–¿Pueden verme? —preguntó Shanna, observando al grupo de vampiros vagabundos a través de la ventana.
—No —respondió Gregori, que estaba junto a ella, en la habitación contigua—. Si no enciendes las luces, no. Es un cristal de espejo.
Shanna no sabía nada de estudios de mercado, pero imaginó que tenía que ser más interesante que ver la televisión toda la noche.
—Me sorprende que haya vampiros pobres. ¿No pueden usar el control mental para sacarle el dinero a la gente?
—Supongo que sí —dijo Gregori—, pero la mayoría de esta gente ya era muy pobre antes de convertirse en vampiros. Solo piensan en su próxima comida, como un drogadicto piensa en su próxima dosis.
—Es muy triste —dijo Shanna, observando a los diez vampiros que habían acudido a Romatech, con el incentivo de una comida gratis y cincuenta dólares de propina—. El vampirismo no cambia mucho a una persona, ¿verdad?
—No —dijo Connor, que estaba junto a la puerta. Se había empeñado en acompañarla, en calidad de guardaespaldas—. Un hombre sigue fiel a sí mismo, incluso después de la muerte.
Así que Roman seguía intentando salvar a la gente, y los guerreros escoceses seguían luchando por una causa justa. Shanna se preguntó qué estaría haciendo Roman en aquel momento. No había intentado volver a verla desde su declaración de amor. Tal vez se hubiera dado cuenta de que su situación no tenía remedio.
—Bueno, ¿y cómo funciona esto?
—Los hemos dividido en dos grupos —explicó Gregori, señalando el grupo de la izquierda—. Ese grupo va a ver una presentación en Power-Point y a rellenar un cuestionario sobre el nuevo restaurante. El segundo grupo va a probar diferentes muestras y a calificarlas según su sabor. Cuando hayan terminado, los grupos cambiarán de actividad y todo comenzará de nuevo.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—Van a probar las bebidas ahí, delante de la ventana. Ellos mismos van a calificar cada una de las muestras, pero me gustaría que observaras su expresión y apuntaras sus reacciones.
Shanna se fijó en que había cinco cuadernos.
—¿Hay cinco bebidas?
—Sí. Tres fórmulas nuevas que ha preparado Laszlo y, además, Blood Lite y Chocolood. Solo tienes que poner una marca debajo de cada encabezamiento: agrado, neutro y desagrado. ¿De acuerdo?
—Claro —dijo Shanna, y tomó un lapicero—. Vamos, trae a los vampiros.
Gregori sonrió.
—Gracias por tu ayuda, Shanna —dijo. Abrió la puerta que comunicaba ambas salas, y pasó a la de los participantes.
Shanna escuchó su larga disertación con respecto al nuevo restaurante. Entonces, el primer vampiro se acercó a probar las bebidas. Era un anciano con una gabardina sucia. Tenía una cicatriz que le atravesaba la cara en zigzag. Terminó la primera bebida y eructó.
—¿Eso ha sido un «desagrado»?
—Un «neutral» —respondió Connor.
—Ah —dijo ella, y puso la marca correspondiente en el cuaderno. Después, siguió al vampiro hacia la siguiente bebida. Él tomó un buen trago y, seguidamente, lo escupió en el cristal de la ventana.
—¡Ayy! —exclamó Shanna, y dio un salto hacia atrás. Había sangre por todas partes.
—Yo diría que eso ha sido un «desagrado» —comentó Connor.
Shanna soltó un resoplido.
—Qué observador eres, Connor.
Él sonrió.
—Es un don.
Por lo menos, la sangre no le estaba produciendo náuseas. Estaba mejorando de verdad. Gregori limpió la ventana antes de que llegara el turno del siguiente vampiro. Se trataba de una mujer regordeta, mayor, con el pelo gris y enredado. Se acercó a la fila de bebidas agarrada a su gran bolsa. Al final de la fila, dejó la bolsa en la mesa. Miró a su alrededor, tomó una botella de la mesa y se la metió a la cartera.
—Oh, Dios —dijo Shanna, mirando a Connor—. Acaba de robar una botella de Chocolood.
Connor se encogió de hombros.
—La pobre mujer tiene hambre. Que se la lleve.
—Sí, supongo que sí —dijo Shanna.
Habían terminado con las pruebas del primer grupo cuando la mujer vagabunda se inclinó hacia delante y gimió.
Gregori se acercó a ella.
—¿Se encuentra bien, señora?
—Yo… ¿Tienen baños aquí, joven? —le preguntó la mujer, con una voz muy ronca.
—Sí, por supuesto —dijo Gregori, y la acompañó a la puerta—. Este hombre la acompañará —añadió, y le hizo una señal a uno de los guardias escoceses que estaba custodiando la puerta.
La mujer se marchó con el Highlander. Llegó el turno del segundo grupo. Cuando terminaron de probar las muestras, dos horas más tarde, Shanna se sintió aliviada de que ya hubiera acabado el proceso. La puerta trasera de la sala en la que estaban Connor y ella se abrió, y Radinka entró.
—¿Habéis terminado ya? —preguntó.
—Sí, por fin —dijo Shanna, estirándose—. No tenía ni idea de que estas cosas fueran tan agotadoras.
—Bueno, pues acompáñame a comer algo. Eso te animará.
—Gracias —dijo ella, y recogió su bolso—. Me da la sensación de que Connor también va a querer venir.
—Sí. Me he comprometido a protegerte, ¿sabes, muchacha?
—Eres un encanto —le dijo Shanna, con una sonrisa—. ¿No hay ninguna pequeña vampiresa esperándote en algún sitio?
Él se ruborizó, y siguió a las mujeres al pasillo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Shanna.
—A la cafetería de empleados —respondió Radinka, y comenzó a caminar con energía—. Tienen una tarta de queso fabulosa.
—Suena maravilloso.
—Sí —dijo Radinka, con un suspiro—. Lo es.
En cuanto sonó el teléfono, Ivan descolgó el auricular.
—Ya estoy en el laboratorio de Veszto —susurró Galina—. Necesito ayuda.
—Sabía que no debería haber enviado a una mujer —dijo Ivan, y le hizo un gesto a Alek—. Mantén abierta esta línea hasta que volvamos.
—De acuerdo —dijo Alek, y tomó el auricular.
—Está bien, Galina. Habla —dijo Ivan, y se concentró en su voz. Así, pudo teletransportarse al laboratorio de Veszto, en Romatech. El pequeño químico estaba en el suelo, mirándolos. Todavía estaba consciente, y tenía los ojos muy abiertos, con una mirada de terror, como si fuera un ciervo que se había quedado paralizado delante de los focos de un coche.
Ivan inspeccionó a Galina. Parecía una vieja vagabunda.
—Excelente. Yo no te habría reconocido.
Ella sonrió, mostrando una dentadura ennegrecida.
—Ha sido muy divertido. Fingí que necesitaba ir al servicio. Un escocés me acompañó y, cuando abrió la puerta, le pinché con el dardo.
—¿Y dónde está?
—En el baño. Con este no tuve tanta suerte —dijo, y abrió la puerta. Había un Highlander en el suelo.
—¡Mierda! No puedes dejarlo ahí, en el suelo.
—Es demasiado grande. No podía moverlo.
Ivan agarró al escocés por debajo de los brazos y lo arrastró al interior del laboratorio de Laszlo.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí fuera?
—No mucho. Le di el pinchazo, entré aquí corriendo y pinché a Veszto. Cuando vi que no podía mover al guardia, te llamé.
Ivan dejó al Highlander en el suelo y cerró la puerta con llave.
—¿Has colocado la bomba?
—Sí. Los guardias de la puerta me registraron la bolsa, así que hicimos bien en esconderla entre mi ropa. La he dejado debajo de una de las mesas de la cafetería. Explotará dentro de unos cuarenta minutos.
—Excelente —dijo Ivan. Se dio cuenta de que el escocés los estaba mirando, escuchando sus planes—. Siempre he querido hacer esto.
Ivan se arrodilló y se sacó una estaca de madera de la chaqueta.
El escocés abrió mucho los ojos. Emitió un sonido ahogado, como si luchara por moverse. Sus esfuerzos fueron en vano.
—No puede defenderse —susurró Galina.
—¿Y a mí qué me importa? —preguntó Ivan, y se inclinó sobre el Highlander—. Mira bien la cara de tu asesino. Es lo último que vas a ver.
Le clavó la estaca en el corazón.
El escocés se arqueó. En su cara se reflejó el dolor. Después, su cuerpo quedó reducido a polvo.
Ivan sacudió la estaca y la frotó contra su muslo para limpiar el polvo.
—Esto va a ser un buen recuerdo —dijo, y se la guardó en un bolsillo de la chaqueta—. Ahora, vamos por el pequeño químico.
Se acercó a Laszlo Veszto.
—Tu maestro de aquelarre es un débil que no ha sabido protegerte, ¿eh?
Veszto estaba pálido como la muerte.
—No deberías haber ayudado a escapar a esa zorra de Whelan. ¿Sabes lo que hago con la gente que se interpone en mi camino?
—Vamos —dijo Galina, y se acercó al teléfono—. Tenemos que irnos.
Ivan tomó a Laszlo en brazos.
—Sujétame el auricular junto al oído —ordenó. Escuchó la voz de Alek y se teletransportó a su casa de Brooklyn. Galina lo siguió.
Ivan dejó caer a Veszto en el suelo y le dio una patada en las costillas.
—Bienvenido a mi humilde hogar.
Shanna se deleitó con otro pedazo de tarta de queso mientras miraba a su alrededor. La cafetería de empleados tenía una iluminación tenue. Radinka y ella se habían sentado en una mesa junto a la ventana. Connor estuvo unos minutos dando vueltas por el local y, finalmente, se puso a leer el periódico. Eran los únicos clientes.
—Me gusta trabajar por la noche. Es muy tranquilo —dijo Radinka, mientras le ponía edulcorante a su café—. Dentro de media hora, esto se habrá llenado de gente.
Shanna asintió y miró por la ventana. En el lado opuesto del jardín, se veían las luces del otro lado de Romatech. El laboratorio de Roman estaba allí.
—¿Has visto a Roman esta noche? —le preguntó Radinka.
—No.
Shanna tomó otro poco de tarta. No estaba segura de si quería verlo. O de si él quería verla a ella. El hecho de hacerle una confesión de amor a una chica, y que la chica saliera corriendo entre lágrimas, tenía que ser muy doloroso.
Radinka le dio un sorbito a su taza de té.
—Durante las dos últimas noches he estado haciendo algunas averiguaciones para Roman. He dejado la información en su laboratorio, pero él me ha dicho que la última palabra la tienes tú.
—No sé de qué estás hablando.
—Sí, querida, ya lo sé. Así pues, deberías hablar de este asunto con él. Connor te acompañará a su laboratorio.
Vaya. Como celestina, Radinka era implacable. Shanna miró el reloj de la cafetería. Eran casi las cinco y diez.
—No tengo tiempo. He venido con Gregori y Connor, y me han dicho que nos íbamos a las cinco y cuarto, ¿verdad? —dijo ella, y miró a Connor para que él la apoyara.
—Sí, pero hemos venido en coche —respondió Connor, mientras doblaba el periódico—. Roman puede teletransportarte a casa un poco después, si quieres.
Shanna puso cara de pocos amigos. Vaya ayuda que le había prestado.
—Será mejor que vayamos a buscar a Gregori. Espero que haya terminado ya con todos esos vampiros vagabundos.
—¿Ha ido bien el test? —preguntó Radinka.
—Supongo que sí. Ha sido un poco triste ver a gente tan marginada. Había una señora mayor que… —Shanna se quedó callada, pensando—. Oh, Dios mío. No ha vuelto.
—¿Qué? —preguntó Connor—. ¿A quién te refieres?
—A la anciana que robó la botella de Chocolood. Se marchó con un guardia al servicio, y no volvió.
—Oh, oh, esto no tiene buena pinta —dijo Connor y, rápidamente, sacó un teléfono móvil de su escarcela.
—Tal vez se haya puesto enferma y haya tenido que irse a su casa —sugirió Radinka.
Shanna lo dudaba.
—¿Pueden ponerse malos los vampiros?
—Sí, si toman sangre infectada —dijo Radinka—. Y la nueva Cocina de Fusión no les sienta bien a todos.
Connor marcó un número.
—¿Angus? Puede que haya un miembro del grupo de Gregori que se ha perdido por las instalaciones. Una anciana.
Shanna observó a Connor. El escocés se paseaba de un lado a otro con una expresión preocupada.
El Highlander se guardó el teléfono en la escarcela y volvió hacia ellas.
—Angus ha ordenado que se haga un registro completo de las instalaciones. Van a empezar en el almacén donde sucedió la explosión. Cada una de las habitaciones será registrada a fondo y, después, sellada, hasta el final.
—¿Crees que hay algún problema? —preguntó Radinka.
—No vamos a correr ningún riesgo —dijo Connor. Miró el reloj y cabeceó—. No nos queda mucho tiempo antes de que salga el sol.
Shanna se dio cuenta de que estaba ansioso por ayudar en el registro, pero el pobre hombre estaba obligado a vigilarla a ella.
—Vamos, Connor, ve. Yo me quedo aquí, con Radinka.
—No. No puedo dejarte, muchacha.
Radinka intervino:
—Connor, llévala al laboratorio de Roman. Él puede vigilarla mientras tú ayudas en el registro.
Shanna se estremeció. Radinka nunca se rendía. Por desgracia, Connor la estaba mirando con tanta esperanza, que ella no tuvo valor para negarse.
—Entonces, ¿mi viaje de vuelta a casa está cancelado?
—Por ahora, sí.
—Está bien —dijo ella, y tomó su cartera—. Vamos.
Radinka sonrió.
—Nos vemos luego, querida.
Shanna tuvo que corretear para poder seguir a Connor. Cuando llegaban al ala del edificio en la que se encontraba el laboratorio de Roman, oyeron una alarma.
—¿Qué es eso?
—La alerta roja —dijo Connor, y echó a correr—. Ha ocurrido algo.
Se detuvo frente a la puerta del laboratorio de Roman y llamó. Shanna entró un instante después, jadeando.
Roman estaba al teléfono, pero alzó la vista cuando ella entró en la sala. Su preocupación desapareció al instante, y le lanzó una sonrisa que terminó de cortarle la respiración.
—Está perfectamente. Ha venido con Connor —dijo. Escuchó la respuesta que alguien le daba por teléfono, pero no apartó la vista de Shanna.
Ella tenía el corazón acelerado y la garganta seca. Sin embargo, todo se debía a la carrera. No tenía nada que ver con la mirada de Roman.
Dejó el bolso en una de las mesas. Se oía una suave música. No había instrumentos, tan solo, voces masculinas. Era un sonido tranquilizador, en contraste a la insistente alarma que surgía de los altavoces del pasillo. Miró por la ventana. Veía la cafetería al otro lado del jardín.
—Mantenedme informado —dijo Roman, y colgó.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Connor.
—Angus ha encontrado a un guardia en el baño. El hombre estaba consciente, pero paralizado.
Connor se quedó pálido.
—Esto es cosa de Petrovsky.
—¿Y la vagabunda? —preguntó Shanna.
—La están buscando —admitió Roman—. Sabemos que tú estás bien, así que, ahora, nuestra mayor preocupación es Laszlo.
Connor se detuvo al salir.
—Tengo que irme.
—No te preocupes. Shanna está a salvo conmigo —dijo Roman. Cerró la puerta con pestillo y se volvió hacia ella—. ¿Cómo estás?
—Bien —dijo Shanna.
Parecía que estaba adquiriendo un nivel muy alto de tolerancia a las impresiones fuertes. O, tal vez, ya había sobrepasado su límite y estaba entumecida. Paseó la mirada por la sala. Había estado ya una vez en el laboratorio, pero, en aquella ocasión, estaba demasiado oscuro como para ver algo. Se fijó en una pared llena de diplomas enmarcados, y se acercó a ella.
Roman tenía licenciaturas en Microbiología, Química y Farmacia. Después de tanto tiempo, seguía siendo un sanador. Tal y como había dicho Connor, la muerte no cambiaba el corazón de un hombre, y el corazón de Roman era bueno. Miró hacia atrás.
—No sabía que eras tan empollón.
Él arqueó una ceja.
—¿Cómo?
—Tienes muchas licenciaturas.
—He tenido tiempo de estudiar —respondió él, irónicamente.
Ella tuvo que morderse el labio para contener la sonrisa.
—¿Fuiste a la escuela nocturna?
Él sí sonrió.
—¿Cómo lo has adivinado?
Una impresora que había al otro lado de la sala comenzó a trabajar. Él se acercó a un monitor, en cuya pantalla aparecían listas y gráficos. Los datos eran incomprensibles para Shanna, pero Roman lo seguía todo con gran interés.
—Esto va bien —susurró. Tomó algunos papeles ya impresos de la bandeja de la impresora y los estudió—. Esto va muy bien.
—¿El qué?
Roman dejó los papeles sobre una de las mesas.
—Esto —dijo, y tomó un vaso de precipitados que contenía un líquido verdoso—. Creo que lo he conseguido —añadió, con una gran sonrisa—. Creo que lo he conseguido de verdad.
Parecía muy joven, y muy feliz. Como si, de repente, todas las preocupaciones de varios siglos hubieran desaparecido. Shanna sonrió sin poder contenerse. Así era como debía ser Roman. Alguien que sanaba a los demás, que trabajaba en un laboratorio y se deleitaba con sus descubrimientos.
Se acercó a él.
—¿Qué es? ¿Un nuevo limpiador para el baño?
Él se echó a reír y dejó el vaso de precipitados sobre la mesa.
—Es el compuesto que permitirá a los vampiros permanecer despiertos durante el día.
Shanna se quedó inmóvil.
—¡No! ¿Estás bromeando?
—No, no bromearía sobre algo así. Esto es…
—Revolucionario —susurró ella—. Podrías cambiar el mundo de los vampiros.
Él asintió. De repente, su expresión se llenó de curiosidad.
—Por supuesto, todavía no la he probado, así que no puedo estar seguro, pero sería el mayor avance desde la producción de la sangre sintética.
Y su sangre sintética estaba salvando miles de vidas. Shanna se dio cuenta de que estaba en presencia de un genio. Y ese genio le había dicho que la quería.
Él se cruzó de brazos mientras observaba el líquido verde.
—¿Sabes? Si esta fórmula puede fortalecer a un vampiro, que está clínicamente muerto, posiblemente tendrá aplicaciones beneficiosas en el estado catatónico o en el estado comatoso de los seres humanos.
—Oh, Dios mío… Eres un genio, Roman.
Él se quedó sorprendido.
—No. Es que he tenido muchos más años para estudiar que la mayoría de los mortales. O de los empollones, como tú los llamas —dijo, con una sonrisa.
—Eh, los empollones dominarán el mundo. Enhorabuena —respondió Shanna. Alzó los brazos para abrazarlo, pero se arrepintió, y se limitó a darle una palmadita en el brazo antes de retroceder.
A él se le borró la sonrisa de los labios.
—¿Te doy miedo?
—No. Lo que pasa es que creo que es mejor que nosotros dos no…
—¿Que no nos toquemos? ¿Que no hagamos el amor? —preguntó él, y en sus ojos brilló el hambre—. Sabes que tenemos un asunto sin terminar.
Ella tragó saliva y siguió retrocediendo. No era un problema de confianza; sabía que Roman haría cualquier cosa por protegerla. La verdad era que no confiaba en sí misma. Cuando él la miraba de aquella manera, su resistencia se volatilizaba. Le había permitido que le hiciera el amor en dos ocasiones, y debería haberse negado. Sabía que una relación con un vampiro no podía salir bien, pero el hecho de saberlo no atenuaba el anhelo de su corazón, ni tampoco suprimía la atracción física que le inundaba los sentidos y hacía que su cuerpo lo deseara.
Intentó cambiar de tema.
—¿Qué es esta música que estás escuchando?
—Canto gregoriano. Me ayuda a concentrarme —dijo él. Entonces, se acercó a una pequeña nevera y sacó una botella de sangre—. Vamos a asegurarnos de que no tengo hambre.
Desenroscó el tapón y comenzó a bebérsela fría.
Vaya. ¿Significaba eso que quería seducirla? No, no podía ser. El sol iba a salir muy pronto, así que él habría muerto al cabo de unos quince minutos. Claro que, por supuesto, los vampiros podían moverse muy deprisa cuando querían. Ella anduvo lentamente por el laboratorio, mientras él permanecía en su sitio, bebiendo sangre y siguiendo todos sus pasos.
—Esto parece muy antiguo —dijo Shanna, examinando un viejo mortero de piedra.
—Es antiguo. Lo rescaté de las ruinas del monasterio donde me crie. Eso, y la cruz que llevas en el cuello es lo único que me queda de aquella vida.
Shanna tocó el crucifijo.
—Cuando esté a salvo, te lo devolveré. Debe de ser algo muy preciado para ti.
—Es tuyo. Y no hay nada más preciado para mí que tú.
Ella no supo qué responder a eso. «Tú también me gustas» le parecía un poco bobo.
—Radinka me ha dicho que estaba haciendo unas averiguaciones para ti, y que debía hablar contigo sobre ellas.
—Radinka habla demasiado —respondió él, y tomó otro trago de sangre—. Mira en esa carpeta roja —añadió, señalando hacia la mesa que estaba más cerca de ella.
Shanna se acercó lentamente a la carpeta, y la abrió. Dentro había una fotografía de un golden retriever.
—Ah. Es un… perro.
Shanna siguió pasando fotografías. Un labrador negro, un pastor alemán.
—¿Por qué estoy mirando fotos de perros?
—Dijiste que querías un perro grande.
—En estos momentos, no. Estoy huyendo.
Levantó la fotografía de un malamute de Alaska y se quedó sin habla al ver la imagen de una casa grande, de dos pisos, con un gran porche y una valla blanca. En el jardín delantero había un cartel de Se vende. Era la casa de sus sueños.
No. Era algo más que la casa de sus sueños. Era una proposición para pasar toda una vida de ensueño junto a Roman. A Shanna se le formó un nudo en la garganta, y se quedó sin habla, sin aliento. Se había equivocado; su capacidad de soportar grandes impresiones no era tan grande como pensaba. Con la mano temblorosa, pasó a otra fotografía, y vio otra casa con la valla blanca. Aquella era una antigua casa victoriana, con un torreón precioso. También estaba a la venta.
Ella le había contado lo que más había deseado en la vida, y él estaba intentando dárselo. Cuando llegó a la octava y última fotografía, apenas veía nada, porque tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Podríamos verlas de noche —le dijo Roman. Dejó sobre la mesa la botella vacía y se acercó a ella—. Puedes elegir la que quieras. Y, si no te gusta ninguna de estas, seguiremos buscando.
—Roman —dijo ella—. Eres el mejor hombre del mundo. Pero…
—No tienes por qué responder en este momento. Va a amanecer muy pronto, así que tenemos que irnos. Podríamos teletransportarnos a mi habitación. ¿Quieres venir conmigo?
Y estar a solas con él. Aunque intentara seducirla, el sol saldría muy pronto, y él tendría que parar. No podría levantar ni un dedo y, mucho menos…
La puerta se abrió de golpe, y entró un enorme escocés con la respiración jadeante y los ojos, muy verdes y muy brillantes, llenos de lágrimas.
—¿Angus? —preguntó Roman—. ¿Qué ha ocurrido?
—Tu químico ha desaparecido. Lo han secuestrado.
—Oh, no —murmuró Shanna, y se tapó la boca con las manos. Pobre Laszlo.
—El teléfono de su laboratorio estaba descolgado, y hemos localizado la llamada en la casa de Petrovsky, en Brooklyn.
—Entiendo —dijo Roman, que se había quedado muy pálido.
—Y Ewan. Ewan Grant, que estaba custodiando su puerta —dijo Angus, con una expresión dura—. Lo han matado.
Roman dio un paso atrás.
—¿Estás seguro? Tal vez lo hayan secuestrado también…
—No —dijo el escocés—. Hemos encontrado su cuerpo reducido a polvo. Esos malditos bastardos le han clavado una estaca en el corazón.
—Oh, por Dios… —Roman tuvo que agarrarse al borde de la mesa—. Ewan. Era tan fuerte… ¿Cómo han podido…?
—Creemos que han usado sombra de la noche para inmovilizarlo, como al guardia que hemos encontrado en el baño. Tal vez estuviera… indefenso.
—¡Maldita sea! —exclamó Roman, y dio un puñetazo en la mesa—. Esos canallas… ¿A qué hora sale el sol? ¿Tenemos tiempo para vengarnos?
—No. Lo han programado todo a propósito. El sol sale dentro de cinco minutos, así que es demasiado tarde.
Roman murmuró una maldición.
—Tenías razón, Angus. Deberíamos haber atacado esta misma noche.
—No te culpes —dijo Angus. Miró a Shanna, y frunció el ceño.
A ella se le puso la carne de gallina. El escocés pensaba que todo aquello era culpa suya. Petrovsky no habría secuestrado a Laszlo si no la hubiera ayudado a escapar. Y, si Petrovsky no hubiera ido a secuestrar a Laszlo, el guardia escocés todavía estaría vivo.
Roman empezó a pasearse de un lado a otro.
—Por lo menos, no van a poder torturarlo durante mucho tiempo.
—Sí, el sol pondrá fin a sus maldades —dijo Angus—. Entonces, estás de acuerdo: mañana vamos a la guerra.
Roman asintió. Tenía una expresión de cólera.
—Sí.
Shanna tragó saliva. Si iban a la guerra, morirían más vampiros. Tal vez, incluso, Roman.
—Los muchachos y yo nos vamos a refugiar en el sótano. Vamos a hacer planes hasta que salga el sol. Tú deberías buscar un sitio para dormir.
—Lo entiendo —dijo Roman.
Angus cerró la puerta al salir, y Roman se posó la mano en la frente y cerró los ojos. Shanna no sabía si era por dolor, o por fatiga. Probablemente, por ambas cosas. Debía de conocer al escocés que había muerto desde hacía mucho tiempo.
—¿Roman? Tal vez debamos ir a la habitación de plata.
—Es culpa mía —susurró él.
Ah, así que él también sentía culpabilidad. A Shanna se le llenaron los ojos de lágrimas. Ella lo sabía todo sobre aquel sentimiento.
—No es culpa tuya. Es culpa mía.
—No —dijo él, con sorpresa—. Yo fui el que tomé la decisión de protegerte. Llamé a Laszlo por teléfono y le dije que volviera. Él estaba cumpliendo órdenes mías. ¿Cómo va a ser culpa tuya? Tú estabas inconsciente en ese momento.
—Pero, de no ser por mí…
—No. La enemistad entre Petrovsky y yo tiene muchos años de historia —dijo Roman, y se tambaleó hacia delante.
Ella lo agarró del brazo.
—Estás agotado. Vamos a la habitación de plata.
—No tenemos tiempo —dijo él, y miró a su alrededor—. Yo voy a estar aquí mismo, en el armario.
—No. No quiero que duermas en el suelo.
Él sonrió cansadamente.
—Cariño, no voy a notar ninguna incomodidad.
—Les pediré a los empleados del turno de día que te lleven a la cama de la habitación de plata.
—No. Ellos no saben quién soy. No me va a pasar nada —dijo él, y se dirigió, con esfuerzo, hacia el armario—. Cierra las persianas, por favor.
Shanna se acercó apresuradamente a la ventana. El cielo estaba de un color gris claro, y un rayo de sol dorado asomaba por encima del tejado de Romatech.
Roman había llegado al armario y estaba abriendo la puerta.
De repente, hubo una explosión ensordecedora. El suelo tembló. Ella se agarró a las persianas, pero se balancearon, y estuvo a punto de caerse. Las alarmas se activaron. Y hubo otro ruido; Shanna se dio cuenta de que eran los gritos de la gente.
—Oh, Dios mío —murmuró, mirando por la ventana. Vio una columna de humo.
—¿Ha habido una explosión? —preguntó Roman, en un susurro—. ¿Dónde?
—No estoy segura. Solo veo humo —dijo Shanna, y miró hacia atrás. Roman estaba apoyado contra la puerta del armario, completamente pálido.
—Lo han pensado todo perfectamente para que no pudiera hacer nada.
Shanna miró a través de las persianas otra vez.
—Es en el ala de enfrente. ¡La cafetería! Radinka estaba allí —dijo Shanna. Tomó rápidamente el teléfono y llamó a emergencias.
—Habrá… mucha gente allí —dijo Roman. Se alejó del armario e intentó caminar, pero cayó de rodillas.
Cuando respondió un operador, Shanna le gritó a través del auricular:
—¡Ha habido una explosión en Romatech Industries!
—¿En qué consiste su emergencia?
—¡Es una explosión! Necesitamos ambulancias y coches de bomberos.
—Cálmese. ¿Cuál es su nombre?
—Por favor, dese prisa. ¡Hay heridos!
Colgó y corrió hacia Roman. El pobre estaba arrastrándose por el suelo.
—No puedes hacer nada, Roman. Ve al armario y descansa.
—No. Tengo que ayudarlos.
—He llamado a emergencias. Y yo también voy a ir a la cafetería, en cuanto sepa que estás a salvo —le dijo ella, señalándole el armario e intentando imponer su autoridad—. Vamos, ve a tu habitación.
—No puedo soportar ser inútil cuando la gente me necesita.
Shanna se arrodilló a su lado.
—Te entiendo, de veras. Yo he pasado por lo mismo. Pero no puedes hacer nada.
—Sí, sí —dijo él. Se aferró al borde de la mesa y se puso en pie. Tomó el vaso de precipitados que contenía el líquido verdoso.
—¡No, no puedes tomarlo! ¡Todavía no lo habéis probado!
—¿Y qué va a hacerme? ¿Matarme?
—Esto no tiene gracia, Roman. Por favor, no lo tomes.
Él se llevó el vaso a la boca con una mano temblorosa. Tragó varios sorbos, y dejó el vaso en la mesa.
Shanna agarró con fuerza el crucifijo que él le había dado.
—¿Sabes, al menos, cuál es la dosis adecuada?
—No —dijo él. Dio un paso atrás, y se tambaleó—. Me siento… raro.
Entonces, se desplomó en el suelo.