Roman se despertó, como de costumbre, con una brusca inhalación de aire. El corazón le dio un tirón en el pecho y, después, comenzó a latir con un ritmo constante. Abrió los ojos.
—Gracias a Dios —murmuró alguien—. Pensábamos que no te ibas a despertar nunca.
Roman parpadeó y giró la cabeza hacia el sonido de aquella voz. Angus estaba junto a su cama, frunciendo el ceño. De hecho, había mucha gente alrededor de su cama. Jean-Luc, Connor, Howard Barr, Phil, Gregori y Laszlo.
—Hola, hermano —le dijo Gregori, con una sonrisa—. Estábamos preocupados por ti.
Roman miró a Laszlo.
—¿Estás bien?
—Sí, señor —dijo el químico, asintiendo—. Gracias a usted. No puede imaginarse el alivio que sentí al despertar en su casa.
Angus cruzó los brazos por encima del pecho.
—La cuestión es cómo estás tú. He oído que has estado despierto durante el día.
—Sí —dijo Roman, y miró el reloj de su mesilla de noche. El sol debía de haberse puesto hacía una hora—. Me he dormido.
—Eso nunca te había ocurrido —dijo Connor.
—Posiblemente, un efecto secundario del preparado que tomó, señor —dijo Laszlo, inclinándose hacia delante—. ¿Le importaría que le tomara el pulso?
—Adelante —dijo Roman, y extendió el brazo. Laszlo miró atentamente su reloj mientras le sujetaba la muñeca.
—Enhorabuena, mon ami —dijo Jean-Luc—. Tu nueva fórmula es un gran éxito. Despierto durante el día… ¡es increíble!
—Pero la luz del sol me quemó.
Roman se miró el pecho, donde el sol le había dejado marcado con una quemadura que le atravesaba de costado a costado. La rasgadura de la camisa seguía allí, pero la herida se había curado. No; la herida seguía dentro, en su corazón. Eliza le había hecho aquella herida cien años atrás, al querer matarlo. Y, ahora, a causa de Shanna, la herida se había abierto de nuevo.
—El pulso es normal —dijo Laszlo, y soltó la muñeca de Roman.
¿Cómo iba a ser normal, si tenía el corazón hecho pedazos?
—¿Ha vuelto Shanna?
—No —susurró Connor—. No hemos vuelto a tener noticias de ella.
—Intenté salvarla —dijo Phil—, pero eran superiores en número.
—Ese asqueroso equipo Stake-Out —dijo Angus—. Phil y Howard nos han contado tu aventura diurna mientras esperábamos a que te despertaras.
A Roman se le encogió el corazón en el pecho.
—Se va a unir al equipo de su padre. Él la va a entrenar para matarnos.
Connor soltó un resoplido.
—No me lo creo.
Gregori negó con la cabeza.
—Ella no haría eso.
Angus suspiró.
—No se puede confiar en los mortales. Yo lo aprendí de la forma más dura —dijo, y miró a Roman—: Y creo que tú también.
Sí, era cierto, pero Shanna había vuelto a llenarlo de esperanza. Roman se había quedado dormido en un estado de confusión y, en aquel momento, no le encontraba sentido a nada. Le parecía obvio que Shanna había preferido quedarse con su padre, y eso significaba que iba a convertirse en una asesina de vampiros. Sin embargo, ¿por qué le había advertido que había a su espalda un hombre que quería matarlo? ¿Por qué le había salvado la vida, si quería que muriera? ¿Acaso pensaba que iba a protegerlo si se quedaba con su padre? ¿Lo quería, después de todo?
—Hemos estado muy ocupados mientras tú dormías —dijo Angus—. Cuando nos despertamos, todavía quedaba una hora de noche en Londres y en Edimburgo. Así que hemos tenido los teléfonos de la casa funcionando todo el tiempo; hemos teletransportado a muchos de mis hombres hasta aquí. La buena noticia es que ahora tenemos un ejército de doscientos hombres ahí abajo. Podemos ir a la guerra.
—Ya veo.
Roman se levantó de la cama. A gran parte de los hombres que estaban abajo los había transformado él, personalmente, en vampiros. ¿Qué le ocurriría a su alma inmortal si morían en la batalla, aquella noche? Sabía que eran hombres buenos, pero habían pasado siglos alimentándose de los mortales. Dios nunca permitiría que unos monstruos así entraran en el cielo. Y, si su única alternativa era el infierno, era él quien había condenado el alma inmortal de todos aquellos hombres en el momento en que los había transformado en vampiros. Era una carga demasiado pesada para él.
—Estaré con vosotros dentro de un minuto. Por favor, esperad en mi despacho.
Los hombres salieron. Roman se vistió y salió al despacho para calentarse una botella de sangre.
—¿Qué tal está tu madre, Gregori?
—Bien. Acabo de llegar del hospital —respondió el muchacho. Estaba repantigado en una de las butacas, con el ceño fruncido—. Me ha dicho que te obligó a que le prometieras que me ibas a tener a salvo durante la guerra. No soy ningún cobarde, ¿sabes?
—Sí, ya lo sé —dijo Roman, mientras el microondas pitaba. Sacó la botella y continuó—: Pero no tienes ningún adiestramiento militar.
—Vaya problema —murmuró Gregori—. No pienso quedarme aquí de brazos cruzados.
Roman le dio un sorbo a su botella.
—¿Tenemos armas suficientes?
—Vamos a llevar estacas y nuestras espadas de plata —respondió Angus, paseándose por la habitación. El bajo del kilt le tocaba las rodillas a cada paso—. Y vamos a llevar armas automáticas, por si acaso Petrovsky tiene ayuda de mortales.
Sonó el teléfono del escritorio de Roman.
—Hablando del rey de Roma —dijo Jean-Luc.
Roman descolgó el auricular.
—Buenas noches.
—Soy Petrovsky. No sé cómo te las has arreglado para entrar en mi casa de día, pero no vuelvas a intentarlo. En lo sucesivo, voy a tener treinta guardias armados aquí, y van a disparar con balas de plata.
Roman se sentó detrás de su escritorio.
—Veo que mi nueva fórmula te tiene preocupado. ¿Tienes miedo de que os clave una estaca mientras dormís?
—¡No vas a poder encontrarnos, hijo de perra! Tenemos otros sitios para refugiarnos durante el día. Nunca nos encontrarás.
—He encontrado a mi químico, y puedo encontraros a vosotros.
—Puedes quedarte con ese imbécil. Me ha descosido todos los botones del sofá. Ahora, voy a proponerte un trato, Draganesti: entrégame a Shanna Whelan esta noche, o seguiré colocando bombas en tus instalaciones y secuestrando a tus empleados. Y, la próxima vez que atrape a uno de los tuyos, lo convertiré en polvo. Como ese escocés al que le clavé una estaca anoche.
Roman apretó el auricular. No iba a poner en peligro a ningún otro escocés. Y no iba a traicionar a Shanna, ni siquiera aunque ella lo hubiera traicionado a él.
—Yo no tengo en mi poder a la doctora Whelan.
—Claro que sí. Me han dicho que vino a mi casa contigo. Entrégamela y dejaré de poner bombas en Romatech.
Era mentira. Petrovsky nunca dejaría de crear problemas; él no tenía ni la más mínima duda. Y él iba a proteger a Shanna hasta su último aliento.
—Escucha, Petrovsky. No vas a poner ninguna bomba más en Romatech, ni vas a secuestrar a mis empleados, ni le vas a tocar un pelo a Shanna Whelan, porque no vas a vivir para ver una nueva noche.
Ivan dio un resoplido.
—Esa nueva droga tuya te ha derretido el cerebro.
—Tengo un ejército de doscientos guerreros, y esta noche vamos a ir por ti. ¿Cuántos hombres tienes tú, Petrovsky? —preguntó Roman.
Hubo una pausa. Por los últimos informes que le había dado Angus, Roman sabía que el aquelarre de los rusos podía reunir cincuenta guerreros, como máximo.
—Seré generoso —continuó Roman— y diré que tienes cien hombres. De todos modos, te superamos en número: la proporción es de dos a uno. ¿Quieres apostar algo a quién va a ganar la batalla de esta noche?
—Asqueroso hijo de perra. No puedes tener doscientos hombres.
—Hemos teletransportado a algunos desde el Reino Unido, pero no hace falta que me creas. Lo comprobarás por ti mismo dentro de poco.
Petrovsky soltó una imprecación en ruso.
—Nosotros también podemos hacerlo. Voy a traer cientos de guerreros de Rusia.
—Demasiado tarde. El sol ya ha salido en Rusia. Puedes llamar, pero no van a responder al teléfono —dijo Roman, y oyó las risas de sus amigos. Sin embargo, su siguiente propuesta no iba a parecerles tan divertida—. Sin embargo, ya que estás dispuesto a negociar, tengo una oferta para ti.
—¿Qué oferta?
Angus, Connor y Jean-Luc se acercaron al escritorio de Roman con una expresión de recelo.
—¿Qué es lo que más deseas en la vida? —preguntó él—. ¿Hay algo que desees más que matar a Shanna Whelan o a unos cuantos escoceses?
Petrovsky se rio.
—Me gustaría sacarte el corazón y asarlo en una hoguera.
—Muy bien, pues voy a darte la oportunidad de conseguirlo. Vamos a acabar con esto de una vez por todas. Solos tú y yo.
Angus se inclinó sobre el escritorio y susurró:
—¿Qué estás diciendo, Roman? No podemos permitir que luches tú solo.
—Que luchen nuestros guerreros —dijo Jean-Luc—. Es una victoria segura.
Roman tapó el auricular con la mano.
—Es la mejor forma de hacer las cosas. No tendremos que arriesgar la vida de nadie.
Connor frunció el ceño.
—¿Qué es lo que quieres decir, Draganesti? —le preguntó Petrovsky, desde el otro extremo de la línea—. ¿Es que te vas a entregar?
—No —respondió Roman—. Te estoy proponiendo un duelo con espadas de plata. El combate no terminará hasta que uno de los dos se haya convertido en polvo.
—¿Y qué consigo yo por ganar, aparte del placer de matarte?
—Aceptas mi muerte como pago a cambio de la seguridad de mis empleados, de mi aquelarre, de los escoceses y de Shanna Whelan. No atacarás a ninguno de ellos.
—¡No! —exclamó Angus, y dio un puñetazo en la mesa—. No vas a hacer esto.
Roman alzó una mano para silenciar las posibles protestas de sus amigos.
—Qué noble por tu parte —dijo Petrovsky, en un tono despreciativo—. Pero, eso no sería muy divertido para mí, ¿no te parece? Yo quiero una victoria para los Verdaderos.
Roman lo sopesó.
—De acuerdo. Si muero esta noche, se terminará la producción de la Cocina de Fusión para vampiros —dijo. Después de todo, él ya no estaría allí para inventar las fórmulas.
—¿Y la sangre sintética? —preguntó Petrovsky.
—No. La sangre sintética sirve para salvar vidas humanas. ¿No quieres que haya muchos mortales pululando por ahí?
Petrovsky gruñó.
—Está bien. Te atravieso el corazón y acabo con esa asquerosa Cocina de Fusión. A las dos de la madrugada, en Central Park, East Green. Allí nos vemos.
—Espera un minuto —lo interrumpió Roman—. No hemos hablado de cuál sería mi premio.
—No es necesario. No vas a ganar.
—Cuando gane, tu gente debe prometer que no volverá a hacerle daño a la mía. Eso incluye a mis empleados, tanto vampiros como humanos, a los escoceses y a Shanna Whelan.
—¿Qué? Entonces, tu gente estará a salvo, mueras o vivas. Eso es inaceptable.
—Es mi única condición —respondió Roman—. Si quieres tener una oportunidad de matarme y de acabar con la Cocina de Fusión, es esta.
Mientras Petrovsky lo pensaba, Angus y Jean-Luc protestaron.
—Esto es una locura, mon ami —le susurró furiosamente Jean-Luc—. ¿Cuándo practicaste por última vez con la espada?
Roman ni siquiera lo recordaba.
—Me adiestraste durante doscientos años. Puedo hacerlo.
—Pero has perdido la práctica, amigo —le dijo Angus, con una mirada de cólera—. Llevas demasiado tiempo encerrado en tu laboratorio.
—Exactement —dijo Jean-Luc—. Yo iré en tu lugar.
—No —dijo Roman—. Yo te convertí en vampiro, y no voy a poner en peligro tu alma inmortal.
Jean-Luc entrecerró los ojos.
—Ese es el problema. Todavía te sientes culpable por habernos transformado.
—Maldita sea —gruñó Angus—. Nosotros somos quienes decidimos si arriesgamos el alma o no. ¿Quién demonios te crees que eres?
Roman los ignoró, y retomó la conversación con Petrovsky.
—Iremos solos, Petrovsky. Nadie más que tú y yo, y solo podrá sobrevivir uno. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, pero solo porque llevo quinientos años queriendo matarte. Reza, monje. Esta noche vas a morir —dijo Petrovsky, y colgó.
Roman colgó también, y se puso en pie.
—No puedes hacer esto —le gritó Angus—. No voy a permitirlo.
Roman le puso una mano en el hombro a su amigo.
—Es decisión mía, Angus. Salvará la vida de mis amigos.
—Yo soy el mejor espadachín de los tres —dijo Jean-Luc—. Exijo ir en tu lugar. Estoy en mi derecho.
—No te preocupes, Jean-Luc —respondió Roman—. Me enseñaste muy bien. ¿No fui yo quien le dio el golpe mortal a Casimir?
Jean-Luc lo fulminó con la mirada.
—Solo porque yo te estaba cubriendo la espalda.
—Lo que dices no es de sentido común —insistió Angus—. Estás demasiado consternado porque te haya dejado esa muchacha, y no puedes pensar con claridad.
Roman tragó saliva. ¿Y si había algo de verdad en lo que había dicho Angus? ¿Estaría dispuesto a correr un riesgo tan grande si Shanna estuviera allí con él? De todos modos, su intención no era suicidarse, porque tenía la intención de salir victorioso de aquel duelo. La muerte de Petrovsky le haría un daño considerable al movimiento de los vampiros descontentos, pero no le pondría fin. Él debía sobrevivir para poder seguir protegiendo a los suyos.
—La decisión está tomada —dijo.
—Yo seré tu padrino —anunció Connor.
—No. Petrovsky y yo hemos acordado que iríamos solos.
—Él no va a respetar el trato —dijo Angus—. No es de confianza, y lo sabes.
—Yo no voy a incumplir el trato. Y vosotros tampoco —sentenció Roman—. No sabéis dónde vamos a encontrarnos. Y no me vais a seguir.
Ellos lo miraron con desesperación. Angus abrió la boca para protestar.
—Prometed que no vais a seguirme —dijo Roman, antes de que pudiera hablar.
—Está bien —dijo Angus, con una expresión afligida, mirando a los demás—. Tienes nuestra palabra.
Roman se dirigió hacia la puerta.
—Una vez quisiste salvar a un pueblo entero y, a causa del orgullo, caíste en las garras de Casimir. Y ahora, quieres salvarnos a todos nosotros.
Roman se detuvo a medio camino y miró a Angus.
—Esto no es lo mismo.
—¿Estás seguro? —respondió Angus—. Ten cuidado, amigo mío. El orgullo ya ha sido tu perdición otra vez.
Shanna se incorporó en la cama y miró a su alrededor.
—¿Estás bien? —le preguntó Austin.
—Eh… Sí, estoy bien. Debo de haberme quedado dormida —dijo ella.
Estaba en la habitación del hotel, con sus dos guardianes. Al poco de llegar, una mujer joven, de pelo moreno, había acudido como refuerzo de Austin. El reloj del despertador que había en la mesilla marcaba las ocho y veinte de la noche. Demonios, había estado demasiado tiempo dormida. Sin embargo, era lógico que estuviera exhausta después de haber pasado la noche anterior en vela.
—¿Ha oscurecido?
—Claro —dijo Austin, y le señaló una pizza que había en la mesa, junto a la mujer y a él—. ¿Quieres comer un poco?
—Dentro de un rato —respondió ella.
Así pues, Roman ya se habría despertado. ¿Estaría haciendo los preparativos para la guerra contra los rusos? Ojalá pudiera hablar con él, solo para saber si estaba bien. Su padre le había confiscado el teléfono móvil. Miró el teléfono que había en la mesilla. Estaba desconectado. Austin lo había desenchufado al llegar a la habitación. Obviamente, no confiaban en ella. Y ella no podía quejarse, porque tenían razón. A la más mínima oportunidad, iba a marcharse con Roman.
—Hola, yo soy Alyssa —dijo la muchacha—. Tu padre me ha pedido que te trajera algo de ropa de tu apartamento —añadió, y señaló una maleta pequeña que había a los pies de la cama.
Shanna reconoció su viejo equipaje.
—Gracias.
—Hemos arreglado la televisión para poder ver la cadena CDV —dijo Austin; tomó el mando a distancia y subió el volumen—. La explosión de la bomba en Romatech es la principal noticia de los informativos. Se preguntan si Draganesti se va a vengar esta noche.
—Esta televisión vampírica es asombrosa —dijo Alyssa—. Tienen culebrones, como nosotros. ¿Y qué demonios es eso de Chocolood?
—Una bebida de chocolate y sangre —respondió Shanna—. Tiene mucha aceptación entre las mujeres, pero he oído que engorda mucho.
Alyssa se echó a reír.
—¡Me estás tomando el pelo!
—No. De hecho, Roman ha inventado una bebida nueva para intentar solucionar ese problema. Se llama Blood Lite.
Al oír aquello, los dos agentes se echaron a reír.
Austin cabeceó.
—No son para nada como me esperaba.
—Yo tampoco me los esperaba así —dijo Alyssa, después de tragar un bocado de pizza—. Creía que serían blancos y viscosos, pero tienen un aspecto muy normal.
—Sí —dijo Austin—. Y tienen una cultura muy diferente a la nuestra, pero, de todos modos, parece tan… humana…
—Son humanos. Sienten dolor, miedo y… amor —dijo Shanna, y se preguntó qué estaría sintiendo Roman en aquel momento.
—Bueno, pues que tu padre no te oiga decir eso —respondió Alyssa—. Él piensa que son una panda de psicópatas.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó Shanna.
—Vigilando la casa de Petrovsky, como de costumbre —contestó Austin—. Odia a los rusos con todas sus fuerzas, sobre todo desde que intentaron matarte en el restaurante.
Shanna pestañeó.
—¿Cómo?
—Qué metepatas eres, Austin —murmuró Alyssa.
—Pensaba que lo sabía —respondió Austin a su compañera, y se volvió hacia Shanna—. ¿No te lo dijeron los del FBI?
—¿Decirme qué? —preguntó Shanna, con el corazón en un puño—. ¿Estás diciendo que el asesinato de mi amiga no fue algo accidental?
—No. Fue una venganza. Tu padre metió a algunos peces gordos de la mafia rusa en la cárcel. Sacaron a tu familia de Rusia en secreto, en un avión, y nadie sabe dónde están. La mafia rusa quiso vengarse, y tú eras la única persona de la familia de tu padre a la que pudieron encontrar.
Shanna se mareó.
—¿Querían matarme a mí? ¿Karen murió por mi culpa?
—No es culpa tuya —dijo Alyssa—. Tú te convertiste en su objetivo por ser hija de Sean Whelan.
—Dadas las circunstancias —continuó Austin—, lo mejor que puedes hacer para continuar con vida es trabajar en nuestro equipo. Estarás ilocalizable, y recibirás un buen entrenamiento defensivo.
Shanna se dejó caer boca arriba, en la cama, y se quedó mirando al techo. Durante todo aquel tiempo había estado pensando que lo que había ocurrido aquella noche en el restaurante había sido una horrible casualidad: Karen y ella estaban en el peor sitio y en el peor momento. Sin embargo, el blanco de la mafia era ella; ella era la que debía haber muerto, y no Karen.
—¿Estás bien? —le preguntó Alyssa.
—Me siento muy mal por la muerte de Karen. Tenía que haber sido yo.
—Bueno —dijo Austin, mientras abría una lata de refresco—, si te sirve de consuelo, la mafia os habría matado a las dos si te hubieran visto a ti. No habrían dejado testigos.
Eso no la consolaba en absoluto. Shanna cerró los ojos.
«¿Shanna? ¿Dónde estás?».
A ella se le escapó un jadeo, y se incorporó de golpe. Austin y Alyssa se quedaron mirándola.
—Eh, tengo que ir un momento al baño —dijo.
Rápidamente, se levantó y entró en el cuarto de baño de la habitación. Dios Santo, ¿Roman estaba intentando ponerse en contacto con ella? ¿Era su conexión mental tan fuerte como para funcionar a distancia? Abrió los grifos de ambos lavabos para ocultar el sonido de su voz.
—Roman, ¿me oyes?
«Sí. Estoy aquí. ¿Dónde estás tú?».
—En un hotel, con dos de los miembros del equipo de mi padre.
«¿Estás prisionera, o quieres estar allí?».
—Por ahora estoy bien. No te preocupes por mí. ¿Y tú? ¿Vas a ir a la guerra esta noche?
«La disputa terminará esta noche. ¿Por qué… por qué llamaste a tu padre? Pensaba que querías quedarte conmigo».
—No lo llamé. Él estaba vigilando la casa de Petrovsky en un coche, y me vio entrar. Pensó que estaba en peligro, así que entró a rescatarme.
«¿Y vas a quedarte con él?».
—Preferiría estar contigo, pero, si quedarme aquí ayuda a protegerte…
«¡No necesito tu protección!».
Su voz de furia reverberó en la mente de Shanna durante unos segundos.
—Roman, siempre te querré. Nunca te traicionaría.
La conexión se hizo muy tensa.
—¿Roman? ¿Sigues ahí?
Una nueva emoción se apoderó de la conexión. Desesperanza. Roman estaba sufriendo. Shanna se apretó el crucifijo de plata contra el pecho.
«Si sobrevivo esta noche, ¿volverás conmigo?».
¿Si sobrevivía?
—Roman, ¿qué estás diciendo? ¿Vas a ir a la guerra?
«¿Volverás conmigo?».
—¡Sí! Sí, volveré. Pero, Roman, no te pongas en peligro, por favor —le rogó ella, apretando con fuerza la cruz.
No hubo respuesta.
—¡Roman! ¡No te vayas! —gritó ella.
Al oír que llamaban a la puerta del baño, se sobresaltó.
—¡Shanna! —gritó Austin—. ¿Estás bien?
—Sí, sí —respondió ella.
Después se concentró en mandar un mensaje mental.
«Roman. Roman, ¿me oyes?».
No obtuvo contestación. La conexión se había interrumpido.
Y Roman se había marchado.
No podía ser una cuestión de orgullo. Angus tenía que estar equivocado. Roman sabía que Jean-Luc era mucho mejor que él con la espada, y que Angus era mejor soldado. Así pues, ¿cómo iba a ser el orgullo lo que le empujaba a elegir aquel camino? No lo sabía. Solo sabía que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por salvar a su gente y a Shanna. Él había transformado en vampiros a muchos de aquellos escoceses; incluso a Jean-Luc y a Angus. Él los había condenado a pasar toda la eternidad en el infierno, si morían. Y no iba a permitir que sucediera eso, aunque para ello tuviera que morir él mismo y cumplir la condena eterna.
Poco después de las once, Roman subió los escalones de piedra y abrió la pesada puerta de madera de una iglesia. Sus pasos resonaron en el vestíbulo vacío. Las llamas de los cirios relucían suavemente bajo las imágenes. Las estatuas de los santos y de la Virgen lo miraban, preguntándose cuál era el motivo de su presencia en la casa de Dios. Él también se la cuestionaba. ¿Qué pensaba conseguir allí?
Se persignó y alargó el brazo para tocar el agua bendita. Hizo una pausa, con la mano sobre la pila. Comenzó a formarse un remolino, y el agua hirvió. El vapor ascendió rápidamente y le calentó la piel.
Roman apartó la mano. La necesitaba en perfectas condiciones para el duelo a espada. Cuando el agua dejó de borbotear, él se hundió en la desesperación. Acababa de recibir la respuesta a su pregunta: su alma estaba condenada.
La puerta se abrió y se cerró tras él. Roman se giró rápidamente; cuando vio quién había entrado, se relajó.
Connor, Gregori y Laszlo lo miraron con timidez.
—Creía que lo había dejado bien claro. No debía seguirme nadie.
Connor se encogió de hombros.
—Sabíamos que podíamos seguirte hasta aquí. No vas a batirte a duelo en una iglesia, ¿no?
—Además —dijo Gregori—. Íbamos a venir aquí de todos modos. Queríamos rezar por ti.
—Sí —dijo Laszlo, y se santiguó—. Hemos venido a rezar.
Roman dio un resoplido.
—Rezad todo lo que queráis. Para lo que va a servir…
Recorrió el pasillo central hasta uno de los confesionarios, y se arrodilló ante la celosía.
Distinguió la silueta de un cura en la penumbra. Parecía un sacerdote anciano, y estaba encorvado.
—Ave María purísima —dijo. Giró un poco la cara, y farfulló para decir la primera parte de la frase—. Hace quinientos catorce años que no me confieso.
—¿Cuánto? —le preguntó una voz anciana. El cura carraspeó—. ¿Catorce años?
—Hace mucho tiempo. He roto mis votos ante Dios. He cometido muchos pecados. Y tal vez, esta noche, deje de existir.
—¿Estás enfermo, hijo mío?
—No. Esta noche voy a arriesgar la vida para salvar a mi gente —dijo Roman, y apoyó la cabeza en la rejilla de madera—. Pero no estoy seguro de si el bien puede triunfar sobre el mal, ni siquiera de si soy bueno. Dios me ha abandonado, así que, seguramente, yo también soy malo.
—¿Por qué piensas que Dios te ha abandonado?
—Una vez, hace mucho tiempo, pensé que podía salvar a un pueblo entero, pero sucumbí al pecado del orgullo y me hundí en la oscuridad. Y allí he permanecido siempre.
El cura volvió a carraspear, y se movió en la silla. Roman pensó que su historia debía de sonar muy extraña. Había perdido el tiempo yendo allí. ¿Qué era lo que estaba esperando encontrar?
—Vamos a ver si lo entiendo —dijo el cura—. La primera vez que intentaste salvar a la gente, ¿estabas seguro de tu victoria?
—Sí. En mi orgullo, pensaba que no podía fracasar.
—Entonces, no estabas arriesgando nada. Y esta noche, ¿estás seguro de tu victoria?
—No, no lo estoy.
—Entonces, ¿por qué vas a arriesgar la vida?
A Roman se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No puedo soportar que ellos arriesguen la suya. Yo… los quiero.
El sacerdote tomó aire.
—Ahí tienes la respuesta —dijo—. No vas a hacerlo por orgullo, sino por amor. Y, como el amor proviene de nuestro Padre, Él no te ha abandonado.
Roman soltó un resoplido.
—Padre, usted no entiende la magnitud de mis pecados.
—Tal vez tú no entiendas la magnitud del perdón de Dios.
A Roman se le cayó una lágrima por la mejilla.
—Ojalá pudiera creerlo, Padre. Pero he cometido tantos pecados… Temo que sea demasiado tarde para mí.
El sacerdote se inclinó hacia la celosía.
—Hijo mío, para un hombre que siente verdadero arrepentimiento, nunca es demasiado tarde. Rezaré por ti esta noche.