Shanna se quedó escondida en el hotel casi todo el día siguiente, esperando hasta que llegara la hora para ir a reunirse con Bob al piso franco. Al final, no pudo evitar pensar en Roman. ¿Cómo había podido equivocarse tanto con él?
Era un científico brillante y un hombre muy guapo. La había rescatado sin preocuparse de su propia seguridad. Había sido bueno y generoso. Y ella había percibido algo en él: un intenso remordimiento, una intensa tristeza. Entendía su dolor, porque ella también vivía con esos remordimientos y esa culpabilidad. Karen estaba viva cuando la había encontrado pero, a causa del miedo, no había hecho nada por ayudarla.
El instinto le decía que Roman sufría del mismo tormento que ella. Se sentía conectada a él de una manera profunda y elemental, como si sus almas supieran consolarse la una a la otra. Él le había dado esperanzas para el futuro, y ella hubiera podido jurar que también le hacía sentir esperanza. Se había sentido tan bien a su lado…
Entonces, ¿cómo era posible que fuera un depravado que tenía un harén en su casa? Shanna se preguntó si su soledad y su miedo habían alterado sus percepciones de tal modo que ya no era capaz de evaluar correctamente a las personas. ¿Había proyectado su sentimiento de culpabilidad y su desesperación sobre él y había hecho que pareciera completamente distinto a como era en realidad? ¿Quién era el verdadero Roman Draganesti?
Se sentía tan segura con respecto a él… Había creído que era el hombre perfecto. Había creído que era un hombre del que podía enamorarse. Se le cayó una lágrima por la mejilla. Para ser sincera, ya había empezado a enamorarse de él, por eso le había dolido tanto descubrir que tenía un harén.
Aquella tarde, bajó a la sala de ordenadores del hotel e hizo una búsqueda. No encontró nada de Roman, pero la página de Romatech Industries apareció completa, incluso con fotografías de sus instalaciones cerca de White Plains, Nueva York. Parecía un lugar precioso, rodeado de jardines bien cuidados. Imprimió la página, la plegó y la guardó en su bolso. ¿Por qué? No quería volver a verlo. Era un cerdo y un mujeriego. ¿Verdad? Shanna suspiró; fuera lo que fuera Roman, la estaba volviendo loca, y ella tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Por ejemplo, de seguir viva.
A las ocho menos cuarto de la tarde estaba lista para ir al piso franco. La ropa que le había comprado Radinka no estaba pensada para perderse entre la multitud. Cualquiera podría divisarla a dos kilómetros de distancia con unos pantalones y una camiseta de color rosa, y con una amplia camisa de cuadros naranja y rosa. Pero, bueno, lo consideraría parte de su disfraz. Nadie iba a esperar que pareciera una versión en tecnicolor de Marilyn Monroe.
Recogió todas sus cosas y bajó en ascensor al vestíbulo. Esperó frente al hotel, en fila, a que le tocara el turno de tomar un taxi. El sol se había puesto, pero la ciudad ya estaba iluminada, lo suficientemente iluminada como para que viera un todoterreno negro aparcado en la acera de enfrente. Se le cortó la respiración. Una coincidencia, nada más. Había cientos de todoterrenos como aquel en Nueva York.
El siguiente taxi fue para ella. Se metió en el vehículo y, al instante, percibió un fuerte olor a pastrami. Se inclinó hacia delante para darle al taxista la dirección, y se fijó en su sándwich, que estaba a medio comer sobre un papel de aluminio arrugado. El taxi arrancó con un fuerte tirón, y ella cayó hacia atrás.
—¿A New Rochelle? —preguntó el conductor, mientras tomaba a toda velocidad la carretera en dirección norte, hacia Central Park.
Shanna miró hacia atrás. El todoterreno se estaba alejando de la acera. Oh, magnífico. Su taxi hizo un giro a la derecha. Shanna respiró profundamente, esperó y volvió a mirar hacia atrás. El todoterreno también giró. ¡Demonios!
Se inclinó de nuevo hacia el conductor.
—¿Ves ese todoterreno negro de ahí detrás? Nos está siguiendo.
El conductor miró por el retrovisor.
—No, no. No pasa nada.
Ella no podía identificar su acento pero, por el color de su piel, debía de ser originario de África o, tal vez, del Caribe. Ella miró su tarjeta de identificación.
—Oringo, lo digo en serio. Por favor, gira de nuevo hacia otra calle, y lo comprobarás por ti mismo.
Él se encogió de hombros.
—Como quiera —dijo. Giró hacia la izquierda y entró en la Sexta. Entonces, sonrió—. ¿Lo ve? Ningún todoterreno negro.
El todoterreno negro entró en la Sexta, tras ellos.
A Oringo se le borró la sonrisa de los labios.
—¿Tiene problemas, señorita?
—Podría tenerlos, si me alcanzan. ¿Hay alguna forma de perderlos?
—¿Como en las películas?
—Sí, exactamente.
—¿Estamos en una película? —preguntó Oringo, mirando a su alrededor como si esperara ver cámaras en la acera.
—No, pero puedo darte cincuenta dólares de propina si los pierdes —dijo Shanna, contando mentalmente el dinero que le quedaba. Cuando terminara aquel viaje en taxi, estaría sin blanca.
—Trato hecho —dijo Oringo. Apretó el acelerador y atravesó dos carriles para hacer un giro a la derecha.
Shanna volvió a caer contra el respaldo, y buscó el enganche del cinturón de seguridad. Iba a ser un trayecto muy accidentado.
—¡Ah, demonios! Sigue detrás —dijo Oringo, e hizo otro giro brusco a la derecha. Se dirigían al sur, en la dirección contraria a la que ella deseaba—. ¿En qué lío se ha metido, señorita?
—Es una larga historia.
—Ah —dijo Oringo; atravesó un aparcamiento y salió a otra calle sin aminorar la velocidad—. Sé dónde puede conseguir un buen Rolex. O un bolso de Prada. Muy baratos, y parecen de verdad.
—Te lo agradezco, pero no tengo tiempo para ir de compras en este momento —respondió Shanna, y se estremeció cuando el taxi se saltó un semáforo en rojo y estuvo a punto de chocar contra una furgoneta de reparto.
—Es una pena —dijo Oringo, sonriéndole por el espejo retrovisor—. Parece usted una buena clienta.
—Gracias —dijo Shanna, mirando hacia atrás.
El todoterreno negro seguía allí, pero había tenido que parar en el semáforo. Ella vio la hora en el reloj del salpicadero. Eran las ocho y cuarto; iba a llegar tarde al piso franco.
Si llegaba.
Roman llegó a Romatech a las ocho y veinte. El Baile de Gala de Apertura de la Conferencia de Primavera iba a comenzar a las nueve en punto. Se paseó por el salón de baile. Había un montón de globos flotando por el techo, como si fueran una colonia de murciélagos negros y albinos. ¿Por qué tenía que gustarles a sus invitados aquel ambiente tan lúgubre? A él no le apetecía pasarlo bien en una fiesta si todo lo que había a su alrededor le recordaba que estaba muerto.
Las mesas estaban vestidas con manteles negros, cubiertos diagonalmente con manteles blancos. En los extremos de cada una de las mesas, había jarrones negros con lirios blancos. El centro permanecía vacío, por el momento. Aquel espacio estaba reservado para las esculturas de hielo.
Detrás de cada una de las tres mesas había un ataúd negro que no tenía forro de satén en el interior; en realidad, se trataba de neveras gigantes llenas de hielo. Y, entre los cubitos de hielo, había botellas de los nuevos sabores que Romatech iba a presentar aquella noche: Bubbly Blood y Blood Lite.
Había un pequeño escenario en uno de los lados de la sala, frente a las cristaleras que daban al jardín. El grupo de música ya estaba allí, preparando el equipo de sonido.
De repente, se abrieron las puertas dobles, y unos trabajadores las sujetaron para que pudieran pasar sus compañeros, empujando unos carritos sobre los que transportaban las esculturas de hielo. Alrededor de las esculturas había una actividad febril. Todo el mundo estaba emocionado.
Roman nunca se había sentido tan deprimido como en aquel momento. Estaba incómodo con aquel esmoquin. La capa le parecía una ridiculez. Además, no había tenido ninguna noticia sobre Shanna; ella había desaparecido y lo había dejado angustiado. Había dejado su viejo corazón marchito por la pérdida.
Él le había pedido a Connor que vigilara la casa de Petrovsky aquella noche, y el escocés había accedido, aunque eso significaba que se perdería el baile. Por lo menos, según la información de la que disponían, los rusos tampoco habían encontrado a Shanna. Por el momento.
Radinka se acercó a él con las mejillas sonrojadas.
—¿No te parece que está maravilloso? Esta va a ser la mejor fiesta que haya organizado nunca.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que sí —dijo. Entonces, notó un brillo de advertencia en la mirada de Radinka—: Está maravilloso. Has hecho un gran trabajo.
Ella resopló.
—Sé muy bien cuándo están siendo condescendientes conmigo. Tienes la corbata torcida —dijo ella, y comenzó a colocársela debidamente.
—Es difícil hacer el nudo sin espejo. Además, en el monasterio nunca nos las poníamos.
Radinka se detuvo.
—Entonces, ¿es cierto? ¿Eras un monje?
—No muy bueno. He roto casi todos mis votos.
Todos, menos uno.
Ella desdeñó aquel comentario con un sonido gutural, y terminó de arreglarle el nudo de la corbata.
—De todos modos, eres un buen hombre. Yo siempre estaré en deuda contigo.
—¿No te arrepientes? —le preguntó Roman, suavemente.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No. Nunca. Él habría muerto si tú no hubieras…
¿Convertido a su hijo en un demonio? Roman dudaba que ella quisiera oír aquellas palabras.
Radinka dio un paso atrás y pestañeó para librarse de las lágrimas.
—No me hagas ponerme sentimental. Tengo mucho trabajo.
Roman asintió.
—Todavía no la hemos encontrado.
—¿A Shanna? No te preocupes. Va a volver. Tiene que volver. Está en tu futuro —dijo Radinka, y se tocó la frente—. Yo lo he visto.
Roman suspiró.
—Quisiera creerte. De verdad, quisiera creerte, pero hace muchos años que perdí la fe.
—¿Y te entregaste a la ciencia?
—Sí. La ciencia es fiable. Me da respuestas —dijo él.
«Y no me ha abandonado, como Dios. Ni me ha traicionado, como Eliza. Ni ha huido, como Shanna».
Radinka cabeceó mientras lo miraba con tristeza.
—Para ser tan viejo, todavía te queda mucho que aprender —dijo, y frunció los labios—. Supongo que te has dado cuenta de que, para poder tener un futuro con Shanna, tienes que librarte de tu harén.
—Shanna se ha ido. Eso ya no tiene importancia.
Radinka entornó los ojos.
—¿Por qué sigues manteniendo el harén? Que yo sepa, las ignoras a todas.
—Y se supone que tú debes ignorar mi vida personal, ¿no?
—¿Y cómo voy a ignorarla, cuando eres tan desgraciado?
Roman respiró profundamente. Una de las esculturas de hielo ya estaba en su sitio.
Por el amor de Dios… Era el duende más espantoso que había visto en su vida.
—Un maestro de aquelarre está obligado a tener un harén. Es una tradición muy antigua. El harén es un símbolo de su poder y de su prestigio.
Radinka lo miró fijamente. No parecía que estuviera muy impresionada.
—Es una cosa de los vampiros, ¿de acuerdo?
Ella se cruzó de brazos.
—En ese caso, espero que mi hijo nunca llegue a ser maestro de un aquelarre.
—Las chicas no tienen adónde ir. Nacieron y se criaron en momentos de la historia en que no se esperaba que las mujeres trabajaran. No saben hacer nada.
—Se les da muy bien vivir a costa de los demás.
Roman arqueó una ceja.
—Necesitaban un sitio donde vivir, y sangre que comer. Yo necesitaba aparentar que tenía un harén. En líneas generales, el acuerdo ha funcionado bastante bien.
—Entonces, ¿es solo una cuestión de apariencias? ¿Nunca te has acostado con ellas?
Roman cambió el peso de un pie al otro, y se llevó la mano al nudo de la corbata para aflojárselo. Le estaba ahogando.
—¡No lo arrugues! —le ordenó Radinka, y le apartó la mano de unas palmaditas. Después, le clavó una mirada fulminante—. No me extraña que Shanna esté tan enfadada contigo.
—No significan nada para mí.
—¿Y eso te parece una buena excusa? —inquirió Radinka, con un resoplido desdeñoso—. Hombres. Incluso los vampiros, todos sois iguales —dijo, y miró a un lado—. Hablando de vampiros, ya han llegado. Y yo tengo que volver a mi trabajo —afirmó, y se dirigió hacia una de las mesas.
—Radinka —dijo él. Al oírlo, ella miró hacia atrás—. Gracias. Te has superado.
Ella sonrió irónicamente.
—¿No está mal para una mortal?
—Eres la mejor —dijo Roman, con la esperanza de que se diera cuenta de que sus palabras no tenían nada de condescendencia.
Esperó a que los hombres se acercaran. Jean-Luc, Gregori y Laszlo iban en primer lugar. Detrás llegaban Angus y sus escoceses de las Highlands.
Angus MacKay era un hombre muy grande, un guerrero que se había suavizado poco con los siglos. Llevaba el traje tradicional de las Highlands, chaqueta negra sobre camisa blanca con encaje en las mangas y el cuello. Como el baile era en blanco y negro, los escoceses se habían puesto faldas de tartanes blancos y negros, o el tartán gris del clan de los Douglas. Sus escarcelas estaban hechas de piel de rata almizclera negra. Angus hizo un gesto de asentimiento, y todos sus escoceses se dispersaron para llevar a cabo un reconocimiento de seguridad por todo el edificio.
En un intento de parecer civilizado, Angus se había recogido el pelo de color caoba, que le llegaba por la cintura, en una coleta, con una cinta de cuero negro. Llevaba una daga de empuñadura negra embebida en uno de sus calcetines negros. Angus nunca iba a ninguna parte sin un arma. De hecho, Roman pensaba que, seguramente, su viejo amigo había escondido una espada escocesa en alguno de los enormes tiestos que había en la entrada.
Jean-Luc era todo lo contrario a Angus, y casi era cómico verlos uno al lado del otro. Jean-Luc Echarpe era la sofisticación personificada. Era algo más que el gran maestro de aquelarre de Europa Occidental. Era un célebre diseñador de moda. Al principio, Jean-Luc se había concentrado en la moda nocturna, porque sus seguidores y él solo estaban activos durante la noche. Sin embargo, cuando las estrellas de cine habían empezado a ponerse sus creaciones, su negocio había crecido rápidamente. En la actualidad, estaba también a la cabeza de la creación de moda diurna, con su línea Chique Gothique.
Jean-Luc llevaba un esmoquin negro y una capa también negra, con el forro de seda gris. También llevaba un bastón negro para caminar, un bastón que no necesitaba. Era el vampiro más ágil que Roman hubiera conocido. Era alto y esbelto, y podía recorrer todo el perímetro de un edificio sin pestañear. Tenía el pelo negro y rizado, un poco despeinado, y el brillo de sus ojos azules desafiaba a cualquiera a que pusiera en duda su buen gusto.
Tal vez Jean-Luc pudiera parecer un figurín, pero Roman sabía que no era cierto. El francés podía convertirse en un ser letal en menos de un segundo.
Roman saludó a sus amigos.
—¿Vamos a mi despacho?
—Sí —dijo Angus—. Gregori me ha dicho que tienes bebidas nuevas para nosotros esta noche.
—Sí. Son lo último de mi línea de Cocina de Fusión —dijo Roman, mientras acompañaba a los hombres, por un pasillo, hacia su oficina—. La primera, Bubbly Blood, es una combinación de sangre y champán. Será anunciada como una bebida para ocasiones vampíricas especiales.
—Formidable, mon ami —dijo Jean-Luc, con una sonrisa—. Siempre he añorado el sabor del champán.
—Bueno, me temo que sigue sabiendo más a sangre —dijo Roman—. Pero, al menos, el burbujeo está ahí. Y el contenido alcohólico, también. Después de unas cuantas copas, puedes sentirte un poco achispado.
—Yo doy fe —dijo Gregori—. Me ofrecí de conejillo de Indias y bebí mucho. Es estupendo. Por lo menos, a mí me lo pareció —añadió, con una sonrisa—. No me acuerdo de mucho más de aquella noche.
Laszlo se tiró de uno de los botones de la chaqueta de su esmoquin.
—Tuvimos que llevarte al coche en una de las sillas del despacho.
Los hombres se echaron a reír. Laszlo se ruborizó. Roman sospechaba que el químico se sentía nervioso por estar en presencia de tres de los mayores maestros de aquelarre del mundo. Pero, en realidad, Laszlo siempre estaba nervioso.
—¿Recibiste el whiskey que te envié? —preguntó Angus.
—Sí —dijo Roman, y le dio una palmada en el hombro a su amigo—. Tu bebida fusión de whiskey es la siguiente de nuestra lista.
—Ah, magnífico —dijo Angus.
—Yo he probado Chocolood —dijo Jean-Luc, y arrugó un poco la nariz—. A mí me resulta demasiado dulce, pero a las damas les encanta.
—Les gusta demasiado —respondió Roman. Abrió la puerta del despacho, y añadió—: Por eso he inventado una segunda bebida que también vamos a presentar esta noche: Blood Lite.
—¿Una bebida light? —preguntó Jean-Luc.
—Sí —dijo Roman, que permaneció en la puerta hasta que sus amigos entraron al despacho—. Estaba recibiendo demasiadas quejas de las mujeres de mi harén. Estaban engordando, y me consideraban el responsable.
—Pfff —murmuró Angus, que se había sentado frente al escritorio de Roman—. Yo también he oído quejas de mis mujeres, pero no por eso dejan de pedirme la bebida.
—Les encanta —dijo Gregori, mientras se acomodaba en una esquina del escritorio—. Las ventas se han triplicado este último trimestre.
—Esperemos que Blood Lite resuelva el problema de las calorías. Tiene un contenido muy bajo de colesterol y de azúcar —dijo Roman. Al darse cuenta de que Laszlo se había quedado vacilando en la puerta, le puso una mano sobre el hombro—. Laszlo es un químico brillante. Anoche recibió una amenaza de muerte.
Laszlo se miró los pies.
Angus miró a Laszlo de arriba abajo con una expresión grave.
—¿Y quién iba a querer amenazar a este hombre?
—Creemos que fue Ivan Petrovsky —dijo Roman, después de cerrar la puerta. Atravesó el despacho hasta su escritorio.
—Oh —dijo Angus—. El maestro del aquelarre ruso aquí, en América. Según mis informes, trabaja como asesino a sueldo. Pero ¿quién iba a querer pagarle por matar a tu químico?
—Los descontentos quieren matar a todo aquel que participe en la producción de sangre sintética —dijo Jean-Luc.
—Sí, eso es cierto —dijo Angus—. Entonces, ¿se trata de eso?
Roman se sentó en su butaca.
—No habíamos vuelto a tener noticias suyas desde octubre, cuando me dejaron su regalito de Halloween en la puerta.
—¿Te refieres a los explosivos? —preguntó Jean-Luc, y se giró hacia el escocés—. Tú eres el experto. ¿Quién crees que es el líder de esos que se hacen llamar los Verdaderos?
—Tenemos tres sospechosos —dijo Angus—. He pensado que podríamos tratar el tema durante la conferencia. Hay que hacer algo con ellos.
—Sí, estoy de acuerdo —dijo Jean-Luc. Y tenía motivos para estarlo, puesto que los descontentos también habían tratado de matarlo a él.
Roman se agarró las manos por encima del escritorio.
—Si no tienes a Ivan Petrovsky en tu lista de sospechosos, deberías añadirlo.
—Es el primero —respondió Angus—. Pero ¿por qué ha amenazado a tu químico? Sería más lógico que tú fueras su objetivo.
—Seguro que volverá a fijarse en mí cuando se dé cuenta de que soy el responsable de la situación en la que se encuentra ahora.
—Explícate.
—Bueno, es una larga historia.
—Siempre son largas —dijo Jean-Luc, con una sonrisa de astucia—. Y siempre hay una mujer de por medio, ¿no es así?
—En este caso, sí —dijo Roman, y respiró profundamente—. Se llama Shanna Whelan. Es la última víctima que ha elegido Petrovsky. La mafia rusa la quiere muerta, e Ivan trabaja para ellos.
—¿Has tomado a la mujer bajo tu protección? —pregunto Angus.
—Por supuesto —dijo Jean-Luc, encogiéndose de hombros—. Si es un miembro de su aquelarre, su deber es protegerla.
—Laszlo fue clave en su huida —dijo —. Por eso quiere matarlo Petrovsky.
Laszlo se inclinó para recoger el botón, que se había caído al suelo.
—Entonces, debes proteger a la dama y al químico —dijo Angus. Sus dedos tamborileaban suavemente en el brazo de su asiento—. Es una situación muy complicada, pero no puedes evitarla. Nuestra más sagrada responsabilidad como maestro de un aquelarre es proteger a nuestros seguidores.
Roman tragó saliva.
—La mujer no es miembro de mi aquelarre.
Angus y Jean-Luc lo miraron fijamente.
—Es una mortal.
Jean-Luc pestañeó. Angus se agarró con tanta fuerza a los brazos de la butaca que se le pusieron blancos los nudillos. Los dos vampiros se miraron con cautela.
Finalmente, Angus carraspeó.
—¿Estás interfiriendo en el asesinato de una mortal?
—Sí. Le di refugio. Me pareció que estaba justificado, puesto que la está persiguiendo un miembro de nuestra raza.
Jean-Luc posó ambas manos sobre el puño de oro de su bastón y se inclinó hacia delante.
—No es propio de ti entrometerte en el mundo de los mortales. Y menos, cuando puedes poner en peligro a tu aquelarre.
—Yo… necesitaba los servicios de la mortal en aquel momento.
Jean-Luc se encogió de hombros.
—Todos tenemos nuestras necesidades, de vez en cuando. Pero, como decimos en francés, de noche, todos los gatos son pardos. ¿Por qué arriesgarse tanto por una simple mortal?
—Es difícil de explicar. Ella… es especial.
Angus dio un puñetazo en el brazo de la butaca.
—No hay nada más importante que mantener en secreto nuestra existencia a los mortales, Roman. Espero que no hayas confiado en la chica.
—La he mantenido en la ignorancia en todo lo posible —dijo Roman, con un suspiro—. Por desgracia, mi harén no pudo tener la boca cerrada.
Angus lo miró con desaprobación.
—¿Y qué es lo que sabe?
—Mi nombre, y cuál es mi negocio. Sabe dónde vivo, y que mantengo un harén. No sabe que somos vampiros.
Al menos, por el momento. Roman sabía perfectamente que Shanna era inteligente y que, al final, deduciría la verdad.
Angus resopló.
—Espero que la muchacha mereciera la pena. Si Petrovsky averigua que la estás escondiendo…
—Ya lo sabe —anunció Gregori.
—Merde —susurró Jean-Luc.
—¿Y está invitado al baile? —preguntó Angus.
—Sí —dijo Roman—. Las invitaciones fueron enviadas antes de que surgiera este problema. Petrovsky recibe una todos los años, como muestra de buena voluntad, pero no ha aparecido por aquí desde hace dieciocho años.
—Desde la presentación de la sangre sintética —dijo Jean-Luc—. Recuerdo su reacción. Se puso furioso. Se negó a probarla y salió del edificio hecho una furia, maldiciendo y amenazando a todos los que habían traicionado su anticuada ideología.
Mientras hablaba Jean-Luc, Angus se desabotonó la chaqueta y sacó una pistola de la funda que llevaba en el pecho. Comprobó que estuviera cargada.
—Estoy preparado para recibir a ese canalla. Balas de plata.
Roman se estremeció.
—Intenta no pegarle un tiro a nadie de mi aquelarre, Angus.
El escocés arqueó una ceja.
—Estoy seguro de que Petrovsky va a venir. Después de todo, sabe que tienes a la chica. ¿Está aquí, en Romatech?
—Ya no la tengo. Se escapó.
—¿Qué? —Angus se puso en pie de un salto—. ¿Qué se ha escapado mientras mis escoceses estaban de guardia?
Roman y Gregori se miraron.
—Bueno, sí. Eso es lo que ocurrió.
Jean-Luc se rio.
—Es especial, n’est-ce pas?
Angus soltó una imprecación en voz baja y metió la pistola en su funda. Comenzó a pasearse por el despacho.
—No puedo creerlo. ¿Una mortal, engañando a mis hombres? ¿Quién estaba al mando cuando ocurrió? Voy a despellejarlo vivo.
—Connor —dijo Roman—, pero ella fue lo suficientemente lista como para evitarlo. Eligió a un guardia que no la conocía, se disfrazó y dijo que había venido con Simone. Parece que tiene un acento francés de lo más convincente.
—Cada vez me cae mejor —dijo Jean-Luc.
Angus rugió y siguió paseándose.
De repente, sonó el teléfono móvil de Gregori.
—Voy fuera a responder la llamada —dijo, y salió del despacho.
—Hablando de Simone —dijo Roman, mirando a Jean-Luc—. ¿Por qué la has dejado venir antes de tiempo? No ha causado más que problemas.
El francés se encogió de hombros.
—Esa es la respuesta, mon ami. Es problemática. Yo necesitaba un respiro.
—Destrozó una discoteca la primera noche que estuvo aquí. Anoche, amenazó con asesinar a algunas de mis… mujeres.
—Claro, claro. La jalousie. Los celos vuelven locas a las mujeres —dijo Jean-Luc, mientras posaba el bastón en su regazo—. Afortunadamente, Simone no está en mi harén. Ya es lo suficientemente complicado ser su jefe. Si yo fuera su maestro, me llevaría a la desesperación. Ya tengo suficientes problemas con mi harén, tal y como son las cosas.
Angus, que todavía estaba yendo de un lado a otro, miró al suelo con cara de pocos amigos.
—Yo estoy pensando en deshacerme del mío —refunfuñó. Lentamente, se dio cuenta de que los otros hombres lo estaban mirando con asombro. Se detuvo y se cuadró de hombros—. No es que no disfrute con ellas. Demonios, eso sucede todo el tiempo. Las chicas no me pueden quitar las manos de encima.
—Ah. Moi, aussi —dijo Jean-Luc, asintiendo, y miró a Roman.
—Sí, yo también —dijo Roman, repitiendo en inglés lo que había dicho su amigo. Se preguntó si los otros dos hombres también estarían mintiendo.
Angus se rascó la barbilla.
—Es difícil hacer feliz a tantas muchachas a la vez. Creen que tengo que entretenerlas todas las noches. No comprenden que tengo que dirigir una empresa.
—Oui, exactement —murmuró Jean-Luc—. A veces me pregunto si no estoy siendo un egoísta quedándome con tantas mujeres bellas para mí solo. Hay muchos vampiros solitarios en el mundo.
Roman apenas podía creer lo que estaba oyendo. ¿Era posible que sus amigos estuvieran tan cansados de sus harenes como él lo estaba del suyo? Tal vez Radinka tuviera razón, y hubiera llegado el momento de abandonar aquella vieja tradición. Después de todo, él había convencido a casi todo el mundo vampiro de que dejara de morder y bebiera de una botella.
Gregori volvió a entrar al despacho mientras se metía el teléfono al bolsillo.
—Era Connor. Petrovsky y unos cuantos de sus seguidores se han movido. Van hacia el norte, hacia New Rochelle. Connor los está siguiendo.
—¿Sabe algo de Shanna? —preguntó Roman.
—No, pero los vampiros llevan traje de gala. Negro y blanco —dijo Gregori, mirando a Laszlo con preocupación.
Por Dios, pensó Roman. Iban a ir al baile.
—¿Y qué hago yo? —preguntó Laszlo, con los ojos muy abiertos—. No puedo quedarme aquí.
—No te asustes, amigo —le dijo Angus. Se acercó a él y lo agarró con fuerza del hombro—. No voy a permitir que te toquen un pelo. Mis hombres estarán en alerta roja.
Roman vio que Angus sacaba su pistola. Jean-Luc desenroscó el puño de su bastón y sacó una daga larga y afilada. Demonios, ¿aquello iba a ser un baile de gala, o un baño de sangre?
De repente, se abrió la puerta, y Angus apuntó con la pistola al hombre que entró.
Ian pestañeó.
—Vaya, este no es el recibimiento que esperaba.
Angus se echó a reír y volvió a enfundar el arma.
—Ian, mi viejo amigo. ¿Cómo estás?
—Muy bien —dijo Ian, e intercambió unas cuantas palmadas en el hombro con su jefe—. Acabo de volver de Washington.
—Bueno, pues has llegado justo a tiempo. Ivan Petrovsky viene para acá, y puede que tengamos problemas.
Ian hizo un gesto de contrariedad.
—Tenemos muchos más problemas, aparte de ese —dijo, mirando a Roman—. Menos mal que fui a Langley. Por lo menos, así estamos sobre aviso.
—¿A qué te refieres? —inquirió Angus.
—He investigado al padre de la doctora Whelan —dijo Ian.
Roman se puso en pie.
—¿Es de la CIA?
—Si —dijo Ian—. Estaba destinado en Rusia, pero hace tres meses lo trajeron a Washington para que dirigiera un nuevo programa. Los archivos están encriptados, pero he podido descifrar la mayoría.
—Continúa —le urgió Roman.
—Está a cargo de una operación llamada Stake-Out.
Angus se encogió de hombros.
—Significa «Operación de vigilancia» —dijo—. Es un nombre muy común entre las fuerzas del orden.
—No en ese sentido. También significa «estaca» —respondió Ian—, y tienen un logotipo para acompañar el nombre. Una estaca de madera atravesando un murciélago.
—Dios mío —murmuró Angus.
—Sí. Están haciendo una lista de los objetivos que quieren eliminar. Petrovsky, y unos cuantos de sus amigos, están en ella —dijo Ian, y miró a Roman con tristeza—. Usted también, señor.
Roman se quedó sin respiración.
—¿Estás diciendo que es una lista de vampiros?
—Sí —dijo Ian—. Seguro que entiende lo que esto significa.
Roman se hundió en su sillón. Aquello era espantoso. Su voz sonó como un susurro.
—Saben que existimos.