Capítulo 5

Una ola de placer y alivio la recorrió de arriba abajo. Lo había deseado con tanta fuerza que todo su ser se moría por él. Su boca estaba lista para recibirle, al igual que el resto de su cuerpo. Al tiempo que él la abrazaba, ella también lo hacía, acariciándole con pasión.

–¿Cómo hiciste que sonara el teléfono? –le preguntó entre besos.

–Sólo apreté un botón para que sonara la alarma, y después fingí contestar. Tenía que sacarte de allí, tenerte para mí solo.

Volvió a besarla y ese beso fue todo lo que ella había deseado desde aquel primer encuentro. Jamás había experimentado nada parecido en toda su vida, y ya no volvería a sentir nada igual en el futuro. Era el beso con el que tanto había soñado desde aquel lejano día en que apenas le había rozado los labios con timidez.

–¿Qué me has hecho? –le preguntó él de repente–. ¿Por qué no puedo impedirlo?

–Podrías si realmente quisieras –susurró ella contra sus labios–. ¿Por qué no...? ¿Por qué no...?

–Deja de atormentarme.

Ella se rió al oírle. ¿Por qué iba a ponérselo fácil?

–Bruja... Hechicera... Sirena...

Sus labios empezaron a acariciarla con más fuerza mientras la llamaba cosas distintas. Estaba poseído por un poder más fuerte que él, y eso era justamente lo que ella quería.

De pronto se vieron interrumpidos por un jolgorio repentino. Un grupo de adolescentes acababa de aparecer al final de la calle, cantando y bailando. Al pasar junto a ellos, les dedicaron toda clase de buenos deseos para una pareja de enamorados. Lysandros la agarró de la mano y empezó a correr de nuevo, pero no había escapatoria. Otro enjambre de personas apareció por una calle secundaria, y después otro. Buscando una salida, terminaron en medio de una plaza donde un grupo de rock estaba dando un concierto sobre un escenario improvisado.

–¿Es que no se puede tener un poco de privacidad en esta ciudad? –dijo Lysandros, exasperado.

–No –dijo Petra, riendo de alegría–. No hay privacidad. Sólo hay música y alegría, y todo lo que desees.

–No tiene gracia.

–Sí que la tiene. ¿No lo ves? Oh, cariño, por favor, trata de entender... Por favor...

Él se rindió y le acarició el rostro.

–Lo que tú digas.

Petra no sabía muy bien qué quería decir, pero sí sabía que se sentía en casa, y esa noche él parecía dispuesto a consentirla un poco. Rendido a sus caprichos, la dejó que lo guiara hacia el baile. A su alrededor las parejas bailaban y daban vueltas mientras la banda tocaba.

–Vamos –gritó él.

–¿Adónde? –preguntó ella en medio del estruendo.

–Adonde sea. Adonde me lleves.

–Entonces ven conmigo –dijo ella.

Empezó a correr, tirándole de la mano, pero sin saber muy bien adónde se dirigía. Le bastaba con saber que él estaba a su lado. Atenas vibraba a su alrededor. Un poco después se detuvieron por fin, sin aliento. Desde lo alto venía el chisporroteo de los fuegos artificiales, que ascendían hacia el firmamento para después deshacerse en una explosión de luz y color.

La multitud los contemplaba boquiabierta.

–¡Vaya! –exclamó ella.

Él le dio la razón con un suspiro.

–No debería faltarte el aliento. Pensaba que ibas al gimnasio todas las mañanas.

Eso era exactamente lo que hacía y estaba tan en forma como ella esperaba. Sin embargo, cuando estaba con ella, su falta de aliento tenía otra explicación muy distinta.

La abrazó. Petra contempló la explosión de color con ojos de asombro y después sintió el roce de su boca, jugando, mordiendo, suplicando...

–¿Quién eres tú? –le preguntó él–. ¿Qué haces en mi vida? ¿Por qué no puedo...?

–Sh. No tiene importancia. Nada tiene importancia, excepto esto. Bésame. Bésame –Petra le demostró lo que quería decir, sintiéndole vibrar bajo las yemas de los dedos, deleitándose con el poder que era capaz de ejercer sobre él.

Un impulso le había hecho llamarla esa noche, y también había sido un impulso lo que le había hecho huir de aquella pareja molesta. Los impulsos... Aquello contra lo que había luchado durante tantos años empezaba a apoderarse de él. Se había convertido en una marioneta. Ella tiraba de los hilos y lo sabía.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, sintiendo cómo se alejaba.

–Este lugar es demasiado público. Deberíamos volver a la mesa. Creo que me dejé algo allí.

–¿Y después? –preguntó ella lentamente, resistiéndose a creer el pensamiento que corría por su cabeza.

–Después creo que deberíamos irnos a casa.

Ella lo miró fijamente, tratando de comprender lo que estaba haciendo, sintiendo cómo crecía la rabia en su interior. Lo que realmente le estaba diciendo era quela magia se había acabado. Él la había desterrado de su vida por pura fuerza de voluntad, sólo para probar que podía, para demostrarle que todavía llevaba las riendas. Era una exhibición de poder, pero ella le haría arrepentirse de ello.

–¿Cómo te atreves? –le dijo en un tono suave, pero iracundo–. ¿Quién te crees que eres para despreciarme?

–Yo no...

–Calla. Tengo algo que decir y tú vas a escuchar. No soy una fémina desesperada a la que puedas recoger y tirar a la basura cuando te convenga. Y no finjas que no sabes a qué me refiero porque sé que lo sabes muy bien. Hacen cola para ti, ¿verdad? Bueno, yo no soy una de ellas.

–No sé quién te ha metido algo así en la cabeza.

–Cualquier mujer que te conozca puede habérmelo dicho. Tu reputación te precede.

Lysandros sintió que la furia se apoderaba de él.

–Apuesto a que Nikator habló más de la cuenta, pero ¿cómo puedes escucharle? ¡No me digas que ha conseguido engañarte con ese numerito del hermanito!

–¿Y por qué no debería creer que se preocupa por mí?

–Oh, claro que se preocupa, pero no como un hermano. Corren rumores muy interesantes sobre él. ¿Por qué crees que Debra Farley se fue de Atenas tan repentinamente? Porque él se pasó de la raya, y no aceptó un «no» por respuesta. Mírale la cara y verás lo que ella le hizo mientras forcejeaban. Supongo que le costó mucho dinero conseguir que se fuera sin hacer ruido.

–No me lo creo –dijo Petra, ignorando los susurros provenientes desde un rincón de su mente.

–Yo no miento –le espetó Lysandros, furioso.

–No, pero sí puedes malinterpretar las cosas. Incluso el gran Lysandros Demetriou comete errores, y has cometido uno muy grande conmigo. Hace un momento me estabas diciendo que irías conmigo a cualquier lugar y ahora me dices que te quieres ir a casa. ¿Crees que voy a tolerar esa clase de comportamiento así como así? ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora, Lysandros? ¿Sentarme junto al teléfono móvil, esperando que te pongas en contacto, como una de esas jóvenes esposas atenienses? Cuando me llamaste debería haberte dicho que te fueras al...

–Pero no lo hiciste, así que a lo mejor deberíamos...

Aquellas palabras fueron como una chispa sobre gasolina.

–Mira... –dijo ella–. Tú tienes trabajo que hacer, y yo tengo el mío. Y ya no tenemos por qué ser una molestia el uno para el otro. Buenas noches.

Dio media vuelta y se alejó antes de que él pudiera hacer nada. Corrió por aquellas calles hasta llegar al pequeño restaurante. George y Angela todavía seguían allí, contentos de volver a verla.

–Sabíamos que volvería –dijo la mujer–. Vendrá a la cueva con nosotros, ¿verdad?

–Sí. Lo estoy deseando –dijo Petra con firmeza–. ¿Por qué no discutimos los detalles ahora? –les dijo, mirando a Lysandros con una sonrisa venenosa–. Volveré a casa en taxi. No te entretenemos más. Estoy segura de que estás muy ocupado.

–Tienes razón –dijo él, forzando la voz–. Buenas noches. Ha sido un placer conocerles.

Inclinó la cabeza y se marchó sin mirar atrás.

Lysandros se despertó con el pie izquierdo, presa de un terrible estado de ánimo. Los rayos de luz se habían esfumado y habían dado paso al frío resplandor de un día corriente. Ella ya no estaba, y con sólo recordar su propio comportamiento, ardía de vergüenza.

«Adonde sea. Adonde me lleves...». ¿De verdad le había dicho algo así? Por suerte ella misma lo había salvado a tiempo de caer en una estúpida aventura. A tiempo... Se levantó y se dispuso a preparar el día que tenía por delante, moviéndose como un autómata. Ella lo inquietaba profundamente. Era demasiado importante. Durante muchos años las mujeres habían entrado y salido de su vida sin pena ni gloria. Las trataba bien, pero siempre las mantenía a distancia, y no sentía nada cuando las veía marchar. Sin embargo, Petra Radnor había roto el molde, y si no cortaba todo aquello por lo sano, terminaría sucumbiendo a una debilidad; lo que más temía de entre todas las cosas.

Por suerte tenía que viajar a Piraeus por negocios y durante unos días logró refugiarse en las exigencias del trabajo. En el camino de vuelta a Atenas pudo por fin respirar aliviado. Había recuperado el control de su propia vida. A esas alturas Petra ya debía de haberle sustituido con otro pretendiente, y eso era lo mejor para los dos. Incluso se alegraba por ella, o eso se decía a sí mismo. En el coche, de camino a casa, encendió la radio para escuchar las noticias de última hora. Un comentarista estaba hablando de una búsqueda en el mar que estaba teniendo lugar en esos momentos. Habían encontrado un barco, volcado. Al parecer, los tripulantes estaban explorando una cueva en una isla del golfo.

–Una de los desaparecidos es Petra Radnor, la hija de la estrella de Hollywood Estelle Radnor, quien se ha casado recientemente con...

Lysandros frenó en seco y echó el coche a un lado de la carretera para escuchar mejor.

Ella le había dicho que iría a cualquier parte y que haría cualquier cosa por encontrar algo, pero ¿de verdad había querido ir? ¿Acaso no había tratado de escabullirse en un primer momento? Al final había aceptado la propuesta de Angela y George sólo para librarse de él.

«Si no hubiera estado enfadada conmigo, no hubiera ido en ese barco. Si está muerta, yo tengo la culpa, como la última vez, como la última vez...».

De pronto su cuerpo volvió a la vida. Dio un giro de ciento ochenta grados y salió quemando rueda, como si lo persiguiera un ejército de demonios.

La noche ya estaba cayendo sobre la ciudad cuando llegó a la costa. Rápidamente se dirigió al lugar donde había sido hallado el barco.

«Está muerta. Está muerta... Tuviste tu oportunidad y la dejaste escapar... Otra vez.».

Una multitud se había reunido en torno al puerto. Los curiosos miraban hacia el mar y contemplaban el barco que se dirigía hacia ellos. Lysandros aparcó lo más cerca que pudo y corrió entre la gente para ver mejor.

–Han rescatado a la mayoría de ellos –dijo un hombre–. Pero he oído que hay alguien a quien no han encontrado aún.

–¿Alguien sabe de quién se trata? –preguntó Lysandros, impaciente.

–Sólo se sabe que es una mujer. Dudo mucho que puedan encontrarla ya.

«La has matado. La has matado...».

Lysandros se apoyó contra la barandilla y escudriñó la oscuridad, esforzándose por ver a los ocupantes del barco. En la proa había una mujer, envuelta en una manta. Presa del pánico, arrugó los párpados y trató de ver más. Una luz repentina iluminó su cabello. Podía ser ella... Pero no estaba seguro. El corazón le latía a doscientos por hora y se aferraba con tanta fuerza a la barandilla de hierro que le dolían los nudillos. De repente se oyó un grito colectivo, seguido de una ovación. El barco estaba más cerca y por fin podía ver bien a la mujer. Era Petra.

Sus ojos buscaban entre la multitud y, de repente, empezó a saludar con la mano. Aliviado y feliz, Lysandros comenzó a saludarla también, pero entonces se dio cuenta de que no era a él a quien miraba, sino a alguien que estaba a su lado.

Nikator. El hijo de Homer dio un paso adelante y fue a recibirla. Ella se inclinó, sonriente y llamándolo por su nombre.

Lysandros se quedó donde estaba, quieto y serio. El barco se detuvo y los ocupantes bajaron al muelle. Petra se arrojó a los brazos de Nikator.

–Estelle, cariño, soy yo. Estoy bien –dijo, usando el móvil que le había dado Nikator. Lysandros no oyó el resto. Se retiró hacia las sombras con discreción y arrancó el coche a toda prisa. Ella no le había visto.

Aminta se ocupó de ella en cuanto llegó a casa. Le preparó un baño caliente, una buena cena y la hizo acostarse pronto.

–Ha salido en las noticias –le dijo a Petra–. Estábamos muy preocupados. ¿Qué pasó?

–Realmente no lo sé. Al principio pensamos que era una tormenta como las de siempre, pero de repente las olas se volvieron más y más grandes y volcamos. ¿Has dicho que ha salido en las noticias?

–Oh, sí. Han dicho que estuvieron a punto de ahogarse y que no pudieron rescatarlos a todos.

–Todavía están buscando a una mujer –dijo Petra, suspirando.

Esa noche durmió muy mal y se despertó de muy mal humor. En algún sitio de la casa sonaba un teléfono y un momento más tarde Aminta se lo llevó a la habitación.

–Es para usted. Un hombre. Impaciente, contestó rápidamente, esperando oír la voz de Lysandros. Sin embargo, sólo era George, que la llamaba para decirle que la mujer desaparecida había sido encontrada y que se encontraba bien. Habló un rato con él por cortesía y colgó con cierto alivio.

Lysandros no la había llamado. Debía de haberse enterado del suceso por la televisión, pero no había dado señales de vida. El hombre que la había besado con tanta pasión no parecía sentir el más mínimo temor por lo que hubiera podido pasarle. Se había estado engañando a sí misma. El interés que él había tenido por ella no había sido más que superficial. No podría habérselo dejado más claro.

Nikator la estaba esperando al pie de la escalera.

–No deberías haberte levantado tan pronto –le dijo–. Después de todo lo que has pasado. Vuelve a la cama y deja que te cuide.

Petra sonrió. Se había llevado una gran alegría al encontrarle en el muelle y había vuelto a tomarle un cariño amistoso. Durante los días siguientes él se portó muy bien, demostrando afecto fraternal sin pasarse de la raya. Era un gran alivio poder relajarse un poco en su compañía y tenía la certeza de que las historias sobre él eran inciertas.

Pero... ¿y si Lysandros la llamaba?

Después de unos días sin saber nada de Petra, Lysandros la llamó al móvil, pero no pudo contactar con ella. El teléfono estaba operativo, pero lo habían apagado, y así seguiría hasta la noche, la mañana siguiente... Aquello no tenía ningún sentido. Ella podía haber conectado el servicio de buzón de voz, pero, en vez de eso, había bloqueado las llamadas completamente.

Lysandros no quería sucumbir a la incertidumbre que se apoderaba de él, pero al final terminó llamando a la mansión de los Lukas. Su llamada fue transferida a la secretaria de Homer.

–Necesito hablar con la señorita Radnor –dijo en un tono de pocos amigos–. Por favor, dígale que me llame.

–Lo siento, señor, pero la señorita Radnor ya no está aquí. El señor Nikator y ella se fueron a Inglaterra hace dos días.

Silencio. Lysandros tardó unos segundos en recuperar el habla.

–¿Dejó alguna dirección o un número de contacto?

–No, señor. El señor Nikator y ella dijeron que no querían recibir llamadas durante mucho tiempo.

–¿Y qué pasa si hay una emergencia?

–El señor Nikator dijo que nada podía ser una emergencia excepto...

–Entiendo. Gracias –colgó abruptamente.

La secretaria, aún con el teléfono en la mano, levantó la vista. Nikator estaba de pie junto a la puerta.

–¿Lo he hecho bien? –le preguntó la joven.

–Perfecto –le dijo él–. Sigue contando esa historia si recibes más llamadas.

Lysandros se quedó inmóvil, con el rostro contraído.

«Se ha ido. No va a volver...».

Las palabras parecían resurgir de entre las cenizas del pasado, como fantasmas.

«No va a volver...».

No significaba nada. Ella tenía todo el derecho de marcharse. Las cosas no eran igual que la otra vez.

«No volverás a verla. Nunca más... Nunca más...».

Uno de sus puños se estrelló contra la pared, con tanta fuerza que hizo caer un cuadro al suelo.

De pronto la puerta se abrió a sus espaldas.

–Fuera –masculló sin siquiera darse la vuelta.

La puerta se cerró rápidamente y él siguió allí sentado, mirando hacia la oscuridad, hacia el pasado. Finalmente se levantó sin saber muy bien lo que hacía y se dirigió a su habitación. Metió algo de ropa en una bolsa y volvió a bajar.

–Estaré fuera unos días –le dijo a su secretaria–. Llámame al móvil si es algo urgente. De lo contrario, lo dejo en tus manos.

–¿Puedo decirle a alguien adónde va?

–No.

Se dirigió hacia el aeropuerto y tomó el próximo vuelo hacia la isla de Corfu. Si hubiera usado su jet privado, todo el mundo hubiera sabido adónde se dirigía, y eso era lo último que deseaba. Su casa de Corfu era la Casa de Príamo, un enorme caserón que pertenecía a su madre. Ése era su refugio, el lugar al que acudía para estar solo, sin sirvientes ni visitas. Allí encontraría la paz y al aislamiento que necesitaba; lo único que podía salvarlo de volverse loco.

La única distracción podía ser la llegada inesperada de estudiantes y arqueólogos interesados en la historia de la casa. Había sido construida sobre las ruinas de un antiguo templo y corría el rumor de que entre sus cimientos había innumerables tesoros y reliquias que esperaban a ser encontrados.

Ya estaba oscureciendo cuando la mansión apareció ante sus ojos en la distancia, silenciosa y cerrada a cal y canto. Hizo que el taxi lo dejara a unos cien metros de la entrada y siguió a pie. Sin embargo, al entrar en la casa vio algo que lo hizo detenerse en seco. La puerta que daba acceso a la bodega estaba abierta, pero él era el único que tenía llave de esa puerta y siempre la mantenía cerrada. Furioso, bajó las escaleras rápidamente y entró en la bodega. Había alguien en el extremo más alejado de la estancia; una sombra acompañada de una luz tenue que usaba para examinar las piedras.

–¿Quién anda ahí? –preguntó con violencia–. Más te vale salir ahora mismo. No sabes en qué lío te has metido. No voy a tolerar algo así. Nadie puede entrar aquí.

De repente se oyó un suspiro y el intruso hizo un movimiento rápido. La linterna se le cayó al suelo. Lysandros se abalanzó sobre el ladrón y comenzó a forcejear con él en la oscuridad hasta que por fin consiguió reducirle.

–Bueno –le dijo con el aliento entrecortado–. Te vas a arrepentir de haber hecho esto. Vamos a ver...

Agarró la linterna del suelo y alumbró el rostro del desconocido.

–¡Petra!