordarse de que habían estado a punto de besarse.
—¿Tienes hambre? —le preguntó—. Yo también sé preparar un sándwich.
El brillo de los ojos de Roman se intensificó.
—No, gracias. Voy a esperar.
—De acuerdo —respondió ella. Se levantó y llevó su plato y su vaso al fregadero. Entonces, se dio cuenta de que, tal vez, aquello había sido un error, porque ahora estaba a muy poca distancia de su anfitrión. ¿Qué tenía aquel hombre, que conseguía que ella solo quisiera arrojarse a sus brazos? Lavó el plato y el vaso, y dijo—: Sé… sé quién eres.
Él dio un paso atrás.
—¿Qué es lo que sabes?
—Sé que eres el dueño de Romatech Industries. Sé que eres el científico que inventó la sangre sintética. Has salvado millones de vidas en el mundo —respondió Shanna. Cerró el grifo y se agarró al borde del fregadero—. Creo que eres muy brillante.
Al ver que él no respondía, ella se arriesgó y lo miró. A su vez, él la estaba mirando a ella, pero con una expresión de asombro. ¿Acaso no sabía que era un hombre brillante?
Roman frunció el ceño y se dio la vuelta.
—Yo no soy lo que piensas.
Shanna sonrió.
—¿Quieres decir que no eres inteligente? Bueno, admito que querer incrustarte un colmillo de lobo en esa sonrisa tan maravillosa no es la mejor idea que he oído en la vida.
—No es un colmillo de lobo.
—No es un diente humano —dijo ella, observándolo—. ¿De verdad se te ha caído un diente, o solo apareciste en la consulta como el Príncipe Valiente para rescatarme en tu corcel blanco?
Él sonrió.
—Hace muchos años que no tengo corcel.
—¿Y tu armadura está un poco oxidada?
—Pues sí.
—Pero sigues siendo un héroe.
La sonrisa de Roman desapareció.
—No, no lo soy. De verdad necesito una dentista. ¿Lo ves? —dijo, y se levantó una esquina del labio con el dedo índice.
Había un gran hueco en el lugar donde debería estar el canino.
—¿Cuándo se te cayó?
—Hace pocas horas.
—Entonces, puede que no sea demasiado tarde. Es decir, si tienes el diente verdadero.
—Sí, lo tengo. Bueno, en realidad, lo tiene Laszlo.
—Ah —dijo ella. Se le acercó, y se puso de puntillas—. ¿Me permites?
—Sí —respondió él, y bajó la cabeza.
Ella desvió la mirada desde sus ojos hasta su boca, y los latidos de su corazón se hicieron más fuertes. Le tocó las mejillas y, entonces, levantó las yemas de los dedos.
—No llevo guantes.
—No me importa.
«A mí tampoco». Dios Santo, había examinado cientos de bocas durante aquellos últimos años, pero nunca se había sentido así. Le tocó delicadamente los labios. Eran carnosos y sensuales.
—Abre la boca.
Él obedeció. Ella deslizó un dedo en el interior y examinó el agujero.
—¿Cómo se te cayó?
—Aaah.
—Lo siento —dijo Shanna, y sonrió—. Tengo mala costumbre de hacer preguntas cuando el paciente no puede responder.
Comenzó a sacar el dedo, pero él lo atrapó con los labios. Ella lo miró a los ojos y, al instante, se vio rodeada por su intensidad dorada. Lentamente, sacó el dedo. Dios Santo; le temblaban las rodillas. Tuvo una visión de sí misma deslizándose por su cuerpo hasta el suelo. Alzaría los brazos y diría: «Levántame, bobo».
Él le acarició la cara.
—¿Es mi turno ahora?
—¿Ummm? —murmuró Shanna; apenas podía oír lo que le decía Roman, porque el corazón le latía con fuerza en los oídos.
Él fijó la mirada en su boca, y le pasó el pulgar por el labio inferior.
La puerta de la cocina se abrió.
—Ya he vuelto —anunció Gregori. Al verlos, sonrió—. ¿Interrumpo algo?
—Sí. Mi vida —dijo Roman, y lo fulminó con la mirada—. Ve a mi despacho. Connor te está esperando allí.
—Muy bien —respondió Gregori, y se giró hacia la puerta—. Mi madre también está ahí fuera, esperando. Y Laszlo ya está preparado.
—Entiendo —dijo Roman. Irguió los hombros y miró a Shanna—. Vamos, ven.
—¿Cómo? —balbuceó Shanna, mientras lo veía salir por la puerta. ¿Cómo podía ser tan arrogante? Se había abierto un poco, pero, después, se había convertido de nuevo en el gran jefe.
Bien, pues si pensaba que podía ir por ahí dándole órdenes, estaba muy equivocado. Ella se tomó su tiempo para abotonarse la bata blanca. Después, tomó el bolso de la mesa y salió tras él.
Roman estaba junto a la escalera, hablando con una mujer de mediana edad. Llevaba un traje gris caro, y una blusa que podía valer el sueldo mensual de algunas personas. Tenía el pelo negro, aunque con unas cuantas canas en las sienes. Llevaba un moño a la altura de la nuca. Al ver acercarse a Shanna, arqueó las cejas.
Roman se giró.
—Shanna, te presento a Radinka Holstein. Es la madre de Gregori, y mi ayudante personal.
—Encantada —dijo Shanna, y le tendió la mano.
Radinka la miró durante un instante. Justo cuando Shanna pensaba que no iba a aceptar su saludo, la mujer sonrió y le estrechó la mano con fuerza.
—Por fin has llegado.
Shanna pestañeó, sin saber qué decir.
Radinka sonrió aún más; después, miró a Roman y, después, nuevamente, a ella. Por último, volvió a mirar a Roman.
—Estoy tan contenta por vosotros…
Roman se cruzó de brazos y miró a la mujer con cara de pocos amigos.
Ella le tocó el hombro a Shanna.
—Si necesitas cualquier cosa, avísame. Yo estoy aquí, o en Romatech, todas las noches.
—¿Trabajas por la noche? —preguntó Shanna.
—Las instalaciones están abiertas las veinticuatro horas del día, pero yo prefiero el turno de noche —dijo Radinka, y agitó una mano por el aire. Llevaba las uñas perfectamente pintadas de rojo—. El turno de día es demasiado ruidoso, con tantos camiones de un lado para otro. Casi no se puede oír lo que piensa una misma.
—Ah.
Radinka se colgó el bolso del brazo, a la altura del codo, y miró a Roman.
—¿Necesitabas algo más?
—No. Hasta mañana —dijo él, y se giró para subir las escaleras—. Vamos, Shanna.
«Siéntate. Ladra. Túmbate y rueda por el suelo».
Shanna lo miró malhumoradamente.
Radinka se echó a reír, e incluso su risa sonó exótica y extranjera.
—No te preocupes, querida. Todo irá bien. Volveremos a hablar muy pronto.
—Gracias. Me alegro de haberte conocido —respondió Shanna.
Después, comenzó a subir las escaleras. ¿Adónde la estaba llevando Roman? Tal vez quisiera mostrarle una de las habitaciones de invitados. Sin embargo, si Laszlo tenía el colmillo, ella debería tratar de implantárselo lo antes posible.
—¿Roman?
Él se había adelantado mucho, y Shanna lo había perdido de vista.
Siguió subiendo, y se detuvo en el primer descansillo para mirar hacia abajo y admirar el precioso vestíbulo. Radinka se dirigía hacia una puerta doble que había en la parte derecha; se oía el ruido que hacían sus tacones en el suelo de mármol. La ayudante de Roman le había parecido un poco rara, pero, en aquella casa, todo el mundo era un poco extraño. Radinka abrió las puertas, y se oyó el sonido de una televisión.
—¡Radinka! —exclamó una mujer, con un marcado acento francés—. ¿Dónde está tu amo? Pensaba que vendría contigo.
¿Otro acento más? Dios Santo, parecía que estaba atrapada en la Casa Internacional de los Locos.
—Dile que venga —prosiguió la mujer—. Queremos jugar.
Se le unieron otras voces femeninas que le pedían a Radinka que fuera a buscar enseguida al amo. A Shanna se le escapó un resoplido. ¿«El amo»? ¿Quién demonios era «el amo»? Parecía el Playmate masculino del mes.
—Shh, Simone —dijo Radinka, en tono de enfado, al entrar en la habitación—. Está muy ocupado.
—Pero… ¡he venido desde París…!
Radinka cerró la puerta, y Shanna no pudo oír el resto de la queja.
Verdaderamente raro. ¿A quién querían ver aquellas mujeres? ¿A alguno de los escoceses? Bueno, a ella tampoco le importaría echar un vistazo por debajo de sus kilts.
—¿Vienes? —le preguntó Roman, que estaba mirándola desde el segundo piso.
—Sí —dijo ella, y comenzó a subir las escaleras calmadamente—. ¿Sabes una cosa? Te agradezco mucho todo lo que has hecho para garantizar mi seguridad. Gracias, de veras.
El ceño fruncido de Roman se relajó.
—De nada.
—Sin embargo, tengo ciertas dudas sobre tu equipo de seguridad. Espero que no te importe.
Él arqueó las cejas y miró hacia atrás. Después, volvió a mirarla a ella.
—Son la mejor fuerza de seguridad del mundo.
—Puede ser, pero…
Shanna llegó al segundo piso y allí, detrás de Roman, había otro escocés con falda.
El escocés se cruzó de brazos y la miró con severidad. Tras él, en la pared, había muchos retratos de gente ricamente vestida que también la miraba con cara de pocos amigos.
—¿Te importaría explicarte? —preguntó Roman, en voz baja, con un brillo de diversión en los ojos.
Demonios…
—Bueno —murmuró Shanna, y carraspeó antes de continuar—: Reconozco que los escoceses son unos hombres increíblemente guapos. Cualquier mujer estaría de acuerdo conmigo —dijo, y se fijó en que la expresión del guardia se suavizaba un poco—. Además, visten de una manera muy elegante. Y me encanta su acento.
El escocés estaba empezando a sonreír.
—Lo ha arreglado muy bien, señorita.
—Gracias —dijo ella, y le devolvió la sonrisa.
Sin embargo, Roman estaba frunciendo el ceño de nuevo.
—Como es obvio que piensas que los guardias están entre los ejemplares más perfectos de la hombría, por favor, dime, ¿cuáles son tus objeciones?
Shanna se inclinó hacia él.
—Son las armas. Lo único que tienen es esa pequeña espada que llevan en la cintura…
—Una daga de las Highlands —dijo Roman.
—Sí, eso, y el cuchillo que llevan en el calcetín.
—La sgian dubh —dijo Roman, nuevamente.
—Sí, sí —respondió ella—. Lo que quiero decir es que… ¡Mira el cuchillito! ¡Es de madera! ¡Eso es anterior a la Edad del Bronce, y los rusos tienen metralletas! ¿Tengo que seguir explicándolo?
El escocés se echó a reír.
—Es muy lista, señor. ¿Quiere que le haga una demostración?
Roman suspiró.
—Está bien.
Al instante, el escocés se dio la vuelta como un remolino, separó de la pared uno de los retratos y descubrió un compartimento oculto. En una fracción de segundo, estaba frente a Shanna de nuevo, pero, en aquella ocasión, la estaba apuntando con una metralleta. Todo ocurrió tan deprisa que ella ni siquiera tuvo tiempo de admirar el vuelo de su falda.
—Vaya —murmuró, con asombro.
El escocés guardó el arma en el compartimento y volvió a poner el cuadro en su sitio.
—¿Está más contenta ahora, señorita?
—Oh, sí. Has estado magnífico.
Él sonrió.
—Cuando quiera.
—Hay armas escondidas por toda la casa —gruñó Roman—. Cuando digo que estás a salvo, lo digo en serio. ¿Tengo que seguir explicándolo?
Ella frunció los labios.
—No.
—Entonces, vamos.
Roman siguió subiendo las escaleras, y Shanna exhaló un suspiro. No había necesidad de ser maleducada. Se giró hacia el escocés.
—Me encanta tu tartán. Es distinto al de los demás.
—¡Shanna! —exclamó Roman, que la esperaba en el siguiente descansillo.
—¡Ya voy! —respondió ella, y subió de mala gana las escaleras, oyendo la risa del escocés a sus espaldas. Demonios, ¿por qué se había puesto Roman de tan mal humor repentinamente?
—Mira, ya que estamos hablando de la seguridad, hay otro problema del que me gustaría hablar.
Él cerró los ojos y respiró profundamente.
—¿Y qué problema es ese? —preguntó, sin dejar de subir escaleras.
—Se trata de Ian. Es demasiado joven para hacer un trabajo tan peligroso.
—Es mayor de lo que aparenta.
—No tiene más de dieciséis años. Debería estar en la escuela.
—Te aseguro que Ian ya ha terminado su escolarización —dijo Roman; al llegar al tercer piso, saludó al guardia apostado allí.
Shanna lo saludó también, y se preguntó si detrás de alguno de los cuadros habría escondido algún mecanismo termonuclear. En realidad, dudaba que, por muy llena de armas que estuviera una casa, fuera completamente segura.
—El hecho es que no quiero que un niño tenga que trabajar para protegerme a mí.
Roman continuó subiendo.
—Tomo nota.
¿Y eso era todo?
—Lo digo muy en serio. Tú eres el jefe aquí, así que estoy segura de que puedes hacer algo al respecto.
Roman se detuvo.
—¿Cómo sabes que soy el dueño de Romatech?
—Lo había supuesto, y Connor me lo confirmó.
Roman suspiró y siguió subiendo.
—Tengo que hablar con Connor.
Shanna lo siguió.
—Y, si no haces nada con respecto a Ian, hablaré con su jefe, Angus MacKay.
—¿Cómo? —preguntó Roman, deteniéndose una vez más, y se volvió a mirarla con ojos de asombro—. ¿Es que has oído hablar de él?
—Connor me dijo que es el dueño de MacKay Security and Investigation.
—Por Dios —susurró Roman—. Está claro que tengo que hablar largo y tendido con Connor —dijo, y subió las escaleras que quedaban hasta el cuarto piso.
—¿A qué piso vamos?
—Al quinto.
Shanna no se detuvo.
—¿Y qué hay en el quinto piso?
—Mis habitaciones privadas.
A ella se le aceleró el corazón. Oh, Señor. Al llegar al cuarto, se detuvo para recuperar el aliento. Había otro guardia con kilt entre las sombras.
—¿Y dónde están las habitaciones de invitados?
—Tú te alojarás aquí, en el cuarto piso. Después te enseñaré tu habitación —dijo, y continuó subiendo—. Vamos.
—¿Y por qué vamos a tu despacho?
—Tenemos que hablar de algo importante.
—¿Y no podemos hablar ahora?
—No.
Qué hombre tan terco. Shanna suspiró, intentando adivinar qué querría decirle.
—¿Has pensado en instalar un ascensor?
—No.
Intentó trabar conversación con otro tema.
—¿De dónde es Radinka?
—Creo que, en la actualidad, su país de origen se llama República Checa.
—¿Y qué quería decir con eso de «por fin has llegado»?
Roman se encogió de hombros.
—Radinka cree que tiene poderes adivinatorios.
—¿De verdad? ¿Y tú también lo crees?
Él llegó al final de las escaleras.
—No me importa lo que crea, siempre y cuando cumpla con su trabajo.
—Ah, claro. Así que confías en ella para encomendarle tareas, pero no la crees cuando dice que es adivina.
Él frunció el ceño.
—Algunas de sus predicciones son erróneas.
—¿Y cómo lo sabes?
Él frunció el ceño aún más.
—Ha profetizado que voy a encontrar una gran alegría en la vida.
—¿Y qué tiene eso de erróneo?
—¿Te parezco una persona especialmente alegre?
—No —respondió Shanna. ¡Qué hombre tan exasperante!—. Entonces, ¿haces lo posible por estar triste con tal de demostrarle que no tiene razón?
—No, claro que no. Ya estaba triste antes de conocer a Radinka. Ella no tiene nada que ver.
—Vaya, pues bien por ti. Has hecho un compromiso de por vida con la tristeza.
—No es verdad.
—Sí es verdad.
Él se cruzó de brazos.
—Esto es infantil.
Ella también se cruzó de brazos.
—No es verdad —dijo, y se mordió el labio para no echarse a reír. Era divertidísimo tomarle el pelo a aquel hombre.
Él la miró con atención, y estuvo a punto de sonreír.
—Estás intentando atormentarme, ¿verdad?
—¿Acaso no te gusta la tristeza?
Roman se echó a reír.
—¿Cómo me haces esto?
—¿Hacerte reír? —preguntó ella—. ¿Es que es una experiencia nueva para ti?
—No, pero había perdido la práctica —dijo él, y la miró maravillado—. ¿Te das cuenta de que esta noche han estado a punto de matarte?
—Sí, ya lo sé. Algunas veces, la vida es un asco. Puedes reírte o echarte a llorar, y yo casi siempre prefiero reírme —le respondió. Ya había llorado lo suficiente—. Además, esta noche he tenido mucha suerte. He encontrado un ángel de la guardia cuando más lo necesitaba.
Él se puso rígido.
—No pienses eso de mí. Estoy muy lejos de ser… Para mí no hay esperanza.
Sus ojos castaños reflejaban un gran remordimiento.
—Roman —dijo ella, y le acarició la cara—. Siempre hay esperanza.
Él dio un paso atrás.
—No, para mí, no.
Shanna esperó, pensando que él iba a decir algo, que iba a hacerle alguna confidencia, pero Roman no dijo nada. Entonces, ella miró a su alrededor, y distinguió la silueta de otro guardia en una esquina oscura. Había dos puertas en el pasillo y, entre ellas, un enorme cuadro. Se acercó a mirarlo. Era un atardecer sobre un paisaje de colinas verdes. En el valle, la niebla envolvía las ruinas de unos edificios de piedra.
—Es precioso —murmuró.
—Es… era un monasterio que había en Rumanía. Ya no queda nada de él.
Nada, salvo recuerdos, sospechó Shanna. Y, a juzgar por la expresión de Roman, no eran buenos recuerdos. ¿Y por qué tenía allí una pintura de Rumanía si le causaba dolor? Oh, claro. A él le gustaba la tristeza. Miró de nuevo el cuadro. ¿Rumanía? Eso explicaba el ligero acento de Roman. Tal vez aquellos edificios hubieran sido destruidos durante la Segunda Guerra Mundial, o, tal vez, durante la ocupación soviética… No. Por algún motivo, la destrucción parecía mucho más antigua. Extraño. ¿Qué relación podía haber entre Roman y las ruinas de un antiguo monasterio?
Él se acercó a la puerta que había a la derecha del pasillo.
—Este es mi despacho —dijo. Abrió la puerta y esperó a que ella entrara.
De repente, Shanna tuvo el impulso de bajar corriendo las escaleras. ¿Por qué? Roman le había salvado la vida aquella misma noche, así que, ¿por qué iba a querer hacerle daño ahora? Además, ella todavía tenía su Beretta. Se quitó el bolso del hombro y lo agarró contra su pecho. Parecía que, después de lo que había pasado durante aquellos últimos meses, era incapaz de confiar en nadie.
Y eso era lo peor de todo, porque significaba que iba a ser una persona solitaria para siempre. Siempre había querido tener una vida normal: un marido, hijos, un buen trabajo, una casa bonita en un barrio bonito… Una vida normal. Y eso ya no iba a tenerlo nunca. Los rusos no habían conseguido matarla, como a Karen, pero le habían robado la vida.
Irguió los hombros y entró en la habitación. Era grande. Miró a su alrededor porque sentía curiosidad por saber qué tipo de muebles le gustaban a Roman, y un movimiento captó su atención. De entre las sombras emergieron dos hombres: Gregori y Connor. Debería haber sentido alivio, pero sus expresiones severas le causaron preocupación. De repente, tuvo la sensación de que la habitación estaba helada; sintió un frío muy intenso alrededor de la cabeza.
Con un estremecimiento, se giró hacia la puerta.
—¿Roman?
Él cerró con una llave que se guardó, acto seguido, en el bolsillo.
Ella tragó saliva.
—¿Qué ocurre?
Roman la miró fijamente. Sus ojos eran como llamas doradas. Entonces, caminó hacia ella y susurró:
—Ha llegado el momento.