Capítulo IV
Hasta aquí hemos presentado la idea de la renta básica y hemos reconstruido la historia que ésta ha vivido. Hemos sintetizado las justificaciones planteadas en su favor y las objeciones que se le han opuesto. Pero ¿qué hay de sus posibilidades políticas? ¿Se puede concebir, dadas las circunstancias actuales, una secuencia plausible de etapas que conduzca hasta su puesta en práctica efectiva?
En los países industrializados, los dispositivos convencionales de rentas mínimas garantizadas, condicionadas a la situación fa miliar, los recursos y la voluntad de trabajar, constituyen, en buena medida gracias a sus propios defectos, un paso previo fundamental para que los responsables políticos tomen en consideración la renta básica con seriedad. Allá donde han sido introducidos, estos dispositivos han constituido, desde el momento de su instauración en adelante, un elemento familiar del abanico de medidas posibles para la protección social. Con su expansión, sin embargo, tales dispositivos han generado efectos negativos suficientemente patentes como para suscitar debates y propuestas de reforma. Entre ellas, la renta básica ha ido convirtiéndose poco a poco en una opción más del conjunto de medidas disponibles. En la actualidad, ciertas fuerzas políticas y sociales le dan apoyo abiertamente y, en varios países, instancias gubernamentales la han estudiado y presentado como una alternativa digna de consideración. Pero su implantación tropieza con obstáculos que, en los países industrializados, hacen de una instauración «por la puerta grande» una posibilidad bien poco probable, menos probable en cualquier caso que una instauración discreta y gradual «por la puerta de atrás» (Vanderborght, 2004b). Como se verá más adelante, éste no es necesariamente el caso de los países menos desarrollados.
Antes de explorar la factibilidad política de diversas estrategias de puesta en práctica gradual de la renta básica, merece la pena ofrecer un inventario de las posiciones adoptadas a su respecto por parte de las principales fuerzas sociales y políticas.
Trabajadores asalariados
Pese a la erosión de su representatividad, especialmente acusada en ciertos países desarrollados, los sindicatos siguen siendo, en todas partes, importantes actores en los procesos de reforma del Estado social: participan, a veces directamente, en la gestión de los sistemas de seguros de paro y de pensiones de jubilación; se hallan implicados en instituciones consultivas influyentes; y, finalmente, tienen un peso nada menospreciable en los procesos de toma de decisiones en el ámbito político, peso que viene dado por el sesgo que sus enlaces, provistos de privilegios, logran introducir en ellos. En numerosos casos, pues, su posición con respecto a la renta básica podría revelarse como un factor crucial para el porvenir político de la misma.
A primera vista, el panorama no es demasiado prometedor. La mayoría de los sindicatos parecen ignorar por completo la idea y los que se manifiestan al respecto le son abiertamente hostiles. Así, desde 1985, la Confédération des syndicats chrétiens (CSC), la principal federación sindical belga, fustiga las «necias pretensiones» de los defensores de la propuesta, a la vez que expresa su inquietud con respecto a las «maniobras ideológicas» de las que procede y «contra las cuales el sindicalismo tendrá que luchar tarde o temprano». En 1986, la convención del Congrès du travail du Canada (CLC-CTC) adopta una moción de la misma naturaleza para denunciar la inspiración «neoliberal» de la propuesta del impuesto negativo y recuerda el papel desempeñado por Milton Friedman en el debate norteamericano acerca de la cuestión. Más o menos por todas partes, a lo largo de los años siguientes, los dirigentes sindicales efectúan, a título individual u oficial, declaraciones de principios de índole similar. En 1999, por ejemplo, el Secretario nacional encargado de las cuestiones de empleo de la Confédération française démocratique du travail (CFDT), Michel Jalmain, muestra serias reservas con respecto a lo que él califica entonces de «renta de asistencia universal». A su modo de ver, una medida de este tipo no hace más que subvencionar, a costa de la colectividad, las empresas que proponen empleos atípicos, precarios y mal remunerados.
La desconfianza que suscita la renta básica en el mundo sindical se alimenta, principalmente, del temor de que:
1. Los empleadores aprovechen la ocasión para reducir los salarios argumentando que una renta garantizada, desde el momento de su instauración en adelante, viene a completarlos, y para simultáneamente hacer presión para reducir o abolir el salario mínimo legal, allí donde exista.
2. Una porción importante de la renta disponible de cada familia de trabajadores sea visiblemente pagada por las autoridades públicas antes que por la empresa, la cual mantiene el control del espacio en el que con mayor facilidad ejerce su influencia.
3. El poder de negociación de los trabajadores, reforzado por las opciones que abre la renta básica, se independice de su potencial de acción colectiva canalizada a través de los sindicatos.
4. La renta básica no sea introducida como un suelo de un sistema diferenciado de protección social, sino como un sustituto integral del conjunto de los dispositivos existentes.
5. Los trabajadores a tiempo completo, con contratos estables y relativamente bien pagados, que constituyen a menudo el núcleo de sus afiliados, salgan perdiendo en términos financieros como consecuencia de los ajustes fiscales requeridos.
6. Los sindicatos cuyos ingresos resultan en parte de la remuneración del servicio de pago de los subsidios de paro, que les es confiado en ciertos países, vean erosionados estos ingresos por el ajuste a la baja de los subsidios que se han de distribuir.
Pero hay excepciones. La más notoria, ya citada (véase § I.4), sigue siendo la de la central de la alimentación Voedingsbond, perteneciente a la principal federación sindical neerlandesa (FNV), que detonó y nutrió, con notable persistencia, el debate neerlandés sobre la renta básica. A lo largo de la década de 1980, cuando los Países Bajos sufrían una tasa de paro de dos dígitos, una renta incondicional sustancial, unida a una reducción importante del tiempo de trabajo, apareció como un objetivo prioritario a los ojos de los dirigentes de un sindicato que contaba con muchos trabajadores poco cualificados empleados a tiempo parcial. Otra excepción notable la constituye el sindicato Ezker Sindikalaren Konbergentzia (ESK), de la parte del País Vasco comprendida en el Estado español, que defiende la idea de una «renta de base» individual e incondicional y que ha consagrado a esta cuestión, en 2002 y en 2005, dos números enteros de su revista Gaiak.
1. Al conferir a cada trabajador la seguridad de gozar a lo largo del tiempo de una renta garantizada, la renta básica hace de la salida del mercado de trabajo una opción claramente menos arriesgada. Ello conlleva un incremento del poder de negociación de cada trabajador, así como un estímulo para que los empresarios mejoren preventivamente las condiciones de trabajo y hagan que los empleos sean tan atractivos como sea posible, en todos los sentidos.
2. El reparto del tiempo de trabajo, objetivo al que la inmensa mayoría de las organizaciones sindicales europeas dicen adherirse, se ve favorecido: se logre a través del empleo a tiempo parcial voluntario, de la interrupción de la carrera o de la reducción de la duración máxima de la jornada laboral, la pérdida de remuneración que el reparto del tiempo de trabajo implica se ve amortiguada por la presencia de una renta disponible como un derecho, con independencia del número de horas prestadas.
3. El poder colectivo de las organizaciones sindicales sale reforzado: basta con imaginar la diferencia que supone una renta básica significativa, en términos de correlaciones de fuerzas, en caso de huelgas de larga duración, para darse cuenta de ello.
En otros países industrializados, la idea se halla presente en el seno del mundo sindical, pero muy a menudo esto se debe al apoyo que le prestan personalidades inconformistas o grupúsculos de intelectuales y de militantes. Así, el servicio de estudios de la principal confederación sindical italiana (Confederazione Generale Italiana del Lavoro, CGIL) organizó, entre 1987 y 1991, una serie de coloquios y de publicaciones centrados en la renta básica. Asimismo, en Québec, donde las organizaciones sindicales dicen ser reacias a la idea no ya por principio, sino en razón de las particularidades del contexto norteamericano en el que deben actuar (Wernerus, 2004), una de las figuras históricas del sindicalismo, Michel Chartrand, se ha convertido, a título personal, en la referencia mediática más importante entre los defensores de la propuesta (Bernard y Chartrand, 1999).
Asombrosamente, es en el hemisferio Sur donde se encuentra, desde mediados de la década de 1990, a los sindicalistas más comprometidos en el combate en favor de la «renta de base». En Sudáfrica, el Congress of South African Trade Unions (COSATU) aboga abiertamente por la puesta en práctica de una renta básica, presentada en una serie de textos oficiales como uno de los instrumentos indispensables para el desarrollo del país. Según el COSATU, esta medida permitiría conciliar el crecimiento económico, la creación de empleo y la lucha contra la pobreza. Con otras organizaciones, este sindicato ha fundado la Basic Income Grant Coalition («Coalición para la renta básica»), cuyo objetivo es lograr la introducción de la renta básica en la agenda política del gobierno sudafricano (Standing y Samson, 2003). A su vez, el movimiento sindical colombiano ha desarrollado en su seno un proceso de reflexión activa acerca de la idea. Su escuela nacional, situada en Medellín, le ha consagrado un número de su revista Cultura y Trabajo (2002) y la ha convertido en el tema de su vigesimoquinto aniversario, en cuya estela ha publicado una compilación de textos sobre la materia (Giraldo, 2003).
Parados y precarios
Más que las organizaciones de trabajadores asalariados —más, en cualquier caso, que las que defienden esencialmente los intereses de los trabajadores mejor protegidos—, son, claro está, los movimientos de perceptores de subsidios condicionados y de trabajadores precarios los que deberían aparecer como los aliados naturales de los partidarios de una renta básica. Sin embargo, la falta de recursos financieros, el carácter efímero de la situación de exclusión de buen número de los que parecen susceptibles de dirigir la lucha, la frágil identificación, por parte de los trabajadores, con el estatus de excluido o, incluso, la falta de una interacción regular constituyen importantes obstáculos para una movilización eficaz de aquellos que más tienen que ganar con una reforma que suprima la condicionalidad de las prestaciones. Pero estos obstáculos, bien reales, en ningún caso son insuperables. Así, en un interesante ejercicio de etnografía participante, Bill Jordan (1973) mostró cómo la idea de una renta básica fue emergiendo de forma gradual como objeto de las reivindicaciones de los parados de una pequeña localidad del sur de Inglaterra. En otras partes, cuando las redes para la promoción de la propuesta de la renta básica se han constituido, las asociaciones de parados han aparecido como miembros fundadores, como en los Países Bajos (1987) o en Alemania (2004).
En Francia, el sindicato de los parados, fundado por Maurice Pagat en 1982, y el Mouvement national des chômeurs et précaires, que lo sucede en 1986, han concedido un amplio espacio a la idea en las columnas de su revista Partage. Tanto en París como en algunas regiones del país, asociaciones locales, a veces de inspiración libertaria, han hecho suya la misma reivindicación (Geffroy, 2002). Pero es con las acciones emprendidas por los parados durante el invierno de 1997-1998 —un «milagro social», al decir de Pierre Bourdieu (1998)— cuando un verdadero movimiento social cristaliza alrededor de la idea, dando una visibilidad sin precedentes a la reivindicación de una renta garantizada sin contrapartida. El eslogan «Un empleo es un derecho, una renta es una deuda» se convierte entonces en la consigna que aúna manifestaciones y ocupaciones organizadas tanto en París como fuera de la capital. Bajo el impulso de la federación AC! Agir contre le chômage, fundada en 1994, la renta básica se adentra en el debate político (Guilloteau y Revel, 1999). Impresionado por la amplitud y la duración de las movilizaciones, el primer ministro Lionel Jospin encarga a los responsables de la administración de asuntos sociales un informe sobre los «problemas planteados por los movimientos de parados» (Join-Lambert, 1998). Una parte entera de dicho estudio es titulada de un modo revelador: «¿Hacia una fusión de todos los mínimos y, más allá, hacia una renta básica?». Si bien es cierto que el documento ofrece una respuesta ambigua a esta pregunta, el texto inaugura una larga serie de trabajos oficiales sobre la reforma de los mínimos sociales, trabajos en los que la renta básica e ideas vecinas se examinan de forma sistemática.
Sería excesivo concluir, a partir de estos remarcables hechos, que la renta básica es unánimemente asumida por parte de los parados y de las asociaciones que ambicionan representarlos. Cuando el debate sobre la propuesta adquiere vitalidad en Irlanda a lo largo de la década de 1990, la Irish National Organisation of the Unemployed (INOU) se muestra muy crítica con respecto a ella. Sus comunicados de prensa fustigan invariablemente la propuesta, lamentando que desatienda los problemas inmediatos del paro y de la pobreza, para los que existen remedios financiables y mejor focalizados cuya introducción puede realizarse sin demora.
Ecologistas
En la primera fila de las fuerzas políticas que han mostrado un interés manifiesto por la renta básica se encuentran, en los países industrializados, las formaciones ecologistas. Activos, en esta dirección, desde finales de la década de 1970, el Ecology Party británico y el Politieke Partij Radikalen, que se convertirá, en 1990, en uno de los socios fundacionales del partido verde neerlandés Groenlinks, constituyen las primeras formaciones políticas europeas en introducir de forma explícita la renta básica en su programa. En Bélgica, los dos partidos ecologistas, Écolo (francófono) y Agalev (flamenco), hacen lo propio a partir de 1985, cuando presentan la renta básica como un objetivo a medio plazo que se juzga capaz de guiar la transformación de las políticas sociales. En el caso de Les Verts franceses, a finales de la década de 1990 toma forma, principalmente gracias al impulso de Jean Zin y de Yann Moulier-Boutang, un debate relativo también a la renta básica. En 1999, este partido adopta la idea de una «renta social garantizada» focalizada en los trabajadores asalariados a tiempo parcial y en los que ejercen actividades «autónomas», idea que se presenta como una etapa importante en el camino hacia una verdadera «renta de ciudadanía». En Irlanda, el Green Party se implica activamente en los esfuerzos que conducen, en 2002, a la publicación, por parte del gobierno, de un «libro verde» sobre la misma cuestión. Varios parlamentarios ecologistas, entre los que figura el presidente del partido, Trevor Sargent, contribuyen a mantener la presión sobre las tareas de seguimiento de esta iniciativa que se realizan a continuación. Finalmente, en Finlandia, el líder de la Liga verde, Osmo Soininvaara, ministro de Servicios Sociales entre 2000 y 2002, publica varios libros en los que defiende la idea de la renta básica y la promueve activamente en el debate público.
Conviene señalar, no obstante, que la renta básica no solo dista de haber obtenido fácilmente una aceptación unánime en el seno de las formaciones ecologistas, sino que, en varios casos, ha constituido un auténtico factor de división. Éste es el caso, quizá velado, de los Grünen alemanes, como también es el caso, totalmente explícito, de la formación ecologista neerlandesa Groenlinks. Tras su fundación, en 1990, este partido se ha convertido regularmente en el escenario de enfrentamientos entre los que, como el antiguo eurodiputado Alexander de Roo, ven en la renta básica un elemento central de la identidad de un partido verde y los que, como el diputado Kees Vendrik, rechazan cualquier alejamiento con respecto al consenso «trabajista». Una vez adoptada oficialmente la idea de un impuesto negativo modesto (el Voetinkomen o «renta-suelo») como propuesta de consenso, la formación Groenlinks ha ido gradualmente borrando de su programa las referencias a la renta básica. Desde finales de la década de 1990, solo un partido ecologista, rival pero más bien marginal, De Groenen, propone todavía la instauración de una renta básica en los Países Bajos.
En varios países europeos, los partidos verdes constituyen, desde hace un cierto tiempo, un elemento significativo del paisaje político, elemento que hasta ha sido asociado al gobierno nacional, principalmente en Finlandia (1995-2002), en Francia (1997-2002), en Alemania (a partir de 1998) y en Bélgica (1999-2003). Sin embargo, sea por la falta de un peso suficiente en el sí de la coalición gubernamental, sea por la falta de un consenso suficiente en su propio seno, estos partidos en ningún momento han aprovechado esta circunstancia para introducir la renta básica en la agenda política inmediata. En cualquier caso, tanto la adopción de la idea por parte del Green Party norteamericano tras su convención de Milwaukee (junio de 2004) como el hecho de que haya sido la Heinrich Böll Stiftung, fundación vinculada al partido verde alemán, la entidad que acogiera, en diciembre de 2004, en Berlín, el primer coloquio de la Netzwerk Grundeinkommen (red alemana para la renta básica) son hechos que atestiguan que la familia política ecologista sigue mostrando una amplia y espontánea simpatía hacia la idea de la renta básica.
¿Cómo explicar la aquiescencia con la que los ecologistas han contemplado la renta básica? Aquí se hará referencia a tres factores lógicamente independientes:
1. Central en el ideario de las formaciones ecologistas, la necesidad de reducir nuestras expectativas en relación con el crecimiento del poder de compra es más fácil de digerir por parte de quienes, comparados con el resto de la población, otorgan una importancia relativamente baja a la posesión y al consumo de bienes materiales en relación con la que confieren a un uso más libre de su tiempo. No es de extrañar, pues, que las personas con estas preferencias estén sobrerrepresentadas en el seno de los partidos verdes. Dado que la renta básica es, de un modo notorio, una medida llamada a satisfacer preferencias de este tipo (véase § III.4), no es de extrañar tampoco que encuentre fácilmente una respuesta favorable en estas formaciones.
2. El movimiento ecologista se opone a la huida hacia adelante que supone el crecimiento como respuesta a los desafíos del paro y de la pobreza. Ahora bien, al disociar, por definición, renta y contribución productiva, la renta básica puede ser entendida como un freno estructural al crecimiento. En efecto, la renta básica permite evitar que el incremento continuado de la productividad se traduzca esencialmente en un ensanchamiento del consumo o genere un paro involuntario masivo que, ecologista o no, ningún partido que se pretenda progresista puede aceptar. El hecho de que la renta básica opere como un dispositivo para el fomento de un reparto flexible del empleo disponible nos permite albergar esperanzas en esta dirección (véase § III.2).
3. De acuerdo con su aspiración de preservar los intereses de las generaciones futuras, los ecologistas se comprometen, lógicamente, con una concepción de la naturaleza como patrimonio común de la humanidad. Bajo esta óptica, resulta evidente que es preciso exigir a los que poseen la tierra, consumen las materias primas o contaminan la atmósfera que contribuyan proporcionalmente a un fondo cuyos dividendos serán repartidos incondicionalmente entre todos, lo que equivale a defender un «dividendo natural» del tipo de los que concibieron Thomas Paine, Thomas Spence o Joseph Charlier (véase § I.2).
Liberales de izquierdas
La segunda familia política que ha hecho público de manera claramente perceptible un apoyo de la renta básica, por lo menos en los países donde dicha familia dispone de formaciones políticas distintas, es la de los liberales de izquierdas. En los Países Bajos, Democraten 66 (D66), formación fundada en 1966 a partir de una escisión del partido liberal, ha mostrado repetidas veces su posición favorable con respecto a la renta básica. Su centro de estudios publicó en 1996 un informe en el que la examinaba de forma detallada después de que uno de sus ministros, Hans Wijers, pusiera al primer gobierno laboralista-liberal en un aprieto al declarar públicamente, en diciembre de 1994, que los Países Bajos «se dirigen inevitablemente hacia una reforma semejante a la renta básica». Asimismo, en Austria, el Liberales Forum, constituido en 1993 como resultado de la disidencia que se fraguó en el ala izquierda del «Partido de la libertad» (FPÖ) de Jörg Haider, tomó posición públicamente en favor de la introducción de un impuesto negativo a partir de 1996.
Nacidos de una fusión entre los herederos del viejo partido liberal y disidentes socialdemócratas del viejo partido laboralista, los Liberal Democrats británicos adoptaron también un perfil «liberal de izquierdas». Bajo la tutela de su líder Paddy Ashdown, que era un partidario convencido de la propuesta, situaron a la renta básica, bajo la denominación de Citizen’s Income, en un lugar destacado de su programa electoral entre 1989 y 1994, para retirarla a continuación por juzgarla demasiado utópica.
Conviene consignar, como último ejemplo, el caso del partido Vivant, fundado en Bélgica en 1997 de la mano del industrial de Anvers Roland Duchâtelet. Liberal de izquierdas deseoso de conciliar elevados grados de libertad individual y de solidaridad social, Duchâtelet hace de una versión de la renta básica la idea central y fundacional de su partido (Vanderborght, 2002). Se trata de una «renta de base» individual e incondicional de 500 euros financiada por vía de un aumento drástico del impuesto sobre el valor añadido. En las elecciones federales de 1999, Vivant obtiene cerca del 2% de los votos y algo menos en las de 2003, lo que no es suficiente para que el partido logre representación parlamentaria. Al acercarse las elecciones regionales y europeas de 2004, el partido concluye una alianza con la formación liberal flamenca del primer ministro Guy Verhofstadt. Si bien no le proporciona escaño alguno, la coalición confiere a Vivant, a su fundador y a su versión de la renta básica una visibilidad mediática inesperada.
Socialdemócratas
Durante la década de 1930, grandes intelectuales como James Meade y George D. H. Cole, en el Reino Unido, y Jan Tinbergen, en los Países Bajos, habían tratado en vano de convencer a sus respectivos partidos laboralistas de situar la renta básica en el núcleo de su programa económico. Tras la Segunda Guerra Mundial, la idea fue eclipsada enseguida, en el seno de los partidos socialdemócratas europeos, por un proyecto que descansaba en la confianza en el crecimiento económico unido al desarrollo de un poderoso sistema de seguridad social. No fue hasta el momento en que se tuvo que admitir la necesidad de introducir una red sustancial de seguridad complementaria y tras haber podido constatar la existencia de efectos perversos de los dispositivos puestos en pie como componentes de tal red, cuando los socialdemócratas, por lo menos aquellos que se comprometen con una concepción «relajada» del Estado social activo, retomaron gradualmente la reflexión acerca de la renta básica.
Frente a la «crisis» del Estado del bienestar diagnosticada desde principios de la década de 1980, surgieron, durante la de 1990, alegatos, a veces polémicos, en favor de una «tercera vía» destinada a transformar el Estado del bienestar preservando los ideales de progreso social. La noción de «Estado social activo» se convirtió así en el estandarte de la socialdemocracia re novada, desde Anthony Giddens hasta Ulrich Beck, desde Tony Blair hasta Gerhard Schröder. Conviene subrayar, sin embargo, que el proyecto de activar el gasto social y a sus beneficiarios, constitutivo del Estado social activo, puede entenderse de dos maneras bien distintas.
Según una interpretación coercitiva, de lo que se trata, ante todo, es de acosar a los beneficiarios de los dispositivos existentes con tal de verificar si éstos están verdaderamente incapacitados para el trabajo o si buscan realmente un empleo. La observancia de este proyecto conlleva una reducción de los importes de los subsidios, restricciones en las condiciones de elegibilidad de los perceptores y un refuerzo de los controles, como, por ejemplo, en la reforma del sistema de protección social alemán adoptada en julio de 2004 bajo el nombre de «Hartz IV».
Según una interpretación emancipatoria, de lo que se trata, ante todo, es de suprimir los obstáculos —trampa del paro, falta de calificaciones, aislamiento, etc.— que impiden a ciertas personas ejercer actividades, remuneradas o no, que les permitan ser útiles a los demás, poner en práctica sus capacidades y obtener el reconocimiento que solo puede conferir una contribución apreciada.
Si bien es cierto que puede permitir un mejor funcionamiento de los dispositivos de seguridad existentes, principalmente haciendo más realista el respeto de las condiciones que éstos imponen, la renta básica se sitúa claramente en las antípodas de la versión coercitiva del Estado social activo. Al combatir la trampa de la exclusión (véase § III.2), la renta básica tiene su lugar, claro está, en la versión emancipatoria del mismo.
Bajo la influencia de un debate que había nacido fuera de él, el partido laboralista neerlandés (PvdA) constituye, así, el escenario de sucesivos intercambios de opiniones acerca de la medida, que tienen lugar a mediados de la década de 1980. El economista Paul de Beer, en aquel momento investigador en el centro de estudios del partido, crea un grupo de trabajo que publica una secuencia de cuatro números de un boletín en el que se encuentran intervenciones decididas en favor de la renta básica, entre ellas las de miembros eminentes del partido como el primer premio Nobel de economía, Jan Tinbergen, o el antiguo presidente de la Comisión Europea, Sicco Mansholt. Sin embargo, una resolución favorable a la renta básica es derrotada por una amplia mayoría durante el congreso del partido de 1985.
Los poderes eclesiásticos determinan, menos cada día, la vida política. Ninguno de los partidos de filiación cristiana que operan todavía en algunos países ha adoptado una posición clara con respecto a la cuestión de la renta básica. Sin embargo, conviene no concluir, con demasiada precipitación, que aquellos que se confiesan cristianos no han desempeñado ningún papel destacado en el debate sobre la propuesta. Dos ejemplos son buena prueba de lo contrario.
En Irlanda, tras el debate de la década de 1980, la Justice Commission de la Conference of Religious of Ireland (CORI), impulsada por el padre Sean Healy, defendió con vigor la propuesta de la renta básica. Dicha comisión ha sacado a la luz múltiples publicaciones altamente detalladas, ha propuesto modelos para la instauración de la propuesta y ha sacado provecho de un sistema neocorporativista que la ha habilitado para una participación activa en el proceso de toma de decisiones políticas, participación a través de la cual ha tratado de acelerar la introducción de la propuesta en la agenda política (Reynolds y Healy, 1995; Clark, 2002).
En Austria, la Katholische Sozialakademie editó la primera monografía sobre la renta básica publicada en lengua alemana (Büchele y Wohlgennant, 1985) y coorganizó el congreso internacional de Viena en septiembre de 1996. Asimismo, acoge la red austriaca para la renta básica (Netzwerk Grundeinkommen und sozialer Zusammenhalt), creada en octubre de 2002.
Así, tanto en Irlanda como en Austria, un buen número de cristianos de izquierdas concretan su compromiso con los más desfavorecidos en la elaboración de investigaciones y de manifiestos en favor de una idea, la de la renta básica, que les parece que puede contribuir a lograr una solución estructural al problema de la pobreza en sus diversas dimensiones.
El caso de Christine Boutin es más atípico. Presidenta del Forum des républicains sociaux y candidata a la presidencia de la República francesa en 2002, se la conoce, ante todo, por su resuelta oposición al matrimonio entre homosexuales y al aborto. Justificadas de forma explícita a partir de postulados cristianos, estas actitudes le han valido una imagen hiperconservadora. Sin embargo, encargada por el antiguo primer ministro Jean-Pierre Raffarin de la redacción de un informe sobre «la fragilidad del vínculo social», ha defendido ardorosamente, tras su publicación en 2003, la idea de un «dividendo universal» estrictamente individual e incondicional (Boutin, 2003).
Algunos años más tarde, no obstante, cuando los laboralistas retoman la dirección del gobierno en 1994, el primer ministro Wim Kok subraya públicamente la legitimidad de una reflexión sobre la instauración de una renta básica (basisinkomen). En diciembre de 1994, tras unas disputas de gran resonancia mediática sobre la cuestión entre varios de sus ministros, Kok declara no oponerse «a un examen atento de aquello que es posible hacer, a más largo plazo, con esta idea». Temiendo, sin embargo, desatar conflictos intensos en el seno de su coalición, Kok ya no tomará la iniciativa de situar de nuevo la propuesta en la agenda política.
Otros signos se van percibiendo también en otros países. Así, en Francia, Roger Godino, asesor próximo al antiguo primer ministro socialista Michel Rocard, defiende una transformación de la RMI en un «subsidio compensador de la renta» (allocation compensatrice de revenu, ACR), una forma de impuesto negativo que él percibe como una etapa «most advanced yet achievable» en la dirección de una renta básica (Godino, 1999) (véase § IV.3). En España, Jordi Sevilla, diputado socialista (PSOE) que en 2004 se convierte en Ministro de Administraciones Públicas, propone, desde 2001, una reforma fiscal que incorpora una renta básica.
Podría decirse, pues, que los defensores de la renta básica encuentran valiosos aliados entre los socialdemócratas europeos conscientes de la necesidad de instaurar un Estado social activo, pero partidarios, no ya de su versión represiva, hoy dominante, sino de su versión emancipatoria. Sin embargo, si hay en algún lugar del mundo un partido socialdemócrata del que se pueda decir que ha promovido la idea de la renta básica, este lugar se halla bien lejos de Europa: se trata de Brasil. El Partido de los Trabajadores (PT) es, en efecto, la formación política latinoamericana que mejor resiste una comparación con los partidos socialdemócratas europeos. Pues bien, la renta básica no solo figura en su programa desde julio de 2002, sino que su dirigente histórico, Luiz Inácio Lula da Silva, que se hizo con la presidencia del gobierno en 2003, sancionó, en enero de 2004, una propuesta de ley que instaura una renta básica (renda básica de cidadania).
Introducida en el debate público brasileño por el senador del PT Eduardo M. Suplicy y aprobada por las dos cámaras del Congreso federal, esta ley constituye una sorprendente puerta abierta que, no obstante, es preciso interpretar con prudencia. Dado que el texto estipula una implantación gradual, empezando por los hogares más necesitados y bajo una condición de factibilidad presupuestaria, el dispositivo que rige en la actualidad y que regirá en un futuro indefinido constituye más bien un sistema de rentas mínimas condicionales que no difiere demasiado, en su estructura, de la RMI francesa. Huelga decir, sin embargo, que el hecho de que haya sido expresamente instituido por socialdemócratas que tienen la mirada puesta en la instauración progresiva de una verdadera renta básica dista de ser baladí.
Extrema izquierda
A la izquierda de los partidos socialdemócratas, se siente también a veces una cierta simpatía hacia la propuesta de la renta básica en el seno de formaciones políticas que ven en ella un instrumento para la subversión de la dominación capitalista. Ésta es la razón, por ejemplo, por la que la formación irlandesa Democratic Left ha defendido la propuesta a lo largo de la década de 1980. En Finlandia, se observa un apoyo análogo en el seno del Vasemmistoliitto («Alianza de izquierdas»), una agrupación de ecologistas radicales, de ex comunistas y de diversos grupos de extrema izquierda que ha participado en dos coaliciones gubernamentales entre 1995 y 2003. En Québec, hallamos una experiencia equivalente en la Union des forces progressistes (UFP), fundada en 2002, que reúne a socialistas, comunistas y ecologistas. En la estela de los trabajos de uno de sus principales componentes, el Rassemblement pour l’alternative progressiste (RAP), la UFP integró oficialmente en su programa la propuesta de una «renta de ciudadanía universal» superior al umbral de la pobreza. Cabe añadir a todo ello el hecho de que, a partir de las postrimerías de la década de 1990, la idea de la renta básica ha encontrado también una respuesta favorable en el seno del movimiento altermundista, particularmente en Italia, donde los Tutte bianche organizan debates y acciones alrededor de la idea (Fumagalli y Lazzarotto, 1999).
Los partidos comunistas ortodoxos, en cambio, no se han mostrado demasiado seducidos por esta marcha hacia el «reino de la libertad», sin duda demasiado alejada de su propia visión acerca de la realización gradual del comunismo. Conviene señalar, no obstante, que en junio de 2003, bajo el impulso de su vicepresidenta, Katja Kipping, el Partido del socialismo democrático (PDS), heredero del partido único de la Alemania del Este, lanzó una propuesta de una renta mínima garantizada sustancial. Posteriormente, ha desempeñado un papel importante en la constitución, en julio de 2004, de una red alemana para la renta básica.
El peso del contexto
Este repaso de las posiciones tomadas por las fuerzas políticas y sociales pone de manifiesto el hecho de que la renta básica ha logrado progresivamente hacerse un lugar en sectores sorprendentemente diversos del espectro político. Pero esta misma revisión obliga a concluir también que nos hallamos lejos de ver emerger un consenso amplio en favor de la propuesta. De este modo, aparece como una tarea de crucial importancia superar los análisis puramente estáticos para examinar los progresos y promesas de cierto número de reformas que podrían constituir pasos modestos pero decisivos en la dirección de la instauración de una verdadera renta básica.
En la evaluación del potencial de estas vías de transición, cabe hacer abstracción de las constricciones que impone cada contexto nacional. En los países llamados «bismarckianos» (Alemania, Francia, Bélgica, Países Bajos, etc.), por ejemplo, el hecho de que la protección social se halle estrechamente asociada al trabajo asalariado, el hecho de que su financiación descanse en gran medida en cotizaciones sociales y el hecho de que su gestión se confíe, por lo menos parcialmente, a ciertos agentes sociales no gubernamentales hacen que cualquier fortalecimiento del papel desempeñado por la fiscalidad en la financiación de los dispositivos para el sostenimiento de la renta se muestre altamente dificultoso. En todas partes, las particularidades de las políticas sociales —en especial, el grado de generalidad y de generosidad del dispositivo de rentas mínimas garantizadas, si éste existe— y del sistema fiscal —en especial, la presencia y la amplitud de créditos impositivos uniformes y de tramos de renta exentos de imposición— afectan significativamente la facilidad o no con la que podrán tener lugar ciertos progresos en la dirección de una renta básica (Vanderborght, 2004a).
Un impuesto negativo familiar
Una primera vía posible de transición hacia la renta básica consiste en transformar, en un país dado, el dispositivo existente de garantía de rentas en un impuesto negativo sobre la renta global de los hogares que presente una estructura todavía regresiva, pero mucho menos que en el caso del dispositivo actual. Defendida ya con persistencia en Alemania desde mediados de la década de 1980 (Mitschke, 1985), esta idea irrumpió en Francia a finales de la de 1990 bajo la forma del «subsidio compensador de la renta» (ACR) concebido por Roger Godino (1999) para facilitar el tránsito de la RMI a la actividad asalariada. Según el modo de ver de Godino, de lo que se trata es de poner remedio al principal defecto de la RMI, esto es, el hecho de que, persiguiendo una reducción de las desigualdades y de la pobreza monetaria, contribuye, no obstante, a cavar la trampa de la exclusión. Al contrario de este dispositivo, el ACR es acumulable a rentas procedentes de la actividad, de manera que aquellos que aceptan un empleo, incluso escasamente remunerado, ven necesariamente cómo su renta neta total se incrementa.
Roger Godino (1999) propuso transformar la RMI en un «subsidio compensador de la renta» (allocation compensatrice de revenu, ACR) con vistas a facilitar la transición de la inactividad al empleo. En el caso de una persona sola, el ACR es igual al importe de la RMI pagada a una persona sin rentas derivadas de una actividad. El ACR queda anulado cuando la renta bruta alcanza el nivel del salario mínimo legal (S), no el de la renta mínima (y+ = G), que es sensiblemente más bajo. Entre estos dos niveles, el ACR decrece a un tipo del 36%: para cada euro ganado, el perceptor del subsidio solo pierde algo más de un tercio de euro del subsidio, no su integridad, como en el caso de la RMI (abstracción hecha de la posibilidad de acumular rentas temporalmente). Una comparación de los gráficos 2 (RMI), 3 (impuesto negativo) y 5 (ACR) pone de manifiesto que la introducción de un ACR modificaría el funcionamiento de la RMI para hacer de ella un impuesto negativo no lineal.
La propuesta de Godino consiste, en esencia, en una fuerte reducción de los tipos impositivos marginales efectivos que gravan los salarios menos elevados (véase gráfico 5). Además, esta fórmula presenta una ventaja política mayor: toma el dispositivo existente de rentas mínimas como un punto de partida, pero lo refuerza a través de la contención de la desmedida presión que se realiza sobre los esfuerzos de inserción profesional efectuados por las personas cuyas posibilidades de ganancia son bajas. En el contexto francés, una propuesta de este tipo llama la atención de aquellos que, sin dejar de ver en la RMI un instrumento adecuado, son conscientes de la trampa de la dependencia que ésta contribuye a crear. No resulta sorprendente, en este sentido, que el ACR haya sido defendido en varios informes oficiales destinados a alimentar la reflexión acerca del futuro de las políticas de empleo (Pisani-Ferry, 2000). Así, el ACR ha figurado en el núcleo de las negociaciones que llevaron, en 2001, a la puesta en práctica, por parte de la administración Jospin, de la «Prime Pour l’Emploi» (véase § II.4). Más modesta, análoga al EITC estadounidense, esta «prima» representa, sin embargo, una etapa importante en el camino hacia un verdadero dispositivo de impuesto negativo sobre una base familiar del tipo del ACR (Vanderborght, 2001).
Conviene señalar que, en el caso de que el dispositivo sugerido por Godino fuese puesto en práctica, el camino hacia una renta básica no debería verse necesariamente obstaculizado. De hecho, se percibiría que, como apunta Thomas Piketty, «desde un punto de vista estrictamente económico», el ACR y la renta básica son dos medidas «totalmente equivalentes» (1999, pág. 28). A continuación, se descubriría sin demasiada demora la complejidad administrativa inherente a cualquier sistema de impuesto negativo, que exige la verificación de la renta y de la situación familiar de una proporción importante de los hogares para poder determinar el importe de la transferencia a la que éstos tienen derecho (véase § II.4). De este modo, el único obstáculo que debería superarse en el tránsito hacia un dispositivo de renta básica pura residiría en el importante coste de la individualización de las transferencias que ésta implica (véase § III.1).
Un crédito impositivo individual reembolsable
Otro mecanismo para la transición hacia la renta básica lo puede constituir la adopción, de entrada, de una perspectiva estrictamente individual no tanto en el seno del sistema de transferencias, sino en el sistema fiscal. Es en los Países Bajos donde mayores avances se han realizado en esta dirección. En efecto, el 1 de enero de 2001, el Parlamento neerlandés adoptó, por iniciativa de un gobierno de coalición socialista-liberal, una importante reforma fiscal. Entre las medidas introducidas en el marco de esta reforma, un crédito impositivo individual reembolsable, único en su categoría, llamó particularmente la atención de ciertos defensores neerlandeses de la renta básica, quienes veían en él el embrión de la puesta en práctica de una verdadera «renta de base» (basisinkomen) (Groot y Van der Veen, 2000).
Antes de la reforma, cada contribuyente neerlandés gozaba ya de una bonificación fiscal que tomaba la forma de una reducción uniforme de su base imponible. Obviamente, el valor de esta bonificación crecía con el tipo marginal impositivo del contribuyente, por lo que su nivel de renta se veía elevado. El sistema preveía asimismo la posibilidad de una transferencia de este importe entre miembros de un mismo hogar: aquel o —más a menudo— aquella que no trabajaba en el circuito formal y no pagaba, por tanto, el impuesto podía transferir su derecho a la exención al miembro del hogar que sí lo hacía.
En 2001, una «reducción impositiva universal» (algemene heffingskorting) vino a sustituir este dispositivo de «importe exento». Se trataba de una medida que equivale a un crédito impositivo uniforme e individual de alrededor de 1.800 euros anuales que no depende en ninguna medida del nivel de renta. Se trata esta vez, pues, de una bonificación fiscal uniforme cuyo nivel es sensiblemente inferior al de la bonificación asignada a las rentas más altas con el sistema de exención anterior. Tales rentas, sin embargo, se benefician de otras disposiciones de la reforma que, globalmente, logran más que compensar esta falta de ganancia. Para las rentas bajas, la ganancia inmediata es escasa, pero el cambio dista de ser trivial. En efecto, a partir de este momento es posible aumentar el importe del crédito impositivo sin que ello beneficie de forma desproporcionada a los más ricos.
Con todo, lo que hace de este crédito impositivo universal un nuevo paso en la dirección de una renta básica es su carácter a la vez individual y reembolsable. Dado que la bonificación fiscal no toma ya la forma de una reducción de la base imponible, sino la de una reducción impositiva igual para todos, puede en adelante traducirse en un reembolso cuando esta reducción exceda el impuesto debido. En el límite, en el caso de un cónyuge que elija permanecer en el hogar, el importe que le es pagado directamente por el Ministerio de Finanzas puede ser igual al valor íntegro del importe del crédito impositivo universal. Esta fórmula parece, pues, hallarse muy cerca de un modesto dispositivo de impuesto negativo individual, sin que por ello ni un solo programa de protección social se vea afectado. El sistema fiscal queda completamente disociado del sistema de rentas mínimas garantizadas: si todos los contribuyentes gozan del crédito, solo los cónyuges sin empleo de personas que trabajan y adeudan impuestos tienen derecho a que les sea concedido el importe del crédito universal. Y tienen derecho a ello —ahí radica, precisamente, el carácter novedoso de este sistema— sin tener, en ningún caso, que demostrar que buscan un empleo o que ejercen una actividad de utilidad social.
Se trate de un dividendo social acompañado de un recargo explícito sobre las rentas bajas como fue propuesto por Meade (1988), de un impuesto negativo familiar del tipo del Bürgergeld de Mitschke (1985) o del ACR de Godino (1999), o de una renta básica parcial del tipo de la propuesta por el WRR (1985), cualquier medida concebible para evitar el coste prohibitivo de la instauración de una renta básica «completa» implica necesariamente una estructura regresiva de los tipos impositivos marginales efectivos; una estructura, ciertamente, menos regresiva que aquella a la que inducen la RMI y los otros dispositivos convencionales de rentas mínimas, pero netamente más regresiva que aquella a la que induciría un impuesto negativo lineal à la Friedman (1962), la combinación de una renta básica y una flat tax estudiada a título ilustrativo por Atkinson (1995) o, a fortiori, una renta básica completa financiada a través de un impuesto progresivo sobre la renta: por cada euro obtenido cuando se gana muy poco, se conserva menos, en términos netos, que por cada euro ganado en niveles de renta superiores.
Puede hallarse una justificación de esta estructura regresiva en la teoría de la imposición óptima (Mirrless, 1971; Piketty, 1997). El argumento subyacente puede formularse esquemáticamente del modo que sigue. Con vistas a asegurar de forma duradera un nivel sustancial de renta básica, merece la pena fijar un tipo marginal efectivo elevado en la parte baja de la distribución, donde prácticamente todos los contribuyentes tienen un tramo de renta —lo que garantiza un nivel de recaudación elevado— y donde pocos contribuyentes tienen su renta marginal —lo que minimiza el impacto sobre los incentivos—. A la inversa, es preferible mantener un tipo marginal efectivo más bajo en los intervalos de renta en los que hay menos contribuyentes con un tramo completo de renta y en los que más contribuyentes tienen su renta marginal. De ello se sigue que si la prioridad es maximizar de forma duradera las rentas más bajas, conviene gravarlas, en el margen, más que las rentas netamente más elevadas.
Tras los debates parlamentarios sobre la reforma fiscal de 2001, diputados ecologistas dirigieron una interpelación al ministro de Finanzas, el liberal Gerrit Zalm, para saber si este crédito impositivo universal podía ser interpretado como un paso hacia la instauración de una renta básica. Transparente, Zalm dio una respuesta claramente negativa. Pero en un país dotado ya de dispositivos universales de subsidios familiares, de becas de estudios y de pensiones de jubilación no contributivas, así como de uno de los dispositivos de rentas mínimas garantizadas más generosos del mundo, es difícil no ver en este dispositivo el embrión del último eslabón del camino. Cuando dirigía el Centraal Planbureau (Agencia central del Plan), el propio Zalm se presentó a sí mismo como un partidario del tránsito hacia la renta básica. De hecho, ya había precisado, en una entrevista concedida en 1993, la naturaleza de la primera etapa en esta dirección: la supresión del mecanismo de transferencia del «importe exento» entre miembros de un mismo hogar, algo que, precisamente, llevó a cabo en 2001.
Una renta básica parcial
La etapa siguiente consiste en articular el sistema fiscal y el sistema de transferencias introduciendo una renta básica llamada «parcial», es decir, inferior al umbral de subsistencia, como sustituta de este crédito impositivo uniforme gradualmente aumentado y del primer tramo de todas las transferencias sociales. Esta propuesta había sido lanzada, en el debate neerlandés de mediados de la década de 1980 (WRR, 1985; Dekkers y Nooteboom, 1988), en una versión que fijaba el nivel de la renta básica parcial en la mitad de la renta mínima garantizada en aquella época a una persona sola, mientras que el complemento restante se confería de manera condicional, a través de los dispositivos de la asistencia social, en un nivel que variaba en función de la composición del hogar y de otras circunstancias.
Un dispositivo de este tipo permitiría evitar el obstáculo que constituiría, en caso de una instauración súbita de una renta básica completa, la necesidad de hacer frente al coste de la individualización y de la posibilidad de acumular integralmente la renta básica y las rentas del trabajo (véase § III.1). Por un lado, la renta básica parcial es, por definición, individual, pero los complementos condicionales no lo son. Así, los controles vinculados a la residencia siguen siendo necesarios, aunque para un número de personas menor, disminuido por la reducción de la trampa del paro. Por otro lado, así como la renta básica parcial se puede añadir íntegramente a cualquier otro tipo de renta, con los complementos no ocurre lo mismo. Permanece una trampa del paro, aunque resulta claramente menos profunda. Es precisamente la persistencia de un tipo impositivo marginal efectivo del cien por cien sobre el tramo de renta más bajo lo que permite no tener que incrementar de forma abrupta los tipos que afectan al grueso de los salarios.
Una renta de participación
A pesar de las ventajas que se le puedan atribuir, cabe considerar la posibilidad de que la renta básica, incluso en una versión parcial, quede fuera de la agenda política en razón, precisamente, de su carácter incondicional, es decir, por la ausencia de cualquier exigencia de contrapartida con respecto a sus beneficiarios. Los responsables políticos, sensibles a las objeciones éticas expresadas en contra de la medida y temerosos ante la posibilidad de poner a una parte importante de la opinión pública en su contra, podrían, en efecto, mostrarse recelosos a la hora de tomar seriamente en consideración una propuesta que desvincula renta y contribución productiva de un modo tan resuelto.
Con el objetivo de sortear esta dificultad, algunos han propuesto relajar el requisito de incondicionalidad de la renta-suelo individual universal para hacer de ella, según la expresión utilizada por el economista británico Anthony Atkinson (1993, 1996), una «renta de participación» (véase § II.5). En este escenario, las personas tienen acceso a una prestación individual uniforme compatible con cualquier otra renta, pero solo en la medida en que ejerzan una actividad socialmente útil en un sentido amplio que incluye el trabajo asalariado e independiente a tiempo completo o parcial y, también, actividades no remuneradas de naturaleza familiar o asociativa.
Una propuesta de este tipo puede encontrar un importante apoyo en el proceso de ensanchamiento que la noción de contrapartida está viviendo actualmente en el marco de los sistemas de prestaciones sociales. Así, por ejemplo, desde 1996, los municipios neerlandeses tienen la posibilidad de poner en práctica programas destinados a favorecer la inclusión social de los parados de larga duración por medio de una actividad voluntaria cuya práctica regular pueda valerles para quedar exentos de toda obligación de buscar un empleo (Van Berkel y otros, 1999). En el mismo sentido, los Países Bajos adoptaron en 1999 una «ley sobre el sostenimiento de la renta de los artistas» que concede un subsidio específico para las personas sin empleo cuya actividad haya sido reconocida como «artística» por parte de una instancia oficial creada a tal efecto. Paralelamente, en Bélgica, una comisión constituida por la Fundación Rey Balduino propuso transformar el seguro de paro en un seguro de participación, otorgando el derecho a percibir la prestación a aquellos que ejercen regularmente actividades voluntarias juzgadas como socialmente útiles, busquen o no un empleo (Vanderborght y Van Parijs, 2001).
Existen buenas razones para juzgar a la vez deseable y probable la evolución de la renta de participación hacia una verdadera renta básica para la parte de la población con respecto a la cual toda forma de paternalismo se vería arrinconada. En cambio, es legítimo preguntarse si esta condición de participación, debidamente circunscrita, es viable —y justificable incluso en nombre de la libertad real para todos— para los más jóvenes.
Después de todo, en numerosos países, el derecho a los subsidios familiares para los niños está ligado a la obligación de que éstos sean escolarizados, mientras que la financiación pública de los estudios superiores y las becas de estudios concedidas a los estudiantes mayores de edad están, por definición, asociadas al seguimiento de una formación. Además, los que dejan de estudiar antes y, desde ese momento, tienen más probabilidades de pertenecer a una categoría social menos favorecida —por su origen como por su destino— se benefician menos que los demás de programas de este tipo. En este escenario, una renta-suelo para los jóvenes adultos supondría la universalización, más allá del grupo de los pocos privilegiados por los dispositivos actuales, de la financiación reservada hoy a los estudiantes. Pero no sería absurdo condicionar tal posibilidad, según modalidades que podrían variar, al seguimiento de una actividad de formación en un sentido amplio.
En lo que respecta a los menores, la renta básica toma sin demasiados problemas la forma de un derecho a una enseñanza gratuita y a subsidios familiares vinculados a la escolarización. En el caso de los jóvenes adultos, la renta básica podría funcionar a través de una condicionalidad más ligera y flexible, pero procedente de una preocupación análoga, condicionalidad que podría tranquilizar a quienes temen que muchos de ellos se conformen hoy con una situación modesta pero cómoda, contentos de poder gozar de una vivienda compartida y de un pequeño trabajo ocasional de estatus especial o no declarado, para descubrir, demasiado tarde, que, para poder levantar decentemente una familia, tendrían que haber hecho el esfuerzo de formarse durante más tiempo (Bovenberg y Van der Ploeg, 1995).
Tal como ha sido propuesta por Atkinson, la renta de participación consiste en emparejar la idea de una renta-suelo individual con esta ampliación de la noción de actividad socialmente útil más allá del trabajo remunerado. El vínculo de este modo mantenido con respecto a la exigencia de una contrapartida permitiría, sin duda, aumentar la aceptabilidad política de la reforma, pero al precio de un cierto número de inconvenientes. Si la condición se toma en consideración seriamente, será necesario, en efecto, poner en marcha mecanismos de control que implicarán la consunción de parte de los medios disponibles, intrusiones en la vida privada y un serio riesgo de perversión de la actividad «voluntaria», al quedar las asociaciones que las vertebran investidas, en adelante, de la desagradable función policial de controlar la asiduidad de sus colaboradores. Además, los problemas para distinguir aquello que constituye una actividad artística auténtica, considerada socialmente útil, de aquello que constituye una chapuza que, en el mejor de los casos, no presenta más que un interés estrictamente privado ilustra la dificultad, más general, para establecer una línea de demarcación no arbitraria entre lo socialmente útil y lo que no lo es, dificultad que aparece en el momento en que se renuncia a utilizar, como criterio, el hecho de que un empleador, privado o público, esté dispuesto a remunerar la actividad. Finalmente, tal como ilustra de nuevo el caso de los artistas, la aptitud para desarrollar una actividad no remunerada gratificante en sí misma que sea susceptible de satisfacer las condiciones administrativas de la «participación» corre el riesgo de ser distribuida por lo menos tan desigualmente como la capacidad de obtener ganancias en función del nivel educativo de las personas.
Por todas estas razones, puede afirmarse que hay bastantes posibilidades de que una renta de participación modesta, una vez introducida, evolucione rápidamente hacia una verdadera renta básica. Por lo pronto, puede afirmarse que la primera constituye una etapa obligada para la consecución de la segunda: «Una renta de participación de este tipo ofrece una vía realista para que los gobiernos europeos puedan ser persuadidos de que una renta básica ofrece una mejor perspectiva de progreso que el callejón sin salida de la asistencia social con controles de recursos» (Atkinson, 1998). Frank Vandenbroucke, ministro federal belga de Asuntos Sociales (1999-2003) y autor de una tesis doctoral sobre justicia social centrada en una fundamentación teórica de una modesta renta incondicional (Vandenbroucke, 2001), apunta hacia la misma dirección: una renta básica unida a una condición flexible de participación es, «quizá, la vía de la sensatez política» (Vandenbroucke, 1997).
Modelos alternativos
Las sendas hacia la renta básica exploradas hasta el momento descansan sobre una reforma integrada del sistema de transferencias sociales y del impuesto sobre las personas físicas. Pero nada prohíbe que se reflexione también acerca de la posibilidad de una vía radicalmente diferente que añada al sistema existente de impuestos y transferencias un subsidio financiado de forma independiente. De hecho, es un modelo de este tipo el que rige el dividendo percibido por todos los residentes del Estado de Alaska gracias al rendimiento de un fondo constituido a partir de los beneficios derivados de la explotación del petróleo (véanse § I.4 y § II.2). Conviene destacar que algunos de los que manifiestan una oposición ética más firme con respecto a la incondicionalidad de la renta básica se muestran dispuestos a aceptar su legitimidad cuando se financia a través del citado procedimiento (Anderson, 2001).
Pero ¿se trata de un modelo generalizable? Huelga decir que otras regiones del mundo cuya situación es análoga a la de Alaska, como Noruega o la provincia canadiense de Alberta, no han optado por el modelo vigente en Alaska. Pero el modelo del dividendo ha inspirado diversas propuestas relativas a otros países que disponen también de importantes cantidades de recursos petrolíferos. Así, la idea de instaurar un sistema análogo en Irak fue defendida en la primavera de 2003 por varios miembros del Congreso norteamericano (Clemons, 2003). En junio de 2003, esta idea fue objeto de un sondeo entre el electorado norteamericano, que se pronunció a favor en un 59% de los casos y en contra en un 23%. Asimismo, el economista de la Universidad de Columbia Sala-i-Martin y un investigador del Fondo Monetario Internacional analizaron y defendieron, en un estudio técnico, un plan análogo para Nigeria (Sala-i-Martin y Subramanian, 2003).
Obviamente, se puede concebir la extensión de este modelo a otros recursos naturales, además del petróleo. Entre ellos figura la capacidad de absorción de la polución por parte de la atmósfera. Así, en lugar de distribuir gratuitamente, en función de los niveles de polución pasados, los permisos para contaminar concedidos en la Unión Europea en el marco del protocolo de Kioto, se podría plantear la posibilidad de venderlos al mejor postor y repartir los ingresos de forma igualitaria entre todos bajo la forma de una renta básica.
Consideraciones de este tipo contribuyen a alimentar propuestas de renta básica financiada a través de un impuesto sobre el consumo de energía. Además de contribuir al agotamiento de un recurso escaso y a la saturación de la capacidad global de absorción de la atmósfera, el consumo de energía produce también, a escala local, perjuicios de índoles diversas que son sufridos de manera más o menos uniforme por el conjunto de la población, lo que constituye una tercera razón, lógicamente independiente de las dos primeras, para conceder mayor importancia al contenido en energía del consumo como fuente de financiación de una renta básica (Robertson, 1994; Genet y Van Parijs, 1992).
Finalmente, cabe notar que un impuesto sobre la energía de este tipo no se halla demasiado lejos de un impuesto sobre el valor añadido, a veces fervorosamente defendido, por ejemplo, por Roland Duchâtelet en Bélgica o por Pieter Leroux en Sudáfrica, como una forma más apropiada para financiar la renta básica que el impuesto sobre la renta de las personas físicas, que a menudo se muestra claramente regresivo como consecuencia de la introducción de exenciones y de tratos especiales diversos. Por razones que varían según los países, el argumento principal para la justificación de un impuesto de este tipo radica en la convicción de que permitiría la obtención de recursos financieros sensiblemente más amplios que con un impuesto sobre la renta que recaiga principalmente sobre las rentas del trabajo. En cierto sentido, una renta básica muy modesta constituye un correlato natural de cualquier impuesto sobre el valor añadido establecido para cualquier fin: fijado al nivel del umbral de la pobreza multiplicado por el tipo del impuesto —un umbral de la pobreza de 500 euros por persona y mes y un IVA del 20% arrojarían un subsidio de 100 euros mensuales—, este impuesto proporcionaría un sistema exactamente análogo, en el caso de un impuesto indirecto, a la exención del impuesto directo de los tramos de renta situados por debajo del umbral de la pobreza y garantizaría que aquellos que ya son pobres no se vean empobrecidos todavía más como consecuencia de la carga fiscal. Se trate de Europa o de Sudáfrica, las propuestas sugeridas van, sin embargo, mucho más allá en términos de sus rentas medias respectivas, pues aspiran a aumentar considerablemente los tipos actuales del IVA, principalmente con vistas a financiar una renta básica.
Una renta básica generosa, ¿es factible, a día de hoy, en el caso de tener las fronteras abiertas? Por supuesto que no. Pero ello no es algo que solo pueda afirmarse para el caso de la renta básica. Cualquier dispositivo generoso de renta mínima condicional o de subvención de los empleos poco cualificados es también vulnerable al desafío de una inmigración selectiva, la cual comprometerá rápidamente su viabilidad. En la medida en que la desigualdad de las condiciones de vida mantenga, a escala mundial, la amplitud que en la actualidad presenta, persistirá un cruel conflicto entre la exigencia de solidaridad con respecto a quienes llaman a nuestras puertas y la exigencia de solidaridad con respecto a los más vulnerables de nuestra población. En efecto, son estos últimos quienes sufrirían con mayor crudeza el hundimiento de los sistemas estatales de protección social que se seguiría, de forma inevitable, de una apertura de las fronteras sin restricciones, incorporen o no tales sistemas una renta básica.
Con puertas entreabiertas o resueltamente abiertas solo para una pequeña parte de la población mundial, la viabilidad de una renta básica parece fuera de duda. No obstante, al igual que para cualquier otro dispositivo de protección social que se pretenda generoso, la renta básica solo podrá serlo de forma efectiva en la media en que el país en cuestión pueda disuadir la inmigración selectiva de beneficiarios netos, por ejemplo imponiendo plazos de espera, y pueda atajar la emigración selectiva de los contribuyentes netos, por ejemplo alimentando cierta forma de patriotismo alrededor del proyecto estatal de solidaridad. Como cualquier otro dispositivo de protección social, la renta básica ampliará las posibilidades de lograr sus objetivos cuanto mayor sea el ámbito geográfico en el que se implante: una escala superior siempre permite limitar la competencia fiscal y social a la que cualquier sistema de protección social se ve sometido.
Así pues, ¿presenta la renta básica algún rasgo específico en relación con la cuestión de la inmigración? Cuando la población inmigrante constituye ya una proporción significativa del conjunto de la población, su adecuada inserción en el seno de la sociedad de acogida se convierte en un asunto verdaderamente importante si de lo que se trata es de hacer de una solidaridad generosa algo sostenible tanto en el plano económico —evitando el acrecentamiento y la perpetuación, a lo largo de las generaciones, de amplias bolsas de población difícilmente integrable en el sistema productivo— como en el plano político —evitando la erosión de un sentido de la solidaridad que pueda abarcar el conjunto de la población—. Como parte constitutiva esencial de una modalidad relajada del Estado social activo (véase § IV.2), puede esperarse de la renta básica que funcione mejor, desde este punto de vista, que dispositivos condicionales que profundizan la trampa de la dependencia. Asimismo, una modalidad más vigorosa o coercitiva de la renta básica podría ofrecer resultados que, para estos grupos sociales, podrían ser de gran valor. En particular, en aquellos casos en los que el desconocimiento de la lengua del país de acogida y la formación de guetos residenciales y escolares corren el riesgo de crear un círculo vicioso de exclusión, es perfectamente concebible, tal como ocurría en el caso de la renta de participación para los jóvenes adultos (véase § IV.3), que se condicione el derecho a la renta básica al seguimiento de un itinerario formativo que permita a los recién llegados adquirir un conocimiento suficiente de la lengua del país de acogida.
¿Un eurodividendo?
Varios de estos modelos alternativos de financiación son de difícil aplicación a escala estatal. Sin ir más lejos, en Europa, la fijación de los tipos del IVA se halla altamente constreñida por la legislación de la Unión, por lo que sería difícil para un país tratar de vender permisos para contaminar a sus empresas si los países vecinos los distribuyen gratuitamente entre las suyas. Ésta es la razón por la que estos modelos resultan tanto más pertinentes cuanto más se amplía la escala considerada para su aplicación. Además, escalas mayores para la introducción de tales modelos permiten sortear el obstáculo que supone, para cualquier fórmula transnacional de renta básica, la gran y delicada diversidad que presentan los regímenes de los impuestos sobre la renta de las personas físicas, incluida la forma en que cada país define la propia noción de renta imponible. No resulta, pues, sorprendente que la exploración de modelos de financiación alternativos vaya a menudo de la mano de una reflexión sobre las posibilidades de una renta básica supraestatal.
En un momento en el que se multiplican las proclamas en favor de una Europa más social, no parece desatinado reflexionar acerca de la manera de organizar una forma de protección social mínima a escala continental. Así, Philippe Schmitter y Michael Bauer (2001) propusieron la puesta en práctica progresiva de un eurostipendium focalizado en los europeos más pobres. A su modo de ver, las múltiples dificultades generadas por la política agrícola común y la gestión de los fondos estructurales hacen altamente deseable una reorientación de los fondos consagrados al sostén de la renta en la Unión Europea. Así, Schmitter y Bauer sugieren pagar anualmente una suma de 1.000 euros a cada ciudadano europeo cuya renta sea inferior a un tercio de la renta anual media de la Unión, esto es, alrededor de los 5.200 euros (UE15 en 2001). Un dispositivo de este tipo presenta problemas manifiestos de estructura, pero sería posible, en principio, eliminarlos orientándolo en la dirección de un impuesto negativo. No obstante, conviene resaltar que las enormes diferencias entre los sistemas fiscales y sociales de los distintos países hacen de esta vía una opción muy problemática.
Una solución más radical pero más realista consiste en instaurar de entrada una renta básica para el conjunto de la Unión Europea, a un nivel que podría ajustarse en función del coste de la vida de cada uno de los Estados miembros. Este «eurodividendo» podría, por ejemplo, alcanzar la cifra de 1.000 euros netos al año en los países más ricos y una cantidad inferior en los demás. Con el tiempo, se produciría por sí sola una convergencia al alza a medida que se aproximaran los niveles de precios y de renta (Van Parijs y Vanderborght, 2001). Sin embargo, aun situándose en esta cuantía tan baja, un eurodividendo no podrá ser completamente financiado por vía de la reasignación de parte del gasto en agricultura y de los fondos estructurales. Así, una forma natural de completar esta financiación sería destinar a este dispositivo una parte del IVA recaudado en la Unión.
Todavía sería más innovador el recurso a una financiación a través de un impuesto europeo sobre la energía contaminante que resultara de una evaluación del coste ambiental de su utilización. Un esquema de este tipo permitiría, en la actualidad, financiar una renta básica del orden de 1.500 euros al año (Genet y Van Parijs, 1992). La financiación de una renta básica de escala europea a través de la venta de permisos para contaminar se inscribiría, aunque más modestamente, en esta misma perspectiva. La imbricación de esta medida supraestatal con los sistemas estatales de prestaciones sociales y de impuestos sobre la renta no tiene por qué ser problemática. En efecto, corresponde a cada país continuar organizándose según convenga, teniendo en cuenta, eso sí, el modesto suelo introducido en el conjunto de unas instituciones redistributivas propias que, una vez aplicada la reforma, quizá serían objeto de un diseño más minucioso —por ejemplo, incluyendo una renta de participación a escala estatal financiada a través de un impuesto sobre la renta.
Con todo, el eurodividendo podría servir de modelo y abrir las puertas a un dividendo pagado a todos los ciudadanos del mundo. Que el uno y el otro sean opciones utópicas a día de hoy no hace menos urgente la necesidad de examinar las potencialidades y las dificultades que presentan. Solo imaginando y sopesando proyectos coherentes hoy será posible, mañana, aprovechar las ocasiones para aventurarse a ponerlos en funcionamiento.