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22

Diez minutos más tarde, Roman se teletransportó al despacho de Radinka, en Romatech.

Ella alzó la vista de su trabajo.

—Aquí estás. Llegas tarde. Angus y Jean-Luc te están esperando en tu despacho.

—Bien. Radinka, necesito que investigues una cosa.

—Claro. ¿De qué se trata?

—Creo que debería comprar una nueva propiedad.

—¿Para montar otra instalación? Es buena idea, con esos descontentos sueltos por ahí, volando las cosas por los aires. A propósito, me he adelantado y he ordenado un traslado de sangre sintética desde la planta de Illinois.

—Gracias.

Radinka tomó papel y lápiz, y dijo:

—Bueno, ¿y dónde quieres la nueva planta?

Roman frunció el ceño.

—Bueno, no se trata de una planta de producción. Lo que necesito es una casa. Una casa grande.

Radinka arqueó las cejas, pero se puso a tomar notas en su libreta.

—¿Alguna especificación más, aparte de que sea grande?

—Tiene que estar en un barrio agradable, no demasiado lejos de aquí. Con un jardín grande, y un perro grande.

Ella dio unos golpecitos en el papel con la punta del bolígrafo.

—No creo que los perros vayan incluidos en la venta de una casa.

—Eso ya lo sé —dijo él, y se cruzó de brazos. Le fastidiaba la cara de diversión de Radinka—. Pero necesito saber dónde puedo comprar un perro grande o, quizá, un cachorro que se convierta en un perro grande.

—¿Y de qué raza, si no te importa que lo pregunte?

—Una raza de perro grande —insistió él, y apretó los dientes—. Consígueme fotografías de perros distintos. Y de casas que estén a la venta. No soy yo el que va a tomar la decisión definitiva.

—Ah —dijo Radinka, con una gran sonrisa—. Entonces, ¿van bien las cosas entre Shanna y tú?

—No, no van bien. Seguramente, terminaré poniendo en alquiler la casa.

A Radinka se le apagó un poco la sonrisa.

—Entonces, tal vez la idea sea un poco prematura. Si la presionas demasiado, puede que salga corriendo.

—Lo que más desea en el mundo es una vida normal, y un marido normal —dijo él, y se encogió de hombros—. Yo no soy exactamente normal.

Radinka frunció los labios.

—Supongo que no, pero, después de pasar quince años trabajando en Romatech, ya no sé muy bien lo que es normal.

—Yo puedo darle una casa normal y un perro normal.

—¿Estás intentando comprar la normalidad? Se va a dar cuenta.

—Espero que se dé cuenta de que quiero que sus sueños se hagan realidad. Intentaré darle una vida tan normal como sea posible.

Radinka frunció el ceño pensativamente.

—A mí me parece que lo que de verdad quiere cualquier mujer es ser amada.

—Eso ya lo tiene. Acabo de decirle que la quiero.

—¡Maravilloso! —exclamó Radinka. Sin embargo, su sonrisa volvió a apagarse—. No parece que estés muy feliz.

—Eso puede ser porque ella ha salido corriendo de mi despacho, llorando.

—Oh, vaya. Normalmente, yo no me equivoco con estas cosas.

Roman suspiró. Se había preguntado muchas veces si Radinka era verdaderamente una adivina, pero, en ese caso, ¿por qué no había profetizado la muerte de su hijo? A menos que también hubiera visto que Gregori iba a convertirse en un vampiro, claro.

Radinka volvió a golpear el cuaderno con el bolígrafo.

—Estoy segura de que Shanna es tu media naranja.

—Yo también estoy convencido de ello. Sé que yo le importo mucho; de lo contrario, Shanna no habría…

Radinka enarcó las cejas, esperando que él terminara.

Roman cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, moviéndose con nerviosismo.

—Si no te importa buscar esa casa, te lo agradecería mucho. Llego tarde a la reunión.

Radinka volvió a sonreír.

—Ya verás como terminará entrando en razón. Todo va a salir bien —dijo, y giró la silla hacia el monitor del ordenador—. Voy a empezar a buscar ahora mismo.

—Gracias —dijo él, y salió del despacho.

—¡Y vas a tener que despedir a tu harén! —le dijo Radinka.

Roman se estremeció. El harén era un gran problema. Tendría que mantener a las mujeres económicamente hasta que pudieran valerse por sí mismas.

Entró en su despacho.

—Buenas noches, Angus, Jean-Luc.

Angus se puso de pie. Llevaba, como de costumbre, el kilt verde y azul de los MacKay.

—Has tardado mucho, Roman. Tenemos que encargarnos de los malditos descontentos enseguida.

Jean-Luc permaneció sentado, pero alzó una mano para saludar.

Bonsoir, mon ami.

—¿Habéis decidido algo? —preguntó Roman, mientras se sentaba detrás del escritorio.

—Ya ha pasado el momento de hablar —dijo Angus, paseándose por la habitación—. Con el atentado de anoche, los descontentos nos han declarado la guerra. Mis Highlanders están dispuestos a atacar. Yo digo que lo hagamos esta misma noche.

—No estoy de acuerdo —dijo Jean-Luc—. Sin duda, Petrovsky está preparado para una reacción así. Tendríamos que atacar su casa de Brooklyn, y estaríamos al descubierto, mientras ellos tendrían refugio. ¿Por qué vamos a darles esa ventaja?

—Mis hombres no tienen miedo —dijo Angus, con un gruñido.

—Yo tampoco —respondió Jean-Luc, con un brillo de cólera en los ojos—. No se trata de tener miedo o no, se trata de ser pragmático. Si tus escoceses y tú no fuerais siempre tan exaltados, no habríais perdido tantas batallas en el pasado.

—¡Yo no soy exaltado! —rugió Angus.

Roman alzó ambas manos.

—Vamos a calmarnos, por favor. La explosión de anoche no causó heridos. Y, aunque estoy de acuerdo en que hay que encargarse de Petrovsky, no quiero luchar en una batalla a muerte delante de testigos mortales.

Exactement —dijo Jean-Luc—. Yo opino que debemos vigilar a Petrovsky y a sus hombres y, cuando encontremos a uno o a dos de ellos solos, matarlos.

Angus dio un resoplido de rabia.

—Ese no es un comportamiento honorable para un guerrero.

Jean-Luc se puso en pie, lentamente.

—Si estás insinuando que no tengo honor, voy a tener que retarte a duelo.

Roman gruñó. Quinientos años oyendo discutir a aquellos dos era suficiente para causar tensión en cualquier amistad.

—¿Podemos matar primero a Petrovsky, antes de que os matéis vosotros dos?

Angus y Jean-Luc se echaron a reír.

—Como de costumbre, estamos en desacuerdo —dijo Jean-Luc, mientras se sentaba nuevamente—. Tú eres quien da el voto del desempate.

Roman asintió.

—Yo estoy con Jean-Luc en esto, Angus. Si atacamos una casa en Brooklyn, llamaremos mucho la atención. Y sería poner en peligro a muchos escoceses.

—No nos importa —refunfuñó Angus, mientras volvía a su butaca.

—A mí sí me importa —dijo Roman—. Os conozco a todos desde hace demasiado tiempo.

—Además, somos un número limitado de vampiros —añadió Jean-Luc—. Yo no he transformado a ningún mortal en vampiro desde la Revolución francesa. ¿Y vosotros?

—A ninguno, desde Culloden —dijo Angus—. Pero los vampiros como Petrovsky siguen transformando en vampiros a hombres malvados.

—Y de ese modo, aumentando el número de vampiros malvados —dijo Jean-Luc, con un suspiro—. Por una vez, mon ami, estamos de acuerdo. Su número va en aumento, mientras que el nuestro no.

Angus asintió.

—Tenemos que transformar a más mortales.

—¡Me niego en rotundo! —exclamó Roman, que se sentía muy alarmado por la deriva que estaba tomando aquella conversación—. No estoy dispuesto a condenar a más almas al infierno.

—Yo lo haré —dijo Angus, apartándose un mechón de pelo caoba de la frente—. Estoy seguro de que hay muchos soldados honorables muriendo en algún lugar de este mundo, y que agradecerían que se les diera la oportunidad de continuar combatiendo el mal.

Roman se inclinó hacia delante.

—Las cosas no son iguales que hace trescientos años. Los ejércitos modernos están al corriente de los soldados que tienen en sus filas. Incluso de los que mueren. Se darían cuenta de la desaparición de alguien.

—Desaparecido en combate —dijo Jean-Luc, encogiéndose de hombros—. Eso pasa muy a menudo. En esto, estoy con Angus.

Roman se frotó la frente. Le consternaba la idea de formar otro ejército de vampiros.

—¿Podemos dejar esta discusión en suspenso por el momento? Vamos a ocuparnos primero de Petrovsky.

Jean-Luc asintió.

—Estoy de acuerdo.

—Muy bien —dijo Angus—. Ahora, tenemos que hablar del problema de la CIA y su operación Stake-Out. El equipo de la operación solo cuenta con cinco miembros, así que no deberíamos tener ningún problema a la hora de encargarnos de ellos.

Roman se sobresaltó.

—No quiero que los maten.

Angus soltó otro resoplido.

—No me refería a eso. Todos sabemos que tienes algo con la hija del líder del grupo.

Jean-Luc sonrió.

—Sobre todo, después de lo de anoche.

Roman notó un intenso calor en las mejillas, y eso le sorprendió. Parecía que la reacción de Shanna se le había contagiado.

Angus carraspeó.

—Creo que la mejor manera de solucionar el problema de la operación Stake-Out es borrarles a esos agentes los recuerdos que puedan tener de nosotros. Y creo que es importante que lo hagamos con los cinco al mismo tiempo, la misma noche que entremos en Langley para borrar sus archivos.

—Una limpieza a fondo —dijo Jean-Luc, con una sonrisa—. Me gusta.

—No sé si va a funcionar —dijo Roman. Sus amigos lo miraron sorprendidos—. Shanna puede resistir mi control mental.

Angus abrió mucho sus ojos verdes.

—No lo dices en serio.

—Sí, muy en serio. Y, además, creo que ha heredado esa habilidad psíquica de su padre. También sospecho que el equipo de agentes de esta operación es pequeño porque todo el que forma parte de él posee las mismas habilidades.

Merde —susurró Jean-Luc.

—Como están trabajando en un programa antivampiros —añadió Roman—, sería evidente quiénes son los que quieren matarlos, ¿no?

—Y eso le daría al gobierno otro motivo más para perseguirnos —concluyó Jean-Luc.

—Son una amenaza más grande de lo que había pensado —dijo Angus, tamborileando con los dedos sobre el brazo de su asiento—. Tengo que reflexionar sobre todo esto.

—Bien. Por ahora, vamos a tomarnos un descanso —dijo Roman—. Estaré en mi laboratorio, si me necesitáis.

Salió del despacho y recorrió apresuradamente el pasillo. Estaba ansioso por trabajar en su fórmula para mantenerse despierto durante el día. Vio a un escocés haciendo guardia en la puerta del laboratorio de Laszlo. Bien. El químico tenía la protección que necesitaba.

Roman saludó al escocés al entrar al laboratorio. Laszlo estaba sentado en un taburete, mirando por el microscopio.

—Hola, Laszlo.

El químico dio un respingo y estuvo a punto de caerse del asiento.

Roman se acercó rápidamente y lo sujetó.

—¿Te encuentras bien?

—Sí —dijo Laszlo, colocándose la bata, a la que le faltaban todos los botones—. Últimamente estoy un poco nervioso.

—Me he enterado de que estás trabajando en una bebida barata para los pobres.

—Sí, señor —dijo Laszlo, asintiendo con entusiasmo—. Voy a tener tres versiones preparadas para la encuesta de mañana. Estoy experimentando con diferentes proporciones de glóbulos blancos y agua. Y puede que intente añadirle sabores, a limón o a vainilla.

—¿Sangre de vainilla? A mí también me gustaría probarla.

—Gracias, señor.

Roman se sentó en el taburete de al lado.

—Me gustaría consultarte sobre una idea que tengo. A ver qué te parece.

—Por supuesto. Me sentiría orgulloso de ayudar, si puedo.

—Es teórico, en este momento, pero estaba pensando en el esperma. Esperma vivo.

Laszlo abrió unos ojos como platos.

—Nuestro esperma está muerto, señor.

—Ya lo sé. Pero, ¿y si tomáramos esperma vivo, de un ser humano, borráramos su código genético y pusiéramos el ADN de otra persona en él?

Laszlo se quedó boquiabierto.

—¿Y quién iba a querer insertar su ADN en un esperma vivo?

—Yo, por ejemplo.

—Oh, entonces… ¿quiere tener hijos?

«Solo con Shanna».

—Quiero saber si es posible.

El químico asintió.

—Creo que sí sería posible.

—Bien —dijo Roman, y se dirigió hacia la puerta. Allí, se detuvo—. Te agradecería que esta conversación quedara entre los dos.

—Por supuesto, señor. No diré ni una palabra.

Roman fue rápidamente hacia su laboratorio para trabajar en su fórmula. Puso música en el reproductor de CDs. La habitación se llenó de cantos gregorianos. Le ayudaban a concentrarse. Estaba muy cerca de conseguirlo.

El tiempo pasó rápidamente, sin que él se diera cuenta. Pronto, los cantos gregorianos terminaron, y miró el reloj: las cinco y media. El tiempo siempre volaba cuando estaba absorto en un nuevo proyecto. Llamó a Connor y se teletransportó a la cocina de casa.

—¿Cómo va todo?

—Bien —dijo Connor—. Ninguna señal de Petrovsky ni de sus hombres.

—¿Y Shanna?

—Está en su habitación. Le he dejado varias latas de Coca-cola light y unos brownies junto a la puerta. Han desaparecido, así que debe de estar bien.

—Ah. Gracias —dijo Roman.

A los pies de la escalera, miró hacia arriba y se teletransportó al último piso. Al entrar en su despacho, se fijó en la chaise longue de terciopelo rojo. Qué tonto había sido al morder a Shanna. Qué tonto había sido al espetarle, de aquella manera, que la quería.

Se acercó al bar para tomar una botella de sangre antes de acostarse. ¿Debería ir a su habitación para comprobar cómo estaba? Y ¿le dirigiría ella la palabra? Desenroscó el tapón de la botella y la metió al microondas. Tal vez debiera dejarla tranquila. Su reacción a la declaración de amor no había sido buena. Le concedería tiempo. Y no se rendiría.

—¡Maldita sea!

Ivan se paseó de un lado a otro por su pequeño despacho. Había visto los informativos de la CDV y, aunque la explosión ocurrida en Romatech hubiera sido la noticia principal, no había conseguido más que volar por los aires un asqueroso almacén. Ni un solo escocés había muerto, ni se había quemado. Y, según había observado, en la ciudad no había un aumento repentino de vampiros hambrientos a la caza de sangre mortal. Después de haber volado las existencias de sangre falsa de Draganesti, albergaba la esperanza de ver alguna diferencia.

—Puede que los vampiros tengan provisiones de sangre sintética en casa —sugirió Alek—. Tal vez todavía no se les haya terminado.

Galina se acurrucó en una de las butacas.

—Sí, estoy de acuerdo. Es demasiado pronto para notar la escasez. Además, seguramente, Draganesti tiene reservas que nosotros desconocemos.

Ivan se detuvo en seco.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Está surtiendo de sangre sintética a todo el mundo. Puede que tenga plantas de producción de las que nosotros no hayamos oído hablar.

Alek asintió.

—Sí, eso tiene sentido.

Galina arqueó una ceja.

—No soy tan tonta como pensáis.

—Ya basta —dijo Ivan, y volvió a caminar de un lado a otro—. Necesito un plan. No hemos hecho suficiente daño a Draganesti.

—¿Por qué lo odias tanto? —preguntó Galina.

Ivan ignoró a la chica de su harén. Tenía que volver a entrar en Romatech. Pero ¿cómo? La tensión se le concentró en el cuello y le puso los nervios de punta.

—Draganesti es el que creó un ejército para vencer a Casimir —le susurró Alek a Galina.

—Ah, gracias por decírmelo —dijo ella, y le lanzó una sonrisa a Alek.

Y Alek, maldito, se la devolvió. Ivan soltó un gruñido e hizo crujir el cuello. Aquello captó su atención.

—¿Alguna señal de los escoceses?

—No, señor —respondió Alek, apartando los ojos de Galina—. Si están ahí fuera, están bien escondidos.

—No creo que nos ataquen esta noche —dijo Ivan. La puerta de su despacho se abrió, y entró Katya—. ¿Dónde demonios has estado?

—Cazando —dijo la vampiresa, relamiéndose—. Necesitaba comer. Además, me he enterado de una buena noticia en uno de los clubs de vampiros.

—¿De qué? ¿Es que nuestra bomba ha matado a alguno de esos estúpidos escoceses?

—No —dijo Katya—. En realidad, he oído decir que los daños fueron mínimos.

—¡Mierda! —gritó Ivan. Tomó un pisapapeles de cristal de su escritorio y lo arrojó contra la pared.

—Vamos, vamos. Teniendo una rabieta no se soluciona nada, ¿no crees?

Ivan se materializó a su lado en una fracción de segundo y la agarró por el cuello.

—Ni mostrando falta de respeto, zorra.

A Katya le brillaron los ojos de ira.

—Tengo buenas noticias, si quieres oírlas.

—Bien —dijo Ivan, y la soltó—. Di lo que sepas.

Ella se frotó el cuello mientras miraba a Ivan con irritación.

—Quieres entrar de nuevo en Romatech, ¿no?

—Por supuesto. He dicho que iba a matar a ese químico, y voy a cumplir mi palabra. Pero, ahora, ese sitio está abarrotado de escoceses. No podemos entrar.

—Yo creo que sí —dijo Katya—. Por lo menos, uno de nosotros sí. El vicepresidente de Romatech ha invitado a algunos vampiros pobres a las instalaciones mañana, para hacer una encuesta de mercado.

—¿Una qué? —preguntó Ivan.

Katya se encogió de hombros.

—¿Y qué importa? Uno de nosotros puede entrar disfrazado de pobre.

—Ah, excelente —dijo Ivan, y le dio una palmadita en la mejilla—. Muy bien.

—Yo iré —anunció Alek.

Ivan negó con la cabeza.

—Te vieron en el baile. Y a mí también me reconocerían. ¿Tal vez Vladimir?

—Iré yo —dijo Galina.

Ivan dio un resoplido.

—No digas tonterías.

—No estoy diciendo tonterías. Ellos no se esperarán a una mujer.

—Eso es cierto —dijo Katya, mientras se sentaba en una silla, junto a Galina—. Conozco a un maquillador de la CDV. Y podríamos utilizar ropa de su vestuario.

—¡Estupendo! —exclamó Galina—. Podría disfrazarme de vampiresa vieja y gorda.

—Sí, de vagabunda —dijo Katya—. Nadie sospecharía de ti.

—¿Y desde cuándo tomáis vosotras dos las decisiones aquí? —preguntó Ivan, fulminándolas con la mirada. Ellas bajaron la cabeza con un gesto de sumisión—. ¿Cómo iba Galina a capturar a Laszlo Veszto? Y si hay algún Highlander protegiéndolo, ¿cómo va a reducirlo?

—Con sombra de la noche —susurró Katya—. Tú tienes, ¿verdad?

—Sí —dijo Ivan, frotándose el cuello para intentar mitigar la tensión—. En mi caja fuerte. ¿Cómo sabes tú lo que es eso?

—Una vez usé un poco. No la tuya, por supuesto. Pero podrías dejar a Galina que la utilice.

—¿Qué es la sombra de la noche? —preguntó Galina.

—Un veneno para vampiros —le explicó Katya—. Si le lanzas un dardo envenenado con sombra de la noche a un vampiro, el veneno entra en su corriente sanguínea y lo paraliza. Permanece consciente, pero no puede moverse.

—Muy bien —dijo Galina, con los ojos brillantes—. Quiero hacerlo.

—Está bien. Puedes ir —dijo Ivan—. Cuando localices a Laszlo Veszto, llama y teletranspórtate aquí con ese pequeño bastardo.

—¿Eso es todo lo que quieres que haga?

Ivan lo pensó.

—Quiero que haya otra explosión. Una bien grande, que haga daño de verdad a Draganesti.

—En ese caso —sugirió Katya—, debes matar a la gente que más le importa.

Ivan asintió.

—Esos asquerosos Highlanders.

—Oh, ellos sí que le importan, estoy segura —dijo Katya—, pero su verdadera debilidad son los mortales.

—Exacto —dijo Galina—. Tiene muchos empleados mortales. Podríamos programar la bomba para que explote al amanecer.

—¡Perfecto! —exclamó Ivan, y se puso en pie de un salto—. Los preciosos mortales de Draganesti estarán muriendo, mientras los escoceses y él se ven obligados a volver a sus ataúdes. No podrán hacer nada. ¡Es perfecto! Mañana por la noche, Galina dejará la bomba en una zona donde se reúnan los mortales.

—¿En la cafetería de Romatech, por ejemplo? —preguntó Galina, mirando a Katya con ironía.

—Sé dónde —anunció Ivan—. En su cafetería.