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11

Roman se despertó sin saber cómo había vuelto a su propia cama. Estaba sobre su colcha marrón, con la ropa y los zapatos puestos. Se pasó la lengua por la cara interior de los dientes; la férula todavía estaba allí. Se palpó el colmillo con los dedos. Sólido. Por supuesto, no tenía forma de saber si todavía podía extenderlo y retraerlo, porque no podía hacer la prueba mientras el colmillo siguiera sujeto con el cable. Tendría que convencer a Shanna para que le quitara la férula.

Después de darse una rápida ducha, se puso el albornoz y entró en su despacho para leer los mensajes. La letra de Radinka captó su atención. Había ido de compras para Shanna. Bien. Se marchaba pronto a Romatech para asegurarse de que todo estaba preparado para el Baile de Gala de la Apertura de la Conferencia. Como aquella temporada estaba trabajando de noche y, también, de día, creía que se merecía otro aumento de sueldo. ¿Otro más? Bueno.

Jean-Luc Echarpe y Angus MacKay, los maestros de aquelarre francés y británico, llegarían a las cinco de la mañana. Bien. Las habitaciones de invitados del tercer piso ya estaban preparadas para ellos. Roman había previsto presentar dos productos nuevos de su línea de Cocina de Fusión en el baile. Se habían preparado quinientas botellas para el evento. Todo tenía muy buen aspecto.

Después, leyó el último párrafo. Al despertar, Shanna Whelan lo había descubierto a él en la cama, a su lado. Oh, no. Ella había pensado que estaba muerto, y se había disgustado mucho. Oh, mierda. Era lógico que hubiera pensado que estaba muerto. Durante el día, los vampiros no tenían pulso. Sin embargo, mirando el lado positivo, aquello podía significar que él le importaba de verdad.

Radinka había intentado convencer a Shanna de que su sueño era tan profundo a causa de la anestesia que ella le había administrado en la clínica dental. Por desgracia, aquella teoría había hecho creer a Shanna que ella misma lo había matado. Estupendo. Entonces, no estaba disgustada porque sintiera atracción por él, sino porque se sentía culpable por haberlo matado. Se imaginaba la escena: Shanna, corriendo por el dormitorio, horrorizada, mientras él dormía como un tronco.

Roman arrugó la nota y la tiró a la papelera. Aquello era la gota que colmaba el vaso. Tenía que terminar la fórmula que le permitiría mantenerse despierto durante el día. No podía estar dormido, incapaz de hacer nada, cuando Shanna lo necesitara.

Apretó el botón del interfono de su despacho.

—Cocina —respondió un hombre con la voz nasal.

—Howard, ¿eres tú?

—¡Sí, señor! Me alegro de oírlo. Ha habido muchas emociones por aquí mientras usted dormía.

Roman oyó risas ahogadas de fondo. Por Dios, el maestro del aquelarre más grande de toda América del Norte se merecía algo más de respeto.

—No es que tengamos queja —continuó Howard—. Lo que pasa es que, normalmente, las cosas son mucho más aburridas por aquí. Ah, Connor acaba de llegar.

—Howard, esta noche llegan unos invitados muy importantes. Entre ellos está tu jefe, el señor MacKay. Espero que se refuerce la seguridad durante el día, y espero una discreción absoluta.

—Entendido, señor. Cuidaremos bien de todo el mundo. Los escoceses acaban de entrar, así que yo ya me marcho. Buenas noches.

—Buenas noches. Connor, ¿estás ahí?

Hubo una pausa, y se oyó un pitido.

—Sí, estoy aquí.

—Acompaña a la señorita Whelan a mi despacho dentro de diez minutos.

—De acuerdo.

Roman se acercó al mueble bar, sacó una botella de sangre sintética de la nevera y la metió en el microondas. Después, volvió a su habitación. Allí, sacó del armario un par de pantalones negros y una camisa gris. Ambas prendas eran formales, puesto que aquella noche llegaban unos invitados importantes. Angus y su grupo llevarían sus mejores galas escocesas, y Jean-Luc estaría acompañado por sus bellas vampiresas, todas ellas, modelos, que irían ataviadas con los trajes de alta costura que él diseñaba.

Al fondo del armario, Roman vio el esmoquin negro y la capa a juego que le había regalado Jean-Luc hacía tres años, y gruñó. Tendría que ponérselo otra vez. Tal vez a Jean-Luc le gustara vestirse como una versión de Drácula de Hollywood, pero él prefería un vestuario más moderno. Sacó el esmoquin del armario. Tenía que enviarlo al tinte antes del baile.

Sonó el pitido del microondas. Su primera comida de la noche estaba lista. Dejó el esmoquin sobre la cama. Justo en aquel momento, la puerta del despacho se abrió de par en par.

—¿Roman? —gritó Shanna—. ¿Estás ahí?

Su tono de voz estaba un poco alterado. Claramente, le faltaba el aire, estaba nerviosa.

No habían podido pasar diez minutos desde que había llamado a la cocina. Shanna debía de haber subido las escaleras corriendo. Demonios. No iba a poder desayunar.

—Estoy aquí —dijo él, y oyó un jadeo mientras salía, descalzo, a la puerta del dormitorio.

Ella estaba junto al escritorio, con la cara sonrojada por el esfuerzo de la carrera. Se quedó asombrada al verlo.

—Oh, Dios mío —susurró, y se le empañaron los ojos. Se tapó la boca con los dedos temblorosos.

Roman se dio cuenta de lo mal que lo había pasado Shanna, y bajó la cabeza avergonzado. Entonces, se percató de que tenía la camisa abierta, los pantalones desabrochados y colgados de las caderas, y los calzoncillos negros a la vista. Se apartó el pelo mojado de la frente y carraspeó.

—Me he enterado de lo que ha ocurrido.

Ella se quedó inmóvil, mirándolo fijamente.

Connor apareció en la puerta.

—Lo siento —dijo—. He intentado alcanzarla, pero… —al darse cuenta de que Roman no estaba completamente vestido, añadió—: Oh, teníamos que haber llamado.

—Estás vivo —murmuró Shanna, acercándose a él.

El microondas volvió a pitar, recordándole que su desayuno seguía allí dentro. Sin embargo, iba a tener que esperar a que Shanna se fuera.

Connor se estremeció. Sabía perfectamente que, al despertar, los vampiros estaban más hambrientos que nunca.

—Deberíamos volver luego —le sugirió a Shanna—, cuando Roman haya terminado de vestirse.

No pareció que ella oyera lo que le había dicho Connor. Avanzó lentamente hacia Roman. Él inhaló profundamente su olor. Era un olor delicioso, y aquella camiseta de color naranja claro hacía que tuviera un aspecto tan jugoso como el de un melocotón maduro. La poca sangre que le quedaba en el cuerpo se concentró en su entrepierna, y le causó un apetito doblemente intenso: por su carne, y por su sangre.

Aquel apetito debió de ser muy evidente, porque Connor retrocedió.

—Entonces, os dejo a solas —dijo.

Salió de la habitación y cerró la puerta.

Shanna se había acercado tanto a él que hubiera podido agarrarla, y Roman tuvo que apretar los puños para resistirse a la tentación.

—Me han dicho que te asusté. Lo siento.

A ella se le cayó una lágrima, pero antes de que tocara su mejilla, la atrapó con los dedos.

—Me alegro mucho de que estés bien.

¿De verdad le importaba tanto? Roman la observó con atención. Ella lo recorrió con la mirada, se detuvo en su pecho y bajó hacia su estómago. Demonios, cómo la deseaba. Esperaba que no empezaran a enrojecérsele los ojos.

—Estás bien de verdad.

Shanna le tocó el pecho. Fue un roce ligero, con las yemas de los dedos, pero le alcanzó con la fuerza de un rayo. Reaccionó al instante, tomándola entre sus brazos.

Al principio, ella se quedó rígida por la sorpresa, pero se relajó enseguida y apoyó la mejilla en su pecho. Posó las manos en su camisa.

—Tenía miedo de haberte perdido.

—En realidad, es algo más difícil librarse de mí —dijo él.

Por Dios, estaba hambriento. «Control. Mantén el control».

—Radinka dice que te implanté el colmillo anoche.

—Sí.

—Déjame verlo —dijo ella. Le levantó el labio superior, y examinó la férula—. Parece que el colmillo está perfectamente, aunque es un poco más afilado de lo normal, y parece que se te ha curado muy rápido.

—Sí. Ya puedes quitarme la férula.

—¿Cómo? No, no puedo. Estas cosas llevan su tiempo —dijo ella. El microondas volvió a sonar, y captó su atención—. ¿No tienes que sacar lo que haya dentro?

Él le tomó la mano y le besó los dedos.

—Solo te necesito a ti.

Shanna soltó un suave resoplido y retiró la mano.

—Entonces, ¿es cierto que me hipnotizaste?

—Sí.

Ella frunció el ceño.

—No hice nada raro, ¿verdad? Es que… me resulta muy desconcertante saber que hice cosas que no recuerdo en absoluto.

—Fuiste muy profesional —dijo él. Volvió a tomarle la mano, y volvió a besársela. Ojalá le propusiera otra vez practicar el sexo oral.

—¿Y no me asusté al ver la sangre?

—No —dijo él, y le besó el interior de la muñeca. Su deliciosa sangre del tipo A positivo fluía por aquella vena—. Fuiste muy valiente.

A Shanna se le iluminó la mirada.

—¿Sabes lo que quiere decir eso? ¡Que no tengo que renunciar a mi profesión! ¡Esto es maravilloso! —exclamó. Le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso en la mejilla—. Gracias, Roman.

Él la estrechó entre sus brazos, y su corazón se llenó de esperanza. Entonces, recordó lo que le había sugerido en la clínica dental. ¡Demonios! Aquello era cosa suya: Shanna solo estaba siguiendo sus órdenes. Se apartó de ella bruscamente.

Y a ella se le escapó un jadeo de sorpresa. Su expresión de alegría se desvaneció, y su semblante se volvió pétreo. Dio un paso atrás. Demonios, debía de pensar que la había rechazado, y estaba intentando enmascarar el dolor. Shanna sentía algo por él, y él estaba haciendo el idiota, asustándola durante el día e hiriendo sus sentimientos por la noche. Tenía muy poca experiencia con las mujeres mortales.

El microondas volvió a pitar. Él se acercó a la máquina y la desenchufó. Así dejaría de tentarlo con la sangre sintética tibia. Desgraciadamente, Shanna era una tentación mucho más fuerte para él, porque tenía sangre natural.

—Será mejor que me vaya —dijo ella, retrocediendo hacia la puerta del despacho—. Me… me alegro mucho de que estés vivo, y de que tu colmillo se haya reimplantado correctamente. Y te agradezco la protección y todos los regalos, que no voy a poder aceptar.

—Shanna…

Ella tomó el pomo de la puerta.

—Tú eres un hombre con muchas obligaciones, así que no voy a distraerte más. De hecho, me voy…

—Shanna, espera —dijo él, y se acercó a ella—. Tengo que explicarte…

—No. No es necesario.

—Sí, sí lo es. Anoche, mientras tú estabas… hipnotizada, yo puse una idea en tu cabeza. No debí hacerlo, pero te sugerí que me abrazaras y me dieras un beso apasionado. Y, cuando lo has hecho, me he dado cuenta de que…

—Espera un minuto —dijo ella, mirándolo con incredulidad—. ¿Crees que estaba programada para besarte?

—Sí. No estuvo bien por mi parte, pero…

—¡Eso es una locura! En primer lugar, yo no estoy bajo tu control. ¡Si casi no puedo controlarme yo misma!

—Quizá, pero…

—Y, en segundo lugar, controlarme a mí no es tan fácil como tú piensas.

Él mantuvo la boca cerrada. Shanna tenía razón, pero no quería confirmárselo.

—Y, finalmente, eso no ha sido un beso apasionado. Solo ha sido un casto beso en la mejilla. Un hombre de tu edad debería saber cuál es la diferencia.

Roman arqueó las cejas.

—¿Debería?

No podía explicarle que se había pasado la mayoría de sus años mortales en un monasterio.

—Por supuesto. Hay una enorme diferencia entre un beso apasionado y un beso casto en la mejilla.

—¿Y tú estás enfadada conmigo por no saber diferenciarlos?

—¡No estoy enfadada! Bueno, quizá, un poco sí —dijo ella, con una mirada severa—. Te has apartado de mí como si fuera una leprosa.

Él dio un paso hacia ella.

—No volverá a suceder.

Shanna soltó un resoplido.

—Y que lo digas.

Él encogió un hombro.

—Soy un científico, Shanna. No puedo hacer un análisis comparativo de los diferentes tipos de besos sin haber recopilado todos los datos necesarios.

Ella entornó los ojos.

—Sé cuál es tu intención. Estás intentando engatusarme para sacarme una muestra gratis.

—¿Quieres decir que normalmente no son gratis? —preguntó él, con una sonrisa—. ¿Cuánto me va a costar un beso apasionado?

—Los doy gratis cuando estoy de humor, pero ahora no lo estoy. Me apetecerá darte un beso apasionado cuando las ranas críen pelo.

Ay. Bueno, aquello debía de ser la venganza por haber herido sus sentimientos.

—En realidad, me ha parecido que el beso casto en la mejilla ha sido muy excitante.

—Oh, por favor. Estoy hablando de la verdadera pasión. Una pasión ardiente, salvaje y sudorosa. Créeme, si por alguna extraña razón las ranas crían pelo de repente y decido darte un beso apasionado —dijo ella, apoyándose en el quicio de la puerta con los brazos cruzados—, no tendrías ningún problema para reconocer la diferencia.

—Soy científico, y no puedo basarme en creencias —respondió Roman, avanzando hacia Shanna—. Necesito pruebas.

—Pues de mí no vas a conseguirlas.

Él se detuvo frente a ella.

—Tal vez es que no puedas dármelas.

—¡Ja! Tal vez es que tú no estés a la altura.

Él apoyó la palma de la mano en la puerta, cerca de la cabeza de Shanna.

—¿Eso es un desafío?

—No, es una preocupación. Teniendo en cuenta la debilidad de tu salud, no estoy segura de que tu corazón lo aguantara.

—Sobreviví al último beso.

—¡Eso no fue nada! Un beso verdaderamente apasionado tendría que ser en los labios.

—¿Estás segura? Esa definición parece un poco limitada —dijo él, y posó las palmas de las manos a ambos lados de su cabeza, de modo que la atrapó entre sus brazos. Lentamente, la miró de arriba abajo—. Se me ocurren otras zonas que me encantaría besar con pasión.

Ella se puso de color rosa.

—Bueno, creo que debería irme. Me preocupaba mucho que estuvieras muerto, tendido sin vida sobre la cama, y todo eso, pero ahora parece que estás…

—¿Levantado? —preguntó él, inclinándose hacia ella—. Pues sí, lo estoy.

Ella se dio la vuelta y empezó a girar el pomo de la puerta.

—Te dejo para que termines de vestirte.

—Lo siento, Shanna. No quería asustarte ni hacerte daño.

Ella lo miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Oh, Roman, qué tonto eres. Creía que te había perdido.

¿Tonto? En sus quinientos cuarenta y cuatro años de vida total, nunca le habían llamado eso.

—Siempre estaré aquí.

Ella se abalanzó sobre él y le rodeó el cuello con los brazos. A Roman le tomó por sorpresa aquel ataque, y se tambaleó hacia atrás. Por un momento, la habitación dio vueltas a su alrededor. Abrió las piernas para conservar el equilibrio. Tal vez fuera el hambre lo que le había causado aquel mareo. Tal vez fuera la impresión de recibir afecto. Después de todo, él era un monstruo. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien había querido abrazarlo?

Cerró los ojos e inhaló su olor a champú y a jabón, y a la sangre que corría por sus venas. El hambre vibró dentro de él.

Roman le besó la cabeza y, después, la frente. La sangre latía en sus sienes, y le atraía hacia ellas. Volvió a besarla, respirando aquel aroma delicioso. Ella inclinó la cara hacia arriba para mirarlo, pero él temía que sus ojos tuvieran aquel brillo rojo, y se escondió en el hueco de su cuello. Le mordisqueó la piel hasta llegar a su oreja y, entonces, le mordisqueó el lóbulo.

Ella gimió mientras deslizaba las manos entre su pelo.

—Pensé que nunca podría besarte.

—Yo he querido besarte desde el primer momento en que te vi —dijo él, y pasó los labios por su mandíbula, de camino hacia su boca.

Sus labios se encontraron brevemente, y se separaron. Él notó su respiración caliente en la cara; Shanna tenía los ojos cerrados. Bien. Así podría dejar de preocuparse por los suyos.

Le tomó la cara entre las manos. Ella tenía una expresión inocente, confiada. Él solo esperaba poder contenerse. La besó suavemente. Ella lo agarró con más fuerza y lo atrajo hacia sí. Él succionó su labio inferior y se lo acarició con la punta de la lengua. Ella se estremeció y abrió la boca con una súplica.

Él la invadió. La exploró. Y ella correspondió a cada movimiento, acariciándole la lengua con la suya. Shanna estaba tan viva, irradiaba tanto calor, que hizo que le ardieran los sentidos.

La vio aferrarse a él, cada vez más ardientemente, y oyó los latidos de su corazón, cada vez más fuertes. Sintió el temblor de sus terminaciones nerviosas y percibió el olor de sus fluidos.

Aquello dejaba solo el gusto.

La rodeó con los brazos y deslizó una mano por su espalda para estrecharla contra sí. Ella tenía la respiración acelerada, y sus pechos se movían rápidamente contra su piel. Roman deslizó la otra mano hacia abajo y la pasó por su trasero. Dios Santo, era celestial, firme y redondo. Y Shanna no había bromeado al jactarse de su habilidad para mostrar pasión.

Ella se estrechó contra su erección, y comenzó a moverse. A retorcerse. A deleitarse en la gloria de estar viva, y a dejarse llevar por el instinto de crear más vida.

Roman se sintió triste. Su instinto dominante era el de destruir la vida.

Se inclinó hacia su cuello; su colmillo izquierdo se prolongó hacia fuera de la encía. El derecho comenzó a hacerlo, pero se quedó atascado a causa de la férula. ¡Ay! Roman se apartó, cerrando los labios. Sintió un dolor muy intenso pero, al menos, aquel dolor le devolvió el sentido común.

No podía morder a Shanna. Había jurado que nunca volvería a morder a un mortal. La soltó y retrocedió.

—¿Qué ocurre? —le preguntó ella, con la voz entrecortada.

Él se tapó la boca con la mano. Ni siquiera podía contestarle, con uno de los colmillos extendidos.

—Oh, Dios mío. ¿Es la férula? ¿O el colmillo? ¿Se te ha soltado? —preguntó ella, y se acercó a él rápidamente—. Déjame verlo.

Él negó con la cabeza. Se le humedecieron los ojos por el esfuerzo de tratar de retraer los colmillos cuando todavía tenía tanta hambre.

—¿Te duele mucho? —le preguntó ella, tocándole el hombro—. Por favor, déjame verlo.

—Ummm —murmuró él, y dio un paso atrás. Demonios, aquello era muy embarazoso. Pero, seguramente, se lo merecía, por haber estado tan cerca de morderla.

—No debería haberte besado con la férula en la boca —dijo ella—. En realidad, no debería haberte besado de ningún modo.

Por fin, el colmillo izquierdo obedeció y volvió a introducirse en el alveolo. Él respondió sin apartarse la mano de la boca.

—Estoy bien.

—He infringido una norma muy importante: no relacionarme nunca con un cliente o paciente. No debería tener ninguna relación personal contigo.

Él bajó la mano.

—En ese caso, estás despedida.

—No puedes despedirme. Todavía tienes la férula —replicó ella, y se le acercó—. Vamos, ahora abre la boca y enséñamela.

Roman obedeció.

Ella empujó un poco la férula. Él le hizo cosquillas con la lengua en los dedos.

—Deja de hacer eso —dijo Shanna, y retiró la mano de su boca—. No puedo creerlo. La férula se ha soltado.

—Bueno, es que besas muy bien.

Ella se ruborizó.

—No entiendo cómo he podido… No te preocupes. No voy a volver a besarte. Soy tu dentista, y lo más importante para mí es tu salud dental…

—Te he despedido.

—No puedes, mientras tengas la férula…

—Yo mismo me la arrancaré.

—¡Ni se te ocurra!

—No estoy dispuesto a perderte, Shanna.

—No vas a perderme. Solo tenemos que esperar una o dos semanas.

—No voy a esperar.

Había esperado más de quinientos años para poder experimentar algo así, y no iba a esperar una semana más. Sin embargo, tampoco iba a correr más riesgos con respecto a su propia capacidad de dominio sobre sí mismo. Caminó hacia su habitación. Había puntos negros en su campo de visión, pero no les prestó atención. Ignoró el hambre que rugía dentro de él.

—¡Roman! —exclamó ella, siguiéndolo apresuradamente—. No puedes quitarte la férula.

—No voy a hacerlo.

Abrió un cajón de su cómoda y metió la mano bajo una pila de ropa interior. Allí, al fondo, había una pequeña bolsa de fieltro rojo. La sacó. Incluso a través del fieltro notaba el calor de la plata que había en el interior. Sin la bolsa, ya tendría la mano cubierta de quemaduras rojas.

Le tendió la bolsita a Shanna. En un primer momento, ella no se dio cuenta, porque estaba girando sobre sí misma, admirando su habitación. Su mirada se entretuvo en la enorme cama doble.

—¿Shanna?

Ella lo miró. Entonces, se fijó en la bolsa roja.

—Quiero que tengas esto —dijo él. De repente, se tambaleó. Tenía que comer pronto, fuera como fuera.

—No puedo aceptar más regalos.

—¡Tómalo!

Ella dio un respingo.

—Tienes que cuidar más tus modales.

Roman se apoyó en la cómoda.

—Quiero que te lo pongas al cuello. Te protegerá.

—Suena un poco supersticioso —dijo ella.

Tomó la pequeña bolsa, aflojó el cordón y dejó que el contenido cayera en la palma de su mano.

Estaba igual que en 1479, cuando él había hecho los votos. La cadena de plata era muy sencilla, pero de buena calidad. El crucifijo era una muestra de la mejor artesanía medieval.

—Vaya… ¡Es preciosa! —exclamó Shanna, observándola de cerca—. Y parece muy antigua.

—Póntela. Te servirá de protección.

—¿Contra qué?

—Espero que nunca lo averigües —dijo él, y miró con tristeza el crucifijo. Se había sentido tan orgulloso cuando el padre Constantin se lo había puesto al cuello… El orgullo. Aquello había sido su ruina.

—¿Me ayudas? —preguntó Shanna, y se puso de espaldas a él, sujetándose el pelo con una mano para apartárselo de la nuca. Con la otra, le ofreció el crucifijo.

Él retrocedió antes de que la plata le causara una quemadura.

—No puedo. Si me disculpas, tengo que irme a trabajar. Esta noche tengo mucho que hacer.

Shanna lo miró con recelo.

—Bueno —dijo. Se soltó la melena, y el pelo castaño le cayó por los hombros—. ¿Te arrepientes de haberme besado?

—No, en absoluto —respondió él, y tuvo que agarrarse al borde de la cómoda para no caerse—. El crucifijo. Póntelo.

Ella siguió mirándolo.

—Por favor.

Shanna abrió unos ojos como platos.

—No sabía que tuvieras esa palabra en tu vocabulario.

—La reservo para emergencias.

Ella sonrió.

—En ese caso…

Se metió la cadena por la cabeza y pasó el pelo por encima. La cruz descansó sobre su pecho, como si fuera un escudo o una armadura.

—Gracias —dijo él.

Después, con sus últimas fuerzas, la acompañó hacia la puerta.

—¿Voy a volver a verte?

—Sí, esta noche. Más tarde. Cuando vuelva de Romatech —contestó Roman.

Cerró la puerta con llave y, tambaleándose, fue hasta el microondas. Sacó la botella y, aunque la sangre se había quedado fría, la apuró casi de un trago. Su vida había dado un vuelco al conocer a Shanna, y estaba impaciente por volver a besarla.

Era un demonio que había probado un poco de cielo.