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9

Era una pena que los mortales necesitaran tanta luz para ver.

Roman cerró los ojos bajo la cegadora lámpara que había sobre su cara. Estaba tumbado boca arriba en el sillón dental, con un babero infantil al cuello. Por lo menos, el control mental estaba funcionando por el momento. Shanna se movía a su alrededor con la eficacia de un robot. Siempre y cuando él pudiera controlar la situación, la implantación del colmillo sería un éxito. No podía permitir que nada hiciera sobresaltarse a Shanna y la sacara de lo que ella pensaba que era un sueño.

—Abre la boca —dijo Shanna, en un tono calmado y monótono.

Él notó un pinchazo en las encías y abrió los ojos. Ella estaba retirando una jeringuilla de su boca.

—¿Qué era eso?

—Una dosis de anestesia local, para que no sientas dolor.

Demasiado tarde. El pinchazo ya le había hecho sentir dolor. Sin embargo, tenía que admitir que la odontología había cambiado mucho desde su último encuentro con la profesión.

De niño, había visto al barbero del pueblo arrancándole los dientes podridos a la gente con unas tenazas oxidadas. Él siempre había hecho todo lo posible por mantener la salud dental, aunque solo pudiera utilizar ramas machacadas como cepillo de dientes. Por eso, había conseguido llegar a los treinta años con todos los dientes.

A aquella edad era cuando había comenzado su nueva vida o, más bien, su muerte. Después de la transformación, su cuerpo había seguido inalterado durante quinientos catorce años.

Su vida de vampiro no había sido pacífica, más bien, todo lo contrario. Había sufrido cortes, heridas profundas, fracturas de huesos e incluso había recibido algún disparo, pero nada que no hubiera podido curar con un buen día de sueño.

Hasta aquel momento.

En aquel instante, estaba en manos de una dentista, y no sabía con exactitud hasta qué punto podía controlarla.

Shanna se puso unos guantes de látex.

—La anestesia tardará unos minutos en hacer efecto.

Laszlo carraspeó para llamar la atención de Roman y señaló su reloj. Le preocupaba que se les acabara el tiempo.

—Ya está muerta —le dijo a Shanna, señalándose la encía.

Demonios, en realidad, todo su cuerpo estaba muerto. Llevaba muchísimo tiempo sintiéndose muerto. Sin embargo, aquella misma noche había sufrido muchísimo dolor cuando ella le había dado el rodillazo en la entrepierna. Y, durante el trayecto en coche, había estado a punto de estallar. Ahora que Shanna estaba en su vida, parecía que él estaba resucitando; particularmente, por debajo del cinturón.

—¿Podemos empezar ya? —le preguntó.

—Sí —dijo ella. Se sentó en una silla pequeña con ruedas, y se acercó al sillón. Cuando se inclinó sobre él, apoyó los pechos en su antebrazo. Roman tuvo que contener un gruñido.

—Abre —dijo ella. Metió un dedo en su boca y palpó la encía superior—. ¿Sientes algo?

Dios, sí. Sentía el irrefrenable impulso de cerrar la boca y succionar aquel endemoniado látex para quitárselo del dedo. «Quítate el guante, preciosa, y te demostraré lo que siento».

Ella frunció el ceño y sacó el dedo de su boca. Se miró la mano y empezó a quitarse el guante.

—¡No! —exclamó Roman, y le tocó el brazo. Demonios. Shanna estaba más conectada a él de lo que pensaba—. No he sentido nada. Vamos a seguir.

—De acuerdo —dijo ella, y volvió a ajustarse el guante.

Dios Santo, no podía creerlo. El control mental con los seres humanos siempre era unidireccional. Él transmitía instrucciones hacia sus mentes, y leía sus mentes. Ellos no podían leer la suya. Un mortal no podía leerle la mente a un vampiro.

Roman miró a Shanna con recelo. ¿Cuánta información podía obtener de él?

Iba a tener que ser muy cuidadoso con sus pensamientos. Debería pensar solo en cosas seguras. Nada de volver a pensar en su propia boca ni en qué partes del cuerpo de Shanna cabrían dentro. No. Nada de eso. Pensaría en algo completamente distinto, como en la boca de Shanna, y en qué partes de su propio cuerpo cabrían dentro. Su entrepierna se puso rígida. ¡No! Nada de sexo. En aquel momento, no. Necesitaba que le implantara el colmillo.

—¿Quieres que te implante el colmillo ahora? —preguntó Shanna. Ladeó la cabeza y frunció un poco el ceño—. ¿O practicamos el sexo oral?

Roman se quedó mirando fijamente a Shanna. Dios Santo. No solo le había leído la mente como si fuera un libro abierto, sino que estaba dispuesta a mantener relaciones sexuales con él.

Asombroso.

A Laszlo le faltaba el aire.

—¡Dios mío! ¿Cómo se le ha ocurrido una proposición tan indignant… —protestó, antes de quedarse mirando a Roman—. ¡Señor Draganesti! ¿Cómo ha podido?

¿Y cómo no iba a poder, si Shanna estaba dispuesta? ¿Sexo oral con una mortal? Interesante. Sexo mortal en un sillón de dentista.

Muy interesante.

—¡Señor! —exclamó Laszlo, con la voz muy aguda, sin dejar de dar vueltas a uno de sus botones—. No hay tiempo para… para los dos tratamientos. Debe elegir entre su colmillo o su…

¿Mi colmillo o mi entrepierna? Aquella última estaba hinchada contra la cremallera del pantalón, como si quisiera decirle: «¡Elígeme a mí, elígeme a mí!».

—¿Señor? —dijo Laszlo, con los ojos desorbitados de pánico.

—Estoy pensado —gruñó Roman.

Demonios. Miró a Shanna. Ella estaba a su lado, con la mirada perdida, la cara inexpresiva y el cuerpo irradiando la misma vitalidad que un maniquí. Aquella no era la Shanna de verdad. Sería como mantener relaciones sexuales con VANNA. Además, después, Shanna lo detestaría. No podía hacer eso. Por mucho que la deseara, tendría que esperar, y asegurarse de que ella acudiera a él por voluntad propia.

Respiró profundamente.

—Quiero que me implantes el colmillo. ¿Podrías hacerlo, Shanna?

Ella lo miró con los ojos desenfocados.

—Voy a implantar el colmillo. Un colmillo normal —dijo ella, repitiendo sus instrucciones anteriores.

—Sí. Exacto.

—Buena decisión, señor, si me permite decirlo —dijo Laszlo. Entonces, se acercó a Shanna y le entregó un frasco—. El colmillo está dentro.

Ella abrió la tapa del frasco y sacó un filtro interior. En aquel filtro estaba el colmillo. Roman contuvo la respiración mientras ella lo sacaba del frasco. ¿Se despertaría al verlo?

—Está en muy buenas condiciones —anunció ella.

Bien. Shanna solo veía un colmillo normal y corriente.

Laszlo miró la hora.

—Son las cinco y cuarto, señor —dijo, y dio otro tirón al botón de su bata. El botón terminó de descoserse—. Oh, no vamos a tener tiempo de terminar.

—Llama a Gregori y pregúntale a qué hora exacta es el amanecer.

—De acuerdo —dijo el químico.

Se metió el botón en el bolsillo de la bata y sacó su teléfono móvil. Mientras marcaba el número, comenzó a pasearse por la sala.

Por lo menos, así tenía algo que hacer. A Laszlo ya se le habían terminado los botones de la bata, y solo le quedaban los de la camisa y los del pantalón. Roman se estremeció al pensarlo.

Shanna se inclinó sobre él y, de nuevo, sus pechos le rozaron el antebrazo. Su pantalón se hinchó aún más. «No pienses en eso».

—Abre.

Ojalá se refiriera a la bragueta del pantalón. Roman abrió la boca.

Sus pechos eran firmes, pero blandos. ¿Qué talla de sujetador usaba? No demasiado grande, pero tampoco demasiado pequeña.

—Treinta y seis B —murmuró ella, mientras seleccionaba el instrumental que tenía en la bandeja.

Por Dios, ¿acaso podía oír todo lo que él pensaba? ¿Cuánto podía oír él de sus pensamientos? «Probando, probando. ¿De qué talla tenemos que comprarte la ropa?».

—De la diez. No —dijo ella, e hizo una mueca de resignación—. De la doce.

«Demasiada pizza. Y tarta de queso. Dios, odio engordar. Ojalá tuviera un brownie».

A Roman le dieron ganas de sonreír, pero tenía la boca extendida al máximo. Por lo menos, Shanna era muy sincera. «Bueno, ¿y qué piensas de mí?», le preguntó.

«Guapo… misterioso… extraño», pensó ella, mientras seguía trabajando. «Inteligente… arrogante… extraño». Sus pensamientos eran distantes e inconexos, aunque conseguía mantenerse concentrada en lo que estaba haciendo. «Excitado… enorme…».

«Ya es suficiente, gracias». ¿Enorme? ¿Significaba eso que le disgustaba, o que le parecía bien? Demonios, no debería haber preguntado. Y, de todos modos, ¿por qué iba a importarle a él lo que pensara una mortal? ¿Y por qué creía Shanna que él era extraño?

De repente, ella se echó hacia atrás.

—Esto es muy extraño.

Sí, extraño. Eso era él, extraño.

Ella miró de cerca uno de sus instrumentos. Era una varita de cromo larga y fina, con un espejo circular en el extremo.

«Oh, no».

—Debe de estar roto —sugirió él.

—Pero… yo sí puedo verme —dijo ella, frunciendo el ceño—. Esto no tiene sentido. ¿Por qué no puedo ver el reflejo de tu boca?

—El espejo está roto. Sigue sin él.

Ella continuó mirando el espejo.

—No, no está roto. Yo sí me veo —insistió Shanna, y se posó la mano en la frente.

Demonios… Estaba a punto de salir de su sueño.

Laszlo volvió con el teléfono móvil pegado al oído, y se encontró con la escena.

—Oh, vaya. ¿Hay algún problema?

—Baja el espejo, Shanna —le dijo Roman, en voz baja.

—¿Por qué no me muestra tu boca? —preguntó ella, mirándolo con preocupación—. No veo nada en absoluto.

Laszlo se estremeció.

—Gregori —susurró, al teléfono—. Tenemos un problema.

Por decirlo de un modo suave. Si Shanna se liberaba de su control, nunca le implantaría el colmillo. Y eso era solo el comienzo; tal vez, incluso, atara cabos y se diera cuenta de por qué él no se reflejaba en el espejo.

Roman se concentró en ella.

—Mírame.

Shanna se giró hacia él.

Roman la atrapó con la mirada y se aferró con firmeza a su mente.

—Ibas a implantarme el colmillo, ¿no te acuerdas? Querías hacerlo. Querías vencer tu fobia a la sangre.

—Mi fobia —susurró ella—. Sí. No quiero tener miedo nunca más. Quiero salvar mi carrera profesional. Quiero tener una vida normal —dijo ella. Dejó el espejo en la bandeja y tomó el colmillo—. Voy a implantar el colmillo ahora mismo.

Roman exhaló un suspiro de alivio.

—Bien.

—Oh, Dios… Qué cerca hemos estado —susurró Laszlo, al teléfono—. Demasiado cerca.

Roman abrió la boca para que Shanna pudiera seguir trabajando

Laszlo puso la mano alrededor del teléfono. Aun así, se oyó lo que dijo.

—Te lo explicaré después, pero parecía que la dentista iba a negarse a continuar —dijo—. Ahora todo está tranquilo otra vez. Demasiado tranquilo.

No lo suficiente.

Roman gruñó en voz baja.

—Gira un poco la cabeza —le dijo Shanna, y le empujó suavemente la barbilla.

—Ahora, todo ha vuelto a su cauce —prosiguió Laszlo—. El tren avanza a toda velocidad.

Roman notó que el colmillo se encajaba entre las otras dos piezas.

—La dentista tiene la pieza en la mano —continuó Laszlo, como si estuviera retransmitiendo un partido por teléfono—. Ha vuelto a colocar al polluelo en el nido. Repito, el polluelo está en el nido —dijo. Hubo una pausa—. Tengo que hablar así, Gregori. Tenemos que mantener… al zorro en la jaula, pero con la luz apagada. La dentista ha estado a punto de encender la luz hace unos minutos.

—Aarg —gritó Roman, lanzándole a Laszlo una mirada fulminante.

—El señor Draganesti no puede hablar —continuó el químico—. Seguramente, eso es lo mejor, porque ha tenido la tentación de abandonar el plan cuando la dentista hizo esa escandalosa oferta.

—¡Grrr!

—Oh —murmuró Laszlo, al ver la cara de ferocidad de Roman—. Será mejor que no hablemos de esto —dijo, e hizo una pausa para escuchar.

En la mente de Roman se sucedió una retahíla de imprecaciones. Sin duda, Gregori estaba interrogando a Laszlo para conseguir más información.

—Ya te lo explicaré luego —susurró Laszlo. Después, en voz alta, añadió—: Sí, le transmitiré esa información al señor Draganesti. Gracias —colgó, y se metió el teléfono al bolsillo—. Gregori dice que va a amanecer a las seis y seis minutos de la madrugada, y que él nos llamará a las seis en punto, pero que nosotros debemos llamarlo a él si terminamos antes de tiempo —dijo, y miró la hora—. Son las seis menos veinte.

—Aaarg —dijo Roman, para mostrar su acuerdo. Por lo menos, Laszlo había colgado el teléfono.

Shanna le levantó el labio superior para inspeccionar el colmillo reimplantado.

—El colmillo ya está en su sitio, pero tengo que estabilizarlo con una férula. Tendrás que llevarla durante dos semanas —dijo, y continuó trabajando.

No pasó mucho tiempo antes de que él notara el sabor de la sangre. Ella jadeó y se puso muy pálida.

«Dios Santo, no te desmayes ahora», pensó Roman. La miró fijamente y canalizó fuerza hacia su mente. «No te estremezcas. No vaciles».

Ella se acercó a él.

—A-Abre —dijo y, con una especie de manguera en miniatura, le echó agua en la boca. Después, metió otro instrumento y succionó la mezcla de agua y sangre—. Cierra.

Aquel proceso se repitió varias veces; cada vez que Shanna veía la sangre, reaccionaba un poco mejor.

Laszlo se paseaba de un lado a otro, mirando constantemente el reloj.

—Quedan diez minutos, señor.

—Ya está —murmuró Shanna—. El diente ya está estabilizado. Tendrás que volver a la consulta dentro de dos semanas para que pueda quitarte la férula y hacerte una endodoncia.

Roman notaba la férula en la boca, y le parecía enorme. Sin embargo, sabía que podría quitársela a la noche siguiente. Su cuerpo completaría el proceso de curación durante el día, mientras él estaba dormido.

—Bueno, entonces, ¿hemos terminado?

—Sí —respondió ella, y se puso en pie lentamente.

—¡Sí! —exclamó Laszlo, alzando el puño en el aire—. ¡Y han sobrado nueve minutos!

Roman se incorporó.

—Lo has conseguido, Shanna. Y no has tenido miedo.

Ella se quitó los guantes de látex.

—Debes evitar las comidas duras, crujientes o pegajosas.

—No hay problema —dijo él, observando su cara inexpresiva.

Era una lástima que no se diera cuenta de que había un motivo de celebración. La noche siguiente, iba a enseñarle el colmillo, y le contaría cómo había superado su fobia a la sangre. Entonces, ella querría celebrarlo. Con él, esperaba. Aunque fuera un tipo extraño.

Ella dejó los guantes en la bandeja y cerró los ojos. Lentamente, se inclinó hacia un lado.

—¿Shanna? —dijo Roman. La agarró justo cuando a ella le fallaron las piernas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Laszlo. Intentó agarrar otro botón, pero ya no le quedaba ninguno—. Iba todo tan bien…

—No pasa nada. Está durmiendo —dijo Roman, y la tendió en el sillón dental. Él mismo le había dicho que, cuando hubiera terminado el trabajo, iba a dormir profundamente durante diez horas.

—Será mejor que llame a Gregori —dijo Laszlo. Se sacó el teléfono móvil del bolsillo y fue a la sala de espera.

Roman se inclinó sobre Shanna.

—Estoy orgulloso de ti, cariño —le dijo, y le apartó el pelo de la frente—. No debería haberte dicho que durmieras después de terminar. Lo que realmente quería era que me abrazaras y me dieras un beso apasionado. Eso habría sido mucho mejor.

Pasó la yema del dedo por su mandíbula. Iba a estar dormida diez horas, así que despertaría a las cuatro de la tarde; él no iba a poder estar a su lado para darle un beso. El sol aún estaría en el cielo.

Roman se estiró con un suspiro. Aquella había sido una noche muy larga. Examinó el instrumento de espejo que había provocado la confusión de Shanna. Malditos espejos.

Incluso después de quinientos catorce años, todavía le ponía nervioso ponerse delante de uno y verlo todo reflejado, salvo a sí mismo. No quería recordar todo el tiempo que llevaba muerto.

Contempló a Shanna. Era bella y valiente. Si a él le quedara un ápice de honor, dejaría tranquila a la pobre chica. La llevaría a algún lugar seguro y no volvería a verla. Sin embargo, en aquel momento estaba a punto de amanecer, y lo mejor que podía hacer era dejarla a salvo en una de las habitaciones de invitados de su casa.

Laszlo volvió rápidamente a la consulta, con el teléfono pegado a la oreja.

—Sí, ya estamos preparados para volver —dijo, mirando a Roman—. ¿Le gustaría ir primero?

—No, no, ve tú —respondió Roman, pero extendió una mano para que el químico le entregara el teléfono—. Voy a necesitarlo.

—Ah, sí, claro.

Laszlo ladeó la cabeza hacia el teléfono que sujetaba Roman. Cerró los ojos, se concentró en la voz de Gregori y, lentamente, se desvaneció.

—Gregori, espera un momento —dijo Roman.

Dejó el teléfono y tomó a Shanna en brazos. Cuando la tuvo bien sujeta, volvió a agarrar el teléfono con una mano y consiguió ponérselo en la oreja. La posición era incómoda y embarazosa; tenía que permanecer encorvado, y su rostro descansó en el de Shanna.

Oyó una risotada por el teléfono.

—Gregori, ¿eres tú?

—¿Sexo oral? —preguntó Gregori, y volvió a reírse.

Roman apretó los dientes.

Aquel maldito Laszlo… solo había tardado segundos en desembuchar.

—¡Vaya! ¡Qué excitante! Espera que se lo cuente a los chicos. O, tal vez, debiera contárselo a tu harén. ¡Miau! —exclamó Gregori, maullando como si estuviera en una pelea de gatos.

—Cállate, Gregori. Tengo que volver antes de que amanezca.

—Bueno, si me callo, no vas a poder. Necesitas mi voz —dijo su amigo, y volvió a reírse.

—Si te rompo el cuello, ya no tendrás voz.

—Vamos, vamos. Relájate, hermano. Entonces, ¿es verdad? ¿Te costó decidir qué tratamiento necesitabas? He oído decir que estabas en alto desde el primer momento.

—Después de estrangularte, voy a cortarle la lengua a Laszlo y se la daré a los perros.

—No tienes perros —dijo Gregori. Su voz sonó un poco más débil—. ¿Puedes creerlo? Está amenazándonos con la violencia física.

Aquella última frase debía de ser para Laszlo. Roman oyó un grito de alarma a distancia.

—¡Gallina! —gritó Gregori—. Bueno, Laszlo acaba de salir corriendo. Supongo que ha oído esos rumores de que, en el pasado, fuiste un asesino frío y despiadado.

No eran rumores.

Gregori había sido transformado tan solo doce años antes, y no tenía ni idea de la magnitud de los pecados que él había cometido durante sus siglos de vida.

—También se rumorea que fuiste cura, o monje —prosiguió Gregori—. Pero yo sé que eso tiene que ser mentira. Cualquier tipo que tenga un harén de vampiresas espectaculares no es exactamente…

Roman dejó que las palabras perdieran significado y se concentró en la localización de la voz de Gregori. La consulta desapareció ante sus ojos, y apareció la oscuridad. Al instante, estaba en casa.

—Ah, ya estás aquí —dijo Gregori, y colgó el teléfono. Después, se recostó en el sillón del escritorio de Roman.

Roman lo miró con cara de pocos amigos.

—Así que la dentista está dormida, ¿eh? —dijo Gregori. Puso los pies en el escritorio y sonrió—. ¿La has dejado agotada?

Roman dejó el teléfono de Laszlo en el escritorio y se acercó a la chaise longue, donde depositó a Shanna con cuidado.

—He oído que ha hecho muy buen trabajo con tu colmillo —continuó Gregori—. ¿Sabes? He estado pensando en el programa de ejercicios que mencionaste, para que todos tengamos los colmillos en forma, y se me ha ocurrido una buena idea.

Roman se volvió hacia el escritorio.

—Podríamos grabar los ejercicios en vídeo y vendérselo a la Cadena Digital Vampírica. He hablado con Simone, y ella ha accedido a ser la estrella del programa. ¿Qué te parece?

Roman se acercó lentamente al escritorio.

A Gregori se le borró la sonrisa de los labios.

—¿Qué te pasa, tío?

Roman apoyó ambas manos en el escritorio, y se inclinó hacia delante.

Gregori bajó los pies al suelo y lo miró cautelosamente.

—¿Te ocurre algo, jefe?

—No vas a repetir ni una sola palabra de lo que ha ocurrido esta noche. Nada sobre mi colmillo y, especialmente, nada sobre Shanna. ¿Entendido?

—Sí —dijo Gregori, y carraspeó—. No ha pasado nada.

—Bien. Ahora, vete.

Gregori se dirigió hacia la puerta, murmurando.

—Viejo gruñón —dijo. Se detuvo en la puerta, con la mano en el pomo, y miró a Shanna—. No es asunto mío, pero creo que deberías quedártela. Te vendrá bien.

Después, se fue.

Tal vez tuviera razón; Shanna sería beneficiosa para él. Sin embargo, él no sería bueno para ella. Roman se sentó pesadamente en la butaca. El sol debía de estar rozando el horizonte, porque se sentía exhausto. La cruda realidad era que, cuando el día se apagaba, la fuerza del vampiro también. En pocos minutos, no tendría fortaleza ni para permanecer despierto.

Aquel era el momento de mayor debilidad de un vampiro, y tenía lugar cada día. ¿Cuántas veces, durante sus siglos de vida, se había quedado dormido preocupándose por si alguien descubría su cuerpo durante las horas diurnas? Cualquier mortal podía clavarle una estaca en el corazón mientras estaba dormido. Había estado a punto de ocurrir en 1862, la última vez que se había relacionado con una mujer mortal. Eliza.

Nunca olvidaría el espanto que había sentido al despertarse después del anochecer y encontrarse su ataúd abierto de par en par, y una estaca de madera posada sobre el pecho. Y, para que aquella maldita vulnerabilidad acabara, él estaba trabajando duramente en el laboratorio. Quería obtener una fórmula que permitiera a los vampiros permanecer despiertos y conservar la fuerza durante el día. Necesitarían evitar los ardientes rayos del sol directo, pero, aun así, sería un avance trascendental. Roman estaba muy cerca de lograrlo y, entonces, cambiaría para siempre el mundo de los vampiros.

Casi podría fingir que estaba vivo.

Miró a Shanna. Ella seguía durmiendo tranquilamente en su dulce ignorancia. ¿Cómo reaccionaría si supiera la verdad sobre él? ¿Podría convencerse a sí misma de que estaba vivo, o el hecho de que él fuera un demonio muerto se interpondría para siempre entre los dos?

Roman se desplomó sobre el escritorio; se le estaba acabando la energía. Podría ser a causa del sol, pero sospechaba que también se debía a la depresión. Temía la expresión de espanto de Shanna si se enteraba de la verdad.

Vergüenza. Sentimiento de culpa. Remordimientos. Era horrible, y él no podía someterla a eso. Ella se merecía tener alegría en su vida.

Tomó un bolígrafo y una hoja de papel, y escribió Radinka al principio. Su secretaria lo vería sobre el escritorio cuando buscara los mensajes. Compra todo lo que pueda necesitar Shanna. Talla 12. 36B. Quiero… Su mano avanzaba lentamente por el papel. Se le estaban cerrando los párpados. …colores. Nada de negro. Para Shanna, no. Ella era brillante como el sol que él añoraba tanto, y que siempre permanecería fuera de su alcance. Ella era como un arco iris, llena de color, y llena de dulces promesas de esperanza. Roman pestañeó y miró fijamente el papel. Cómprale brownies. Dejó el bolígrafo y se puso en pie.

Con un gruñido, tomó a Shanna en brazos y salió del despacho. Lentamente, fue bajando escalones, y se vio obligado a pararse para recuperar fuerzas en el descansillo. Tenía la visión borrosa, como si estuviera dentro de un túnel muy largo.

Alguien subía por las escaleras.

—Buenos días, señor —saludó el recién llegado, en tono alegre. Era Phil, uno de los guardias mortales que trabajaba para MacKay Security and Investigation—. Normalmente, no está levantado a estas horas.

Roman abrió la boca para contestar, pero tuvo que invertir todas las fuerzas que le quedaban en seguir sujetando a Shanna.

El guardia abrió mucho los ojos.

—¿Ocurre algo? ¿Necesita ayuda? —preguntó, y corrió hacia el descansillo.

—Habitación azul, cuarto piso —jadeó Roman.

—Vamos, démela —dijo Phil. Tomó a Shanna en brazos y empezó a bajar las escaleras hacia el cuarto piso.

Roman bajó, tambaleándose, tras él. Gracias a Dios, aquellos guardias del turno de día eran dignos de confianza. Angus MacKay los había entrenado muy bien, y les pagaba una fortuna para que mantuvieran la boca cerrada. Sabían exactamente a qué tipo de criaturas estaban protegiendo, y no les importaba. Según Angus, algunos de ellos también eran criaturas.

Phil se detuvo frente a una puerta del cuarto piso.

—¿Es esta la habitación? —preguntó. Roman asintió, y él giró el pomo y abrió la puerta empujándola con el pie.

La luz del sol inundó el pasillo.

Roman se sobresaltó.

—Las contraventanas —susurró.

—Sí, voy —dijo Phil, y entró apresuradamente en el dormitorio.

Roman esperó, apoyado contra la pared, evitando que lo rozara el haz de luz que se proyectaba sobre la alfombra del pasillo. Estaba tan cansado que podría quedarse dormido allí mismo. Pronto oyó el clic metálico, y la luz desapareció. Phil había cerrado las gruesas contraventanas de aluminio de la ventana.

Roman entró tambaleándose y vio que el guardia había depositado a Shanna sobre la cama.

—¿Puedo hacer algo más por usted? —preguntó Phil, caminando hacia la puerta.

—No, gracias —dijo Roman.

—Entonces, buenos días. O noches.

Phil lo miró con expresión dubitativa y cerró la puerta.

Roman se acercó a la cama. No podía dejar que Shanna durmiera con el calzado puesto. Le quitó las zapatillas de deporte y las dejó caer al suelo. Le quitó también la bata blanca y, casi sin fuerzas, la dejó caer junto a las zapatillas. Después, rodeó tambaleándose los pies de la cama y apartó la colcha, la manta y las sábanas; hizo rodar a Shanna hasta que pudo tenderla sobre el colchón, y la tapó hasta la barbilla. Así estaría cómoda.

Y, después, él ya no pudo ir a ninguna otra parte.

Shanna se despertó descansada y feliz. Sin embargo, la sensación de bienestar se desvaneció rápidamente, porque se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Una habitación oscura. Una cama confortable. Por desgracia, no recordaba haber entrado a aquella habitación, ni haberse acostado en aquella cama. De hecho, lo último que recordaba era que estaba entrando en el despacho de Roman Draganesti. Por culpa de un horrible dolor de cabeza, había tenido que tumbarse en una chaise longue de terciopelo rojo y, después… nada.

Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por recordar. En su mente aparecían atisbos de una clínica dental, pero era desconocida para ella; no era su lugar de trabajo. Qué raro. Tal vez hubiera soñado con un trabajo nuevo.

Apartó la manta y se incorporó. Bajó los pies al suelo y tocó con los dedos una alfombra muy gruesa. ¿Dónde estaban sus zapatos? Vio la hora en un reloj digital que había sobre una mesilla, junto a la cama: faltaban todavía seis minutos para las cuatro. ¿De la madrugada, o de la tarde? La habitación estaba totalmente a oscuras, así que era difícil saberlo. Ella había ido al despacho de Roman más tarde de las cuatro de la madrugada, así que debían de ser las cuatro de la tarde.

Siguiendo con las manos la superficie de la mesilla de noche, notó la base de una lámpara. Presionó el interruptor y, al encender la luz, se le escapó un jadeo.

Qué preciosa lámpara de cristal. Con aquella luz suave, vio matices de azul y lavanda en la habitación. Era un dormitorio más grande que todo su apartamento del SoHo. La alfombra era gris y, las paredes, azul claro. Las cortinas tenían rayas azules y violetas. La contraventana era de metal y estaba totalmente cerrada, así que no era extraño que la habitación estuviera tan oscura.

La cama tenía un dosel de madera de roble claro, y la estructura estaba vestida con una delicada tela de color lavanda y azul. Shanna miró hacia atrás, por encima de su hombro.

No estaba a solas.

Con un grito ahogado, se levantó de un salto. ¡Roman Draganesti estaba en su cama! ¿Cómo se atrevía a dormir con ella? Oh, Dios Santo, tal vez fuera ella la que había dormido en la de él. Tal vez aquella fuera su habitación. ¿Cómo podía haberlo olvidado todo?

Se inspeccionó la ropa. Las zapatillas y la bata blanca habían desaparecido pero, por lo demás, todas las prendas estaban en su sitio, intactas.

Él estaba tendido boca arriba, sobre la colcha, con su jersey y sus pantalones vaqueros negros. Incluso estaba calzado.

¿Por qué se había quedado a dormir con ella? ¿Acaso estaba tan decidido a protegerla como para hacer algo así? ¿O tenía otros motivos? Miró sus pantalones. Roman no había hecho ningún esfuerzo por disimular la atracción que sentía por ella. Maldición… Teniendo en cuenta su enorme suerte, seguro que un hombre tan impresionante como aquel había querido seducirla y ella ni siquiera lo recordaba.

Rodeó la cama, observándolo. Parecía muy sereno, casi inocente, pero ella sabía que no era así. De hecho, no le sorprendería que solo estuviera fingiendo que dormía.

Descubrió su bata blanca y sus zapatos en el suelo. No recordaba habérselos quitado, así que debía de haberlo hecho el propio Roman. Entonces, ¿por qué no se había descalzado él también?

Se acercó a él.

—¿Hola? Buenos días… o tardes, más bien.

No hubo respuesta.

Se mordió el labio, preguntándose qué hacer. No era muy buen protector, si se había quedado tan profundamente dormido.

Ella se inclinó hacia su cara.

—¡Vienen los rusos!

Su expresión no se alteró. Vaya. Qué gran ayuda sería si los rusos aparecieran de verdad. Shanna miró a su alrededor por la habitación, y distinguió dos puertas. Abrió una de ellas, y vio un pasillo lleno de puertas a cada lado. Aquel tenía que ser el cuarto piso y, la habitación, uno de los dormitorios de invitados. En el quinto piso no había pasillo; Roman tenía todo aquel piso reservado para sí. Vio a un hombre cerca de las escaleras, de espaldas a ella. No llevaba kilt, pero sí una pistolera en el cinturón. Supuso que era un guardia, aunque, claramente, no era escocés. Llevaba unos pantalones de color caqui y una camiseta de color azul marino. Ambas prendas eran normales y corrientes.

Cerró la primera puerta y abrió la segunda. Era un baño en el que había todo lo que pudiera necesitar: bañera, inodoro, lavabo, toallas, pasta y cepillo de dientes… Todo, salvo espejo. Aquello era extraño. Hizo sus necesidades y volvió a abrir la puerta. Roman seguía dormido. Encendió y apagó la luz de la habitación unas cuantas veces, pero él no se despertó.

Se lavó la cara y los dientes, y se sintió mejor preparada para enfrentarse al hombre que estaba durmiendo en su cama sin que ella lo hubiera invitado.

Caminó hacia él con una sonrisa forzada. En voz alta, dijo:

—Buenas noches, señor Draganesti. ¿Sería mucho pedir que durmiera usted en su cama a partir de ahora?

Él no respondió. Ni siquiera roncó un poco. ¿Acaso no roncaban los hombres? Umm…. No, si estaba fingiendo que dormía.

—No es que tu compañía no me resulte estimulante. ¡Eres de lo más risueño! —dijo, y se acercó a él. Le tocó un hombro con el dedo—. Vamos, sé que te estás haciendo el dormido.

Nada.

Se inclinó y le susurró al oído:

—¿Te das cuenta de que esto significa la guerra?

No hubo respuesta. Examinó todo su cuerpo: las piernas largas, la cintura esbelta, los hombros anchos, la mandíbula fuerte y la nariz recta y larga que correspondía perfectamente con su arrogancia. Tenía un mechón de pelo negro en el pómulo, y ella se lo apartó con la mano. Su pelo era fino y suave.

Sin embargo, él no reaccionó. Realmente, se le daba muy bien actuar.

Shanna se sentó a su lado, en la cama, y le colocó las manos en los hombros.

—He venido a poseer tu cuerpo. Toda resistencia será inútil.

Nada. ¡Demonios! ¿Acaso era tan fácil resistirse a ella? Bueno, pues recurriría a la tortura. Fue botando hasta los pies de la cama y lo descalzó. Los zapatos aterrizaron en el suelo con un sonoro golpe, pero Roman no se movió. Ella le acarició las plantas de los pies, y le hizo cosquillas a través de los gruesos calcetines negros, pero… nada.

Le tiró del dedo gordo del pie izquierdo. Después, fue tirándole de todos los dedos, hasta que llegó al meñique, y comenzó a ascender por su larga pierna.

Se detuvo en su cadera; el semblante de Roman solo reflejaba calma. Shanna fijó la mirada en la cremallera de sus pantalones. Eso sí que le haría despertar. Si ella se atrevía, claro.

Lo miró de nuevo a la cara.

—Sé que te estás haciendo el dormido. Ningún hombre con sangre en las venas podría resistir esto.

Roman no respondió.

Estaba esperando a ver si ella llegaba tan lejos. Pues, bien, iba a obligarlo a despertar de una manera que no olvidaría nunca.

Le subió el jersey para destaparle la cintura del pantalón.

Al ver su piel, a Shanna se le aceleró el pulso, y subió el jersey un poco más.

—No tomas mucho el sol, ¿eh?

Su piel era muy pálida, pero tenía un estómago muy bonito, con una línea de vello negro que descendía desde su pecho, formaba un remolino alrededor de su ombligo y se perdía en el interior de sus vaqueros negros. Era increíblemente guapo, increíblemente masculino. Increíblemente sexy.

Y estaba inconsciente.

—¡Despierta, maldita sea!

Se inclinó sobre él, posó los labios sobre su ombligo e hizo una pedorreta.

Nada.

—Demonios, ¡estás dormido como un tronco!

Se dejó caer a su lado. Entonces, se dio cuenta de por qué no roncaba. En realidad, no respiraba. Shanna le puso una mano en el estómago. Frío.

Apartó la mano de golpe. No, no. Aquello no podía ocurrirle a ella. Roman gozaba de una salud envidiable la noche anterior.

Sin embargo, nadie podía dormir tan profundamente. Le levantó el brazo, y lo soltó. El brazo cayó a plomo sobre la colcha.

¡Oh, Dios, era cierto! Shanna bajó de la cama rápidamente, y gritó de terror.

Roman Draganesti estaba muerto.