Planteamiento

En Seldwyla –según nos relata Gottfried Keller en uno de sus cuentos– vive en casa de un maestro fabricante de peines un aprendiz cuyo carácter dista mucho del indolente y jovial modo de ser de la gente del lugar siempre dispuesta a cualquier forma de ocio. No toma parte en ninguna diversión, sino que trabaja de la mañana a la noche; no se permite realizar ningún gasto; guarda todos sus ahorros en un calcetín de un volumen ya bastante considerable. Porque alberga un «inhumano» proyecto, o tal vez es ese proyecto quien lo tiene a él cautivo –en este caso el narrador se expresa de un modo algo extraño–: ahorrar tanto como para poder comprar la tienda y establecerse él mismo como maestro peinero en Seldwyla, donde por su anémica noción de justicia vive como un extraño. Al parecer, él mismo no echa de menos nada. En invierno, eso sí, debe compartir con el resto de trabajadores la única cama grande, pero en primavera, cuando estos se van, él se queda a sus anchas, «como pez en el agua».

Sin embargo, un buen día ocurre algo extraño: llega un aprendiz que tiene exactamente su mismo carácter, un verdadero «doble» suyo, según el narrador; pero es que poco después aparece un tercero y también es así. Entre los tres tiene lugar una sorda y encarnizada lucha. No riñen ni discuten, pero se observan recelosos procurando superar a los otros con sus virtudes. La atmósfera en torno a ellos se vuelve extrañamente rígida y sin vida. «Severo y callado como un fósforo» es como yace en la cama el advenedizo y el narrador compara la manta que los cubre con un pedazo de papel que cubriera tres arenques. Nuestro pez en el agua ha perdido su alegría y su vitalidad.

El último en llegar es el más joven y por eso aún no ha tenido tiempo de ahorrar tanto como los otros. Pero este defecto lo compensa conjurando en su favor «un nuevo poder mágico»: la algo envejecida pero acaudalada hija de su lavandera, Züs Bünzli. Züs es un personaje raro. Algo más de una página necesita el narrador para describirnos su variopinto tesoro y aún más espacio para la descripción de su no menos abigarrado ajuar doméstico, dentro del cual llama la atención un templete chino que le montó un pobre artesano encuadernador de libros, pues resulta que Züs ya ha tenido varios admiradores. E iguales de abigarrados y excesivos que su tesoro y su ajuar son los «interminables» sermones a los que Züs da rienda suelta en cuanto tiene ocasión y para los cuales le sirve de alimento su heterogénea biblioteca compuesta por libros de todas las materias posibles. Pero en cuanto los otros se percatan de que su compañero corteja a la doncella Züs, ellos mismos deciden entrar en la competición. No entienden nada de mujeres ni lisonjas, ni de cómo hacer la corte; no saben ni cómo empezar y además en el fondo les resulta del todo indiferente. Pero en la habitación de Züs se comportan como locuaces y temperamentales enamorados, mientras que por la noche continúan quietos bajo las sábanas «como tres lápices» soñando el mismo sueño.

Sin embargo, una noche la embarullada fantasmagoría entra en erupción. Uno empuja a otro en sueños y este a su vez al tercero y aún medio adormilados comienzan una encarnizada lucha durante la cual todo el ovillo de sus cuerpos se cae de la cama. Ya despiertos, creen que es el diablo el que ha venido a buscarlos y permanecen gritando y tiritando hasta que el maestro acude con una vela y ellos deben admitir avergonzados que… no había sido nada. ¿No había sido nada? ¿Absolutamente nada? Han perdido su seguridad y su orientación, son como marionetas en manos de algo extraño que ha irrumpido sobre ellos. A la mañana siguiente el maestro les hace saber que tiene que despedirlos. Debido a su eficiencia los almacenes se encuentran tan llenos que los habitantes de Seldwyla están servidos de peines para décadas. Los tres compañeros se arrodillan entonces delante de él, rogándole entre lágrimas que les permita quedarse. Están incluso dispuestos a prescindir de todo el salario. En total contraste con su histriónica desesperación, el maestro reacciona con una sonrisa y la solución que les propone esconde una secreta crueldad: deberán tomar parte en una carrera cuyo punto de inicio se halla a una media hora de camino de la ciudad; el primero que llame a su puerta podrá quedarse y, según deja entrever, será además su sucesor. Se apresuran entonces a casa de Züs quien en secreto decide hacer suya la decisión del maestro, de manera que el ganador de la carrera podrá también pedir su mano. Y si ayer era el diablo quien parecía haberse manifestado, ahora es el cielo el que toma parte en la escena, de manera que cuando cada uno de ellos lee a petición de Züs pasajes de una biblia que hojean al azar, aquí y allá aparecen de algún modo aludidas las acciones de correr y de saltar. Así pues, todos aceptan y un hermoso día salen en compañía de Züs Bünzli cuyo atuendo demanda del narrador de nuevo una página entera. Se siguen a continuación los más extraños diálogos y situaciones hasta que a través de su poder mágico, la cortejada Züs Bünzli consigue, haciendo uso de su sonrisa, sus brazos y sus piernas, dar lugar a una última escena de armonía. El narrador solo ve comparable su habilidad a la de uno de aquellos virtuosos «que tocan muchos instrumentos a la vez: con la cabeza accionan un juego de campanas, con la boca soplan una flauta de pan, con las manos tocan la guitarra, con las rodillas chocan unos platillos, con el pie un triángulo y con el codo un tambor que llevan colgado a la espalda», una escena que en su turbulento amontonamiento, parece haber escapado a todo orden.

A Züs Bünzli le trae en principio sin cuidado quién ganará la carrera y logrará su mano; tan solo no debería ser el más joven, pues es el que dispone de menos caudal, de manera que frente a él –pero este es el momento en que su retrato se transforma– hace uso de todas sus armas femeninas –miradas, suspiros y seducción– hasta lograr que, confiado en la juventud de sus pies, se quede con ella rezagado a la sombra del bosque mientras los otros dos ya se han marchado. Sin embargo, en este punto la embaucadora se convierte en embaucada: en el transcurso del juego, pierde el «compás»: «su corazón bullía asustado e indefenso como un escarabajo boca arriba y Dietrich lo conquistó completamente». Cuando pasado un rato toman el camino a Seldwyla, ya se han prometido. Y aun cuando entran en la casa del maestro, es Dietrich el primero de los tres en llegar y el maestro, endeudado, llega a aceptar con gusto la propuesta de venderles su negocio. Aún así, la situación sufre otro revés. Dietrich no podrá disfrutar mucho de su victoria: Züs Bünzli será quien lleve la batuta de su casa.

Así nos hemos adentrado en conocidos esquemas literarios y en un mundo cómico, contemplado también en parte desde el punto de vista de la sátira, del que nos reímos inopinadamente. ¿Pero qué ha sido entretanto de los otros dos? Pues aquellos se apresuraron en dirección a la ciudad, cada vez más raudos y más desesperados, «como dos caballos desbocados…, su corazón lleno de miedo y tormento». Pero la gente de Seldwyla no ha desperdiciado la ocasión de convertir el evento en una fiesta popular y bordea todas las calles. Un muchacho se sienta «como un duende» en la alforja de uno de los aprendices haciendo que este se rezague, aunque tampoco el aprendiz pierde la ocasión para arrojar su bastón entre las piernas de su compañero provocando su caída. Una vez el compañero se ha recuperado, aferra al apremiado contrincante por sus faldones. Se encrespan, se pelean, lanzan alaridos, entretanto el mundo femenino «deja caer desde las ventanas plateadas sonrisas hasta donde tiene lugar la enfurecida contienda» y la ciudad desfoga su alegría. En cambio, ellos dos no ven ni escuchan nada de lo que les rodea: «No veían absolutamente nada y así el fantástico desfile fue rodando por toda la pequeña ciudad hasta salir de nuevo por el otro portón». Cuando vuelven en sí comprenden que todo su proyecto de vida está destrozado y que su fama de hombres serios y honrados se ha perdido para siempre. Han perdido el rumbo y ya no logran «orientarse». Uno de ellos se ahorca del árbol a partir del cual arrancó la carrera, mientras que el otro se da a la mala vida y se convierte en un «amigo de nadie».

¿Qué ha sucedido exactamente? Al comienzo nos habíamos reído de los arenques, los lápices, las estrellas fugaces, pero poco a poco la risa se ha convertido en una acongojada sonrisa, hasta que la atmósfera se ha vuelto cada vez más tensa y la sonrisa se ha esfumado por completo. Nos hemos quedado perplejos, no sabemos sobre todo cómo debemos comprender los fracasos. Desde luego no es cómico ni se trata de sátira, pero tampoco es una tragedia: la cualidad de estos personajes y la cualidad de todo el acontecer dista mucho de esas categorías de interpretación. ¿Es entonces ya lo grotesco esto que tenemos ante nosotros? ¿Ha operado aquí Keller con la categoría de lo grotesco?

Pero una apreciación así no nos ayudaría demasiado a comprender mejor. Pues lo «grotesco», por mucho que usemos y escuchemos la palabra –y cada vez la escuchamos con mayor asiduidad, ya que parece haber sido arrastrada dentro de ese ovillo de palabras que se desgastan con enorme rapidez, palabras que quisieran expresar una buena cantidad de participación emocional, sin que su cualidad pueda ir mucho más allá de términos tan vagos como «extraño», «inaudito», «increíble»–, lo grotesco, decía, no es en absoluto una categoría fija del pensamiento científico. En los medios usuales, los diccionarios de literatura, el término suele estar ausente y aun en aquellos en que sí aparece hasta sería preferible que no estuviera. Pero también es cierto que acudimos a la palabra no solo dentro de un contexto literario (e incluso en tal caso para caracterizar el estilo de Rabelais, Fischart o Morgenstern), sino que lo empleamos en las artes plásticas, lo usamos para la música (Ravel escribió Grotesques) o para referimos a un determinado tipo de baile. Existen incluso series de caracteres tipográficos o tipos de letra que llevan el nombre de «Grotesca». Parece por tanto que nos hallamos frente a una categoría estética. Pero una y otra vez nos defraudará si acudimos a los manuales de estética. Sin lugar a dudas encontraremos el concepto e incluso sus prescripciones pueden ser unánimes. Casi todas ellas van a parar a lo que dijeron los primeros intérpretes de lo grotesco allá en el siglo XVIII. Fue en ese tiempo cuando Justus Möser habló de lo cómico-grotesco y también cuando Flögel, en el año 1788, escribió la primera y aún apreciable Historia de lo cómico-grotesco. Lo grotesco se arrastró por las estéticas como una subclase de lo cómico, como una comicidad burda, burlesca o incluso de mal gusto. Todavía en la Estética póstuma de Nicolai Hartmann, aparecida en 1953, leemos: «… Los dos géneros de lo cómico más descritos: lo cómico burdo, que con facilidad degenera en lo grotesco, lo burlesco o lo espectacular y, de otro lado, lo finamente cómico …». Es decir, que lo que se nos deja en la mano es la entrada para una caseta de la feria, pero no para el universo artístico de un Keller, de un Ravel, el de la danza o el de la pintura española.

Ya Flögel subrayó que, al respecto de lo grotesco, «los españoles habían aventajado a todos los demás pueblos europeos». Lo atribuyó a la «exuberante y fogosa fuerza imaginativa» de aquellos, una interpretación gracias a la cual ya la crítica del siglo XVII francés había probado una definición de lo característico y distintivo del arte español con vis- 22 tas al suyo propio; solo que Flögel quiso ver en lo grotesco exclusivamente lo degenerado, lo tosco, lo burlesco. Y es que en efecto, en un paseo por el Prado lo grotesco se vive de un modo más patente quizás que en los cuentos de Keller o en Tristram Shandy de Sterne (si es que no queremos acudir directamente a E. T. A. Hoffmann o a los Cuentos de lo grotesco y lo arabesco de E. A. Poe), y tal vez allí su pregunta sin respuesta asalte a nuestra expectativa de interpretación de una manera aún más apremiante. Ya en las primeras salas consagradas a Velázquez nos topamos con cuadros que representan criaturas contrahechas y deformes o a los enanos de la corte, a quienes no obstante les está permitido dirigirse al rey con el apelativo de «señor primo». O llegamos a la sala en que se expone una de las obras maestras de Velázquez, Las meninas: un grupo de atractivas muchachas y, en medio de ellas, la infanta; un cuadro dotado de una gracia y dulzura juvenil y pintado de tal forma que hasta a uno le parece escuchar cómo cruje la seda de los vestidos. A la joven indolencia y donaire se le añade la compostura y bendición de las majestades, ya que en un espejo, ese motivo tan querido por Velázquez, se reflejan el rey y la reina, que no están situados en el espacio que el cuadro representa, sino delante de él. En cambio, lo que sí se encuentra en la sala, llamativamente grande y situado a la derecha en primer plano y en estridente contraste con la amabilidad de la escena, es el espanto: dos meninas más, dos pequeñas cortesanas, pero esta vez deformes, monstruosas; y el contraste es aún más estridente por cuanto lo feo y desnaturalizado no se presenta como algo diferente, sino integrado en la pompa de la corte.

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1. Francisco Goya, Contra el bien general, Desastres de la guerra, núm. 71.

Llegamos ya a las salas dedicadas a Goya: Saturno devorando a su hijo o los esbozos de los tapices; o quizás ojeamos los ciclos de los Caprichos o Los desastres de la Guerra (Il. 1). En una de las estampas del ciclo de Desastres –su título es Contra el bien general– se esconde acuclillado una especie de letrado que escribe con frialdad y completa indiferencia en un libro. ¿Pero podemos hablar aún de un ser humano? Sus dedos acaban en garra, los pies en patas de animal y en lugar de orejas le han crecido alas de murciélago. Sin embargo, tampoco podemos decir que sea una criatura perteneciente a un mundo onírico, meramente fantástico: en la esquina derecha grita y se retuerce la desesperación de las víctimas de la guerra. El monstruo espantoso pertenece a nuestro propio mundo, es en él donde ocupa su lugar de dominio. Muchos de los grabados de Goya dan entrada a la caricatura, la sátira, la expresión de amargura, pero ni siquiera todas esas categorías juntas logran completar una definición satisfactoria. También albergan estas piezas un elemento inquietante: la nocturnidad y el abismo de los grabados nos asustan y nos dejan perplejos, como si se nos arrancara el suelo que nos sustenta. Si seguimos, alcanzaremos los lienzos de El Bosco y Pieter Bruegel el Viejo, uno muerto en 1516 y el otro en 1569. Se trata de pintores flamencos cuya obra empero fue coleccionada por la corte española en el mismo siglo XVI. Ante sus visiones de abismo e infierno tenemos la misma sensación que frente a los cuadros y las estampas de Goya.