En su rincón del salón de baile, Ivan Petrovsky todavía estaba ganando tiempo con Angus MacKay y sus estúpidos escoceses. El lechuguino francés, Jean-Luc Echarpe, se acercaba a ellos con otro guardia más.
MacKay los saludó.
—¿Los encontraste, Connor?
—Sí —respondió el escocés—. Hemos revisado las cámaras de seguridad. Estaban exactamente donde tú pensabas.
—¿Estás hablando de Shanna Whelan? —preguntó Ivan—. He visto a Draganesti marcharse con ella. ¿Esta es la forma de hacer las cosas del vampiro moderno? ¿Salir corriendo a esconderse cuando hay algún peligro?
Connor gruñó y se colocó delante de él.
—Dejadme que le parta el asqueroso cuello de una vez por todas.
—Non —dijo Jean-Luc Echarpe. El francés apartó a Connor con su bastón y miró a Ivan con sus ojos azules como el hielo—. Cuando llegue el momento, lo quiero yo.
Ivan soltó un resoplido.
—¿Y qué vas a hacerme, Echarpe? ¿Un estilismo nuevo?
El francés sonrió.
—Te aseguro que después, nadie te va a reconocer.
—¿Y el químico? —le preguntó Angus a Connor—. ¿Está a salvo?
—Sí. Ian está con él.
—Si estáis hablando de Laszlo Veszto, tengo una noticia que daros —dijo Ivan—: Tiene los días contados.
MacKay lo miró con indiferencia, y se giró hacia Connor con el reloj de Ivan.
—¿Y bien?
El escocés se encogió de hombros.
—Parece un reloj normal, pero no podemos estar seguros hasta que lo abramos.
—Entiendo —dijo MacKay.
Entonces, dejó caer el reloj al suelo y lo pisó.
—¡Eh! —protestó Ivan, y se puso en pie de un salto.
MacKay recogió el reloj roto y examinó el interior.
—A mí me parece bien. Un buen reloj —dijo, y se lo devolvió a Ivan con un brillo en los ojos.
—Imbécil —murmuró Ivan, y tiró el reloj al suelo.
—Espera un momento —dijo Connor, mirando a los rusos—. Tenéis a cuatro.
—Sí —dijo MacKay—. Dijiste que había cuatro en la casa de New Rochelle.
—Sí, pero también había un conductor. ¿Dónde demonios está?
Ivan sonrió.
—Mierda —murmuró MacKay—. Connor, llévate a doce hombres y regístralo todo. Llama a los guardias del exterior y diles que registren el jardín.
—Sí, señor —dijo Connor, y con un gesto, llamó a doce de los hombres que estaban en la sala. Después de unas palabras, se dividieron y se dispersaron a la máxima velocidad de los vampiros.
El hueco que había quedado en la fila de escoceses fue rápidamente ocupado por Corky Courrant y su equipo de la CDV.
—Ya era hora de que nos dejaran tomar un buen plano —gruñó. Después, se giró hacia la cámara con una sonrisa resplandeciente—. Aquí Corky Courrant, informando para La vida con los no muertos. Ha habido acontecimientos muy emocionantes en el baile de este año. Aquí pueden ver a un regimiento de escoceses, que ha tomado prisioneros a los vampiros ruso americanos. ¿Podría decirnos por qué, señor MacKay? —preguntó la reportera, y le puso a Angus MacKay el micrófono debajo de la nariz.
Él la fulminó con la mirada y guardó silencio.
A ella se le amplió la sonrisa y, después, se le congeló en los labios.
—No irá a decirme que hace prisioneros a los demás sin un buen motivo, ¿no? —insistió, y volvió a poner el micrófono delante de la cara de Angus.
—Márchate, moza —le dijo él, suavemente—. Esto no es asunto tuyo.
—Yo quiero hablar —dijo Ivan, haciéndole un gesto al cámara para que se acercara—. Me invitaron a venir a la fiesta, y miren cómo me están tratando.
—No le hemos hecho daño —dijo MacKay. Desenfundó una pistola y encañonó a Ivan—. Todavía. ¿Dónde está la quinta persona de tu grupo? ¿Qué está haciendo?
—Sigue intentando aparcar. Para una fiesta tan grande, deberíais haber previsto un servicio de aparcacoches.
MacKay enarcó una ceja.
—Tal vez debería advertirte que estas balas son de plata.
—¿Vas a intentar matarme delante de tantos testigos? —preguntó Ivan, con desprecio. No podía haber deseado una situación mejor. No solo tenía la atención de todos los invitados del baile, sino que cualquiera que estuviera viendo el canal de los vampiros podría escuchar también su mensaje. Levitó sobre su silla, y esperó a que terminara la música.
Echarpe sacó una espada de su bastón.
—Nadie quiere escucharte.
—¿Acabará el Baile de Gala de Apertura de la Conferencia de Primavera en un baño de sangre? —preguntó Corky Courrant, mirando hacia la cámara—. ¡No cambien de canal!
Ivan hizo una pequeña reverencia burlona cuando terminó la música. Por desgracia, la inclinación le descolocó el cuello, así que tuvo que hacerlo crujir de nuevo para colocárselo.
Corky Courrant sonrió con deleite.
—Ivan Petrovsky, el maestro de aquelarre ruso americano, está a punto de dar un discurso. Oigamos lo que tiene que decirnos.
—Hace dieciocho años que no asistía a este baile —dijo Ivan—. Dieciocho años durante los que he sido testigo de la trágica decadencia de nuestro modo de vida superior. Estamos dejando que se pierdan las viejas tradiciones. Que se ridiculice nuestra orgullosa herencia. La filosofía políticamente correcta del vampiro moderno se ha apoderado de nuestras vidas.
La gente comenzó a murmurar. A algunos no les gustaba el mensaje, pero Ivan sospechó que otros deseaban escucharlo.
—¿Cuántos de vosotros habéis engordado y os habéis vuelto perezosos con esta ridícula Cocina de Fusión? ¿Cuántos habéis olvidado la emoción de la caza, el éxtasis del mordisco? ¡Esta noche, quiero deciros que la sangre falsa es una abominación!
—Ya está bien —dijo Angus, y elevó la pistola—. Baja de ahí.
—¿Por qué? —gritó Ivan—. ¿Es que tienes miedo de la verdad? Los Verdaderos no temen a la verdad.
Echarpe alzó la espada.
—Los Verdaderos son unos cobardes que se esconden.
—¡Ya no! —gritó Ivan, mirando directamente a la cámara de la CDV—. ¡Yo soy el líder de los Verdaderos, y esta noche nos cobraremos la venganza!
—¡Atrapadlo! —ordenó Angus, y se lanzó hacia delante, seguido por sus hombres.
Ivan y sus seguidores saltaron muy alto y se desvanecieron. Se teletransportaron fuera del edificio y aterrizaron en el jardín.
—¡Deprisa!—gritó Ivan—. ¡Al coche!
Atravesaron a toda velocidad el césped, en dirección al aparcamiento. El coche estaba vacío. No había ni rastro de Vladimir.
—Mierda —murmuró Ivan—. Ya debería haber terminado —dijo. Se dio la vuelta y miró a su alrededor—- ¿Qué demonios te ha pasado? —le preguntó a Katya, al fijarse en ella. Ella miró hacia abajo y se echó a reír.
—Ya me parecía que el aire nocturno era un poco frío.
Su falda había desaparecido, y estaba desnuda de cintura para abajo.
—Cuando hemos saltado hacia arriba, el francés ha intentado agarrarme. Supongo que se ha quedado con la falda en las manos.
—¿Jean-Luc Echarpe? —preguntó Galina—. Es tan mono… Y los escoceses también. ¿Crees que van desnudos debajo de la falda?
—¡Ya está bien! —gritó Ivan. Se quitó la chaqueta y se la arrojó a Katya—. ¿Es que necesito recordaros que me pertenecéis? Vamos, entrad en el coche.
Katya enarcó las cejas y, en vez de colocarse la chaqueta alrededor de la cintura, tal y como pretendía, se la puso, sin remediar su desnudez. Alek se quedó mirándola boquiabierto.
Ivan sintió una fuerte punzada de dolor en el cuello.
—¿Quieres pasarte el resto de tu existencia sin ojos? —le gruñó a Alek.
El vampiro se irguió.
—No, no.
—Entonces, mete a las damas al coche y arranca el motor —dijo Ivan, apretando los dientes. Después, hizo crujir de nuevo su cuello.
Un borrón oscuro se dirigió, como un bólido, hacia ellos. Vladimir. Al llegar, se detuvo junto al coche.
—¿Has encontrado el almacén?
—Da —dijo Vladimir, asintiendo—. La bomba está preparada.
—Perfecto. Vayámonos de aquí.
Ivan vio a los escoceses, que iban corriendo hacia ellos. Aquel era el momento perfecto; se llevó la mano al gemelo de su puño derecho. Sabía que los guardias iban a vaciarle los bolsillos, así que había ocultado el detonador de los explosivos en su gemelo. Con apretarlo, las existencias de sangre sintética de Draganesti serían historia.
Shanna se había quedado sin habla. ¿Sexo vampírico? Ni siquiera estaba segura de que existiera algo tan raro, pero, en realidad, solo había una manera de averiguarlo. ¿Debería sopesarla?
Bueno, no podía quedarse embarazada. Y, como él ni siquiera iba a estar en la misma habitación que ella, tenía que ser algo seguro. Nada de mordiscos, nada de ataduras, nada de brusquedad innecesaria. Nada de bebés vampiro en la habitación infantil de la casa.
Gruñó. ¿De veras estaba pensándoselo? Tendría que permitir que Roman entrara en su mente. ¿Quién sabía qué cosas malas podía hacerle? Y qué deliciosas sensaciones podía provocarle… ooh. Ninguno de sus razonamientos para rehusar el ofrecimiento estaba sirviendo de nada.
Él se había sentado a la mesa de la cocina y la estaba mirando con sus ojos dorados. Estaba divirtiéndose mucho con aquella situación, como si ya supiera que ella iba a decir que sí. El muy… ¿Acaso no le parecía suficiente haber confesado que era un vampiro? Pero, no, tenía que proponerle que mantuvieran relaciones sexuales vampíricas la misma noche de su confesión. Unas relaciones sexuales vampíricas increíblemente satisfactorias.
A ella se le puso la carne de gallina. Roman era muy inteligente, y quería concentrar todo aquel poder mental en la tarea de satisfacerla. Dios Santo. La tentación era enorme…
Lo miró a los ojos e, inmediatamente, empezó a sentir su poder psíquico rodeándole la cabeza como si fuera una brisa fresca. Su corazón se aceleró. Sus rodillas empezaron a temblar. Su pulso era tan fuerte que resultaba ensordecedor. El suelo se movió bajo sus pies. Tuvo que apoyarse en la pared para conservar el equilibrio. Dios Santo, ¿él podía hacerle todo aquello?
Roman se puso en pie de un salto y corrió hacia el teléfono. La habitación volvió a temblar, y ella tuvo que sentarse en una butaca.
—¡Ian! ¿Qué demonios es eso? —gritó Roman—. ¿Una explosión? ¿Dónde? ¿Hay algún herido?
¿Una explosión? Shanna se hundió en la butaca. Oh, Dios. Tenía que haber sabido que, si toda la tierra se movía, no era por el sexo. Habían sufrido un atentado.
—¿Los habéis atrapado? —preguntó Roman. Después, soltó una imprecación en voz baja.
—¿Qué sucede?
—Petrovsky se ha escapado —respondió Roman—. No, Ian, no te preocupes. Sabemos dónde vive. Podemos vengarnos cuando queramos.
Shanna tragó saliva. Parecía que había empezado una guerra entre vampiros.
—Ian —dijo Roman—, quiero que Connor y tú llevéis a Shanna a casa. Y también a Laszlo y a Radinka —añadió, y colgó—. Ahora tengo que irme. Connor vendrá enseguida.
—¿Dónde ha sido la explosión? —preguntó ella, mientras lo seguía hasta la puerta.
Él tomó su capa y la utilizó como aislante para poder quitar los cerrojos de la puerta.
—Petrovsky ha volado un almacén de sangre sintética.
—Oh, no.
—Podría haber sido peor —dijo Roman, y apartó la barra de la puerta—. El almacén está lejos del salón de la fiesta, y no ha habido heridos. Pero ha hecho mella en nuestras existencias.
—¿Y por qué ha destruido la sangre sintética? —preguntó Shanna—. Ah… Quiere obligar a los vampiros a que muerdan de nuevo a la gente.
—No te preocupes —dijo Roman—. Lo que no sabe Petrovsky es que tenemos más plantas de producción en Illinois, Texas y California. Podemos aumentar la producción en la Costa Este, si es necesario. No nos ha hecho tanto daño como piensa.
Shanna sonrió con alivio.
—Eres demasiado listo para él.
—Siento tener que irme, pero tengo que evaluar los daños.
—Lo entiendo —dijo ella, y abrió la puerta de plata para que él pudiera salir.
Roman le acarició la mejilla con los nudillos.
—Puedo estar contigo esta noche. ¿Me vas a esperar?
—Sí. Ten cuidado.
Quería conocer más noticias sobre la inminente guerra. Roman desapareció por el pasillo a la velocidad vampírica.
Cuando Shanna cerró la puerta, se percató de que había cometido un error. Él había querido decir que estaría con ella por la noche para mantener relaciones sexuales a la manera de los vampiros. Y, sin darse cuenta, ella había accedido.
Treinta minutos más tarde, Shanna estaba en el asiento trasero de una limusina, junto a Radinka y a Laszlo. En el asiento delantero iban Connor e Ian, que llevaba el volante. Shanna ya había comprendido que, aunque el vampiro aparentara quince años, tenía muchos más. Miró a sus compañeros, intentando averiguar si todos eran vampiros. Ian y Connor sí lo eran, y dormían en aquellos ataúdes que había en el sótano de casa de Roman. Laszlo era un hombre menudo, dulce, con cara de querubín. Era difícil imaginárselo de vampiro, aunque Shanna supuso que lo era.
En cuanto a Radinka, era más fácil de dilucidar.
—Has… has ido de compras durante el día, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí, querida —dijo Radinka, mientras se servía una copa del bar de la limusina—. Soy mortal, por si te lo estabas preguntando.
—Pero… Gregori…
—Gregori es un vampiro, sí —dijo Radinka—. ¿Te gustaría saber lo que le ocurrió?
—Bueno, no es que sea asunto mío.
—Tonterías. Tiene que ver con Roman, así que deberías saberlo —dijo Radinka. Le dio un sorbo a su whiskey, y miró por la ventanilla tintada—. Hace quince años, mi marido, que Dios lo bendiga, murió de cáncer, y nos dejó con unas terribles facturas médicas. Gregori tuvo que dejar Yale y volver a casa. Transfirió su expediente universitario a la Universidad de Nueva York y buscó un trabajo a tiempo parcial. Yo también necesitaba un trabajo, pero no tenía experiencia. Por suerte, encontré un puesto en Romatech. El horario era malísimo, por supuesto.
—¿El turno de noche?
—Sí. Después de unos cuantos meses, me habitué, y descubrí que era muy eficiente. Además, Roman nunca me intimidó. Creo que a él le gusta eso. Al final, me convertí en su ayudante personal, y fue entonces cuando empecé a notar ciertas cosas. Sobre todo, en el laboratorio de Roman. Me encontraba botellas de sangre tibia medio vacías —dijo Radinka, y sonrió—. Cuando está en el laboratorio, se abstrae por completo en su trabajo. Se le olvidaba que necesitaba un tiempo para volver a casa antes del amanecer, y tenía que teletransportarse desde el laboratorio. Estaba allí y, de repente, no estaba.
—Te diste cuenta de que había algo raro.
—Sí. Yo soy originaria de Europa del Este, y nosotros nos criamos con cuentos de vampiros. No fue difícil deducirlo.
—¿Y no te molestó? ¿No quisiste dejar el trabajo?
—No —respondió Radinka, con un elegante movimiento de la mano—. Roman siempre había sido muy bueno conmigo. Entonces, una noche, hace doce años, Gregori vino a recogerme al trabajo. Solo teníamos un coche. Estaba esperándome en el aparcamiento, y lo agredieron.
Connor se giró hacia atrás.
—¿Fue Petrovsky?
—No pude ver quién era. Cuando yo llegué junto a mi hijo, el atacante ya se había ido —dijo Radinka, y se estremeció al recordarlo—. Pero Gregori dice que fue Petrovsky, y estoy segura de que tiene razón. ¿Cómo vas a olvidar la cara del monstruo que intenta matarte?
Connor asintió.
—Lo vamos a atrapar.
—¿Y por qué atacó a Gregori? —preguntó Shanna.
Laszlo jugueteó con uno de los botones de la chaqueta de su esmoquin.
—Seguramente, pensó que Gregori era un empleado mortal de Romatech. Era un blanco fácil.
—Sí —dijo Radinka, y tomó un sorbo de whiskey—. Mi pobre hijo. Había perdido mucha sangre, y supe que no sobreviviría al trayecto hasta un hospital. Le pedí a Roman que lo salvara, pero él se negó.
Shanna se estremeció.
—¿Le pediste a Roman que convirtiera a tu hijo en vampiro?
—Era la única manera de salvarlo. Roman insistía en que sería condenar al infierno al muchacho, pero yo no quería escucharlo. Sé que Roman es bueno —dijo Radinka, y señaló al resto de los vampiros que había en el coche—. Estos eran hombres buenos y honorables antes de su muerte. ¿Por qué iban a cambiar al morir? Me niego a pensar que sus almas estén condenadas al infierno. ¡Y me negué a dejar morir a mi hijo!
A Radinka le temblaba la mano al dejar el vaso.
—Le rogué a Roman que lo hiciera. Me puse de rodillas y se lo rogué, hasta que él ya no pudo soportarlo más. Tomó a mi hijo en brazos y lo transformó —dijo, y se enjugó una lágrima de la mejilla.
—¿Y cómo… cómo se transforma a alguien en vampiro?
—Uno, o varios vampiros, deben succionar toda su sangre —explicó Laszlo—. En ese momento, el mortal entra en coma. Si no se hace nada más, tendrá una muerte normal. Pero, si un vampiro le da a beber de su propia sangre, el mortal despertará convertido en vampiro.
—Oh —murmuró Shanna, y tragó saliva—. Supongo que ya no se transforma a mucha gente, ¿no?
—No —respondió Connor—. Ya no mordemos. Por supuesto, Petrovsky y sus descontentos sí lo hacen. Pero vamos a ocuparnos de ellos.
—Eso espero —dijo Laszlo, tirándose del botón—. Quieren matarme a mí también.
—¿Por qué? —preguntó Shanna.
—Por nada en especial.
—Porque te ayudó a escapar —dijo Radinka.
¿Por su causa? A Shanna se le formó un nudo en la garganta.
—Lo siento muchísimo, Laszlo. No lo sabía.
—No es culpa suya —dijo Laszlo—. He estado observando a Petrovsky a través de la cámara de seguridad, con Ian. Ese hombre no es normal.
Shanna se preguntó qué era lo normal para un vampiro.
—¿Quieres decir que está loco?
—Es cruel —dijo Connor—. Lo conozco desde hace siglos. Odia a los mortales con todas sus fuerzas.
—Y todo el rato está haciendo eso tan raro con el cuello —intervino Ian, mientras giraba a la derecha—. Muy extraño.
—¿No conoces la historia? —le preguntó Connor.
—No. ¿Qué ocurrió?
Connor se giró en el asiento, para poder mirar a todo el mundo.
—Hace unos doscientos años, Ivan todavía vivía en Rusia. Estaba atacando un pueblo. No solo se alimentaba de la gente, sino que los torturaba. Algunos de los habitantes del pueblo encontraron su ataúd en el sótano de un molino abandonado. Esperaron a que estuviera dormido para poder matarlo.
Laszlo se inclinó hacia delante.
—¿Trataron de clavarle una estaca?
—No, eran unos pobres ignorantes. Pensaron que, con enterrar el ataúd, lo habrían solucionado, así que lo llevaron al cementerio de la iglesia y lo enterraron bajo una estatua muy grande de un ángel vengador. Aquella noche, Ivan se despertó y tuvo que cavar hacia arriba para poder salir. Movió tanto el terreno, que la estatua se cayó y le aplastó la cabeza. Le rompió el cuello.
—No puede ser cierto —dijo Shanna, con espanto—. Ay.
—No lo sientas por ese desgraciado —dijo Connor—. En vez de arreglarse el cuello, se enfureció y fue directamente a asesinar a todo el pueblo. Al día siguiente, cuando su cuerpo trató de curarse, no tenía el cuello bien alineado, y desde entonces ha estado pagando su error.
—Debería sufrir más —dijo Ian—. Tiene que morir.
Shanna supo que, aunque consiguieran matar al vampiro ruso, sus problemas no iban a terminar. La mafia rusa contrataría a otro asesino a sueldo para acabar con ella. Y a su alrededor se estaba fraguando una guerra vampírica. Se encogió en el asiento. La situación parecía desesperada.
De vuelta a casa de Roman, en su dormitorio, Shanna no tuvo más remedio que enfrentarse a la realidad: se sentía muy atraída por un vampiro.
Miró la almohada en la que Roman había posado la cabeza. No era de extrañar que lo hubiera creído muerto. Durante el día, estaba muerto de verdad. Sin embargo, de noche, Roman andaba, hablaba y digería sangre. Trabajaba en su laboratorio y, con su mente brillante, conseguía asombrosos avances científicos. Protegía a sus seguidores. Y, cuando le apetecía, mantenía relaciones sexuales vampíricas. Con su harén. Con todas al mismo tiempo. ¿Y ahora quería hacer lo mismo con ella?
Shanna gruñó al pensar en aquel extraño dilema. Había cerrado la puerta con el pestillo después de que Connor le llevara la bandeja de la comida, pero eso no iba a impedir que Roman entrara en su cerebro. Una experiencia muy satisfactoria, según él.
Dejó la bandeja vacía en el suelo y tomó el mando a distancia. No quería pensar más en el sexo. Ni en el harén de Roman. Encendió el canal de la CDV y vio a Corky Courrant delante del almacén de Romatech donde había tenido lugar la explosión, informando de los últimos detalles. Shanna apenas oyó a la reportera, porque vio a Roman junto al cráter. Estaba cansado y tenso. Tenía la ropa llena de polvo y de suciedad.
Pobre hombre. Ella hubiera querido acariciarle la cara y darle ánimos. Justo en aquel momento, la reportera de la CDV comenzó una crónica de los momentos más importantes del baile. A Shanna se le escapó un jadeo al ver su propia cara llenando toda la pantalla del televisor. Allí estaba, descubriendo a los vampiros. Dios Santo, el horror que reflejaba su semblante. Su cara.
Se vio a sí misma arrojando la copa de sangre al suelo. Entonces, Roman la agarró, la envolvió en su capa y desapareció con ella. Todo estaba grabado digitalmente para que los vampiros pudieran verlo una y otra vez.
Shanna apagó la televisión. Se echó a temblar bajo el peso de la situación: un vampiro asesino quería acabar con ella. Otro vampiro quería defenderla. Roman. Ojalá estuviera allí, a su lado. Él no le daba miedo; era un hombre bueno y protector. Radinka, Connor y los demás estaban de acuerdo en que Roman era un hombre maravilloso. Parecía que él era el único que no lo veía. Estaba demasiado obsesionado con unos recuerdos horribles, unos recuerdos demasiado atroces para que una sola persona pudiera soportarlos.
Ojalá ella pudiera ayudarlo a verse de otro modo. Se tendió en la cama. ¿Cómo iba a poder funcionar una relación entre ellos dos? Debería evitar todo contacto con él, pero sabía que no iba a poder resistirse. Se estaba enamorando de él.
Unas horas más tarde, entre los sueños, sintió un frío repentino, y se acurrucó entre las mantas.
«Shanna».
El frío desapareció y, de repente, notó un delicioso calor. Tuvo una sensación íntima y agradable. Se sintió deseada.
«Shanna, cariño».
Ella abrió los ojos de golpe.
—¿Roman? ¿Eres tú?
Una respiración suave le hizo cosquillas en el oído izquierdo. Una voz grave.
«Déjame amarte».