PROPUESTAS DE IZQUIERDA

EN TIEMPO DE TRIBULACIONES

No es verdad que en 1972, cuando Nixon le preguntó a Zhou Enlai su opinión sobre la Revolución Francesa, el líder chino contestara que todavía era demasiado pronto para valorarla. Según parece, se entendieron mal. Zhou Enlai creyó que le preguntaban por Mayo del 68 y, sin saber qué decir, se salió por peteneras. Una pena. Porque, también esta vez, se escribía recto con los renglones torcidos: la respuesta, inapropiada para la sobredimensionada revuelta estudiantil, resultaba más que ajustada para referirse a los acontecimientos que consagraron para la civilización a aquel verano de 1789. La historia política de los dos últimos siglos, y, por lo que parece, la que vamos a transitar en los tiempos más inmediatos no se entienden sino como una lucha por concretar institucionalmente el famoso lema acuñado por los revolucionarios parisinos.

Por el lema en su versión extendida, el de los momentos de mayor fervor democrático, el mismo que figurará en la tumba de Marat: «Unité, Indivisibilité de la Republique, Liberté, Égalité, Fraternité». Completo e indivisible, incluida la olvidada apelación a la unidad, porque, cuando está asegurada la libertad, nadie es más que nadie en sus derechos y hay compromiso compartido con principios de justicia, no cabe amenazar con marcharse con lo que es común, de todos, el territorio político porque no nos gustan las decisiones que hemos aceptado democráticamente Por eso, el 10 de mayo de 1793 la Convención proclamará «l’unité et l’indivisibilité de la République». Sobre ese pie se sostiene, como se verá, la justicia distributiva y, también, la defensa de una distribución que es condición de la libertad ciudadana.

De los cuatro lemas, la igualdad será el de mayor recorrido. Y el que más desordenó el mundo mental de los protagonistas. Abundan los testimonios de cómo la simple idea de juzgar a un rey abismaba las conciencias hasta de los más convencidos. No había para menos. Tomarse en serio que se habían acabado los privilegios asociados a la sociedad estamental equivalía a inaugurar un mundo. La igualdad lo atravesaba todo. En 1789 la Asamblea Nacional, casi en las mismas fechas en que votaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobó los llamados Decretos de Agosto cuyo nervio fundamental era la idea de que todos los franceses gozarían de los mismos derechos y estarían sujetos a las mismas leyes, sin lugar para las excepciones: «Todos los privilegios especiales de las provincias, principalmente condados, cantones, ciudades y comunidades de habitantes, ya sean financieros o de cualquier otro tipo, quedan abolidos sin indemnizaciones, y serán absorbidos dentro de los derechos comunes de todos los franceses». La ciudadanía será la concreción más cuajada del ideal igualitario. Todos deberán tener los mismos derechos, y el primero, el derecho a hacerse oír, al voto.

El destino ya no estaba atado al origen. Al contrario, había un afán de dinamitar la procedencia, de deshacerse de cualquier herencia. Como nos recordará Tocqueville: «Nada omitieron con tal de hacerse irreconocibles». Se anticipaba ya el verso de La Internacional: «Del pasado hay que hacer añicos». La emancipación que inauguraba el ideal de ciudadanía, que comenzó por atacar la tiranía del origen, esa maldición que avecina a los nacionalismos con las sociedades estamentales, alcanzará a los más imprevistos rincones de la vida social, desde los calendarios hasta los topónimos. En nombre de la igualdad se querrá borrar las menores huellas del pasado. La carga de la prueba le corresponderá a quien se oponga a la igualdad. Cuando en los Decretos de Agosto de 1789 se afirmaba que «las distinciones sociales se basarían solamente en la utilidad general», lo que venía a decir es que, de entrada, la apuesta era por la igualdad y, si acaso, lo que necesitaba justificación era salirse de ese carril.

EL LARGO CAMINO DE LA IGUALDAD

A partir de ahí, el topo de la igualdad comenzó su andadura: si nacer en una familia no podía otorgar privilegios, tampoco se veía porque la falta de propiedad, el color de la piel o el sexo eran motivos para privar de la condición de ciudadano y, en particular, del derecho al voto. Y la historia no tenía porque parar ahí. Parafraseando la consigna que popularizaron los revolucionarios americanos, el germen que se estaba sembrando se puede condesar en el lema: ninguna desigualdad (es justa) sin responsabilidad. Dicho de otro modo: solo están justificadas las desigualdades que son resultado de las elecciones de los individuos. No parece justo que Tamara Falcó cobre 10.000 euros por (la suerte de) ser la hija de Isabel Preysler y, aun menos, que, cuando su madre se empareje por Vargas Llosa, duplique su cotización. Venir al mundo en una familia rica, en una parte de un país o con algunas habilidades especiales no podía justificar un acceso privilegiado a la educación, la sanidad, la riqueza o el bienestar. Otra cosa es que el insensato temerario o el gandul vocacional quieran ingresar tanto como el trabajador sin tregua o el ahorrador prudente. Nadie merece premios o castigos por lo que le viene dado y, por lo mismo, cada cual ha de asumir las consecuencias de la vida que elige. Habría, por tanto, que compensar a aquellos menos dotados, marginados, víctimas de exclusiones o que han sufrido infortunios de los que no son responsables y, a los otros, enfrentarlos a las consecuencias asumidas de sus decisiones, a los retos que habían elegido. De nuevo, contra la tiranía del origen.

No es menor la potencia del ideal igualitario. Sobre todo si se apuntala con la idea de responsabilidad, que sostiene tantas de nuestras valoraciones cotidianas: cuando optamos por «perdonar al que no sabe lo que hace» y encarcelar al criminal calculador; cuando premiamos los esfuerzos de los estudiantes; cuando condenamos a los que, pudiendo trabajar, viven del trabajo de otros sin su consentimiento directo o indirecto; cuando defendemos la democracia porque creemos que deben participar —esto es, ser responsables— todos los afectados por las decisiones; cuando reprochamos la complicidad, los votos o el silencio de tantos durante tanto tiempo ante el miedo impuesto por los terroristas de ETA. En tales casos asumimos que la responsabilidad está en el origen de premios y castigos, de retribuciones especiales o de sanciones morales. Mientras no aparezca, todos merecen un trato igual.

LA IGUALDAD CONSERVADORA

Está tan extendida la intuición de ese par igualdad-responsabilidad que, a sabiendas o no, la comparten los conservadores-liberales cuando defienden una pacata igualdad formal de oportunidades —como carrera abierta a los talentos— y aun más cuando, al enfilar contra el Estado del bienestar, lo acusan de paternalista, de entrometido y de pretender cuidarnos de la cuna a la tumba. La responsabilidad, el esfuerzo es lo que importa, nos dirán. Está justificado recompensar el esfuerzo individual y, también, abandonar a su suerte a los que, libremente, han elegido mal. Los individuos deben asumir las consecuencias de sus actos. El «papá Estado», añadirán, no debe ocuparse de salvarnos de nuestros errores. Basta con el mercado, que reconoce el esfuerzo y el mérito y castiga a los que se equivocan, a los que yerran en sus decisiones. En eso consiste la extraordinaria lucidez de la mano invisible, el ciego juez que, en el mar de la competencia, retribuye al buen panadero y penaliza al que lo hace mal: nadie se preocupa de recabar centralizadamente información sobre el empeño de cada uno de los panaderos, basta con que, cada cual, incluidos los panaderos, se dejen llevar por sus propios intereses; nadie pierde el tiempo estableciendo penalizaciones, simplemente deja de ir a la mala panadería porque acude a la buena.

La argumentación conservadora se completará con un supuesto de discontinuidad institucional y hasta moral entre el mercado y el Estado, que asoma en la trastienda de frases como «el Estado nos roba», «los impuestos son confiscatorios». El IRPF vendría a oficiar como un falso justiciero que nos arrebata lo legítimamente nuestro, lo que merecemos, nuestro precio (salario) de mercado, que coincide con lo que aportamos, dirán los más arriesgados defensores de la teoría de la productividad marginal. El mercado sería lo natural y lo debido; el Estado, el artificio y lo arbitrario. La tesis, todo sea dicho, es muy consistente con una visión prepolítica de los derechos: los derechos serían anteriores e independientes de la voluntad política de los ciudadanos cristalizada en leyes. Los derechos, incluido el de propiedad, serían tan naturales como la trayectoria de los planetas. Si acaso, mediante leyes e instituciones, nosotros nos limitaríamos a tomar nota, modestos notarios de valores trascendentes, inmutables desde el principio de los tiempos.

El supuesto conservador de discontinuidad resulta más que discutible. El mercado, y más el mercado capitalista, se sostiene sobre una trama institucional, política, previa, que asegura unos derechos de propiedad, un mecanismo garantizado de intercambios legítimos, todo ello respaldado por un (costoso) sistema judicial y policial. Más exactamente: 1) la propiedad precisa de un sistema legal que la sostenga y, sobre todo, en sociedades complejas, no hay nada parecido al laissez faire: el mercado requiere de un Estado, que hace posible títulos de propiedad, sistemas de ejecución de contratos; 2) la propiedad es una construcción jurídica que no preexiste en ningún sentido al sistema de normas, entre las que se incluyen las que fijan impuestos: no hay una propiedad previa a los impuestos porque los impuestos forman parte de las normas que la definen. Yo no te puedo arrebatar tu casa porque soy más fuerte, ande más necesitado o tenga la sangre azul. Tendré que comprártela y tú deberás estar de acuerdo. No hay una distribución «natural» y justa, la del mercado, que luego se «ensucia» a través de impuestos artificiales e injustos. Todos los derechos, tanto los llamados «derechos negativos», esos que garantizan la libertad de opinión o la propiedad, como los llamados «positivos», los sociales, que protegen la asistencia y el bienestar, cuestan dinero y es una decisión política, colectiva, garantizarlos en mayor o menor grado y establecer prioridades entre unos y otros. La idea de que la distribución del mercado es la correcta, de que el mercado garantiza a cada uno lo que merece, amén de presumir unos supuestos de teoría económica que no están fuera de disputa y que permitirían reconocer qué aporta cada cual a los empeños productivos, asume una idea de justicia que no es incondicionalmente incontrovertida. Al cabo, a todos nos parecería inhumano abandonar a su suerte a los niños, los ancianos o los discapacitados «porque, puesto que no aportan nada, no deben recibir nada».

De todos modos, ni siquiera hace falta ir tan lejos. Y es que, si hay algo seguro, es que el instrumento de tasación de los conservadores, el mercado, no parece bien calibrado para medir méritos y esfuerzos. Basta con saber en qué familia viene cada cual a este valle de lágrimas para poder anticipar con precisión de geómetra como le irá en la vida. Entre otras cosas por fenómenos como el llamado «emparejamiento selectivo», que lleva a los ricos a casarse con ricos. Padres ricos tienen hijos que serán ricos y los pobres, pues pobres. Tanto da que se trate de imbéciles irreparables o haraganes vocacionales como genios de Nobel o esforzados estajanovistas. De vez en cuando alguno se sale de cauce y aparece en las revistas de las peluquerías, pero no hay que engañarse: premiar únicamente esfuerzos o talentos, la mínima idea de igualdad de oportunidades, no forma parte del guión que rige nuestras sociedades. Sobre eso caben pocas dudas y menos después de los datos sistematizados en El capital en el siglo XXI, el famoso ensayo de Thomas Piketty. Entre las muchas discusiones que ha desatado el publicitado libro, ninguna invita a pensar que erraba el Pijoaparte, el protagonista de la novela Últimas tardes con Teresa, cuando, melancólicamente, se entregaba a la reflexión de que «lo mismo que el dinero, la inteligencia y el color sano de piel, los ricos heredan también esa sonrisa perenne, como los pobres heredan dientes roídos, frentes aplastadas y piernas torcidas».

La apelación conservadora a la responsabilidad resulta de corto alcance e inconsecuente. Su igualdad de oportunidades no es más que una vaga invocación que, en lo esencial, se limita dejar a cada cual concurrir en la carrera de la vida, sin atender a que algunos llegan a la línea de salida con un yunque atado al pie y otros con una panadería debajo del brazo y, sobre todo, a que a partir de ahí, todo a peor. Y esto no es una apreciación moral, sino resultado sociológico irrebatible: desigualdades materiales vinculadas, por ejemplo, al origen familiar suponen otras desigualdades, sin ir más lejos en la esperanza de vida, que, entre unos y otros, incluso en la misma ciudad, pueden alcanzar a los treinta años.

Los problemas, hasta aquí, no alcanzan a la igualdad calibrada desde la responsabilidad sino al timorato arropamiento conservador: el camino no está igualmente franco para todos y no hay nadie —no desde luego el mercado— que vaya reconociendo méritos y esfuerzos. Así las cosas, los problemas de la igualdad conservadora no debilitan la idea de igualdad, más bien al contrario, en la medida que son problemas de inconsecuencia, la refuerzan.

Desafortunadamente, la historia no acaba aquí.

LAS COMPLICACIONES DE LA IGUALDAD

Los problemas de la igualdad están en otra parte. En primer lugar, en el perfil de la idea: el trazo precisable entre elecciones y circunstancias que sostiene la idea de responsabilidad. Si la tesis no encuentra una traducción práctica, operativa, de poco sirve. Y algo de eso hay. Caben escasas dudas de que no elegimos el color de la piel, el talento matemático, el sexo o el infortunio de que nos desgracie un ladrillo descolgado de un edificio, al menos como elegimos un traje, una pareja, una inversión, una carrera universitaria o un refresco. Pero no siempre la distinción es tan fácil y menos aún en estos tiempos en los que abunda una bien fundamentada tecnología de la manipulación de conciencias. Sobre todo cuando las técnicas se aplican a consumidores o ciudadanos con la mala fortuna, social o natural, sobrevenida, de andar faltos de raciocinio y hasta de carácter, como, en diverso grado, somos casi todos. Y el problema se multiplica hasta hacerse inmanejable cuando las elecciones se entremezclan con las circunstancias, que es casi siempre: yo elegí entrar a un bar de bocadillos y encontré la mochila olvidada de la que resultó ser la mujer de mi vida. ¿Me merezco la (buena o mala) suerte que es resultado de una elección, el premio de número de la lotería que compré porque «paseaba por allí» o, en diciembre de 2004, cuando opté por quedarme en casa en lugar de irme de vacaciones a las costas de Tailandia o cuando en mi lejana juventud preferí estudiar un curso de telegrafista en lugar de un curso de inteligencia artificial o, el 10 de septiembre de 2001, cuando puse mis ahorros en una empresa dedicada a fabricar fármacos tranquilizantes en lugar de en una agencia de turismo que organizaba vacaciones en Afganistán? Y, claro, si no hay trazo limpio entre elecciones y circunstancias o si, aun pudiendo realizar el trazo, difícilmente podemos reconocer mérito alguno a (las consecuencias de) las elecciones, se complica bastante hacer política igualitaria fundada en la responsabilidad.

Por otra parte, la idea no está desprovista de implicaciones moralmente enojosas. Parece razonable que los ciudadanos no deban acudir en ayuda de empresarios o banqueros que han invertido a tontas y a locas, no solo por razones de eficacia, porque de otro modo, volverán con más bríos al comportamiento insensato que tan rentable les sale, sino —que es lo que ahora nos interesa— por razones de principio, porque cada uno debe apechugar con las consecuencias de sus actos, porque, en nuestro paisaje moral compartido, parece asumido que cada palo debe aguantar su vela. Pero otras veces las cosas resultan más complicadas, al menos sin retortijones morales: ¿dejamos abandonado al peatón imprudente atropellado al cruzar una calle sin mirar, al fumador que desarrolla un cáncer, al cooperante que en África contrae una enfermedad?

El tercer avispero, y acaso el más importante, en tanto socava el ideal de ciudadanía, atañe a las consecuencias laterales de las intervenciones «compensatorias» de esos infortunios no achacables a la elección de las personas. Sucede que las ayudas que, mal que bien, intentan resolver los problemas de las gentes, a la vez, las señalan como «problemáticas». En tal caso, la redistribución o la transferencia ofician como estigmas sobre unos ciudadanos a los que se les viene a decir que, en el fondo, son unos desgraciados, bien porque resultan, en algún sentido, imperfectos, de fábrica, o inútiles, porque son unos incapaces o porque sus habilidades no les importan a nadie y por eso no encuentran trabajo. Todos, al fin, una suerte de hijos tontos con los que los demás debemos apechugar. No solo eso, además, si quieren recibir ayudas han de levantar el brazo y demostrar su condición de desechables, para decirlo con la repugnante adjetivación colombiana. La dignidad sería el precio a pagar por la ayuda. Algo que, desde luego, es de mal llevar con el respeto, la autoestima y el trato digno, mimbres fundamentales de la trama ciudadana.

LOS PROYECTOS SOCIALISTAS

Pero acaso las mayores complicaciones atañen al cómo, al diseño institucional con el que abordar la realización de la aspiración igualitaria. La tradición socialista, la tradición más genuinamente continuadora de la Revolución Francesa, lo intentó básicamente de tres maneras. La clásica, que no pasó de los papeles, entendía el socialismo como continuación inexorable del capitalismo por la vía del desarrollo de las fuerzas productivas que, entre otras cosas, suponía un horizonte de la abundancia. Una dinámica parecida a la que condujo del feudalismo al capitalismo, un conjunto de fuerzas, talentos y energías productivas constreñido por un sistema, las relaciones señoriales, que, al final, acaba por romper las bridas que impiden su crecimiento. Algo así, pero a lo grande. Eso sí, una vez rotas las costuras del capitalismo, comienza jauja. Con abundancia, en una sociedad donde hay de todo para todos, desaparece hasta el terreno sobre el que se levanta el problema de la justicia distributiva: si cada cual puede tener lo que quiere no hay motivos de disputa ni, por lo mismo, preocuparse por cómo asignar recursos. Se supera el test de la envidia: qué me importa que tú tengas más o distinto de lo que yo tengo, si, de quererlo, también podría disponer de un lote como el tuyo. No es menester entretenerse en recordar, además del talento intelectual de la argumentación, su final sinsentido, siquiera porque, mientras no prescindamos de la termodinámica y, a la vista, de la tecnología previsible, no parece que ninguna sociedad humana pueda asumir la hipótesis de la abundancia. Tampoco el capitalismo, que opera como si no fuera como él.

El segundo modelo, el que acabaría por cristalizar en el llamado socialismo real o socialismo de Estado, que se sostenía en la propiedad pública de los medios de producción y la sustitución del mercado por la planificación, se encontró con serios problemas para resolver la coordinación de los procesos económicos, para dotarse de un sistema de señales, de información, con el que gestionar con alguna eficiencia la asignación de recursos. No era un asunto menor suplir al mercado. En el mercado, opera, al menos en el corto plazo, un conocido mecanismo: cuando un bien escasea, su precio sube, a alguien le podrá interesar producirlo y la competencia le obligará a hacerlo de la mejor manera. El sistema «libre» de intercambios, descentralizado, en el que cada uno va a la suya, mediante los precios, nos proporcionaría, además de los incentivos para producir, un procedimiento para conocer qué, quién y cuánto se quiere de cada mercancía. Por su parte, el socialismo se veía en serias dificultades para obtener unos precios en los que basar su planificación. De poco servía la información que suministraban unas empresas que, para asegurarse que podrían cumplir el plan central, cuando les preguntaban sobre sus posibilidades productivas, tiraban por lo bajo, y, cuando les preguntaban sobre los recursos que requerían, pedían lo que no está escrito. Y tampoco andaban muy dispuestos a mejorar la productividad unos trabajadores cuyos empleos e ingresos estaban asegurados lloviera o tronara, se esforzaran o no.

Con más o menos convicción, con más o menos honestidad retrospectiva, a esas dificultades apelarán los partidos socialdemócratas cuando defiendan su modelo del Estado del bienestar sobre la base que sintetizaría con eficacia insuperable el Partido Social Demócrata alemán en 1959 en su histórico congreso de Bad Godesberg: «Tanta competencia como sea posible, tanta planificación como se necesite». En la práctica, el lema se traducía en olvidarse tanto de la planificación económica como de la nacionalización de los medios de producción.

La intervención pública estaría justificada únicamente cuando el mercado no llegaba o no funcionaba debidamente. En primer lugar, para hacer frente a los diversos fallos del mercado (bienes públicos, externalidades, asimetrías informativas, monopolios), esto es, situaciones, en las que el mercado, por sí solo, producía resultados ineficientes o, sencillamente, no producía determinados bienes, importantes, entre otras cosas, para garantizar el funcionamiento del propio mercado. También había lugar para una redistribución justificada en nombre de la eficiencia, al menos si nos tomábamos en serio los trabajos de Keynes y Kalecki, quienes nos recordaban que, puesto que en el capitalismo —donde unos ahorran y otros, por otras razones, son los que invierten— los aumentos en el ahorro no tienen por qué traducirse en aumentos de la inversión, si queremos asegurar que la demanda cumple su función activadora, es mejor intervenir, bien directamente, a través del gasto público, bien indirectamente, redistribuyendo en favor de los pobres, que tienen una mayor propensión al consumo; esto es, que ante un aumento igual de la renta, destinan una proporción mayor a la demanda de bienes. La argumentación que, todo hay que decirlo, solo funcionaba bajo ciertas condiciones, proporcionará una anatomía teórica a la tesis de la redistribución como el instrumento encargado de mediar entre unas cosas y otras, de compensar a los perdedores con transferencias procedentes de los ganadores.

Ese soporte teórico parecía un adecuado complemento con el que arropar el principio de igualdad antes expuesto: el Estado vendría a aliviar los males, los infortunios que a cada cual le caen, entre ellas, la edad, la enfermedad y el desempleo. Puesto que, y en esto se separaban de la mayor parte de los conservadores, el mercado, al menos el mercado capitalista, estaba instalado en desequilibrios, la eficiencia y la justicia distributiva se convertían en los avales últimos de las intervenciones bienestaristas de la socialdemocracia.

LOS LÍMITES DE LA REDISTRIBUCIÓN

El guión socialdemócrata atinaba al reconocer las virtudes del mercado como mecanismo coordinador de los procesos económicos con un razonable grado de eficiencia. Ningún proyecto político sensato puede prescindir del mercado —que, por cierto, no equivale al capitalismo— al organizar la economía. Con el mercado había que contar. Eso sí, si se trataba de procurar la igualdad, había que llamar a otra puerta. El mercado está en otra cosa, que poco tiene que ver con la justicia, ni, tampoco, pace los conservadores, con reconocer méritos o esfuerzos. Al menos, los mercados conocidos. Esa es tendencia de fondo del capitalismo, solo corregida, a ratos, como también nos ha recordado Piketty, antes por las destrucciones de capital derivadas de las guerras mundiales que por unas intervenciones redistributivas cuyos resultados finales, cuando se les sigue el rastro completo, nunca acaba de estar claro a quién beneficia.

Por aquí aparecían los problemas de la argumentación socialdemócrata. Los economistas, con desigual complacencia, ya habían sostenido que los problemas del mercado no hacían buenas las intervenciones públicas. Algunos recordaron que la teoría keynesiana valía únicamente en ciertas condiciones (economías cerradas) y otros que no todos los fallos del mercado presentaban soluciones públicas, al menos exclusivamente públicas. Pero lo preocupante, para lo que aquí interesa, para el proyecto igualitario, era otra cosa, a saber, que la intervención redistributiva tenía efectos imprevistos e incluso, en muchas ocasiones, contrarios a los pretendidos. Para muestra, la última, la tercera vía laborista y su fracaso a la hora de impedir, con redistribuciones a posteriori, que las desigualdades de salarios acaben en desigualdad de rentas. Sobra la evidencia de que, también esta vez, el infierno está empedrado de buenos deseos: países que emplean casi una cuarta parte de su PIB en unos gastos sociales que, cuando se echan todas las cuentas, rara vez alcanzan por beneficiar a los más vulnerables, que escapan por las costuras de la sociedad, poco organizados para levantar la voz y desprovistos de información acerca de cómo acceder a las ayudas y romper el círculo de su miseria.

Pero hay algo más y peor. Mientras las redistribuciones y transferencias dejan casi intactas las desigualdades importantes, a la vez, erosionan la calidad cívica de la comunidad política. Sucede, en primer lugar, por lo directo, porque se muestran ineficaces para combatir la perpetuación de profundas y sostenidas desigualdades y, por ende, para propiciar que los ciudadanos participen de retos y experiencias comunes. Cuando las vidas de unos tienen poco que ver con las de los otros, no hay espinazo democrático vertebrador de las sociedades. La democracia se sostiene, entre otras cosas, en la posibilidad de proporcionar razones que nuestros conciudadanos puedan dar como buenas. Darnos razones es lo mínimo que mutuamente nos debemos. Algo que resulta improbable, cuando a las personas les resultan ininteligibles los problemas de sus conciudadanos, como al ciego le resulta extraña la experiencia del color. Otro mecanismo por el que las redistribuciones erosionan la vida cívica está relacionado con lo antes apuntando, con los torcidos destinos últimos de las ayudas. Y es que, cuando se exploran hasta el detalle, se repara en que muchas de las asignaciones del Estado del bienestar no dependen de la calidad moral de las demandas, de su justicia, sino de la particular capacidad de influencia de los distintos grupos sociales, de su vigor para tironear del presupuesto. Grupos con dinero, bien organizados en las redes, con facilidad para fijar metas y coordinarse tendrán más capacidad de hacerse ver que otros, sin recursos ni información, ajenos a las nuevas tecnologías o desperdigados. En esa disputa importan menos las buenas razones que el poder de influir o de movilizar votos, en una competición en la que cada colectivo se preocupa de los suyos y sospecha de los demás, potenciales rivales en el reparto. Al otro lado solo están unos políticos cuyo único horizonte de supervivencia son las próximas elecciones y cuya salida más normal es la huida hacia delante, unas veces encabalgando burbujas, otras con desequilibrios presupuestarios mantenidos en el tiempo, diversas maneras, que conocemos bien, de comprar la voluntad de unos votantes poco dispuestos a la vigilancia y al control mientras dura una fiesta que deberán pagar los que vengan más tarde, esos que hoy no votan. Y, finalmente, las cosas empeoran, por lo ya mencionado, porque los sensatos intentos de poner remedio a esas patologías y ceñir las ayudas a los más vulnerables, aparte de no resultar rentables electoralmente cuando los excluidos carecen de organizaciones sociales propias, se enfrentan a la incomprensión de unos votantes con los instintos morales entumecidos por lo que se acaba de contar y que no tendrán reservas en estigmatizar a los otros, a los perdedores, descritos como parásitos, sometidos a una vejación continua de tener que demostrar, si quieren recibir ayudas, que no sirven para nada, que son unos desgraciados o unos inútiles a los que hay que compensar por ser lo que son, por su identidad.

LA PRIORIDAD DE LA CIUDADANÍA

El conjunto de circunstancias inventariadas, entre otras, está en el origen de un reajuste en la perspectiva con la que una parte de la izquierda ha buscado renovar sus propuestas. Según este diagnóstico, la estrategia clásica de dejar funcionar al mercado e intervenir más tarde para reparar sus patologías ha fracasado porque, en el camino hasta llegar a la redistribución, se producen demasiadas distorsiones. Los mismos procedimientos que buscan conseguir la igualdad acaban por hacerla imposible o estéril: incentivos perversos que llevan a los ciudadanos a abstenerse de colaborar porque «les suben los impuestos»; administraciones anquilosadas, cargadas de inercias e ineficiencias; complicaciones de la propia labor redistributiva, una tarea con altos costes y que requiere una información —sobre las distintas situaciones y necesidades de los ciudadanos— difícil de obtener; desigual capacidad de influencia, que sesga los recursos en favor de los poderosos y mejor organizados, quienes, bajo el paraguas de las buenas palabras bienestaristas, consiguen ayudas y subvenciones de cuestionable pertinencia moral cuando no simplemente parasitarias del presupuesto.

Así las cosas, la propuestas han optado por dar un paso atrás, al principio, e intervenir antes de que comience a operar el mercado. Antes que remediar ex post los desordenes distributivos, se buscaría prevenirlos ex ante. La idea es igualar, dotar de recursos, capacidades o poder a los ciudadanos y, sobre ese terreno, dejar funcionar al mercado. Una estrategia general que está detrás de diversas propuestas. Algunas resultan modestas y, en diverso grado, ya circulan: mejoras en educación, en capital humano, porque «es mejor enseñar a pescar que dar los peces»; políticas activas de empleo y formación continua de las capacidades laborales; medidas para conllevar la vida laboral y la familiar. Otras, más rotundas, buscan ampliar derechos políticos y sociales y optan por alentar cambios institucionales que permitan a los dejados de la mano de Dios disponer de un mayor poder de negociación, sea a través de su participación en los procesos de decisión, sea a través de corregir desigualdades de poder que, en muchas ocasiones, llevan a distorsionar el funcionamiento del mercado. Por ejemplo, un banquero —incluso un banquero que simpatizase con los derechos civiles— de hace cincuenta años en Alabama se lo pensaría mucho antes de contratar a un cajero negro ante el temor de quedarse sin clientes. Y, por su parte, los clientes, ante la ausencia de empleados negros, confirmarían sus «impresiones» sobre la incompetencia o la deshonestidad de éstos. En tal caso, una política transitoria de discriminación positiva, que obligase a contratar un mínimo de empleados negros, rompería la cadena de exclusiones. Y quien dice negro dice otros grupos penalizados por características irrelevantes (edad, peso, sexo) para los empeños que han de realizar. Otras propuestas son aún más radicales, hasta incluir la distribución del capital productivo: democracias de propietarios y socialismos de mercado, fundamentalmente.

En ningún caso, o casi ninguno, tales propuestas pretenden acabar con el mercado, sino que, a partir de la constatación de que, por sí solo, no mejora las cosas o, directamente, las empeora, se opta por igualar las oportunidades con las que los ciudadanos operan en él y, si acaso, afinarlo en su funcionamiento para que ofrezca su mejor versión. Para ello se requiere una real igualdad de oportunidades, que permitiría un mejor uso de los recursos, incluidos los recursos humanos, y acabar con desigualdades de poder político o de influencia sobre el poder político, derivadas de desigualdades económicas, que entorpecen la buena asignación, y, por la vía de la capacidad de influencia en los gobiernos, al quebrar la salud de las instituciones (transparencia, control), distorsionan la calidad democrática en la toma de decisiones. A esas distorsiones apuntan algunas de las metáforas políticas de mucho tráfico en los medios y, todo sea dicho, desigual calidad conceptual: capitalismos de amiguetes, puertas giratorias, casta, élites extractivas.

En realidad, dirán algunos, se trata de asegurar que el mercado funcione de la mejor manera. No podemos ignorar que, en competencia perfecta, no hay lugar para el poder despótico y arbitrario que rige el trato de muchas empresas —y más en las pequeñas que en las grandes, por cierto— con los trabajadores, un trato que funciona sobre el transfondo del chantaje del hambre, para decirlo en corto y a la manera cervantina. El empresario siempre puede amenazar con despedir, pero, en un mercado impecable, el despido deja de funcionar como una amenaza puesto que el trabajador puede encontrar inmediatamente otro trabajo en las mismas condiciones. Pero, claro, los mercados impecables solo se encuentran en los libros de economía. En la vida que conocemos el chantaje funciona a diario y la humillación es un hábito de negociación. Así las cosas, para allanar el camino a la autonomía de los ciudadanos, a la posibilidad de que, sin ser héroes o santos, se puedan mirar al espejo sin indignidades y a los demás conciudadanos de frente, para decirles «no», quizá resulten más realistas medidas ex ante que intentan dotarlos de recursos o poder de negociación o de decisión.

DE LA DISTRIBUCIÓN A LA LIBERTAD

El cambio en la mirada sobre la igualdad supone un cambio de perspectiva pero sobre todo una ampliación del foco. Algo de agradecer, siquiera porque las reflexiones igualitarias de la izquierda académica —con la deprimente excepción de los trastornos derivados del multiculturalismo, de un flojera intelectual anonadante— parecían agotarse en la justicia distributiva. Agotarse y agotarnos, porque su grado de sofisticación analítica solo era comparable a su irrelevancia práctica. Los matices eran tantos, y tan retorcidos, como escasa la posibilidad de que se pudiera sacar algo en claro a la hora de cuajar en propuestas políticas. Las musas nunca parecían querer llegar al teatro. Y cuando llegaban, como sucedía con las medidas bienestaristas, no era seguro que fuera para bien, como se acaba de ver.

Ahora la mirada se amplía y, en ese sentido, se entronca más genuinamente con el ideario completo de la Revolución Francesa. El énfasis recae en la democracia y, por implicación, en el poder político. La distribución es relevante, pero lo es, por derivación, porque hace posible el autogobierno de los ciudadanos, su libertad, porque como decía Jefferson «la dependencia engendra servilismo y venalidad» (y, de ahí, su propuesta, incluida en su borrador de la Constitución de Virginia de 1776, de provisión mínima de tierra para todos los ciudadanos con derecho al voto).

La tesis del autor principal de la Declaración de Independencia está sostenida por buena investigación. La elección, también entre modos de vida, requiere ciertas condiciones y circunstancias, porque hay condiciones y circunstancias que hacen imposible la buena elección. Algunas resultan obvias: no podemos dar por buena una elección de quien está sometido a un chantaje, a una amenaza, bajo los efectos de una droga o es víctima de un lavado de cerebro. A poco que afinemos las condiciones de elección, no tardaremos en encontrarnos con otras exigencias que, con más o menos nitidez, han tomado cuerpo en nuestras constituciones como garantías de derechos y libertades. Y hay algunas más, no menos razonables, que, poco a poco, comienzan a estar presentes, siquiera germinalmente, como fuente de inspiración de muchas leyes: la calidad de la información disponible, el conocimiento de los diversos modos de vida, o la ausencia de dominación, la imposibilidad de que otra persona —mi pareja, mi jefe— pueda, por ejemplo, empeorar mis condiciones de vida si no le gusta lo que pienso o decido. Entre esos requisitos, más pronto que tarde, acaban por aparecer las condiciones materiales, la autonomía económica, pues como dejara dicho otro de los padres fundadores, John Adams: «Los hombres, en general, de cualquier sociedad, que están totalmente desposeídos de tierra conocen tan poco los asuntos públicos que no pueden opinar rectamente, y dependen tanto de otros hombres que carecen de una voluntad propia. Hablan y votan tal y como les recomienda algún hombre rico que ha moldeado sus mentes para que defiendan sus intereses de propietario». A Adams, ese argumento le servía para defender el voto censitario, a otros para defender una propiedad minima (Forty acres and a mule; Three acres and a cow) como garantía de la libertad republicana. En todo caso, cabalmente entendido, supone una radical defensa, en nombre de la democracia, de la igualdad o, por lo menos, de unas garantías económicas que les permiten tomar sus decisiones sin estar sometidos a la voluntad arbitraria de ningún poder, a pensar con limpieza sin temor al chantaje de sus conciudadanos o a exigencias de afiliación a comunidades culturales que, a cambio de sostén material o psicológico, reclaman afiliaciones a identidades colectivas, como es común en grupos religiosos o nacionalistas. El cambio de orientación supone, para empezar, aliviar la obsesión por «determinar el nivel de responsabilidad» cuando discutimos sobre la igualdad. Y quien dice responsabilidad, dice un racimo de ideas vecinas que aparecen a la hora justificar los criterios de distribución: el mérito, el esfuerzo, la mala (o buena) suerte no elegida. Para la nueva perspectiva, para formularlo de un modo extremo, la buena sociedad no viene determinada por la buena distribución, sino al contrario, es la idea de buena sociedad la que decide la buena distribución. La idea de que la buena sociedad se acaba en acotar esfuerzos y aportaciones no es nueva. Sin ir más lejos, en su Crítica al Programa de Gotha, Marx consideraba que la distribución según el criterio de «proporcional a lo que cada cual ha rendido», aceptable circunstancialmente, debería dejar lugar a otro, ya genuinamente comunista: «De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades». No es nueva y, tampoco, una extravagancia radical. Rige buena parte de nuestra vida familiar, donde nadie se pregunta por la productividad de niños o ancianos.

La perspectiva democrática no llega tan lejos. No nos dice que, al distribuir, debamos olvidarnos completamente de la mala suerte (la enfermedad, un terremoto), del esfuerzo o, en general, de la responsabilidad, sino que tales criterios deben ponderarse o, directamente, subordinarse a otras consideraciones. Sencillamente, reordena las preferencias: la igualdad es importante porque importan cosas como la democracia y la libertad. No se trata tanto de establecer como norte exclusivo la distribución igual de los recursos o de compensar la mala suerte como de asegurar que los ciudadanos participan de las decisiones como libres e iguales. Con esa apuesta como prioridad, debemos explorar aquellas formas de distribución que resultan compatibles con el buen funcionamiento de una sociedad en la que todos los ciudadanos son merecedores de igual aprecio y respeto y de la que nadie se siente excluido. Desde esa perspectiva, el problema de la desigualdad no es solo, y acaso no fundamentalmente, que unos pueden disfrutar de bienes que a otros les resultan inaccesibles, sino que esa desigualdad afecta a ámbitos en los que nos importa mucho la igualdad.

Y es que la desigualdad, además de suponer ineficiencias y despilfarros, por ejemplo de talentos, de un capital social que no se asigna de la mejor manera, socava la calidad de la democracia. La socava, por supuesto, porque cuando hay dependencia material, hay terreno abonado para la corrupción, el clientelismo, los votos cautivos y, por ende, para erosionar el control y la transparencia de las instituciones. Pero la socava, sobre todo, en lo que constituye su rasgo más constitutivo: la igual posibilidad de influencia política en las decisiones colectivas, esa que tímidamente captura el lema «un ciudadano, un voto» y que se ve completamente pervertida cuando unos, los ricos, tienen una desorbitada capacidad para decidir lo que se juzga importante, los problemas que se discuten y las respuestas que aparecen —y las que se excluyen— en los debates. No solo eso, lo peor es que los excepcionalmente ricos son hiperactivos políticamente. Y se entiende: si te hacen caso, participas. Por lo mismo, se explica que los de abajo se aboquen en una espiral de apatía política: nadie habla cuando sabe que su voz no será atendida. El resultado es que los problemas de los ricos acaban por ser los problemas del gobierno y, por tanto, el norte que rige la orientación de los gastos públicos. Se mire desde donde se mire (al investigar puertas giratorias, actividades legislativas, gasto en grupos de presión, composición de organismos de decisión), el diagnóstico es el mismo: la metástasis afecta al organismo entero, la perversión de los principios de igualdad que sostienen la democracia; la quiebra de la argamasa común que da sentido a la actividad política; la sobrerrepresentación de los intereses de los muy ricos y, como consecuencia de esa desigualdad, la esterilización —en el uso real— de los derechos, consecuencia de la desidia de unos ciudadanos que no se sienten escuchados y que, por lo demás, salvo excepciones, tampoco muestran mucho coraje ni limpieza mental cuando toman la palabra, dada su carencia de autonomía material. De todo ello, contado aquí a uña de caballo, hay sobradas pruebas en distintos estudios académicos.

UN PATRIMONIO COMÚN: LA LIBERTAD (REAL) DE TODOS

Así las cosas, las garantías económicas de los ciudadanos se contemplan como parte de la trama institucional que hace posible el ejercicio del autogobierno. Una trama que no es, en lo esencial, distinta de otras que conocemos bien y nadie discute: las constituciones, que aseguran derechos y libertades, y un ecosistema de bienes, públicos y privados, normas sociales y pautas culturales compartidas. Como han descubierto de la peor manera los países en los que se ha querido exportar la democracia como quien introduce el uso de la penicilina, la existencia de ese trama es condición de posibilidad del ejercicio de la ciudadanía. En realidad, la penicilina es un buen ejemplo porque, también en su caso, sucede algo parecido a lo que pasa con ciertas «medidas de democracia», a saber, que, a solas, empeoran la cosas: en una población en los límites de subsistencia, proporcionar una ayuda médica que acabe con la mortalidad infantil puede ocasionar más sufrimiento que el que pretende aliviar, al propiciar excesos de población y hambrunas, como bien sabían los padres que en el Chad en 1974 que, según informaba Newsweek, imploraban a los funcionarios de NN. UU. que dejasen de enviarles medicinas, porque casi era mejor para sus hijos morir de difteria que seguir pasando hambre o crecer con daños mentales producto de la malnutrición.

Pero hay algo más, que conviene recordar ante ciertas críticas muy comunes a la renta básica (RB, en los sucesivo): esa trama se recibe sin mérito ni aportación por parte nuestra. Es un costoso legado, condición de posibilidad de la participación en las decisiones colectivas, que recibimos con nuestra venida al mundo. Está a disposición nuestra, sin haber contribuido a levantarlo ni a mantenerlo y, además, sin que quepa excluir a nadie ni se contemple la desigualdad de acceso. En ese sentido, nuestras instituciones democráticas guardan no pocos paralelos con la disponibilidad de ciertos recursos naturales: «estaban ahí» antes que nosotros llegáramos al mundo. Y también como sucede, o debiera suceder con tales recursos, su disfrute resulta accesible a todos por igual con independencia de nuestra (inexistente) contribución (de hecho, se ha sostenido —como se verá en las páginas de este libro— que tales recursos deben ser la fuente de financiación de la RB, aunque ahora se trata de otra cosa: de recordar que hay bienes de los cuales disfrutamos incondicionalmente, por igual, y que nos parece razonable que así sea).

Las instituciones políticas, y la trama en la que se insertan, no están dadas por la naturaleza, pero sí son de todos, bienes públicos producidos a través de generaciones mediante la cooperación entre ciudadanos. Merced a ese legado y, ahora sí, de unos recursos naturales que también heredamos, realizamos, entre otras cosas, nuestras actividades productivas. Algo que, por cierto, a veces desatienden quienes vinculan incondicionalmente la igualdad justa a la aportación productiva: ese paisaje de fondo de bienes heredados, que nosotros disfrutamos, también forma parte de los materiales que hacen posible nuestra riqueza y, por definición, disponemos de él sin aportar, sin mérito ni esfuerzo.

El acceso a esa herencia no se parece al acceso a nuestras propiedades particulares. Esta circunstancia nos remite a un aspecto del ideario de la Revolución Francesa con el que abrimos estas páginas. Aunque la propiedad pueda cumplir funciones —por ejemplo, proporcionarnos autonomía— parecidas a los derechos de ciudadanía, la condición de ciudadano nada tiene que ver con la de copropietario (de una parte) de la comunidad política. Nuestra condición de ciudadanos no está vinculada a nuestra (posible) condición de propietarios. No somos ciudadanos como somos accionistas de una empresa o propietarios de una parcela en una urbanización. El territorio político no es una sociedad anónima, ni un contrato entre partes, entre socios que aportan cada uno su parcelita. Yo soy tan ciudadano, como sujeto de derechos, en Madrid como en Sevilla. Y Barcelona, en tanto territorio político, no es propiedad de los barceloneses. Es la radical novedad de las revoluciones democráticas respecto a lo que sucedía en el Antiguo Régimen, cuando los reyes eran dueños «a título personal» de sus territorios, que se ampliaban o menguaban con matrimonios y separaciones, como nos sucede a cada uno con nuestras propiedades.

Las comunidades políticas que se forman con las naciones políticas constituyen una empresa colectiva de la que los conciudadanos son copropietarios en un régimen de pro indiviso: todo es de todos sin que nadie sea dueño de nada en particular. No hay nada que sea «mío» antes de lo que es de todos: el territorio político. La propiedad de cada cual no es previa, sino posterior, en sentido lógico y empírico, al territorio común, jurídico y político. La existencia de este territorio político-jurídico previo hace posible que uno pueda disponer de su propiedad, comprarla o venderla y limitar el acceso o la disponibilidad a los demás. Puede hacer algunas cosas como esas, pero no otras, como alojar su cuchillo en la yugular de otra persona. Incluso es anterior al omnia sunt communia («todo es de todos») de Tomás de Aquino, incorporado en cualquier cuerpo constitucional, en nuestro caso, en el artículo 128.1: «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». El artículo es tan solo la confirmación de que es una decisión de todos disponer de la trama de derechos: por razones de interés o necesidad, se modifica la disposición de la propiedad.

Sobre ese transfondo del territorio común tomamos decisiones políticas de modo compartido, en una unidad de justicia y de decisión, en la que, idealmente, todas las voces son atendidas y, precisamente porque son atendidas, de acuerdo con procedimientos democráticos, y recogidas en forma de leyes, que contemplan la posibilidad de su modificación a la luz de nuevas razones, no cabe desvincularse de su cumplimiento o, por ejemplo, amenazar con «romper las reglas» y marcharse con una parte, si no nos gustan las decisiones. La igualdad, la libertad y la fraternidad adquieren su exacto sentido sobre el fondo de la unidad: si yo amenazo con romper la unidad cuando no me gusta lo acordado por todos, si el chantaje y la imposición sustituyen a la deliberación y las razones, no hay igualdad entre ciudadanos, porque quiero que mi voz pese más que las otras, ni libertad, porque la amenaza quiere regir las decisiones de todos, ni fraternidad, porque desprecio las razones —y hasta la posibilidad de dar razones— de mis conciudadanos. De ese patrimonio común, que incluye derechos y libertades, participamos todos por igual y a todos por igual nos proporciona las condiciones materiales para el ejercicio pleno de los derechos, de la libertad y la participación. Y está ahí, en el mundo, antes de que nosotros lleguemos al planeta sin que quepa atribuírselo a nadie en particular. Por eso mismo, porque somos partícipes sin mérito ni voluntad, uno no se «apunta» a la nación política como se hace socio de un club deportivo. Si quiere, por supuesto, se puede marchar, pero su marcha deja intacta a la comunidad política, sin que le quepa reclamar «su parte». En ese sentido, presenta características de bien público más o menos puro: no hay modo de excluir a nadie de su uso y el acceso de uno no limita el acceso de otros. Nos viene dado, gratuitamente, si queremos decirlo así y sin que quepa pedirnos cuentas, ni limitar o dosificar nuestra posibilidad de disponer de él, según nuestra particular contribución. Aunque sí debemos rendir cuentas compartidamente para legarlo sin deterioro, sin quebrarlo, precisamente porque formamos parte de una comunidad que nos garantiza derechos y libertades y en la que nuestra voz cuenta como la de cualquier otro ciudadano: es nuestra herencia común y esa herencia, que con nuestra participación hemos cultivado, debemos dejarla en las mejores condiciones.

LA RENTA BÁSICA: UN INSTRUMENTO

Para muchos, la RB es una propuesta realista que atiende a las consideraciones anteriores. En tal caso se entendería como un (otro) derecho de ciudadanía que se materializa en una prestación monetaria universal, individual e incondicional y permanente. La novedad más importante, frente a otras propuestas, es que la reciben individuos (no las unidades familiares) y todos los individuos, con independencia de su situación (desempleo, edad, salud, etc.). Algo bastante natural si se entiende como un derecho y aparece, como en las líneas anteriores, vinculada a conceptos como libertad, autonomía y autogobierno.

De más está decir que la RB se puede defender mediante otras estrategias de fundamentación distintas de la aquí sistematizada, desde otras ideas de buena sociedad. Por otra parte, a partir de los principios aquí invocados, también cabría argumentar en favor de propuestas alternativas, distintas de la RB. Al menos, en principio. Uno puede ser vegetariano por razones diversas (religiosas, gastronómicas, éticas, dietéticas) y, también, por los mismos principios (dietéticos, por ejemplo) puede optar por alternativas al vegetarianismo. En el caso de la RB ha sucedido algo parecido. Ha sido defendida por liberales de distintos apellidos, por libertarios y por socialistas radicales o igualitaristas. También cabe optar por defensas más austeras, con menos vuelo filosófico, que prescindan —al menos explícitamente— de armazones de teoría política más o menos elaborados y opten por itinerarios más sencillos que los aquí recorridos, como una simple medida contra la pobreza, la exclusión o el desempleo.

Con todo, no hay que exagerar los consensos. Las discrepancias de perspectiva, más temprano que tarde, acaban por manifestarse como discrepancias en aspectos importantes de la RB: la cantidad a percibir, la edad en la que se inicia, las fuentes y formas de financiación, la exigencia de eliminar todas las demás transferencias. Y, por supuesto, no faltan enmiendas generales que, por lo general, dudan de su realismo. En varias direcciones: la posibilidad de financiar una renta que pudiera estar a la altura de los objetivos, en particular, de asegurar la autonomía material; la compatibilidad con nuestras intuiciones morales, con extendidas opiniones en contra de que se pueda cobrar «sin dar un palo al agua» o de que los ricos también reciban la RB; la posibilidad de que se desencadenaran comportamientos que hicieran insostenible la RB, como legiones de parásitos y de gorrones; los apoyos políticos de la ciudadanía, acerca de la (im)posibilidad de encontrar el suficiente número de segmentos sociales dispuestos a respaldarla electoralmente.

Todas esas dudas, a mi parecer, tienen su réplica, al menos en sus versiones más primitivas, las más extendidas en la opinión pública. Respecto a su coste, no está de más recordar que la RB sustituye a muchas de las actuales transferencias, simplifica —y por ende abarata— las labores de gestión y vigilancia y, aunque siempre resulta complicado anticipar sus efectos dinámicos, no cabe descartar mejoras en productividad derivadas de varios mecanismos causales previsiblemente asociados a la aplicación de la RB: la previsible tecnificación de unos trabajos hasta ahora sostenidos en mano de obra sin cualificar que se ve obligada a aceptar salarios miserables; mejoras en capital humano de quienes desprovistos de ingresos tenían que entregar su tiempo a «lo primero que salga»; disminución de incertidumbre que invita a decisiones menos arriesgadas, etc.

En segundo lugar, no está fuera de dudas que a todos nos parece mal que la gente reciba dinero sin contrapartida laboral. Por lo pronto, no parece que nos revuelva las tripas morales la situación contraria —que es, en muchos casos, su reverso—, esto es, que las personas trabajen sin esperar retribución, como sucede con el trabajo doméstico o el voluntariado. El problema, en buena medida, es el prisma con el que se abordan las valoraciones. En realidad, como tal, que alguien disfrute de ciertas cosas «sin aportar» no lo vemos necesariamente mal. Nos sucede a todos, especialmente si venimos al mundo en esta parte del planeta, en su lado bueno, y lo aprobamos, a diario, en el caso de niños, ancianos y, de vez en cuando, ante catástrofes como hambrunas o desastres naturales. También, por lo que muestran los estudios, a los humanos nos parece bien que las personas tengan satisfechas ciertas necesidades básicas con independencia de su aportación. Por lo demás, las intuiciones morales no están escritas en las tablas de la ley y, en el fondo, cuando le damos dos vueltas a muchas de nuestras opiniones e intentamos dotarlas de cierta coherencia, acabamos por corregir nuestras convicciones más arraigadas, como nos lo recuerdan conquistas como el sufragio universal, los derechos civiles, la presencia pública y política de la mujer, el trabajo infantil, el matrimonio homosexual o los derechos de los animales.

También resulta discutible, a la luz de distintas modelizaciones teóricas con supuestos razonablemente realistas basadas en agentes con diferentes patrones de comportamientos (fanáticos del trabajo, ociosos impenitentes, trabajadores que condicionan sus decisiones a las conductas ajenas, etc.), de los experimentos naturales disponibles (loterías que premian con sueldos vitalicios, como el sueldo Nescafé) o de políticas aplicadas que guardan parecidos a la RB (dividendo social en Alaska, impuestos negativo en diversos lugares), que la gente vaya a dejar de trabajar generalizadamente. Es cierto que resultados tan limitados en su alcance deben tomarse con la debida prudencia, pero no está de más recordar que, a diferencia de lo que sucede con otras prestaciones (como el seguro de desempleo), la RB no se pierde cuando se consigue un empleo, de modo que el salario sigue resultando un acicate, que las sanciones morales e influencias sociales (un entorno susceptible de ser configurado públicamente y que permite modificar nuestras disposiciones a cooperar, imitar, a esperar reciprocidades) pueden orientar los comportamientos y que vincular el nivel (fluctuante, como variable dependiente) de la RB a la recaudación tributaria puede facilitar su aceptación: «Esto es lo que podemos dedicar a la RB dadas nuestras posibilidades —y disposiciones— tributarias».

Por último, el respaldo político en buena medida depende, como sucede con las apreciaciones morales, de la manera en la que la RB se presente, del relato en el que se inserta; dicho, de otro modo: el respaldo se sitúa en el territorio de la disputa política, en el debate sobre los principios de justicia socialmente compartidos y en el modo en el que las propuestas aparecen en relación con esos principios. Ciudadanos favorables al impuesto de sucesiones cambian de opinión cuando se lo bautiza como «impuesto de muerte». Preferimos gastar en «ayudar a los pobres» que «en bienestar», en «tratar la adicción a las drogas» que en «rehabilitar drogadictos», en hacer frente «al calentamiento global» que al «cambio climático». Por otra parte, la aceptación tampoco es independiente de la secuencia temporal de presentación. No es impensable y se ha pensado ( J. A. Noguera habla de módulos), en una sucesión que, mediante la modificación o, en su caso, generalización de algunas transferencias existentes (prestaciones a menores, pensiones universales) aceptadas y apreciadas por los ciudadanos, de a poquito, permita desembocar de facto en la RB, atendiendo a la sabia consideración de Goethe según la cual, «cada paso ha de ser en sí mismo una meta, sin dejar de ser paso».

De más está decir que las réplicas no agotan un debate que permanece abierto y en el que han participado científicos sociales de primera línea, en muchos casos para modificar sus juicios a la luz de razones que habían desatendido en una primera aproximación. Nada que ver, por tanto, con el trato frívolo que la RB ha recibido en nuestro entorno político más inmediato en donde no ha habido deshonestidad intelectual que no se haya cometido. Defensas a tontas y a locas, brindis al Sol del que se sabe alejado de las decisiones reales, elogios insensatos, como si fuera el bálsamo de fierabrás que aliviará todos los males sociales, manipulación de las palabras para llamar RB a otras cosas, propuestas de alcance geográfico tan limitado que parecían reducirse a —donde, por supuesto, no habría problemas de aplicación— falansterios o familias ampliadas, apologías retóricas en ámbitos en donde no hay posibilidad real de aplicación y, al poco tiempo, a la menor crítica y cuando la política empieza a exigir decisiones reales, eliminación discreta de los programas.

Con todo, las malas discusiones han contribuido a que, de la peor manera, en rigurosa aplicación de la recomendación «que se hable de mí, aunque sea mal», la RB está ya en el debate político y, unos y otros, aunque no siempre de frente, la están discutiendo, aunque sea tangencialmente, con propuestas que se quieren parecer o se presentan como alternativas. Sencillamente, la RB está para quedarse. Y debe quedarse, mientras no veamos razones definitivas que nos inviten a darla por caducada. Porque, ante todo, también ahora, se trata de acudir con la mirada limpia, dispuestos a admitir que pueden aparecer dificultades hasta ahora no anticipadas, efectos imprevistos. Sin desgarros y con vocación de verdad. Después de todo, no debemos olvidar que no deja de ser un instrumento para los empeños que realmente importan, aquellos que estaban en la trastienda de un verano de 1789 en París y a los que todavía les estamos dando vueltas, aunque no lo dijera Zhou Enlai. Como sucede con cualquier instrumento, quizá nos toque abandonarlo, si no nos sirve o si encontramos más afinados, si hay otros que se ajustan mejor a la función para la que han sido designados. En todo caso, lo importante es que los primeros pasos sean los debidos. Para eso, para empezar a saber de qué va, nada mejor que la excelente sistematización que el lector tiene entre sus manos.

El lector está a punto de iniciar la lectura de un libro infrecuente: una presentación informada y accesible que evita el humo de los buenos deseos y las malas artes de la descalificación de la discrepancia. La exposición comedida de quienes saben de qué hablan y, sobre todo, saben contarlo de manera sencilla sin malbaratar con vacua retórica la propuestas ni escamotear ni manipular los argumentos contrarios. Podrá comprobar que ideas poderosas y profundas se pueden explicar con la máxima claridad. En las páginas que siguen encontrará perfilada la idea de la RB, su genealogía y la naturaleza exacta de su novedad, sus diferencias con otras propuestas en apariencia semejantes, las experiencias disponibles y lo que podemos aprender de ellas, las consideraciones económicas y éticas acerca de su viabilidad y su justificación, las diversas alternativas de financiación y lo que cada una de ellas implica, las distintas maneras de valorar la propuesta y lo que razonablemente cabe esperar de su aplicación. Sin trampas, sin esconder las dudas, ni pretender que con la RB se acabaron los males del mundo. Quien no haya tenido otra información sobre la RB que la que ha podido encontrar en nuestros medios de comunicación o en los debates políticos, después de comprobar la escasa pertinencia de la mayor parte de las críticas —y de muchos elogios— que han acompañado a la aparición pública de la RB, verá que no estamos ante una ocurrencia de asamblea sino ante una propuesta avalada por investigaciones que no se despachan con desplantes y sentencias tabernarias. Quizá, quiero consolarme, también caiga en la cuenta de que no todas las reflexiones de los filósofos políticos son especulaciones ociosas y de que no tenemos porque abandonar la vieja confianza ilustrada en que la razón y la buena ciencia constituyen el mejor punto de partida para ordenar con más decencia la vida compartida. El renglón torcido de Zhou Enlai, la más duradera herencia de un verano de 1789 en París.

REFERENCIAS

Barragué, Borja, La garantía de ingresos mínimos en el igualitarismo (p)redistributivo, Tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid, 2015.

Noguera, José A.; De Wispelaere, Jurgen; Widerquist, Karl; Yannick. Vanderborght, (eds.), Basic Income: An Anthology of Contemporary Research, Londres, Wiley-Blackwell, 2013.

Ovejero, Félix, Proceso abierto. El socialismo después del socialismo, Barcelona, Tusquets, 2005.

Queralt, Jahel, Igualdad, suerte y justicia, Madrid, Marcial Pons, 2014.

Red Renta Básica, la sección española de la organización internacional Red Global de la revista básica ofrece una completa, accesible y actualizada información sobre la renta básica:http://www.basicincome.org/; http://www.redrentabasica.org/rb/.

Sin permiso, revista digital que también ha publicado, además de interesantes debates, distintos volúmenes monográficos accesibles desde: http://www.sinpermiso.info/.

FÉLIX OVEJERO