Capítulo 4

–Lo siento –dijo Lysandros finalmente–. Éste soy yo. Esto es lo que soy.

–Nunca dejas entrar a nadie, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza con un aire tajante.

–Pero te diré una cosa. Puede que sólo sea una coincidencia, pero es extraño. Después de acompañarte a tu habitación, volví a las mesas de juego y de repente empecé a ganar. Recuperé todo lo que había perdido. Era como si no pudiera perder, y de alguna manera todo tenía que ver contigo, como si me hubieras convertido en un ganador. ¿Por qué sonríes?

–Tú, supersticioso. Si hubiera sido yo quien lo hubiera dicho, habrías hecho algún comentario machista y despectivo acerca de la imaginación febril de las mujeres.

–Sí, probablemente sí. Pero a lo mejor tú ejerces una magia más poderosa.

–¿Magia?

–No me digas que has estudiado la mitología griega, pero que no sabes nada de la magia.

–No, claro que no. La magia se encuentra en los lugares más inesperados, y lo más difícil es saberla distinguir de las ilusiones.

Las últimas palabras las dijo tan suavemente que él apenas la oyó. Sin embargo, el tono de su voz fue suficiente para desatar una extraña sensación en la que se mezclaban el placer, el dolor y la inquietud.

–Ilusiones... Lo más peligroso del mundo.

–O lo más valioso –dijo ella rápidamente–. Todas las grandes ideas nacen así. Seguramente algún antepasado tuyo se levantó un día y pensó que podía construir un barco. Y lo construyó, y después otro, y aquí estás tú.

–Eres una mujer muy inteligente –sonrió–. Puedes darle la vuelta a todo con sólo mirarlo de otra forma. Tu perspectiva ilumina las cosas, las transforma de manera que ya no queda lugar para la duda o la sospecha.

–A veces es bueno disipar las dudas y las sospechas –señaló ella–. La gente empieza a sospechar demasiado pronto cuando en realidad deberían bajar un poco la guardia y tener ilusión.

–He dicho que eres inteligente. Cuando hablas así, casi me convences, tal y como me convenciste entonces. A lo mejor sí que es magia. Quizá tengas un poder especial que no tienen las demás.

Oyó un ruido a su espalda y eso le recordó que estaban en un lugar público. No sin reticencia, le soltó la mano y guardó silencio. De repente el móvil le empezó a sonar. Se lo sacó del bolsillo y, al ver el mensaje de texto, hizo una mueca.

–Maldita sea –exclamó–. Creo que voy a tener que irme a Piraeus esta misma noche. Estaré fuera durante unos días.

Petra respiró hondo mientras le escuchaba hablar por teléfono, mirando hacia otra parte. Después de pasar una noche charlando con él y abriéndole su corazón, lo más natural hubiera sido pasar la noche en sus brazos. Sin embargo, el hecho de saber que era imposible lo hacía desearlo con todas sus fuerzas.

–¿Estarás aquí cuando vuelva?

–Sí, voy a quedarme un tiempo –dijo ella.

–Te llamaré.

–Será mejor que nos vayamos –añadió ella–. Tienes que irte.

–Lo siento...

–No tienes por qué. Ha sido un día muy largo. Casi no puedo mantener los ojos abiertos –le dijo, preguntándose si él se lo creería.

Cuando llegaron a la mansión Lukas, el doble portón se abrió para ellos, casi como si alguien los estuviera esperando. Al detenerse frente a la casa, él le abrió la puerta y la acompañó hasta la entrada principal.

–¿Te acuerdas de aquella noche? –le preguntó él de repente–. Eras tan inocente y pequeña que te obligué a irte a la cama y te acompañé hasta la puerta.

–Y me dijiste que echara el pestillo –añadió ella, recordándolo.

Ninguno de los dos mencionó lo demás: aquel beso tan suave y sutil... Un mero roce que se había grabado con fuego en los recuerdos de Petra. Aunque hubiera llegado a conocer el amor y el deseo a lo largo de los años, nada hubiera podido compararse jamás con aquel instante mágico. Mientras le miraba supo por qué había sido así, y cuando se inclinó hacia ella, deseó con todas sus fuerzas que todo volviera a ser como aquella vez.

Él no la decepcionó. Sus labios se posaron durante una fracción de segundo, como si hubiera encontrado algo desconcertante en ella.

–Buenas noches –le dijo.

La dejó sola antes de que pudiera reaccionar. Volvió al coche y se marchó sin mirar atrás, acelerando, como si escapara de algo.

–Buenas noches –susurró Petra, siguiendo el coche con la mirada.

Cuando desapareció tras la curva, recordó que no le había preguntado cómo había conseguido su número de teléfono.

Petra no tardó en darse cuenta de que tenía mucho trabajo. Su reputación la precedía y en muy poco tiempo varias sociedades culturales se pusieron en contacto con ella para contratarla como guía. Ella aceptó todas las invitaciones y así llenó las largas horas sin saber nada de Lysandros.

Hubo una invitación en particular que llamó mucho su atención. Se trataba de The Cave Society, una asociación de entusiastas ingleses que se habían embarcado en una expedición de exploradores en una isla del mar Egeo. La isla estaba a unos treinta kilómetros y su orografía consistía en un laberinto de cuevas que supuestamente contenían muchas reliquias y tesoros históricos.

Nikator era muy escéptico al respecto. Decía que la leyenda no era fidedigna. Sin embargo, Petra estaba más que entusiasmada con la idea de pasar un día navegando en un barco.

–Bueno, en realidad el lugar que más me gustaría ver es la Casa de Príamo, en Corfu. ¿Es cierto que Lysandros es el dueño?

Su hermanastro se encogió de hombros.

–Eso creo.

Normalmente no tenía que soportar la compañía de Nikator. El hijo de Homer pasaba mucho tiempo fuera de casa; momentos que ella aprovechaba para explorar la maravillosa biblioteca del padre. A veces se sacaba una pequeña fotografía del bolso y la ponía sobre la mesa mientras leía. Así se sentía protegida y tranquila.

–Igual que me cuidabas cuando estabas vivo, abuelo –le decía al hombre de la foto, hablando en griego.

Una tarde Nikator regresó a la casa de forma repentina y se encerró en su habitación. No dejaba entrar a nadie, ni siquiera a Petra.

–A lo mejor Debra puede venir a verlo –le sugirió ella a Aminta, el ama de llaves.

–No. Ha vuelto a los Estados Unidos –dijo Aminta apresuradamente.

–Pensaba que se quedaba hasta la semana que viene.

–Tuvo que irse de forma repentina. Tengo que volver al trabajo –dijo y se escabulló sin más.

Petra se quedó desconcertada. ¿Qué podía significar todo aquello?

Probablemente nunca lo sabría, pero Aminta pasó una buena temporada evitándola.

Al final Nikator salió de su encierro. Tenía una ligera hinchazón en el labio y decía que se había caído, pero Petra no las tenía todas consigo, así que decidió pasar todo el tiempo posible fuera de la casa.

Desde la noche de la boda no había vuelto a ver a Lysandros más que en una ocasión, durante un banquete organizado por la alcaldía de la ciudad. Se había acercado a ella por cortesía, le había dicho que esperaba que lo estuviera pasando bien en Atenas y también había dicho algo acerca de volver a llamarla en los próximos días. Sin embargo, no había concretado nada. Parecía que estaba solo. No iba acompañado de ninguna dama, al igual que ella tampoco había llevado a nadie... Como si el destino hubiera querido emparejarlos de nuevo... Pero ella sabía que detrás de aquella fina capa de cortesía y sofisticación se escondía un hombre terriblemente solitario encerrado en una prisión, deseando salir, temeroso de hacerlo...

Pero en el fondo había pasión. Ella lo sabía muy bien. Siempre que estaba en su presencia era capaz de sentir el deseo que palpitaba en su cuerpo fuerte y alto; sus movimientos desenvueltos, el poder contenido, a punto de desatarse... Poco a poco la frustración de Petra dio paso a un profundo enojo. De repente podía oír de nuevo a la mujer de la fiesta, diciéndole que ella sólo era una de tantas y que al final mordería el anzuelo, igual que todas las demás.

–Ni hablar –murmuró para sí–. ¡Si eso es lo que crees, entonces te vas a llevar una gran sorpresa!

Rápidamente informó al personal de la casa de que iba pasar unos días fuera y se fue a su habitación. De repente, mientras hacía la maleta, le sonó el teléfono.

–Me gustaría verte esta tarde.

Era Lysandros.

La joven se tomó un momento para calmarse antes de contestar.

–Estoy a punto de irme unos días.

–¿Y no puedes esperar hasta mañana?

–Me temo que no. Estoy muy ocupada. Ha sido un placer conocerte. Adiós –dijo y colgó.

–Bien hecho –dijo Nikator desde la puerta–. Ya era hora de que alguien se lo dijera.

–Te agradezco que te preocupes por mí, Nikki, pero de verdad que no es necesario. Lo tengo todo controlado. Siempre ha sido así y siempre lo será.

El teléfono volvió a sonar.

–Sé que estás enfadada –dijo Lysandros–. Pero ¿no puedes perdonarme?

–Creo que no me has entendido bien –dijo ella con frialdad–. No estoy enfadada. Sólo estoy ocupada. Soy una profesional y tengo trabajo que hacer.

–¿Entonces no me puedes perdonar?

–No, yo... No hay nada que perdonar.

–Me gustaría que me lo dijeras a la cara. He sido un poco desconsiderado, pero yo no... Quiero decir que... Ayúdame, Petra, por favor.

Aquellas palabras ejercieron un embrujo mágico sobre la joven. Podía resistirse a su arrogancia, pero no podía luchar contra aquella súplica desesperada.

–Supongo que podría rehacer mis planes –dijo tranquilamente.

–Estoy esperando en la puerta. Ven tal y como estés. Eso es todo lo que pido.

–Ya estoy saliendo.

–Estás loca –dijo Nikator de pronto–. Lo sabes, ¿no?

Ella suspiró.

–Sí. Supongo que sí. Pero no puedo evitarlo.

Se escapó de su mirada furiosa lo más rápido que pudo. En ese momento no podía pensar en nada excepto en que Lysandros la deseaba. Con sólo pensar que iba a volver a verlo el corazón le saltaba de alegría. Él estaba justo donde había dicho que estaría. No la besó, ni le dio ninguna otra muestra de cariño en público, pero sí le agarró la mano un instante.

–Gracias –susurró en un tono ferviente que borró de un plumazo todos aquellos días de espera e impotencia.

Ya estaba anocheciendo cuando la llevó al centro de la ciudad. Se detuvieron frente a un pequeño restaurante con terraza desde donde se divisaba el Partenón, situado en lo alto de la Acrópolis, dominando toda la ciudad. A veces Petra levantaba la vista y se lo encontraba observándola con una expresión intensa que lo decía todo; todas aquellas cosas que no podía poner en palabras.

–¿Has estado muy ocupada? –le preguntó él finalmente, por cortesía.

–He estado leyendo mucho en la biblioteca de Homer. He recibido algunas invitaciones para unas expediciones.

–¿Y has aceptado?

–No todas. ¿Y qué tal tu trabajo?

–Nada fuera de lo normal. Problemas que hay que resolver. He tratado de mantenerme ocupado... porque... –de repente el tono de su voz cambió inesperadamente–. Cuando estaba solo pensaba en ti.

–Pues supiste esconderlo muy bien.

–Quieres decir que no te llamé. Quise hacerlo muchas veces, pero no me atrevía en el último momento. Creo que ya sabes por qué.

–Creo que no.

–No eres como otras mujeres. No conmigo. Contigo tiene que ser o todo o nada, y yo...

–No estás listo para «todo» –dijo ella, terminando la frase. De pronto el temperamento de Petra se encendió–. Pero yo no tengo ningún problema, porque yo tampoco estoy lista. ¿Estás sugiriendo que te he estado acosando?

–No, no quería decir eso. Sólo trataba de disculparme –dijo él rápidamente.

–No es necesario –dijo ella.

En realidad sí era necesario. Su buen humor de un rato antes se había esfumado en un abrir y cerrar de ojos y la tensión de los últimos días le estaba pasando factura. Ya se le estaba acabando la paciencia con aquel hombre que no había hecho otra cosa más que ignorarla.

De repente la velada estaba a punto del desastre.

–¿Me pides otra copa de vino? –le preguntó, dándole la copa vacía y esbozando una sonrisa vacía.

Él captó la indirecta y dejó de disculparse. Sin embargo, eso no hizo sino hacerla sentir culpable. Él estaba haciendo todo lo que podía, pero ése era un terreno desconocido para alguien como él. Ella, en cambio, le sacaba ventaja en ese aspecto.

–En realidad... –dijo entre sorbo y sorbo–. Lo más interesante que me ha ocurrido es una invitación de The Cave Society.

Le habló de la carta y, al igual que Nikator, él se mostró escéptico.

–No me convence demasiado. Ya estoy vieja para ese tipo de cosas.

–Vieja –dijo él, mirándola fijamente.

–Muy vieja, según mi trayectoria académica. Esto... –dijo, señalando su melena rubia–. Es sólo tinte para ocultar las canas. Cualquier día de éstos empiezo a andar con un bastón.

–¿Quieres dejar de decir tonterías?

–¿Por qué? –preguntó ella, verdaderamente sorprendida–. Las tonterías son divertidas.

–Sí, pero... –se rindió, derrotado. Era muy difícil llevarle la contraria todo el tiempo.

–Oh, de acuerdo –dijo ella–. No creo que haya nada en esas cuevas, pero sí que me gusta ir por ahí y hacer lo que sea con tal de conseguir un buen hallazgo, así que a lo mejor sí que debería hacerlo.

–¿Pero qué vas a encontrar que no hayan encontrado otros?

–Algo que todos ellos no podían encontrar porque no son como yo, y yo no soy como ellos. Hay algo ahí, esperando por mí para resurgir de entre las cenizas del paso del tiempo. Sé que algún día encontraré algo extraordinario por lo que todos me recordarán. Y acabarán poniéndome una estatua frente al Partenón.

Al ver la cara que ponía él se echó a reír a carcajadas.

–Lo siento –añadió, ahogándose en su propia risa–. ¡Pero si pudieras verte la cara!

–Estabas de broma, ¿verdad? –le preguntó él con prudencia.

–Sí. Estaba de broma.

–Me temo que soy un poco... –se encogió de hombros–. Es que a veces es difícil saber...

–Oh, pobrecito –dijo ella–. Sé que eres capaz de reír. De hecho te he oído hacerlo, en la boda, pero...

–Es que...

–Lo sé –dijo ella–. Crees que es una debilidad tener sentido del humor, así que mantienes el tuyo a raya, tras las rejas, y lo sueltas cuando te conviene.

Lysandros trató de hablar. Hubiera querido hacer algún comentario ligero, pero no fue capaz. Poco a poco se alejaba de ella.

Aunque bien intencionadas, sus palabras le alumbraban el alma, revelando secretos que jamás debían ver la luz.

–¿Pedimos el segundo plato? –le preguntó, cambiando de tema.

–Sí, por favor –dijo ella.

Mientras el camarero los atendía, Petra advirtió la presencia de un hombre y una mujer que la observaban con insistencia. Cuando por fin los miró a la cara, ambos se sobresaltaron.

–Es ella –dijo la mujer–. Es usted, ¿no? Usted es Petra Radnor.

–Sí, lo soy.

–La vi en un programa de televisión justo antes de salir de Inglaterra, y he leído sus libros. Oh, es increíble.

Tan cortés como siempre, Lysandros los invitó a sentarse con ellos. Sin embargo, Petra casi sospechaba que la interrupción era más que bienvenida.

–Al parecer la señorita Radnor es toda una celebridad –les dijo–. Háblenme de ella.

La pareja no escatimó en detalles ni tampoco en alabanzas. Petra se moría de vergüenza.

–Nuestro presidente nos dijo que le había escrito una carta –dijo la mujer, llamada Angela.

George y ella eran miembros de The Cave Society y acababan de llegar a Atenas.

–Aceptará la invitación para venir a la isla, ¿verdad? –le preguntó Angela, insistiendo–. Significaría mucho para nosotros contar con un auténtico experto como usted.

–Oh, pero...

La conversación se alargó y Petra empezó a sentirse atrapada. En algún momento el teléfono de Lysandros comenzó a sonar. Él contestó y en cuestión de segundos su rostro se transfiguró.

–Claro –dijo bruscamente–. Iremos enseguida –colgó–. Me temo que me ha surgido un pequeño problema. Era mi secretaria para decirme que debo volver de inmediato, y Miss Radnor, cuya presencia es imprescindible.

Le hizo un gesto al camarero, pagó la cuenta y se despidió de la pareja.

–Buenas noches –dijo, poniéndose en pie y arrastrándola consigo–. Ha sido un placer.

Se escaparon rápidamente y no aflojaron el paso hasta haber atravesado tres manzanas. Y entonces, al abrigo de la oscuridad, la estrechó entre sus brazos.