Después de medianoche, sonó el teléfono de Austin. Por el tono tan respetuoso con el que hablaba, y la forma en que la miraba, Shanna sospechó que estaba hablando con su padre. Ella llevaba toda la noche preocupándose por una posible guerra entre vampiros. Sus intentos de ponerse en contacto mentalmente con Roman habían fracasado.
—Lo entiendo, señor —dijo Austin, y le entregó el teléfono a Shanna—. Tu padre quiere hablar contigo.
Ella se lo puso en la oreja.
—¿Sí, papá?
—Shanna, se me ha ocurrido que querrías saber lo que está pasando. Tenemos pinchado el teléfono de Petrovsky, así que le hemos oído hablar con Draganesti.
—¿Y qué ocurre? ¿Van a ir a la guerra?
—Bueno, parece que Draganesti está preparado. Ha dicho que tiene doscientos soldados. Petrovsky lleva toda la noche al teléfono, ordenándoles a sus seguidores que se presenten. Creemos que tiene cincuenta, como máximo.
Shanna exhaló un suspiro de alivio.
—Roman es muy superior en número.
—Bueno, no exactamente. Verás, Draganesti hizo un trato con Petrovsky: van a reunirse en Central Park y, en vez de hacer una guerra, se supone que ellos dos van a batirse en un duelo a muerte.
A Shanna le fallaron las rodillas, y cayó sobre la cama.
—¿Qué?
—Sí, se supone que se van a encontrar a solas en East Green a las dos de la madrugada. Espadas de plata, y solo uno de ellos puede quedar con vida.
Shanna se quedó sin aire. ¿Roman iba a luchar a muerte con Draganesti?
—No… no puede ser cierto. Tenemos que pararlo.
—No creo que podamos, cariño. Pero estoy un poco preocupado por tu amigo. Verás, Petrovsky les ha ordenado a todos sus hombres que aparezcan esta noche y, que sepamos, Draganesti va a acudir a la cita solo. Pero Petrovsky va a llevarse a todo un ejército.
Shanna jadeó.
—Oh, Dios mío.
—Cuando escuchamos, nos dimos cuenta de que la gente de Draganesti no sabe que va a haber un duelo, así que no van a poder ayudarle. Es un poco triste. A mí me parece un asesinato.
Shanna pensó en la conversación: dos de la madrugada, East Green, Central Park. Tenía que avisar a los escoceses.
—Tengo que colgar, cariño. Solo quería ponerte al tanto de todo. Adiós.
—Adiós —dijo Shanna, y agarró con fuerza el auricular. Miró a Austin y a Alyssa, y anunció—: Tengo que hacer una llamada.
—Eso no podemos permitírtelo, Shanna.
Austin se tumbó en la segunda cama.
—¿Qué tiene de malo? Incluso a los presos se les permite hacer una llamada.
Alyssa se giró hacia él.
—¿Estás loco?
—No —dijo Austin, mirándola fijamente.
Shanna marcó de inmediato el número de casa de Roman. Sabía que aquello era muy raro, demasiado conveniente. Primero, su padre le daba toda la información y, después, Austin le permitía hacer una llamada. Sin embargo, pasara lo que pasara, tenía que salvar a Roman.
—¿Diga?
—Connor, ¿eres tú?
—Sí. ¿Shanna? Estamos preocupados por ti.
—¿Puedes… eh… hacer eso del teléfono?
—¿Teletransportarme? Sí. ¿Dónde estás?
—En la habitación de un hotel. Date prisa. Sigo hablando —dijo Shanna, y miró a Austin y a Alyssa—. Aquí hay otras dos personas, pero no creo que…
Connor apareció a su lado.
—¡Madre mía! —exclamó Austin, y se levantó rápidamente de la cama, alejándose de ellos.
Alyssa se quedó boquiabierta.
—Siento la intromisión —dijo Connor, y le quitó el teléfono a Shanna—. Ian, ¿estás ahí?
—Lleva… lleva un kilt —susurró Alyssa.
—Sí, eso es lo que llevo —dijo Connor, y miró a la agente de la CIA—. Y tú eres una chica muy guapa.
Alyssa tartamudeó.
—¿Cómo demonios has hecho eso? —le preguntó Austin.
—Pues… del mismo modo que voy a hacer esto otro —dijo Connor, y rodeó a Shanna con un brazo. Ella se agarró a él justo cuando todo se volvía negro a su alrededor.
Cuando la oscuridad desapareció, se vio en el vestíbulo de casa de Roman. El primer piso estaba lleno de escoceses de las Highlands, armados hasta los dientes. Se paseaban de un lado a otro con un aire de frustración.
Angus MacKay se acercó a ella.
—Connor, ¿por qué la has traído aquí?
Antes de que Connor pudiera responder, Shanna intervino:
—Tengo noticias. Roman y Petrovsky se van a batir en duelo esta noche.
—Eso no es ninguna noticia, muchacha —le dijo Connor, mirándola con tristeza.
—¡Pero es que Petrovsky se va a llevar a su ejército! Tenéis que ayudar a Roman.
—Demonios —murmuró Angus—. Sabía que ese desgraciado no iba a cumplir su palabra.
—¿Cómo lo sabes, Shanna? —preguntó Connor.
—Mi padre tiene micrófonos en la casa de Petrovsky. Oyó sus planes, y me lo contó todo. Tenía que avisaros. Roman se va a reunir con Petrovsky en East Green, en Central Park, a las dos de la madrugada.
Los escoceses se miraron con desesperación.
Angus cabeceó.
—No podemos hacer nada, muchacha. Le prometimos que no íbamos a seguirlo.
—¡Yo no voy a dejarle solo! —exclamó Shanna, y tomó la espada de Connor—. No le he prometido nada, así que voy a ir.
—Espera —le gritó Connor—. Si Shanna va, nosotros podemos seguirla. No le hemos prometido nada de que no fuéramos a hacer eso.
—Es cierto —dijo Angus, sonriendo—. Y la chica necesita nuestra protección. Seguro que Roman quiere que la sigamos.
—¡Muy bien! —dijo Shanna, espada en alto—. ¡Seguidme!
La pequeña chispa de esperanza que Roman había sentido después de la confesión se apagó rápidamente cuando llegó a East Green. Petrovsky había incumplido su acuerdo, y no estaba solo.
Su aquelarre había formado un semicírculo tras él. Había unos cincuenta vampiros, la mayoría, hombres. Unos doce de ellos portaban antorchas.
Petrovsky dio un paso adelante.
—Será un placer matarte.
Roman agarró la empuñadura de su espada.
—Ya veo que tenías miedo de venir solo. Incluso te has traído a algunas mujeres, para que te limpien la nariz.
—No tengo miedo. He dado mi palabra de que no iba a herir a ninguno de tus seguidores, pero no he prometido que mis seguidores no te ataquen a ti si yo muero. Así que, ya ves, Draganesti, esta noche vas a morir de un modo u otro.
Roman tragó saliva. Eso ya se lo había imaginado. Las plegarias de un sacerdote y tres amigos no eran suficientes. Dios lo había abandonado hacía mucho tiempo.
—¿Estás listo? —le preguntó Petrovsky, y desenvainó la espada.
Roman también sacó su espada. Era un regalo de Jean-Luc. Tenía la hoja de acero revestido de plata, y estaba muy afilada. La empuñadura de acero puro se adaptaba perfectamente a su mano. Hizo un movimiento cortante en el aire, y saludó a Petrovsky. Se permitió pensar, por última vez, en Shanna, y después se concentró en una única cosa: sobrevivir.
Mientras Shanna corría hacia East Green, oía el entrechocar del metal. El sonido era aterrador, pero le daba esperanzas. Si Roman estaba luchando, todavía estaba con vida.
—¡Alto! —ordenó Angus, y se interpuso en su camino—. Se supone que tenemos que seguirte, muchacha, pero tenemos que hacer esto más rápidamente —añadió, y la tomó en brazos.
Los árboles pasaban a su lado emborronados, y Shanna se aferró con fuerza a Angus. Los escoceses avanzaron con la velocidad vampírica por el parque, hasta que llegaron al borde del claro.
Angus la dejó en el suelo.
—Siento haberte juzgado mal. Toma —le dijo, y le entregó una espada—. Ahora, te seguiremos a ti.
—Gracias —respondió ella, y entró al claro.
Los guerreros tomaron posiciones a su espalda, conducidos por Angus MacKay y Jean-Luc Echarpe. Roman y Petrovsky estaban en medio del claro, moviéndose en círculos. Parecía que Roman estaba indemne; sin embargo, Ivan tenía varios cortes en la ropa, y sangraba por una herida del brazo izquierdo.
Petrovsky la miró y soltó una maldición.
—¡Bastardo, la has tenido en tu poder todo el tiempo! ¡Y has traído a tu ejército!
Roman dio un paso atrás y miró rápidamente a Shanna y a los Highlanders. Se concentró, de nuevo, en Petrovsky, pero gritó:
—¡Angus, me diste tu palabra de que no ibas a seguirme!
—No te hemos seguido —respondió Angus—. No sabíamos que estabas aquí. Hemos seguido a la chica.
Roman dio un salto a la derecha para esquivar una carga de Petrovsky. Dio un rápido giro y le propinó una estocada al ruso en la cadera. Ivan gritó y se apretó la herida con una mano.
—¡Shanna! —gritó Roman—. ¡Márchate de aquí!
—No pienso dejarte solo —dijo ella, y dio un paso hacia delante—. Y no voy a dejar que mueras.
Ivan se miró la sangre que tenía en la mano.
—¿Crees que estás ganando, Draganesti? Pues te equivocas, al igual que te equivocaste con Casimir.
Roman hizo un círculo a su alrededor.
—Casimir está muerto.
—¿Tú crees? ¿Lo viste morir?
—Cayó un momento antes del amanecer.
—Y tus amigos y tú os fuisteis corriendo a un refugio. Así pues, no viste lo que ocurrió después. Yo me llevé a Casimir a mi guarida secreta.
Se oyeron jadeos y gritos ahogados entre los Highlanders.
—Mientes —susurró Roman, que se había quedado pálido—. Casimir está muerto.
—¡Vive, y está reuniendo un gran ejército para vengarse! —gritó Ivan.
Entonces, lanzó una estocada y le hizo un corte a Roman en el estómago. La sangre brotó de la herida y él se tambaleó hacia atrás.
Shanna gritó al ver sangrar a Roman. Tras él, dos rusos desenvainaron sus armas.
—¡Roman! ¡Cuidado! —le advirtió ella, y echó a correr hacia él.
Angus la atrapó rápidamente.
—No, muchacha.
Roman se dio la vuelta para defenderse de los rusos.
Ivan fulminó a Shanna con la mirada.
—¡Estoy harto de ti, zorra! —le gritó, y se lanzó hacia ella alzando la espada con ambas manos.
Angus la empujó tras él y desenvainó, pero Jean-Luc se adelantó con la espada en alto y la abatió sobre Ivan. Sus armas chocaron violentamente, e Ivan se tambaleó hacia atrás. Jean-Luc lanzó una serie de ataques hacia delante y obligó a Ivan a retroceder.
Shanna dio un grito al ver a Roman atravesarle el corazón a uno de sus atacantes rusos. El hombre cayó al suelo y se convirtió en polvo. El otro ruso dejó caer la espada y se retiró.
Roman se acercó a Shanna.
—Angus, llévatela a casa —dijo, mientras se apretaba la herida del estómago con una mano.
Shanna intentó correr hacia él, pero Angus la sujetó.
—Roman, ven con nosotros. Estás herido.
Él apretó los dientes.
—Tengo que terminar un asunto —dijo, y cargó contra Petrovsky.
Jean-Luc saltó hacia atrás justo cuando la espada de Roman chocaba contra la de Ivan. Con un movimiento rápido, Roman consiguió arrancarle a Petrovsky la espada de la mano. El arma voló por los aires y cayó cerca de uno de los rusos.
Ivan corrió hacia su espada. Roman pudo herirle en la parte posterior de las piernas, y Petrovsky cayó. Rodó por el suelo, pero Roman ya estaba al otro lado y le apuntó al corazón con la espada.
—Has perdido —dijo Roman.
Ivan miró frenéticamente a su alrededor.
Roman apretó la punta de la espada en el pecho de Ivan.
—Jura que tu aquelarre y tú nunca haréis daño a mi gente.
Ivan tragó saliva.
—Lo juro.
—Y que dejarás de cometer atentados contra mis fábricas.
Ivan asintió.
—Si lo juro, ¿no me matarás?
Jean-Luc se acercó.
—Tiene que morir, Roman.
—Sí —dijo Angus—. No se puede confiar en él.
Roman respiró profundamente.
—Si él muere, alguien ocupará su lugar y ejercerá el liderazgo de los descontentos. Su aquelarre continuará aterrorizándonos. Pero, si dejamos que Petrovsky viva, tendrá que cumplir su palabra, ¿no es así?
—Claro —dijo Ivan—. Cumpliré mi palabra.
—Por supuesto que lo harás —dijo Roman, con una sonrisa—. O te buscaré durante el día, cuando estés indefenso, y te mataré. ¿Entendido?
—Sí —dijo Ivan, y se puso en pie lentamente.
Roman retrocedió.
—Entonces, hemos terminado aquí.
Uno de los rusos se lanzó hacia delante y tomó del suelo la espada de Ivan.
—Creo que esto te pertenece —dijo, y atravesó a Ivan por el estómago.
Ivan se tambaleó hacia atrás.
—¿Alek? ¿Por qué me has traicionado? —preguntó, mientras caía de rodillas—. ¡Bastardo! ¡Ansías mi poder, mi aquelarre!
—No —dijo Alek, con una mirada de odio—. Quiero a tus mujeres.
Ivan cayó al suelo, agarrándose el estómago.
—Idiota —dijo una vampiresa, caminando hacia él, con una estaca de madera en la mano—. Siempre me has tratado como a una puta.
Ivan jadeó para intentar tomar aire.
—Galina, idiota, tú eres puta.
Otra vampiresa se adelantó mientras sacaba otra estaca de su cinturón.
—No volverás a llamarnos putas. Vamos a hacernos cargo de tu aquelarre.
—¿Qué? —preguntó Ivan, mientras se arrastraba por la hierba, huyendo de las dos mujeres que se le acercaban—. Katya, Galina, ¡basta! ¡No podéis dirigir un aquelarre! Sois demasiado estúpidas.
—Nunca hemos sido estúpidas —dijo Galina, arrodillándose a su lado—. Podré estar con todos los hombres que quiera.
Katya se arrodilló al otro lado.
—Y yo seré como Catalina la Grande —dijo, y miró a Galina—. ¿Lo hacemos ya?
Las dos mujeres le clavaron las estacas en el corazón a Ivan.
—¡No! —gritó el vampiro, antes de convertirse en polvo.
Las mujeres se levantaron y se encararon con los escoceses.
—¿Una tregua, por ahora? —sugirió Katya.
—De acuerdo —dijo Angus.
Los rusos desaparecieron en la oscuridad de la noche.
Todo había terminado.
Shanna sonrió a Roman. Estaba temblando.
—Esto sí que ha sido raro. Vamos, levanta los brazos para que podamos vendarte la herida.
Connor le vendó el estómago a Roman, y ató el vendaje a su espalda. Después, sacó una botella de sangre de su escarcela y se la dio.
—Gracias —dijo Roman, y tomó un trago de la bebida. Entonces, le dijo a Shanna—: Nosotros dos tenemos que hablar.
—Claro que tenemos que hablar. Ni se te ocurra aceptar nunca más un reto a muerte. Si lo haces, te encerraré en la habitación de plata y tiraré la llave al mar.
Él sonrió mientras la abrazaba.
—Me encanta que seas tan autoritaria.
—¡Suéltala! —gritó alguien.
Shanna se giró y vio a su padre, que se acercaba con una linterna. Detrás de él llegaban Garrett, Austin y Alyssa, todos ellos con una linterna y con una pistola de plata. Llevaban un cinto lleno de estacas de madera. Se detuvieron a cierta distancia e inspeccionaron la escena. Sus luces se movían de un lado a otro.
Su padre iluminó un montón de polvo.
—Espero que sea Petrovsky.
—Sí —dijo Angus—. ¿Y tú eres Sean Whelan?
—Sí —respondió Sean, mientras localizaba el segundo montón—. ¿Otro ruso?
—Sí —dijo Roman—. Yo lo maté.
Con un suspiro, Shanna miró a su alrededor por el claro.
—No es exactamente el resultado que esperaba. Solo dos muertos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Shanna.
—Has cumplido muy bien tu parte, hija. Sé que estás bajo la influencia de esa horrenda criatura, y le dije a Austin que te permitiera utilizar el teléfono. Sabía que avisarías a los amigos de Draganesti.
—Esperabas que hubiera una guerra —dijo Roman, y estrechó a Shanna entre sus brazos—. Esperabas que muriéramos casi todos.
—Para nosotros habría significado mucho menos trabajo —dijo Sean, encogiéndose de hombros—. Pero os cazaremos, tenéis mi palabra.
Jean-Luc alzó la espada.
—Decir eso es una tontería, cuando sois muy inferiores en número.
—Sí —dijo Angus, acercándose a ellos—. Lo que no entendéis es que nos necesitáis. Hay un vampiro perverso reuniendo un ejército en estos momentos. No podréis vencer a Casimir sin nuestra ayuda.
Sean entrecerró los ojos.
—No he oído hablar de ese tal Casimir. ¿Y por qué iba a creerme lo que me diga un demonio?
—Es cierto, papá —gritó Shanna—. Necesitas a estos nombres.
—¡No son hombres! —respondió Sean—. Y, ahora, apártate de ese monstruo y ven conmigo.
Roman carraspeó.
—Supongo que no es buen momento para pedirle la mano de su hija, ¿verdad?
Sean se sacó una estaca de madera del cinto.
—¡Antes nos veremos en el infierno!
Roman se estremeció.
—No, no es buen momento —dijo.
Shanna le acarició la mejilla y sonrió.
—A mí me parece un momento perfecto.
—Shanna, intentaré darte todo lo que siempre has querido. Una casa con un jardín…
Ella se echó a reír y lo abrazó.
—Solo te necesito a ti.
—Incluso hijos —continuó Roman—. Encontraremos la forma de insertar mi ADN en un esperma vivo.
—¿Qué? ¿Tú quieres ser padre?
—Solo si tú eres la madre.
Ella sonrió.
—Entonces, ¿te das cuenta de que tienes que deshacerte del harén?
—Ya me he ocupado de eso. Gregori se las va a llevar a su casa hasta que puedan arreglárselas solas.
—Oh, qué amable por su parte —dijo Shanna—. A su madre le va a dar un ataque.
—Te quiero, Shanna —dijo Roman, y le dio un beso en los labios.
—¡Apártate de ella! —gritó Sean, y avanzó con la estaca de madera.
—¡No! —gritó Shanna, y se giró para enfrentarse a su padre.
—Shanna, ven conmigo. Este monstruo se ha apoderado de tu mente.
—No. Se ha apoderado de mi corazón —dijo ella—. Lo quiero —añadió, y se puso una mano en el pecho. Entonces, se dio cuenta de que estaba tocando el crucifijo de plata, y se giró hacia Roman—. Oh, Dios mío… Abrázame otra vez.
Él la estrechó entre sus brazos.
—¿No te hace daño? —le preguntó ella. Dio un paso atrás, y levantó la cruz—. No te ha quemado.
Roman abrió mucho los ojos, y tocó delicadamente la cruz.
—Debe de ser una señal —dijo Shanna, con los ojos llenos de lágrimas—. Dios no te ha abandonado.
Roman tomó el crucifijo y cerró el puño.
—«Tal vez no entiendas la magnitud del perdón de Dios». Eso es lo que me ha dicho esta noche un hombre sabio. No lo había creído, hasta ahora.
Shanna tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Dios no te ha abandonado nunca. Y yo tampoco lo haré.
Roman le acarició el rostro.
—Siempre voy a quererte.
Shanna se echó a reír, y las lágrimas se le derramaron por las mejillas.
—¿Sabes? Si Dios te ha perdonado, tú también vas a tener que perdonarte a ti mismo. No puedes seguir odiándote a ti mismo.
Roman estrechó a Shanna entre sus brazos.
—¡Esto no ha terminado! —gritó Sean—. Os daremos caza, uno a uno —dijo.
Después, se alejó furioso, seguido por su equipo.
—No te preocupes por mi padre —dijo Shanna, apoyando la cabeza en el hombro de Roman—. Se acostumbrará a ti.
—Entonces, ¿de verdad vas a casarte conmigo? —le preguntó Roman.
—Sí —dijo ella.
Y, cuando él la besó, oyó los vítores de los escoceses. Se acurrucó contra él.
La vida era maravillosa, incluso con aquellos que no estaban vivos.