Roman se apoyó en el respaldo de la butaca y miró al techo. Tenía muchas dudas sobre aquello. La última vez que le había contado su historia a una mujer, ella había deseado matarlo.
Tomó aire, y comenzó a hablar.
—Yo nací en un pequeño pueblo de Rumanía, en 1461. Tenía dos hermanos y una hermana pequeña —dijo. Trató de recordar sus caras, pero sus recuerdos eran demasiado vagos. Había pasado muy poco tiempo con ellos.
—Vaya —susurró Shanna—. Tienes más de quinientos años.
—Gracias por recordármelo.
—Continúa —le instó ella—. ¿Qué le pasó a tu familia?
—Éramos pobres, y aquellos tiempos eran muy difíciles.
Una luz roja que había en una esquina, sobre la cama, llamó la atención de Roman. La cámara digital de vigilancia estaba en funcionamiento. Él hizo un movimiento cortante por el aire y, a los pocos segundos, la luz roja se había apagado.
Después, continuó con su historia.
—Mi madre murió de parto cuando yo tenía cuatro años. Después, murió mi hermana. Solo tenía dos años.
—Lo siento.
—Cuando yo cumplí los cinco, mi padre me llevó al monasterio del pueblo y me dejó allí. Yo pensaba que él iba a volver a buscarme. Sabía que me quería. Antes de marcharse, me abrazó con todas sus fuerzas. Yo me negué a dormir en el camastro que me habían dado los monjes. Decía que mi padre iba a volver —explicó Roman, y se frotó la frente—. Al final, los monjes se cansaron de mis quejas y me contaron la verdad: mi padre me había vendido a ellos.
—Oh, no. Es horrible.
—Intenté consolarme a mí mismo diciéndome que, al menos, mi padre y mis hermanos estaban bien, que podían comprar comida de sobra con todo el dinero que habían ganado conmigo. Pero la verdad era que mi padre me vendió por un saco de harina.
—¡Eso es terrible! Debía de estar muy desesperado.
—Se estaban muriendo de hambre —dijo Roman, con un suspiro—. Yo me preguntaba a menudo por qué me había elegido a mí para venderme.
Shanna se inclinó hacia delante.
—Eso es lo que sentí yo también cuando mis padres me enviaron al internado. No dejaba de pensar que estaban enfadados conmigo, pero no entendía qué era lo que había hecho mal.
—Seguro que no hiciste nada malo —dijo Roman, mirándola a los ojos—. Los monjes descubrieron que yo tenía avidez de conocimientos, y que era fácil enseñarme. El padre Constantine dijo que ese era el motivo por el que mi padre me había elegido. Había entendido que yo era el más dotado de sus hijos para las cuestiones intelectuales.
—Quieres decir que fuiste castigado por ser el más listo.
—Yo no diría que fue un castigo. El monasterio estaba limpio y caliente. Nunca pasábamos hambre. Cuando cumplí los doce años, mi padre y mis hermanos habían muerto.
—Dios mío… Lo siento —dijo Shanna. Tomó la almohada de la cama y se la colocó en el regazo—. Mi familia sigue con vida, gracias a Dios, pero yo sé lo que es perderlos.
—El padre Constantine era el médico del monasterio, y se convirtió en mi mentor. Aprendí todo lo que pude de él. Me dijo que yo tenía el don de curar —continuó Roman. En aquel punto, frunció el deño, y añadió—: Un don de Dios.
—Entonces, te convertiste en una especie de médico.
—Sí. Nunca tuve dudas con respecto a lo que quería hacer. Tomé los votos a los dieciocho años y me hice monje. Juré que aliviaría el sufrimiento de la humanidad —dijo él, y torció un poco los labios—. Y juré rechazar a Satán en todas sus malvadas formas.
Shanna se abrazó a la almohada.
—¿Y qué ocurrió?
—El padre Constantine y yo íbamos de un pueblo a otro, haciendo todo lo que podíamos para curar a los enfermos y aliviar su sufrimiento. No había muchos médicos con conocimientos en aquella época, y menos para la gente pobre, así que nos requerían mucho. Trabajábamos muchas horas en unas condiciones muy duras. Al final, el padre Constantine envejeció, y empezó a estar demasiado frágil para hacer aquel trabajo. Se quedó en el monasterio, y a mí me permitieron salir solo. Tal vez, un error —dijo Roman, y sonrió con ironía—. Yo no era ni la mitad de listo de lo que creía. Y, sin la guía y los sabios consejos del padre Constantine…
Roman cerró los ojos y recordó la cara envejecida de su padre adoptivo. Algunas veces, cuando estaba a solas, en la oscuridad, casi podía oír la voz suave del anciano. El padre Constantine siempre le había dado esperanza y ánimo, incluso cuando solo era un niño pequeño y asustado. Y Roman lo había querido por ello.
Una imagen apareció en su mente: la del monasterio en ruinas. Los cadáveres de todos los monjes entre los escombros. El padre Constantine, destrozado. Roman se tapó la cara para intentar borrar aquel recuerdo. Sin embargo, ¿cómo iba a poder? Él era quien había llevado la muerte y la destrucción a su casa. Dios no se lo perdonaría nunca.
—¿Estás bien? —le preguntó Shanna, en voz baja.
Roman se apartó las manos de la cara y tomó aire.
—¿Por dónde iba?
—Me estabas contando que eras un médico itinerante.
La expresión comprensiva de Shanna le dificultaba mantener el control de sí mismo, así que miró al techo.
—Viajé por muchas zonas de lo que ahora son Hungría y Transilvania. Con el tiempo, dejé de preocuparme por las vestiduras de monje. Me creció el pelo, y tapó mi tonsura. Sin embargo, no quebranté los votos de pobreza y castidad, así que estaba convencido de que era bueno y justo. De que Dios estaba de mi parte. Mi fama de médico que podía curar las enfermedades me precedía, y en todos los pueblos me recibían con honores, casi como si fuera un héroe.
—Eso está bien.
Él cabeceó.
—No, no estaba bien. Yo había prometido que rechazaría al demonio, pero estaba sucumbiendo, lentamente, a un pecado mortal: el del orgullo.
Shanna soltó un resoplido.
—¿Y qué tiene de malo que te enorgullecieras de tu trabajo? ¿Acaso no estabas salvando vidas?
—No. Dios estaba salvando vidas a través de mí. Se me olvidó esa distinción. Entonces, fue demasiado tarde, y fui maldecido para toda la eternidad.
Ella lo miró con una expresión dubitativa, y se abrazó a la almohada.
—Tenía treinta años cuando oí hablar de un pueblo de Hungría en el que las personas iban muriendo de una en una, y nadie sabía por qué. Algunas veces, yo había tenido éxito contra la peste imponiendo cuarentenas y condiciones de salubridad muy estrictas. Yo… creí que podría ayudar en aquel pueblo.
—Así que fuiste.
—Sí. En mi orgullo, pensaba que podía ser su salvador. Sin embargo, cuando llegué, descubrí que lo que asolaba al pueblo no era la enfermedad, sino unas criaturas espantosas, asesinas.
—¿Vampiros? —susurró Shanna.
—Se habían apropiado de un castillo cercano, y estaban alimentándose de la gente del pueblo. Yo debería haber pedido la ayuda de la Iglesia pero, cegado por la vanidad, pensé que podría vencerlos solo. Después de todo, era un hombre de Dios —dijo, y se frotó la frente, intentando borrar la vergüenza y el horror de su caída—. Me equivoqué en ambas cosas.
Shanna se estremeció.
—¿Te atacaron?
—Sí, pero no me dejaron morir, como a los demás. Me transformaron en uno de ellos.
—¿Por qué?
Roman rio con amargura.
—¿Y por qué no? Yo me convertí en una especie de experimento para ellos. ¿Convertir a un hombre de Dios en un demonio? Para ellos era un entretenimiento perverso.
—Lo siento…
Roman alzó las manos.
—No tiene remedio. En realidad, es una historia patética: la de un monje tan cegado por el orgullo que Dios consideró justo abandonarlo.
Ella se puso en pie con una mirada compasiva.
—¿Crees que Dios te abandonó?
—Por supuesto que sí. Tú misma lo has dicho: yo soy un demonio chupasangres del infierno.
—Bueno, en realidad… a veces me paso de dramática. Pero ahora sé cuál es la verdad: tú estabas intentando ayudar a la gente, y los malos te atacaron. Tú no te lo ganaste, como yo no me gané que la mafia rusa nos atacara a Karen y a mí —dijo Shanna. Se acercó lentamente a él, con los ojos empañados—: Karen no se merecía morir. Yo no me merecía perder a mi familia ni pasarme la vida huyendo. Y tú no te merecías convertirte en vampiro.
—Pues yo creo que recibí mi merecido. Y me convertí en uno de los malos, como tú dices. Tú no puedes hacerme bueno, Shanna. He hecho cosas horribles.
—Estoy segura de que tenías tus motivos.
Roman se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.
—¿Estás intentando absolverme?
—Sí —respondió Shanna, que se detuvo junto a su silla—. Tal y como yo lo veo, sigues siendo el mismo hombre. Inventaste la sangre sintética para evitar que los vampiros se alimentaran de la gente, ¿no?
—Sí.
—¿No lo ves? —preguntó ella, arrodillándose a su lado para poder verle la cara—. Todavía sigues intentando salvar vidas.
—Ni siquiera con eso puedo compensar todas las que he destruido.
Ella lo miró con tristeza.
—Yo creo que el bien está en ti, aunque tú no puedas creerlo.
Roman tragó saliva e intentó contener las lágrimas. No era de extrañar que necesitara a Shanna. No era de extrañar que ella le importara tanto. Después de quinientos años de desesperación, aquella mortal había llegado a su corazón y había plantado en él una semilla de esperanza.
Se puso en pie y la abrazó. La estrechó con fuerza; no quería separarse de ella. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ser el hombre que ella pensaba que era. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ser digno de su amor.
Ivan sonrió a Angus MacKay. El enorme escocés estaba paseándose de un lado a otro delante de él, mirándolo con ferocidad, como si pudiera asustarlo. Los escoceses los habían rodeado en cuanto su grupo y él habían entrado en el salón, y se los habían llevado a un rincón alejado. Allí, les habían ordenado que se sentaran. Él se había acomodado en la esquina, flanqueado por Alek, Katya y Galina. Los escoceses habían formado un cordón frente a ellos; cada uno de los guardias acariciaba la empuñadura de sus dagas de plata, y parecía que estaban ansiosos por utilizarlas.
La amenaza estaba clara. Con una puñalada en el corazón, su larga existencia habría terminado. Sin embargo, aquello no le causaba temor. Ivan sabía que sus compañeros y él podían teletransportarse a otro lugar cuando quisieran. Por el momento, no obstante, no iban a hacerlo. Le divertía demasiado juguetear con sus supuestos captores.
Angus MacKay siguió caminando de un lado a otro.
—Dime, Petrovsky, ¿a qué has venido?
—Estaba invitado —dijo él, metiéndose la mano en el fajín del esmoquin.
Los escoceses dieron un paso hacia delante, al unísono.
Ivan sonrió.
—Solo iba a sacar la invitación.
Angus se cruzó de brazos.
—Adelante.
—Tus chicos están un poco tensos —comentó irónicamente Ivan—. Sin duda, debe de tener algo que ver con el hecho de llevar falda.
Los Highlanders gruñeron.
—Deja que ensarte a este bastardo —dijo uno de ellos.
Angus alzó una mano.
—Todo a su tiempo. Todavía no hemos terminado nuestra pequeña charla.
Ivan sacó la invitación y la desplegó. El papel celo que unía las dos mitades brilló bajo las luces.
—Esta es nuestra invitación. Como ves, al principio no estaba decidido a venir, pero al final, mis damas me convencieron de que sería… una gran diversión.
—Exacto —dijo Katya. La vampiresa giró en su asiento y cruzó las piernas, para que todos pudieran ver la piel desnuda de su pierna y su cadera—. Solo queríamos divertirnos.
MacKay enarcó una ceja.
—¿Y cuál es vuestra idea de la diversión? ¿Tenéis pensado matar a alguien esta noche?
—¿Siempre sois tan groseros con vuestros invitados? —preguntó Ivan, mientras dejaba caer la invitación al suelo y miraba su reloj. Llevaban quince minutos allí. Vladimir ya debía de estar localizando la zona de almacenamiento de la sangre sintética. Los Verdaderos iban a lograr una gran victoria aquella noche.
MacKay se acercó a él.
—No dejas de mirar tu reloj de pulsera.
—Dámelo.
—Ya me has vaciado los bolsillos. ¿Es que sois una panda de carteristas?
Ivan se tomó su tiempo para quitarse el reloj. MacKay sabía que estaba tramando algo. Solo necesitaba ganar más tiempo. Exhaló un suspiro de resignación y puso el reloj en la palma de la mano de MacKay.
—Es un reloj muy corriente, ¿sabes? No dejo de mirarlo porque, hasta este momento, la fiesta ha sido un aburrimiento.
—Pues sí —dijo Galina, con un mohín—. Nadie ha bailado conmigo.
MacKay le entregó el reloj a uno de sus hombres.
—Examínalo.
Ivan vio al maestro de aquelarre francés, que entraba al salón con otro escocés. La mayoría de los invitados se volvió para admirar al francés mientras atravesaba la sala. Jean-Luc Echarpe. Vaya vampiro tan patético. En vez de alimentarse de la sangre de los mortales, aquel idiota los estaba vistiendo. Y haciéndose rico con ello.
Ivan giró bruscamente la cabeza, y su cuello crujió. Aquello llamó la atención de todo el mundo. Los invitados se fijaron en él, e Ivan sonrió.
Angus MacKay lo miró con curiosidad.
—¿Qué te pasa, Petrovsky? ¿Es que no tienes bien enroscada la cabeza?
Los escoceses se echaron a reír.
A Ivan se le borró la sonrisa de los labios.
«Reíd ahora, idiotas. Ya veremos quién ríe más cuando estallen los explosivos».
Shanna se puso tensa entre los brazos de Roman. Su intención era darle consuelo, pero, ahora que él lo estaba aceptando, le asustaba un poco el hecho de estar en brazos de un vampiro. Iba a tardar un tiempo en acostumbrarse. Se echó hacia atrás mientras deslizaba las manos desde sus hombros a su pecho.
Él estudió atentamente su expresión.
—¿Tienes dudas? No habrás decidido matarme, ¿verdad?
—No, claro que no —dijo ella, y miró su mano, que había quedado descansando en su pecho, justo sobre su corazón. La idea de atravesarlo con una estaca era demasiado espantosa como para contemplarla—. Yo no podría hacerte daño, Roman.
De repente, Shanna parpadeó y se quedó mirándolo con incredulidad.
—Te late el corazón. Noto los latidos.
—Sí. Pero, cuando salga el sol, se detendrá.
—Yo… yo creía que…
—¿Que no funcionaba ninguna parte de mi cuerpo? Yo camino y hablo, ¿no? Mi cuerpo está digiriendo la sangre que he consumido. Para que mi cerebro funcione, debo alimentarlo con sangre y proporcionarle oxígeno. Necesito el aire para hablar. Y, sin un corazón que bombee la sangre a todas las partes del cuerpo, nada de esto sería posible.
—Ah. Yo creía que los vampiros estabais…
—¿Completamente muertos? Por la noche, no. Ya sabes cómo reacciona mi cuerpo ante ti, Shanna. Lo sabes desde la primera noche, cuando estábamos en el asiento trasero del coche de Laszlo.
Ella se ruborizó. Verdaderamente, la enorme erección de Roman demostraba lo bien que funcionaba su cuerpo una vez que se había puesto el sol.
Él le tocó la mejilla ardiente.
—Te he deseado desde esa primera noche.
Ella se apartó.
—No podemos…
—Yo no te haría daño, Shanna.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro? ¿Tienes el control absoluto sobre…?
—¿Sobre mis impulsos malignos?
—Iba a decir sobre tu apetito —dijo ella, y se abrazó a sí misma—. Tú… me importas, Roman. Y no lo digo solo porque te agradezca que me hayas salvado. De veras, me importas. Y siento muchísimo que hayas sufrido tanto, durante tanto tiempo…
—Entonces, quédate conmigo —dijo él, e intentó abrazarla de nuevo.
Shanna dio un paso atrás.
—¿Cómo voy a estar contigo? Aunque pudiera aceptar el hecho de que seas un vampiro, tú ya tienes mujeres viviendo en tu casa. El harén.
—Ellas no significan nada para mí.
—¡Pero significan mucho para mí! ¿Cómo voy a ignorar el hecho de que te acuestas con otras diez mujeres?
Él se estremeció.
—Tenía que haberme dado cuenta de que eso iba a ser un problema.
—Bueno, es que… ¿Para qué demonios necesitas tantas?
Oh, vaya. Qué pregunta más tonta. Seguramente, cualquier hombre aceptaría encantado esa situación.
Con un suspiro, él se dio la vuelta y volvió a la cocina.
—Todos los maestros de aquelarre deben tener un harén. Es una tradición muy antigua, y estoy obligado a respetarla.
—Sí, claro.
Él se tiró del lazo de la pajarita para sacárselo del cuello de la camisa, y lo dejó sobre la mesa.
—Tú no entiendes la cultura de los vampiros. El harén es un símbolo del poder y el prestigio de los maestros de aquelarre. Sin el harén, yo no podría exigir el respeto de los demás. Sería un hazmerreír.
—¡Oh, pobrecito! Estás obligado a cumplir con una costumbre perversa, todo en contra de tu voluntad. Creo que voy a echarme a llorar —dijo Shanna, y esperó unos segundos—. Ah, no, falsa alarma. Seguramente, será un ataque de alergia.
Él la miró con cara de pocos amigos.
—Es más probable que se trate de una indigestión por la acidez de tus comentarios.
Ella le devolvió la mirada de enfado.
—Qué divertido. Discúlpame por no revolotear a tu alrededor, como hacen las diez chicas de tu harén.
—A mí no me gustaría que hicieras eso.
Shanna se cruzó de brazos.
—Por eso me marché, ¿sabes? Porque me enteré de que eres un mujeriego depravado.
Los ojos de Roman brillaron de ira.
—Y tú eres…
De repente, se quedó callado, y su expresión de enfado se convirtió en una mirada de asombro.
—Tú estás celosa.
—¿Qué?
—Que estás celosa —repitió él. Con una sonrisa, se quitó la chaqueta, la movió como si fuera el capote de un torero y la colgó en el respaldo de la silla—. Estás tan celosa que casi ni lo aguantas. ¿Sabes lo que significa eso? Significa que me deseas.
—¡Significa que estoy asqueada! —respondió Shanna.
Le dio la espalda y caminó hacia la puerta. Demonios. Roman era demasiado listo. Sabía que se sentía atraída por él. Sin embargo, no podía soportar la idea de que tuviera un harén de diez mujeres. Si iba a salir con un demonio, por lo menos podía ser un demonio fiel. Dios Santo, no podía creer que hubiera pensado aquello.
—Tal vez deba ponerme en contacto con el Departamento de Justicia mañana por la mañana.
—No. Ellos no pueden protegerte como yo. Ni siquiera saben con qué clase de enemigo se están enfrentando.
Eso era cierto. Que ella supiera, su mejor baza para sobrevivir era quedarse con Roman. Se apoyó en la pared, junto a la puerta.
—Si me quedo contigo, solo será algo temporal. No puede haber ningún tipo de relación entre nosotros.
—Ah. ¿Es que no quieres besarme otra vez?
—No.
—¿Ni tocarme?
—No —dijo ella, con el corazón acelerado.
—Pero sabes que yo te deseo.
Shanna tragó saliva.
—No va a pasar nada. Tú ya tienes a todo tu harén para hacerte feliz. A mí no me necesitas.
—Nunca las he tocado. Íntimamente, no.
¿A quién quería engañar? Vaya una mentira tan ridícula.
—No me tomes por tonta.
—Lo digo muy en serio. Nunca he compartido físicamente una cama con ninguna de ellas.
Shanna se puso furiosa.
—No me mientas. Sé que te has acostado con ellas. Estaban hablando de ello, de que había pasado mucho tiempo, de que te echaban de menos.
—Exactamente. Ha pasado mucho tiempo.
—Ah, así que lo admites. Has mantenido relaciones sexuales con ellas.
—Relaciones sexuales vampíricas.
—¿Cómo?
—Es un ejercicio mental. Ni siquiera estamos en la misma habitación —explicó él, encogiéndose de hombros—. Yo me limito a insertar los sentimientos y las sensaciones en su cerebro.
—¿Quieres decir que es como una especie de telepatía?
—Control mental. Los vampiros lo utilizan para manipular a los mortales, o para comunicarse entre ellos.
¿Para manipular a los mortales?
—¿Así es como conseguiste que te implantara el colmillo? ¿Me engañaste?
—Tenía que conseguir que vieras un colmillo normal. Lamento no haber podido ser completamente sincero, pero, dadas las circunstancias, no tenía elección.
En eso, Roman tenía razón. Ella no habría querido ayudarlo si hubiera sabido la verdad.
—Así que, por eso tu boca no se reflejaba en el espejo dental.
—¿Te acuerdas de eso?
—Más o menos. ¿Todavía tienes la férula en la boca?
—No. Anoche le pedí a Laszlo que me la quitara. Estaba tan preocupado por ti, Shanna. Apenas podía hacer nada sin ti. No dejaba de llamarte mentalmente, con la esperanza de que todavía hubiera conexión entre nosotros.
Ella tragó saliva al recordar que había oído su voz en sueños.
—Yo… no me siento cómoda sabiendo que puedes invadir mi mente siempre que quieras.
—No tienes por qué preocuparte. Tienes una mente increíblemente fuerte. Yo solo puede entrar en ella si tú me lo permites.
—¿Acaso puedo bloquearte? —preguntó Shanna. Eso era muy buena noticia.
—Sí, pero cuando me permites entrar, la conexión que tenemos es la más fuerte que he experimentado nunca —dijo Roman, y se acercó a ella, con los ojos brillantes—. Podríamos estar tan bien juntos…
Oh, Dios.
—Eso no va a suceder. Tú ya has admitido que estás manteniendo relaciones sexuales con otras diez mujeres.
—Sexo vampírico. Es una experiencia impersonal. Cada participante está solo en su cama.
¿Participante? ¿Cómo si fueran un equipo de fútbol en el campo de juego?
—¿Estás diciendo que lo haces con las diez al mismo tiempo?
Él se encogió de hombros.
—Es el método más eficiente para tenerlas a todas satisfechas.
—Oh, Dios Santo —dijo Shanna, y se dio una palmada en la frente—. ¿Sexo en cadena? Henry Ford se sentiría orgulloso de ti.
—Puedes hacer todas las bromas que quieras, pero, piénsalo bien —dijo él, clavándole una mirada intensa—: Todas las sensaciones y el placer son un registro de la mente. Tu cerebro controla tu respiración y el ritmo de tu corazón. Es la parte más erótica de tu cuerpo.
Shanna tuvo una repentina urgencia de apretar los muslos.
—¿Y qué?
A él se le dibujó una pequeña sonrisa. Sus ojos brillaron aún más, como el oro fundido.
—Puede ser increíblemente satisfactorio.
Maldito… Shanna tuvo que juntar mucho las rodillas.
—¿De verdad nunca has tocado a ninguna de esas mujeres?
—Ni siquiera sé cómo son.
Ella se quedó mirándolo boquiabierta. Entonces, cabeceó.
—Eso me resulta difícil de creer.
—¿Me estás llamando mentiroso?
—Bueno, no de una manera intencionada. Es que me parece demasiado extraño.
Él entrecerró los ojos.
—¿No crees que exista algo así?
—Me resulta difícil creer que puedas satisfacer a diez mujeres a la vez sin tocarlas.
—Entonces, te demostraré que el sexo vampírico es real.
—Sí, claro, ¿y cómo piensas demostrármelo?
Él sonrió lentamente.
—Poniéndolo en práctica contigo.