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16

Durante un momento de puro terror, Shanna no sintió el suelo bajo los pies. Flotaba. Se sentía confusa y mareada, pero sabía que estaba entre las garras de Roman Draganesti, envuelta en una oscuridad absoluta, desorientada y aterrada. Un golpe repentino, y volvió a posar los pies en el suelo. Se tambaleó.

—Tranquila —dijo él, sin soltarle el brazo.

Cuando Roman apartó la capa, Shanna notó una brisa fresca en las mejillas y percibió un olor agradable a agujas de pino y flores.

Estaban en los jardines de Romatech. Una tenue luz exterior iluminaba las formas de los arbustos y proyectaba sombras extrañas en el césped. ¿Cómo había llegado hasta allí? Y estaba a solas con Roman Draganesti. Roman, el… el… Oh, Dios, ni siquiera quería pensar en ello. No podía ser cierto.

Se apartó de él. No muy lejos, veía el luminoso salón.

—¿Cómo… cómo hemos llegado hasta aquí?

—Mediante el teletransporte. Era la manera más rápida de sacarte de allí.

Debía de ser un truco vampírico, y eso significaba que solo podía hacerlo un vampiro. Alguien como… Roman. Shanna se estremeció. No, no podía ser cierto. Ella nunca había aceptado la idea del vampiro moderno y romántico. Una criatura demoníaca tenía que ser repulsiva por naturaleza. Los vampiros tenían que ser criaturas horripilantes con la carne verdosa y putrefacta y las uñas larguísimas. Por no mencionar que debían de tener un aliento hediondo que podía tumbar a un rebaño de búfalos. No podían ser tan guapos y tan sexis como Roman. No podían besar como él.

¡Y ella lo había besado! Había metido la lengua en la boca de una criatura del demonio. Oh, vaya, eso sonaría muy bien en una confesión. «Reza dos avemarías y no vuelvas a relacionarte con los demonios».

Caminó hasta el tronco de un árbol y se escondió bajo su sombra. Desde allí, solo veía la silueta oscura de Roman. La brisa agitaba suavemente su capa negra.

Sin pensarlo dos veces, echó a correr hacia la puerta. Corrió con todas sus fuerzas, con una inyección de adrenalina en las venas, mientras sus esperanzas de escapar aumentaban a cada metro… Un poco más, y…

A su lado pasó algo como un bólido que, de repente, frenó en seco delante de ella. Roman. Shanna tuvo que detenerse, derrapando, para no chocar contra él. Ella estaba jadeando, y él ni siquiera se había despeinado.

Shanna se inclinó hacia delante para recuperar el aliento.

—No puedes ganarme.

—Ya me he dado cuenta —dijo ella, recelosamente—. He cometido un error. Acabo de darme cuenta de que no debería hacer nada que estimule tu apetito.

—No tienes por qué preocuparte de eso. Yo no…

—¿No muerdes? ¿No es exactamente eso lo que hacéis los vampiros? —preguntó, y por su mente pasó una rápida imagen del colmillo de un lobo—. Oh, Dios… El colmillo que te implanté… ¿Era de veras tu colmillo?

—Sí. Gracias por ayudarme.

Ella soltó un bufido.

—Te enviaré la factura —dijo, y echó la cabeza hacia atrás para mirar las estrellas—. Esto no me puede estar pasando a mí.

—No debemos quedarnos aquí —dijo él, señalando hacia el salón de baile—. Los rusos pueden vernos. Ven.

Ella dio un salto hacia atrás.

—No voy a ir a ninguna parte contigo.

—No te queda más remedio.

—Eso es lo que tú piensas.

Abrió su bolso y comenzó a rebuscar.

Él suspiró con irritación e impaciencia.

—No puedes pegarme un tiro.

—Claro que sí. Ni siquiera me acusarán de asesinato. Ya estás muerto —dijo ella, y sacó la Beretta.

En un segundo, él se la había arrebatado de la mano y la había lanzado a un macizo de flores.

—¿Cómo te atreves? La necesito para defenderme.

—Con eso no vas a poder defenderte. Solo yo puedo protegerte.

—Vaya, estás muy seguro de ti mismo. El problema es que no quiero nada tuyo. Y, menos que nada, marcas de mordiscos.

Él señaló de nuevo hacia el salón de baile, moviendo el dedo índice.

—¿Es que no has visto a los rusos ahí dentro? Su líder es Ivan Petrovsky, y la mafia lo ha contratado para que te mate. Es un asesino profesional, y muy bueno, por cierto.

Shanna dio un paso atrás y se estremeció.

—Ha venido a tu fiesta. Tú lo conoces.

—Es habitual invitar a todos los maestros de aquelarre —dijo Roman, avanzando hacia ella—. Los rusos han contratado a un vampiro para que te mate. Tú única posibilidad de salvación es contar con la ayuda de otro vampiro. Yo.

Shanna tomó aire con brusquedad. Roman acababa de admitir la realidad sobre sí mismo. Ella ya no podía negarlo más, aunque quisiera hacerlo desesperadamente. La verdad le daba demasiado miedo.

—Tenemos que irnos —dijo él, y la agarró rápidamente.

Antes de que Shanna pudiera negarse, su visión se volvió completamente negra. Aquella desorientación era aterradora. No sentía su propio cuerpo.

Cuando se recuperó, estaba en medio de una habitación oscura. Se tambaleó, pero pudo conservar el equilibrio.

—Cuidado —dijo Roman, y la sujetó—. Uno tarda en acostumbrarse al teletransporte.

Ella le apartó el brazo.

—¡No vuelvas a hacerme eso! No me gusta.

—Muy bien. Entonces, caminaremos —dijo Roman, y la tomó del codo.

—Ya basta —protestó Shanna, y tiró del brazo para zafarse de él—. No voy a ir a ninguna parte contigo.

—¿Es que no has oído lo que te he dicho? Soy tu única esperanza de poder escapar de Petrovsky.

—¡No estoy indefensa! Me las he arreglado muy bien yo sola. Y puedo pedirle ayuda al gobierno.

—¿Te refieres al alguacil federal de New Rochelle? Ha muerto, Shanna.

—¿Cómo lo sabes?

—Envié a Connor a vigilar la casa de Petrovsky, en Brooklyn. Él siguió a los rusos hasta New Rochelle y encontró allí a tu contacto. El alguacil no tuvo ninguna oportunidad contra un grupo de vampiros. Tú tampoco la tendrás.

Ella tragó saliva. Pobre Bob. Muerto. ¿Qué debería hacer?

—Te he estado buscando por todas partes —le dijo él, y le tocó el brazo—. Déjame ayudarte.

Shanna se estremeció al notar el roce de sus dedos. No le causó repulsión, sino, más bien, todo lo contrario. Le recordó lo empeñado que estaba él en salvarla, lo bueno y considerado, dulce y generoso que había sido. Su deseo de ayudarla era verdadero, y ella lo sabía, aunque todavía estuviera conmocionada por su última revelación. ¿Cómo podía aceptar su ayuda, sabiendo la verdad? ¿Y cómo no iba a aceptarla? El dicho aconsejaba no jugar con fuego; tal vez debiera decirse lo mismo de los vampiros.

¿En qué estaba pensando? ¿En confiar en un vampiro? Ella solo era una fuente de alimento para aquellos seres. El plato especial del día.

—¿Ese es tu verdadero color de pelo? —le preguntó Roman, suavemente.

—¿Eh?

—Siempre supe que el color castaño no era tu color natural —dijo él, y alargó el brazo para acariciarle un mechón de pelo que descansaba sobre su hombro—. ¿Es este el verdadero?

—No —respondió ella. Dio un paso atrás mientras se pasaba el pelo a la espalda con una mano. Oh, magnífico. Acababa de exponer el cuello.

—¿De qué color tienes el pelo?

—¿Por qué estamos hablando del color del pelo? —preguntó ella, con la voz temblorosa—. ¿Acaso las rubias saben mejor?

—Me ha parecido que hablar de algún tema normal y corriente te tranquilizaría.

—Pues no funciona. ¡No puedo superar el hecho de que seas un demonio chupasangres del infierno!

Él se puso muy rígido. Muy bien, pensó Shanna; había herido sus sentimientos. Pero, maldición, tenía todo el derecho a estar disgustada. Entonces, ¿por qué se sentía tan mal atacándolo de aquella manera?

Shanna carraspeó.

—Puede que haya sido demasiado dura.

—Tu descripción es correcta en lo esencial. Sin embargo, como nunca he estado en el infierno, no es apropiado decir que vengo de allí —dijo. Su sombra se movió lentamente por la habitación—. Aunque podría decirse que, en este momento, sí estoy en un infierno.

Ay. Le había herido de verdad.

—Lo… lo siento.

Hubo una larga pausa. Finalmente, él respondió.

—No necesito una disculpa. Tú no tienes la culpa de esto. Y, por supuesto, no necesito tu compasión.

Ay, otra vez. No estaba gestionando aquello demasiado bien. Claro que, en su descargo, podía alegar que no tenía experiencia hablando con demonios.

—Eh… ¿podemos encender la luz?

—No, porque sería visible a través de las ventanas, y Petrovsky se daría cuenta de que estamos aquí.

—¿Y dónde estamos, exactamente?

—En mi laboratorio. Da al jardín.

Había un olor raro en el ambiente. Olía a antiséptico y a algo metálico y aromático. Sangre. A Shanna se le revolvió el estómago. Por supuesto, Roman trabajaba con sangre. Era el inventor de la sangre sintética. Y también se la bebía. Se estremeció al pensarlo.

Sin embargo, si la sangre artificial de Roman era para alimentar a los vampiros, esos vampiros ya no tenían que alimentarse de la gente. Roman estaba salvando vidas de dos modos distintos. Seguía siendo un héroe.

Y seguía siendo un demonio que bebía sangre. ¿Cómo iba a asimilar aquello? En parte, sentía repulsión, pero, por otra parte, también quería acercarse a él y decirle que no estaba tan mal para ser un… vampiro.

Shanna gruñó al recordar que Roman no necesitaba consuelo. Tenía a diez vampiresas en su casa para que le hicieran compañía en las noches solitarias. Once mujeres, incluyendo a Simone.

Él abrió una puerta que daba a un pasillo tenuemente iluminado. Shanna vio su semblante por primera vez desde que habían salido del baile. Estaba pálido, tenso y enfadado.

—Sígueme, por favor —le dijo Roman, y salió al pasillo.

—¿Adónde me vas a llevar? —preguntó Shanna, asomándose por la puerta. El pasillo estaba vacío.

Él no respondió. No la miró. Observó atentamente el pasillo, como si esperara que los tipos malos aparecieran en cualquier momento. Con el poder del teletransporte, seguramente, podrían aparecer allí sin previo aviso. Roman tenía razón. Su única oportunidad de sobrevivir a los intentos de asesinato de un vampiro era contar con la protección de otro vampiro. Él.

—Está bien. Vamos —dijo ella, y lo siguió.

Él caminó hacia un ascensor. La capa volaba a sus espaldas al caminar.

—Aquí, en Romatech, hay una habitación completamente recubierta de plata. Ningún vampiro puede atravesar sus paredes, ni teletransportarse a su interior. Allí estarás a salvo.

—Ah —murmuró Shanna—. Supongo que la plata es para vosotros una especie de kriptonita, ¿no?

—Sí —respondió Roman. Se abrió la puerta del ascensor, y él le hizo un gesto brusco para que pasara. Ella vaciló.

Roman apretó los dientes.

—Tienes que confiar en mí.

—Lo sé. Lo estoy intentando. ¿Por eso me diste el crucifijo de plata? ¿Para protegerme de los vampiros rusos?

—Sí —dijo él, y el dolor se reflejó en su pálida cara—. Y de mí mismo.

Ella se quedó boquiabierta. ¿Acaso había tenido la tentación de morderla?

—¿Vienes?

Shanna tragó saliva. ¿Qué otra opción tenía? Entró al ascensor.

Él apretó un botón, y la cabina comenzó a bajar.

—Ya no confías en mí, ¿verdad?

Ella respiró temblorosamente.

—Lo estoy intentando.

Roman la miró con el ceño fruncido.

—Yo nunca te haría daño.

Shanna sintió una punzada de ira.

—Ya me lo has hecho, Roman. Has tenido la desfachatez de… coquetear conmigo, y besarme, cuando tienes a un harén de amantes viviendo en tu casa. Y, por si eso no fuera suficiente, acabo de averiguar que eres un…

—Vampiro.

—Una criatura demoníaca que ha pensado en morderme.

Él se giró hacia ella. Tenía los ojos muy oscuros, como si fueran de oro bruñido.

—Sabía que iba a ocurrir esto. Ahora quieres matarme, ¿no?

Shanna pestañeó. ¿Matarlo?

—Con una estaca, o un cuchillo de hoja de plata, puedes librarte perfectamente de mí —le dijo. Dio un paso hacia ella, señalándose el pecho—. Este es mi corazón, o lo que queda de él.

Ella miró su pecho. Dios Santo, había apoyado allí la mejilla. Lo había besado. Él tenía un sabor tan dulce, y tan vivo… ¿Cómo podía estar muerto?

Él le tomó la mano y la posó sobre su pecho.

—Está aquí, exactamente —le dijo—. ¿Te acordarás? Tienes que esperar a que esté dormido. Entonces estaré completamente indefenso.

—Ya basta —dijo ella, y apartó la mano de un tirón.

—¿Por qué? —preguntó él, inclinándose hacia delante—. ¿Es que no quieres matar a un demonio chupasangres del infierno?

—¡Ya basta! Yo nunca podría hacerte daño.

—Oh, pero ya me lo has hecho, Shanna.

A ella se le cortó la respiración. Se dio la vuelta, con los ojos llenos de lágrimas. La puerta del ascensor se abrió. Él salió y comenzó a caminar por un pasillo sombrío.

Shanna vaciló. ¿Cómo iba a enfrentarse a aquello? ¿No era ya suficiente que su vida estuviera en peligro? Y, sin embargo, el corazón le dolía por otro motivo completamente distinto. Estaba intentando entender, intentando aceptar la verdad sobre Roman. Él le importaba de veras, y ella era consciente de que solo estaba empeorando las cosas. Le estaba haciendo daño, cuando él solo trataba de ayudarla. Pero, demonios, él también le estaba haciendo daño a ella. Le había hecho creer que era el hombre perfecto. ¿Cómo iba a tener cualquier tipo de relación con él?

Además, Roman no la necesitaba. Ya tenía a diez mujeres de su raza en casa, mujeres que, seguramente, lo conocían desde hacía cientos de años. ¿Cómo iba a competir ella con eso? Salió al pasillo y comenzó a caminar.

Él estaba frente a una enorme puerta, marcando un código en un panel de seguridad.

—¿Esta es la habitación forrada de plata?

—Sí —respondió Roman, y apoyó la frente contra el panel. Un rayo rojo le escaneó los ojos. Entonces, él abrió la gruesa puerta de metal y le hizo un gesto para que entrara—. Aquí estarás a salvo.

Shanna entró. Era un apartamento en miniatura, con cama y cocina. A través de una puerta entreabierta, vio un baño. Dejó la bolsa de la ropa en la mesa de la cocina, y se dio cuenta de que Roman había entrado en la habitación y se estaba quitando la capa. Se la colocó alrededor de las manos.

—¿Qué haces?

—Este lado de la puerta está recubierto de plata. Si lo toco, me quemará la piel —respondió. Con la capa como aislante, pudo empujar la puerta para cerrarla. Después, echó los cerrojos y colocó transversalmente una pesada barra de metal.

—¿Vas a quedarte aquí conmigo?

Él la miró.

—¿Tienes miedo de que te muerda?

—Bueno, tal vez. Más tarde o más temprano, sentirás hambre.

—Yo no me alimento de los mortales —dijo él, apretando los dientes.

Se acercó a la nevera de la cocina, sacó una botella y la metió al microondas.

Así que tenía hambre. O, quizá, comiera cuando estaba disgustado, como ella. En aquel momento, empezó a recordar cosas que habían ocurrido en casa de Roman. Connor, intentando que ella no se acercara a la nevera. Connor e Ian, calentándose sus «bebidas proteínicas» en el microondas. Las chicas del harén, bebiendo un líquido rojo en copas. Dios Santo, aquello había estado delante de sus narices todo el tiempo. El colmillo de lobo. Los ataúdes del sótano. Roman, durmiendo como si estuviera muerto en su cama. Y, realmente, estaba muerto… aunque hablara y caminara. Y besara como un… diablo.

—No puedo creer que me esté sucediendo esto a mí —dijo ella, mientras se sentaba al borde de la cama. Sin embargo, le estaba sucediendo. Todo aquello era real.

El microondas pitó. Roman sacó la botella y se sirvió el líquido rojo en una copa. Shanna se estremeció.

Él tomó un poco y, después, se giró hacia ella.

—Soy un maestro de aquelarre. Eso significa que soy responsable de la seguridad de todos los miembros de mi aquelarre. Al protegerte a ti, me he enfrentado a un viejo enemigo mío, Ivan Petrovsky, el vampiro ruso que quiere matarte. Puede que él le declare la guerra a mi aquelarre.

Roman se sentó en una butaca y dejó su copa en la mesilla de al lado. Pasó un dedo por el borde de la copa.

—Lamento no haberte contado antes la verdad pero, en ese momento, pensé que lo mejor era mantenerte en la ignorancia.

Shanna no sabía qué decir, así que se quedó callada, inmóvil, observándolo mientras él se hundía en su asiento. Tiró de uno de los extremos de su pajarita y deshizo el nudo. La tira de seda negra quedó colgando bajo el cuello de su camisa. Parecía tan normal, tan vivo, hablando sobre la gente a la que debía proteger. Inclinó la cabeza hacia un lado, apoyó la frente en una mano y se la frotó. Parecía que estaba cansado. Después de todo, era el principal ejecutivo de una gran empresa, y tenía un gran grupo de seguidores.

Y, en aquel momento, todos estaban en peligro por ella.

—Protegerme te ha causado muchos problemas.

—No —dijo él. Se movió en la silla, y la miró—. El antagonismo entre Petrovsky y yo viene de muy lejos. Y protegerte me ha proporcionado la mayor alegría que he sentido en mucho tiempo.

Ella tragó saliva. Los ojos se le llenaron, una vez más, de lágrimas. Ella también había disfrutado mucho del tiempo que habían pasado juntos. Le había encantado hacerle reír. Le encantaba estar entre sus brazos. Le había encantado todo lo suyo, hasta que había descubierto a sus amantes.

Con un pequeño jadeo, se dio cuenta de que aquel era el principal motivo de su ira y su frustración: el harén de Roman. Podía entender por qué no le había dicho que era un vampiro. ¿Quién iba a querer admitir que era un demonio? Y, además, tenía que proteger a más gente, aparte de a sí mismo. Su reticencia a confesar la verdad era comprensible. Y disculpable.

Y, el hecho de que fuera un demonio… bueno, eso estaba sujeto a la interpretación de cada uno. Después de todo, Roman estaba salvando millones de vidas humanas cada día con su sangre sintética. Y estaba protegiendo muchas otras vidas al proporcionarles a los vampiros una fuente de alimentación alternativa. Sabía que Roman no era malvado. De lo contrario, ella nunca se habría sentido tan atraída por él.

El problema era su harén. Estaba dispuesta a perdonarle todo, salvo eso. Y ¿por qué le molestaba tanto? Cerró los ojos, porque estaban a punto de caérsele las lágrimas. Era por los celos, sencillamente. Quería a Roman para ella sola.

Pero él era un vampiro. Nunca podría tenerlo.

Lo miró. Él también la estaba mirando, pero, ahora, la estaba mirando mientras bebía sangre. Oh, Dios… ¿Qué podía decir? Pestañeó e intentó calmarse.

—Es una habitación muy bonita. ¿Por qué la mandaste construir?

—He sufrido algunos intentos de asesinato. Angus MacKay diseñó esta habitación como refugio contra los descontentos.

—¿Los descontentos?

—Así es como los llamamos nosotros. Ellos se llaman a sí mismos los Verdaderos, pero, en realidad, no son más que terroristas. Son una sociedad secreta que cree en su derecho satánico a alimentarse de los mortales —dijo Roman, y alzó su copa—. Para ellos, beber sangre sintética es una abominación.

—Ah. Y, como tú eres su inventor, no les caes bien.

Él sonrió ligeramente.

—No. Y tampoco les gusta Romatech. Nos han tirado varias granadas durante los pasados años. Por eso tengo tanta seguridad, aquí y en casa.

Guardias de seguridad vampiros, que dormían en ataúdes en el sótano. Shanna se abrazó a sí misma mientras asimilaba toda aquella realidad. Roman terminó su bebida y se acercó a la zona de la cocina. Aclaró la copa y la dejó en el fregadero.

—Así que me estás diciendo que hay dos tipos de vampiros: los descontentos, que son malos y se alimentan de los seres humanos, y los buenos, como tú, por ejemplo.

Roman apoyó las manos sobre la encimera de mármol, de espaldas a ella. Se había puesto muy tenso. De repente, dio un puñetazo en el mármol y se giró. Estaba furioso, y tenía los ojos muy brillantes. Caminó hacia ella.

—No caigas nunca en el error de pensar que yo soy bueno. He cometido más crímenes de los que puedas imaginar. He matado a sangre fría. He transformado a cientos de mortales en vampiros. ¡He condenado sus almas inmortales a pasar la eternidad en el infierno!

Shanna se quedó inmóvil, helada por la intensidad que irradiaban sus ojos. Asesino. Creador de vampiros. Si quería asustarla, lo estaba consiguiendo. Se levantó y echó a correr hacia la puerta. Solo había conseguido abrir dos de los cerrojos antes de que él la agarrara.

—Maldita sea, no —dijo él. La apartó y echó el primer cerrojo. Gimió de dolor y apartó la mano.

Shanna vio las quemaduras que se le habían hecho en los dedos, y percibió el terrible olor a carne quemada.

—¿Qué…?

Roman intentó echar el siguiente cerrojo, con los dientes apretados.

—¡Ya basta! —exclamó Shanna. Le apartó la mano y echó el cerrojo ella misma. Demonios, ¿qué estaba haciendo?

Él se sujetó la mano herida contra el pecho. Se había quedado pálido del dolor.

—Te has quemado —susurró Shanna. ¿Acaso estaba tan desesperado por protegerla? Ella quiso tomarle la mano—. Deja que te vea las heridas.

Él dio un paso atrás.

—Se me curará mientras duermo —le dijo. Después, la miró con enfado—. No vuelvas a hacer eso. Aunque consiguieras salir de aquí, no darías dos pasos sin que te alcanzara.

—No tienes por qué mantenerme prisionera.

Él se acercó a la nevera y agarró un puñado de hielo.

—Estás bajo mi protección.

—¿Por qué? ¿Por qué estás tan empeñado en protegerme?

Roman se quedó junto al fregadero, pasándose el hielo por los dedos abrasados. Shanna pensó que no iba a responderle, y volvió a sentarse sobre la cama.

—Porque eres especial —dijo él, suavemente.

Ella se detuvo junto a la cama. ¿Especial? Cerró los ojos. Dios, aquel hombre conseguía que le doliera el corazón. Pese a todo, solo quería abrazarlo y darle consuelo.

—Podrías matarme tú mismo, y la mafia rusa te pagaría a ti.

Él tiró el hielo al fregadero.

—Yo nunca podría hacerte daño.

Entonces, ¿por qué quería que ella creyera lo peor de él? Se había descrito a sí mismo como si fuera un demonio. ¿Acaso él se veía como una criatura odiosa y maligna? No era de extrañar que sintiera tanto dolor y tanto remordimiento.

—¿Cuánto tiempo hace que eres…?

—Vampiro. Vamos, Shanna, dilo. Soy un vampiro.

—No quiero. No encaja contigo.

Él la miró con tristeza.

—Yo también pasé por un periodo de negación. Al final, lo superé.

—¿Cómo?

Roman apretó los labios.

—Sentí hambre.

Shanna se estremeció.

—Y te alimentaste de la gente.

—Sí. Hasta que inventé la sangre sintética. El propósito de Romatech es hacer del mundo un lugar igualmente seguro para vampiros y para seres humanos.

Ella lo sabía. Sabía que Roman era un hombre bueno, aunque él fuera incapaz de verse así.

—¿Y qué más puedes hacer? Aparte de teletransportarte, o quemarte cuando tocas la plata.

La mirada de Roman se suavizó.

—Tengo los sentidos agudizados. Oigo los sonidos a una gran distancia, y veo en la oscuridad. E, inspirando profundamente, puedo distinguir que tu grupo sanguíneo es el A positivo. Mi sabor favorito.

Shanna dio un respingo.

—En ese caso, usa el frigorífico, por favor.

Él sonrió.

Era demasiado guapo para ser un demonio.

—¿Y qué más? Ah, sí. Te mueves más deprisa que una bala.

—Solo cuando quiero. Algunas cosas se hacen mejor despacio.

Shanna tragó saliva. ¿Estaba flirteando con ella?

—¿Puedes convertirte en murciélago y volar?

—No. Eso es una vieja superstición. No podemos cambiar de forma ni volar, aunque sí podemos levitar.

—¿Y no tienes que volver a tu fiesta, con tus amigos?

Él se encogió de hombros.

—Prefiero quedarme aquí, contigo.

Había llegado el momento de hacer la pregunta más importante.

—¿Querías tú convertirte en vampiro?

Él se puso rígido.

—No, por supuesto que no.

—Entonces, ¿cómo sucedió? ¿Te atacaron?

—Los detalles no tienen importancia —dijo él, y se acercó a la butaca—. No creo que quieras oírlos.

Shanna respiró profundamente.

—Sí. Quiero saberlo todo.

Él la miró con incertidumbre mientras se desabotonaba la chaqueta.

—Es una historia muy larga.

—Vamos, empieza —dijo ella, e intentó sonreír con ironía—. Soy toda oídos.