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7

Los vampiros llevaban siglos utilizando el control mental. Era el único modo de convencer a los seres humanos de que se convirtieran voluntariamente en una fuente de alimento. Y era el único modo de borrarles los recuerdos después.

Antes de inventar la fórmula de la sangre artificial, Roman había utilizado el control mental todas las noches, y nunca había tenido escrúpulos al respecto. Era una cuestión de supervivencia, y le parecía algo normal.

Eso era lo que había estado diciéndose mientras llevaba a Shanna a su despacho. No tenía por qué sentirse culpable. Cuando Gregori, Connor y él consiguieran dominar la mente de Shanna, podría ordenarle que le reimplantara el colmillo. Y, cuando el trabajo estuviera terminado, borraría sus recuerdos. Sencillo. Normal. Así pues, ¿por qué se sentía más y más frustrado a cada tramo de escaleras que subía? Al llegar a su despacho, tenía muchas dudas sobre aquel plan. ¿Tres vampiros acosando a una mujer mortal? Tal vez fuera la única manera de romper la barrera mental de Shanna, pero estaba empezando a parecerle una agresión despiadada, y se sentía culpable.

Sin embargo, no había otra forma de conseguirlo. No podía ser sincero con ella porque, si Shanna se enteraba de que era un demonio, nunca lo ayudaría voluntariamente. Gregori y Connor se abalanzaron sobre ella sin esperar. Él notó que dirigían su poder psíquico hacia Shanna.

A ella se le cayó el bolso al suelo. Gimió, y se apretó las palmas de las manos contra las sienes.

Roman flotó mentalmente sobre ella para comprobar que estuviera bien. Y lo estaba. Shanna había erigido sus defensas con mucha más rapidez y energía de lo que él pensaba humanamente posible. Era increíble.

Gregori reforzó su ataque con una determinación glacial.

«¡Tus pensamientos van a ser míos!».

«Y míos», intervino Connor, y trató de atravesar la barrera defensiva con su mente.

«¡No!», exclamó Roman, lanzándoles una mirada de advertencia a sus amigos. Ellos retrocedieron, mirándolo con asombro. Habían esperado resistencia por parte de Shanna, pero no por su parte. Sin embargo, la verdad era que deseaba los pensamientos de Shanna para sí, y que quería que estuviera a salvo. Quizá fuera necesaria tanta fuerza psíquica para derribar sus defensas, pero, cuando esas defensas se desmoronaran, aquel poder destrozaría su mente.

Roman caminó hacia ella y la estrechó contra su pecho.

—¿Estás bien?

Ella se apoyó en él.

—No, no me encuentro bien. Me duele la cabeza… y tengo mucho frío.

—No te preocupes —dijo él, y la abrazó. Era una pena que su viejo cuerpo no pudiera producir más calor—. Conmigo estarás a salvo —añadió, y le cubrió la parte posterior de la cabeza, como si quisiera proteger su mente de algún asalto más.

Sus dos amigos se miraron con preocupación.

Connor carraspeó.

—¿Podría hablar contigo?

—Un momento —dijo él.

Era obvio que esperaban una explicación, pero no sabía qué decir. ¿Cómo iba a explicar los extraños sentimientos que lo estaban consumiendo aquella noche? El deseo, la lujuria, el miedo, la diversión, la culpabilidad y el remordimiento. Era como si el hecho de conocer a Shanna hubiera despertado su corazón de un profundo y largo sueño. Antes de conocerla, no sabía de verdad hasta qué punto estaba muerto y, sin embargo, en aquel momento se sentía completamente vivo.

Ella se estremeció.

—Ven a descansar —le dijo, y la llevó hacia la chaise longue donde él se había alimentado de VANNA un poco antes.

Shanna se acurrucó en el asiento y se abrazó a sí misma.

—Tengo mucho frío.

Roman pensó en ir a buscar la colcha de su propia cama, que estaba en la habitación contigua, pero vio una manta de lana de color granate sobre el respaldo de una de las butacas. Él nunca la usaba, pero Radinka se la había regalado para el despacho porque, según ella, la estancia necesitaba un toque de calidez.

Él tomó la manta y tapó a Shanna.

—Gracias —dijo ella, y tiró del borde hasta su barbilla—. No sé qué me ha pasado, pero, de repente, he sentido un frío horrible.

—No te preocupes, enseguida entrarás en calor.

Le acarició el pelo. Lamentablemente, no tenía tiempo para calmar sus temores; Connor estaba paseándose de un lado a otro, y Gregori estaba apoyado en la pared, mirándolo con enfado.

—Gregori, ¿te importaría asegurarte de que la doctora Whelan esté cómoda? Tal vez quiera algo de la cocina; por ejemplo, un té caliente.

—De acuerdo —dijo Gregori, y se acercó a ella—. Eh, cariño, ¿qué tal?

¿«Cariño»? Roman hizo una mueca y atravesó el despacho para hablar con Connor.

El escocés se volvió de espaldas a Shanna y dijo, en voz muy baja:

—Laszlo me dijo que la chica era diferente. No lo creí, pero ahora, sí. Nunca me había cruzado con un ser humano que tuviera tal fortaleza mental.

—Sí, estoy de acuerdo —dijo Roman, y miró a Shanna. Gregori estaba utilizando todos sus encantos, porque ella se estaba divirtiendo.

—Laszlo también me dijo que, si el diente no se arregla hoy, después será imposible.

—Sí, ya lo sé.

—No tenemos tiempo para encontrar otro dentista —dijo Connor—. Laszlo va a llamar dentro de dieciocho minutos.

—Sí, me doy cuenta.

—Entonces, ¿por qué nos has detenido? Estábamos muy cerca.

—Su mente estaba a punto de resquebrajarse. Me preocupaba que, cuando consiguiéramos entrar, todo ese poder la dañara.

—Ah —dijo Connor, y se frotó la barbilla con un dedo—. Y, si su cerebro resulta dañado, no podría arreglarte el diente. Claro.

Roman frunció el ceño. Él ni siquiera había pensado en el colmillo. Solo se había preocupado por Shanna. ¿Qué le estaba haciendo aquella mortal? Había cometido demasiados pecados en el pasado como para tomar conciencia del mal en aquel momento. Miró hacia atrás. Gregori se estaba sentando al borde de la chaise. Tomó los pies de Shanna y se los colocó en el regazo.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer? —preguntó Connor.

—Tengo que ganarme su confianza. Tiene que dejarme entrar por su propia voluntad.

—Ya. ¿Y desde cuándo cooperan las mujeres? Podrías pasarte cien años intentándolo, pero solo te quedan dieciocho minutos —dijo Connor, y miró el reloj—. Bueno, diecisiete.

—Supongo que tendré que ser encantador por partida doble —dijo. Como si supiera hacer eso. Roman miró hacia atrás nuevamente. Gregori le estaba quitando los zapatos a Shanna.

—Sí —dijo Connor—. A las mujeres les gusta el encanto.

Roman entrecerró los ojos. Gregori había empezado a masajearle los pies a Shanna. De repente, él recordó a Gregori jugando con VANNA en aquella misma silla, mordisqueándole los dedos del pie. ¡Se le habían puesto los ojos muy rojos, Dios Santo!

—¡Quítale las manos de encima! —gritó, con tanta fuerza, que todos los presentes se sobresaltaron.

Gregori dejó los pies de Shanna en la chaise y se levantó.

—Me has dicho que hiciera que se sintiese cómoda.

Shanna bostezó y se estiró.

—Y lo estabas haciendo muy bien, Gregori. Me había quedado casi dormida cuando Roman ha empezado a gritar como una vaca loca.

—¿Cómo una vaca loca? —repitió Gregori, y se echó a reír con ganas, hasta que vio la cara de Roman. Entonces, carraspeó y se alejó de Shanna.

—Connor, hay un poco de whiskey en aquel armario —dijo Roman, señalando el mueble bar.

El escocés abrió el armario.

—Talisker, de la isla de Skye. ¿Qué estás haciendo con este whiskey de malta?

—Me lo envió Angus. Tiene la esperanza de que invente una bebida nueva para él con mi Cocina de Fusión.

—Ah, eso sería magnífico —dijo Connor, y sujetó la botella para admirarla—. Echo de menos esto.

—Sírvele un vaso a la señorita Whelan —dijo Roman, mientras se acercaba a ella—. ¿Te sientes mejor?

—Sí —respondió Shanna, y se tocó la frente con una mano—. Tenía un dolor de cabeza terrible, pero se me ha pasado. Ha sido muy raro. Casi me parecía que oía voces —explicó—. Bueno, sé que eso suena muy mal.

—No, en absoluto.

En realidad, era una buena noticia. Shanna no había reconocido las voces que oía, y no había relacionado el dolor de cabeza con el intento de controlar su mente.

Se frotó la frente.

—Tal vez me haya contagiado de algún virus —dijo—. O tal vez tenga la esquizofrenia. Demonios, lo próximo será que el perro de alguien empiece a decirme lo que tengo que hacer.

—No creo que tengas que preocuparte por eso —dijo él, sentándose a su lado en el borde de la chaise—. Lo que te está pasando tiene otra explicación: es el estrés postraumático.

—Sí, probablemente —convino ella, mientras se movía un poco para hacerle sitio—. Un psicólogo del FBI me habló de esto. Dijo que podía esperarme ataques de pánico recurrentes durante el resto de mi vida. ¿A que es divertido?

—¿El FBI? —preguntó Connor, mientras le llevaba el vaso de whiskey.

Shanna se estremeció.

—No debo mencionar nada de esto, pero vosotros habéis sido muy buenos conmigo. Os merecéis saber lo que está pasando.

—Cuéntanos solo lo que quieras —dijo Roman; tomó el vaso de la mano de Connor y se lo ofreció a Shanna—. Esto te ayudará a entrar en calor.

«Y te hará más habladora. Y bajarás la guardia sin darte cuenta».

—Normalmente, no bebo nada más fuerte que la cerveza.

—Pero esta noche has pasado por un infierno —dijo él, y le puso el vaso en la mano.

Ella bebió un buen trago y, acto seguido, se puso a toser.

—¡Vaya! —exclamó, con los ojos llenos de lágrimas—. Demonios. Es whiskey solo, ¿no?

Roman se encogió de hombros.

—¿Qué esperas, cuando un escocés de las Highlands te sirve una copa?

Ella se tendió en la chaise y lo miró con los ojos entornados.

—Vaya, Roman, ¿has intentado hacer una broma?

—Puede que sí. ¿Ha funcionado? —preguntó él. Embelesar a una mujer a base de encanto era algo nuevo para él. Antes, se había limitado a tomar lo que necesitaba.

Ella sonrió lentamente.

—Creo que antes te has equivocado. Sí hay esperanza para ti.

Por Dios, qué optimista era. ¿Se vería obligado a acabar con todo aquel optimismo, algún día, contándole la dura realidad? No había esperanzas para un demonio asesino. Pero, mientras, iba a permitir que aquella ilusión continuara. Sobre todo, si eso le ayudaba a entrar en su mente.

—¿Qué era lo que nos estabas contando acerca del FBI?

—Ah, sí. Estoy en el Programa de Protección de Testigos. Tengo asignado un alguacil federal con el que debo ponerme en contacto si tengo algún problema. Sin embargo, cuando lo llamé, no estaba disponible.

—¿Y Shanna es tu verdadero nombre?

Ella suspiró.

—Se supone que me llamo Jane Wilson. Shanna Whelan ha muerto.

Él le tocó un hombro.

—A mí me parece que estás muy viva.

Ella cerró los ojos.

—He perdido a mi familia. No puedo volver a verlos.

—Háblame de ellos —dijo Roman, y miró el reloj. Ya solo quedaban doce minutos.

Shanna abrió los ojos. Tenía la mirada desenfocada, perdida.

—Tengo un hermano y una hermana más pequeños que yo. Cuando éramos niños estábamos muy unidos, porque solo nos teníamos los unos a los otros. Mi padre trabaja para el Departamento de Estado, así que viajamos por muchos países.

—¿Qué países?

—Polonia, Ucrania, Letonia, Lituania, Bielorrusia…

Roman miró a Connor.

—¿A qué se dedica tu padre?

—Era una especie de asesor, pero nunca nos dijo exactamente lo que hacía. Viajaba mucho.

Roman señaló su escritorio con un movimiento de la cabeza. Connor asintió, y se acercó silenciosamente al ordenador.

—¿Cómo se llama tu padre?

—Sean Dermot Whelan. Mi madre había sido profesora antes de casarse, así que decidió escolarizarnos en casa. Es decir, hasta que…

Shanna frunció el ceño y se tapó con la manta, de nuevo, hasta la barbilla.

—¿Hasta qué? —preguntó Roman, mientras oía que Connor escribía en el teclado. La investigación sobre Sean Dermot Whelan había comenzado.

Shanna suspiró.

—Cuando tenía quince años, mis padres me enviaron a un internado de Connecticut. Dijeron que sería mucho mejor para mí tener un expediente en una escuela oficial, para poder entrar en una buena universidad.

—Eso parece razonable.

—Yo también lo pensé, en ese momento, pero…

—¿Sí?

—A mi hermano y a mi hermana nunca los mandaron a un internado. Solo a mí.

—Entiendo.

Ella fue la elegida para marchar. Roman lo entendía muy bien. Mejor de lo que hubiera querido reconocer.

Shanna se enrolló un fleco de la manta en un dedo.

—Yo pensé que había hecho algo mal.

—¿Cómo ibas a haber hecho algo mal? Solo eras una niña —dijo Roman. Sin embargo, en aquel momento él también estaba teniendo recuerdos que creía muertos desde hacía mucho tiempo—. Echabas de menos a tu familia.

—Sí. Al principio, fue horrible. Después, conocí a Karen, y ella se convirtió en mi mejor amiga. Ella es la primera que quiso ser dentista. Yo le tomaba el pelo diciéndole que cómo podía querer ganarse la vida metiéndole la mano en la boca a la gente. Sin embargo, cuando me llegó la hora de tomar una decisión, yo también elegí la carrera de dentista.

—Entiendo.

—Quería ayudar a la gente y formar parte de una comunidad, ¿sabes? La dentista de un barrio, la que patrocina el equipo de fútbol infantil del barrio. Quería echar raíces y tener una vida normal. No quería seguir viajando por el mundo. Y quería tratar a los niños. Siempre me han encantado los niños —dijo, con los ojos llenos de lágrimas—. Ahora ya no me atrevo a tener hijos, por culpa de esos malditos rusos —añadió. Se inclinó, tomó el vaso del suelo y bebió otro trago de whiskey.

Roman le quitó el vaso de la mano cuando se puso a toser y a tartamudear. Demonios. Quería que se relajara, no que se emborrachara. Miró el reloj; ya solo faltaban ocho minutos para que Laszlo hiciera la llamada.

—Háblame de los rusos.

Ella volvió a acomodarse en la chaise.

—Karen y yo compartíamos un apartamento en Boston. Todos los viernes por la noche salíamos a cenar al mismo deli. Comíamos pizza y brownie, y maldecíamos a los hombres porque no teníamos ninguna cita. Entonces, una noche… Todo fue como una película de gánsteres.

Roman se preguntó cómo era posible que no tuviera citas. Los hombres mortales tenían que estar ciegos. Le tomó ambas manos.

—Sigue. Ahora ya no pueden hacerte daño.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez.

—Sí me hacen daño. Todos los días. No puedo dormir sin ver a Karen muriendo delante de mí. ¡Y ya no puedo trabajar de dentista! —exclamó, y tomó de nuevo el vaso—. Vaya… Cuánto odio compadecerme a mí misma.

—Espera un momento —dijo él, poniendo el whiskey fuera de su alcance—. ¿Qué significa que ya no puedes trabajar de dentista?

—Tengo que enfrentarme a la verdad. También he perdido mi carrera profesional. ¿Cómo voy a trabajar de dentista si me desmayo al ver la sangre?

Oh, sí. Su fobia a la sangre. Eso se le había olvidado.

—Y, esta fobia tuya… ¿empezó aquella noche en el deli?

—Sí —respondió Shanna, secándose los ojos—. Estaba en el baño cuando empecé a oír gritos. Estaban disparándole a todo el mundo. Oía las balas incrustándose en las paredes. Le estaban disparando a la gente, y la gente gritaba…

—¿Eran los rusos?

—Sí. Cuando paró el tiroteo, salí del baño a escondidas. Vi a Karen tendida en el suelo. Las balas le habían alcanzado el pecho y el estómago. Todavía estaba viva, y negó con la cabeza, como si estuviera intentando advertirme que no me moviera…

Shanna se apretó los ojos con las manos.

—Entonces, los oí. Estaban detrás del horno de la pizza, gritando en ruso.

—¿Y te vieron?

—No. Al oírlos, me escondí detrás de unas plantas muy grandes que había en el local. Dispararon más en la cocina y, después, salieron. Se detuvieron junto a Karen y la miraron. Les vi la cara. Después, se marcharon.

—¿Y se detuvieron junto a otras víctimas, como junto a Karen?

—No. De hecho…

—¿Qué?

—Le abrieron el bolso y miraron su carné de identidad. Se pusieron furiosos y gritaron, y tiraron el bolso al suelo. Fue muy raro. Mataron a diez personas en aquel deli. No entiendo por qué se molestaron en comprobar la identidad de Karen.

Sí, ¿por qué? A Roman no le gustaban nada las conclusiones a las que estaba llegando, pero no quería alarmar a Shanna hasta que estuviera más seguro.

—Entonces, tú testificaste contra los rusos en un juicio, y las autoridades te dieron una identidad nueva.

—Sí. Hace dos meses que me convertí en Jane Wilson y vine a vivir a Nueva York —dijo Shanna, con un suspiro—. Aquí no conozco a nadie. Solo a Tommy, el repartidor de pizza. Es agradable tener a alguien con quien hablar. Tú sabes escuchar.

Roman miró de nuevo el reloj. Solo quedaban cuatro minutos. Tal vez ella ya confiara en él lo suficiente como para que pudiera intentar entrar en su mente.

—Puedo hacer algo más que escuchar, Shanna. Yo… soy experto en terapia de hipnosis.

—¿Hipnosis? —preguntó ella, con los ojos muy abiertos—. ¿Haces regresiones al pasado, y cosas de esas?

Él sonrió.

—En realidad, estaba pensando en que podría usar la hipnosis para curarte la fobia a la sangre.

—Ah —dijo ella, y se incorporó con mucho interés—. ¿Lo dices en serio? ¿Puedo curarme con tanta facilidad?

—Sí. Tendrías que confiar en mí…

—¡Sería estupendo! No tendría que renunciar a mi carrera profesional.

—Sí. Pero necesito que confíes en mí.

—Por supuesto —dijo ella. De repente, lo miró con recelo, y preguntó—: No me dejarías a merced de la hipnosis después del tratamiento, ¿verdad? Para que haga cosas, como por ejemplo, desnudarme y cacarear como un gallo cuando alguien grite «¡taxi!».

—No tengo ninguna gana de verte cacarear. Y, en cuanto a lo demás… —Roman se inclinó hacia ella, y susurró—: Suena de lo más interesante, pero preferiría que te desnudaras voluntariamente.

Ella bajó la cabeza y se ruborizó.

—Ya, claro.

—Entonces, ¿confías en mí?

Shanna lo miró a los ojos.

—¿Quieres hacerlo ahora mismo?

—Sí —dijo Roman, y se las arregló para que ella siguiera mirándolo a los ojos—. Es muy fácil. Lo único que tienes que hacer es relajarte.

—¿Relajarme? —preguntó Shanna. Siguió mirándolo, pero su mirada se apagó un poco.

—Túmbate —dijo él, y la empujó suavemente para que volviera a tenderse en la chaise—, y no dejes de mirarme a los ojos.

—Sí —susurró ella, y frunció el ceño—. Tus ojos son muy especiales.

—Y tus ojos son preciosos.

Shanna sonrió. Entonces se estremeció como si volviera a sentir dolor.

—Tengo frío otra vez.

—Se te pasará enseguida, y te sentirás muy bien. ¿Quieres vencer tus miedos, Shanna?

—Sí. Sí, claro que quiero.

—Pues entonces, lo conseguirás. Serás fuerte y tendrás seguridad. No habrá impedimento alguno para que seas una gran dentista.

—Eso suena maravillosamente bien.

—Te estás sintiendo muy relajada, y tienes sueño.

—Sí… —a Shanna se le cerraron los ojos.

Por fin, había conseguido entrar. Por Dios, había sido tan fácil… Ella había dejado las puertas abiertas de par en par. Solo había hecho falta encontrar una motivación. Roman tomó buena nota de ello, por si acaso volvía a encontrarse con mortales difíciles en el futuro. Sin embargo, mientras se adentraba en el pensamiento de Shanna, se dio cuenta de que no había nadie como ella.

En apariencia, su mente racional estaba bien organizada. Sin embargo, por debajo de aquel exterior bien organizado había un oleaje de fuertes emociones. Roman se sintió rodeado por ellas, arrastrado por ellas. Miedo. Dolor. Tristeza. Remordimiento. Y, bajo aquella tormenta, la obstinada voluntad de continuar adelante, pasara lo que pasara.

Todas aquellas emociones eran familiares para él, pero, también muy diferentes, porque eran las de Shanna, y sus sentimientos eran frescos y muy vivos. Él había estado muriendo durante quinientos años, y el hecho de volver a sentirse así fue embriagador. Shanna tenía una enorme pasión. Solo era necesario desencadenarla, y él podía hacerlo. Podía abrir su mente y su corazón.

—Roman —dijo Gregori, mirando el reloj—. Te quedan cuarenta y cinco segundos.

Él reaccionó.

—Shanna, ¿me oyes?

—Sí —susurró ella, con los ojos cerrados.

—Vas a tener un sueño maravilloso. Estarás en la consulta de un dentista, una consulta nueva y segura. Yo seré tu paciente, y te pediré que me implantes un colmillo. Un colmillo normal. ¿Lo entiendes?

Ella asintió lentamente.

—Si hay sangre, no te vas a asustar. No vas a vacilar. Continuarás tu trabajo con calma hasta que hayas terminado. Después, dormirás profundamente durante diez horas seguidas, y olvidarás lo ocurrido. Cuando te despiertes, te sentirás feliz y descansada. ¿Entendido?

—Sí.

Él le apartó el pelo de la cara.

—Ahora, duerme. El sueño va a comenzar.

Él se puso en pie; ella se quedó tumbada, durmiendo serenamente, con una mano bajo la barbilla, envuelta en la manta. Tenía una expresión de inocencia y de confianza.

Sonó el teléfono.

Connor respondió a la llamada.

—Un momento. Voy a ponerte en altavoz.

—¿Hola? ¿Se me oye? —preguntó Laszlo, con nerviosismo—. Espero que estéis preparados. No tenemos mucho tiempo. Ya son las cinco menos cuarto de la madrugada.

Roman se preguntó si al químico le quedaba algún botón en la bata.

—Te oímos perfectamente, Laszlo. Pronto estaré allí, con la dentista.

—¿Ha cooperado?

—Sí —dijo Roman, y se volvió hacia Gregori—. Averigua a qué hora exacta va a amanecer. Llámanos a la consulta cinco minutos antes para que podamos volver.

Gregori se estremeció.

—Eso es muy poco tiempo. No voy a poder irme a mi casa.

—Puedes dormir aquí.

—¿Yo también? —preguntó Laszlo, por el altavoz.

—Sí. No os preocupéis. Hay muchas habitaciones —dijo Roman, mientras tomaba a Shanna en brazos.

—Roman —dijo Connor, poniéndose en pie—, una cosa sobre el padre de la dentista. Es como si no existiera. Estoy pensando que es de la CIA. Puedo mandar a Ian a Langley para que haga averiguaciones.

—Muy bien —dijo Roman, mientras agarraba con firmeza a Shanna—. Empieza a hablar, Laszlo, y no pares hasta que estemos allí.

—Sí, señor. Como usted diga, señor —tartamudeó el químico—. Bueno, aquí todo está listo. He puesto su colmillo en un sistema de conservación de piezas dentales, como recomendó la dentista. Todo esto me recuerda a una película sobre un dentista; era un dentista malvado que no dejaba de preguntar: «¿Es esto seguro?». ¿Cómo se llamaba aquel actor…

Laszlo siguió hablando apresuradamente, aunque Roman no se concentró en sus palabras.

Utilizó su voz como si fuera un faro, y la siguió con la mente hasta que estableció la conexión. Los desplazamientos rutinarios, como los que hacía desde su casa a su despacho de Romatech, los tenía insertados en la memoria. Sin embargo, si tenía que hacer un viaje desconocido, si no conocía el punto de partida o el destino, lo más seguro era contar con algún tipo de guía sensorial. Si podía ver un lugar, podía ir a ese lugar. Si podía tocar un lugar, podía ir a ese lugar. Pero, si el punto de partida o el destino eran desconocidos y el vampiro no contaba con una guía, cabía la posibilidad de que se materializara en un lugar equivocado, como, por ejemplo, dentro de un muro de ladrillo, o en un lugar a pleno sol.

Gregori iba a quedarse en el despacho de Roman para llamarlos antes de que amaneciera y actuar de faro para el regreso. La habitación desapareció ante sus ojos, y Roman siguió la voz de Laszlo hasta la clínica. Cuando se materializó, oyó el suspiro de alivio de Laszlo.

La clínica era un lugar monótono, pintado en tonos beis. Olía a desinfectante.

—Gracias a Dios que lo ha conseguido, señor. Venga por aquí —dijo Laszlo, y lo llevó hacia una de las salas de consulta.

Roman se aseguró de que Shanna estuviera bien.

Después de comprobar que dormía plácidamente en sus brazos, siguió a Laszlo, preguntándose qué información iba a descubrir Ian acerca de su padre.

Si el hombre había tenido algún encontronazo con la mafia rusa durante sus años en el extranjero, los rusos habrían intentado vengarse. Y, si no habían podido vengarse del padre, lo habrían intentado con su hija. Eso explicaría por qué habían buscado el carné de identidad de Karen y se habían enfurecido al darse cuenta de que no era la víctima que buscaban. Roman estrechó a Shanna entre sus brazos. Esperaba que sus sospechas fueran erróneas, pero el instinto se lo estaba diciendo a gritos.

La mafia rusa no quería eliminar a Shanna porque hubiera sido testigo de la matanza de Boston. Ella había sido el motivo de aquella matanza. Su objetivo siempre había sido Shanna, y no pararían hasta verla muerta.