Capítulo 6

Petra lo miraba con los ojos enormes, respirando con dificultad. Él se puso en pie rápidamente y la ayudó a incorporarse. Ella temblaba.

–Tú... ¡Tú! –exclamó, sorprendido.

–Sí. Me temo que sí.

Ella se estremeció y él la agarró con más fuerza, temiendo que fuera a caerse. Sin perder más tiempo la ayudó a subir las escaleras de la bodega y la condujo a su habitación, donde la hizo tumbarse en la cama. Se sentó a su lado.

–¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así? ¿Estás loca? ¿Tienes idea del peligro que corrías?

–No es para tanto –dijo ella, todavía temblando.

–Te he dado una buena paliza. El suelo no está muy bien nivelado. Podías haberte dado un golpe en la cabeza... Estaba furioso.

–Lo siento. Sé que no debería haber...

–¡Demonios! Podría haberte pasado algo. ¿Es que no lo entiendes?

«Podrías haber muerto y entonces yo...».

Un violento escalofrío lo recorrió por dentro.

–Oye, estás haciendo una montaña de un grano de arena –dijo ella–. Estoy un poco asustada y me falta el aliento, pero eso es todo. Me he dado algún golpe al caer, pero nada más.

–Eso no lo sabes con certeza. Voy a llamar al médico.

–Ni hablar. No necesito ningún médico. No me he roto nada. No me duele nada y no me he golpeado la cabeza. Él no contestó, pero la miró fijamente. Ella le puso las manos sobre las mejillas.

–No me mires así. Todo está bien.

–No está bien –dijo él en un tono de desesperación–. A veces pierdo el control y... Y hago cosas sin pensar. Es tan fácil hacer daño.

Petra se dio cuenta de que estaba hablando de otra cosa. Sin embargo, el instinto le decía que era mejor no insistir en el tema por el momento.

–No me has hecho ningún daño.

–Si lo hubiera hecho, jamás me lo perdonaría.

–¿Pero por qué? He entrado en tu casa. No soy más que una delincuente. ¿Por qué no llamas a la policía?

–¡Cállate! –dijo él, abrazándola.

No trató de besarla, sino que la estrechó entre sus brazos con auténtico fervor, como si temiese que ella fuera a escapar.

–Vaya. Eso me gusta –dijo ella–. No dejes de abrazarme –añadió, sintiendo sus labios contra el cabello y notando cómo luchaba contra la tentación que lo hacía temblar.

Sin embargo, Lysandros no era de los que se rendían a sus emociones fácilmente y en ese momento tenía otra cosa en mente.

–¿Te he golpeado mucho?

–Me duele en algunos sitios, pero no es nada grave.

–Déjame ver.

Le abrió los botones de la blusa, se la quitó y también la despojó del sujetador. Sin embargo, no parecía afectado por su desnudez. Su interés era pura preocupación.

–Túmbate para que pueda verte la espalda.

Sorprendida, ella hizo lo que le pedía.

–No es nada serio –le dijo, mientras él la examinaba.

–Te buscaré una camisa.

–No hace falta. Tengo mis cosas en la habitación de al lado. Llevo varios días aquí. Nadie me ha visto porque todas las persianas están cerradas. Tengo suficiente comida para arreglármelas unos días sin tener que salir. Ya ves... No soy una persona de fiar.

Él suspiró.

–¿Y si te hubiera pasado algo? ¿Y si te hubieras caído y hubiera quedado inconsciente? Podrías haber muerto sin que nadie se enterara. Podrías haber pasado días, semanas, aquí. ¿Estás loca?

Ella se volvió y le miró a los ojos.

–Sí, creo que sí. Es que ya no entiendo nada.

Él apretó los dientes.

–¿Tengo que explicarte por qué no puedo soportar la idea de que estés en peligro? ¿Estás tan loca como para ser tan insensible y estúpida?

–Que yo corriera peligro no te supuso ningún problema cuando el barco en el que iba volcó en el mar. A menos que no lo supieras...

–Claro que lo sabía. Fui al puerto por si me necesitabas. Te vi llegar y entonces supe que estabas bien.

–¿Tú...?

–El accidente salió en las noticias. Claro que fui a ver si estabas bien. Te vi bajar del bote y correr hacia los brazos de Nikator. No quería interrumpir un reencuentro tan conmovedor, así que me fui a casa.

–¿Estuviste ahí todo el tiempo? –susurró ella.

–¿Y dónde querías que estuviera sabiendo que estabas en peligro? ¿De qué te crees que estoy hecho? ¿De hielo? –le preguntó, furioso.

Poco a poco Petra comenzó a entender lo que estaba ocurriendo y así logró entenderle más allá de la rabia con que manifestaba sus sentimientos contradictorios; más allá de toda aquella furia había miedo, dolor... Emociones que lo atormentaban, pero que no sabía cómo expresar.

–No –dijo ella, extendiendo los brazos hacia él–. Yo nunca pensaría eso. Oh, he sido tan estúpida. No debí dejar que me engañaras.

–¿Y eso qué significa? –preguntó él, entregándose a sus brazos.

–Te escondes de la gente. Pero no voy a dejar que te escondas de mí.

Él bajó la vista y contempló sus pechos desnudos, apenas visibles en la penumbra. Muy lentamente comenzó a deslizar las yemas de los dedos sobre su piel hasta llegar al pezón, que ya estaba duro y excitado.

–Nada de esconderse –susurró él.

–No podemos escondernos el uno del otro. Nunca hemos podido.

–No, no podemos –añadió, tomándola de la mano y llevándola a la habitación.

Ella empezó a desabrocharle los botones, pero él la hizo detenerse y se desvistió rápidamente, quitándose la chaqueta y después la camisa. Ella se inclinó hacia él hasta rozarle con los pechos y entonces sintió los temblores que lo sacudían de arriba abajo. Por primera vez no era capaz de controlarlo. Se quitaron el resto de la ropa, sin dejar de mirarse fijamente, tomándose su tiempo, sin prisa pero sin pausa. Él todavía tenía miedo de hacerle daño, así que la acariciaba suavemente, con sutileza. Pero Petra ya se estaba impacientando, y su respiración entrecortada lo animaba a seguir adelante. Llevaba mucho tiempo soñando con ese momento y no estaba dispuesta a dejar que nada se lo arrebatara. Siguió acariciándole el pecho, moviendo las manos despacio y jugando con él.

–Esto es peligroso –susurró él, soltando el aliento bruscamente. Podía sentir sus pezones duros contra las yemas de los dedos, rígidos y suaves al mismo tiempo.

–¿Para quién? –contestó ella–. Para mí no.

–¿Es que nada te asusta?

–Nada –dijo ella contra sus labios–. Nada.

Ella lo soltó un momento y terminó de quitarse la ropa. Él hizo lo mismo y entonces volvieron a besarse y acariciarse. Por fin tenía lo que tanto había deseado: él estaba frente a ella, desnudo y magnífico. Su corazón latía sin control y su piel ardía bajo las manos de él.

–Sí –susurró ella–. Sí. Sí. Estoy aquí. Ven aquí.

Él la hizo tumbarse suavemente sobre la cama y empezó a acariciarla por todas partes, el cuello, la cintura, las caderas... Se estaba tomando su tiempo, despertando su cuerpo lentamente, dándole tiempo para decidir si era eso lo que realmente deseaba. Pero pensar era lo último que Petra quería en ese momento. Todo su ser estaba entregado a la lujuria, al placer de disfrutar la liberación física que sólo él podía darle. Muy pronto sus sueños se harían por fin realidad.

Le devolvió las caricias, allí donde podía tocarle. Quería sentirlo todo de él y, aunque le estaba haciendo el amor de la forma que tanto había deseado, parecía que no era suficiente.

Cuando se tumbó sobre ella, la joven dejó escapar un suspiro, esperándolo. Y un segundo después estaba dentro, llenándola, colmándola de placer. Le rodeó la cintura con las piernas y se aferró con fuerza. Él dejó escapar un gruñido y entonces empezó a mover con frenesí sus poderosas caderas, al ritmo del deseo que lo había poseído. Poco a poco ella empezó a moverse también, clavándole las uñas en la carne.

–Sí –susurró la joven–. ¡Sí! –exclamó.

Lysandros sonreía, como si se alegrara de darle placer. Ella sabía que sería un amante apasionado, pero su imaginación se había quedado corta. Él la poseyó con fuerza, incansable y potente; llevándola al borde del éxtasis en varias ocasiones hasta que por fin ambos se arrojaron a un volcán de gozo.

Petra permaneció inmóvil durante un buen rato, con los ojos cerrados, sumergida en un delirio de satisfacción. Cuando por fin volvió a abrirlos, vio a Lysandros. Él tenía la cabeza apoyada sobre su pecho y respiraba con dificultad.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó él.

–Todo está bien –dijo ella, sin saber qué más decir.

Él se incorporó y la miró. Ella sonrió, devolviéndole la mirada. Todavía la deseaba.

Agarrándose de su cuello, ella trató de incorporarse, pero entonces hizo una mueca de dolor.

–¿Te he hecho daño? –le preguntó él, asustado–. Olvidé...

–Y yo –dijo ella–. Creo que voy a meterme en la ducha. A ver qué aspecto tengo.

Él la ayudó a levantarse de la cama y la acompañó hasta el cuarto de baño. Al entrar, ella encendió la luz y entonces él la hizo darse la vuelta para poder examinarle la espalda. Un momento después le oyó soltar el aliento.

–Qué mal –dijo–. Debes de haber caído sobre algo puntiagudo. Lo siento mucho.

–No siento nada –dijo ella con voz temblorosa–. Creo que tengo muchas otras cosas que sentir.

Él abrió el grifo de la ducha y la ayudó a meterse debajo. La enjabonó suavemente, la aclaró y entonces la secó con la toalla con sumo cuidado. Después la llevó en brazos de vuelta a la cama y fue a recoger las cosas de la habitación contigua donde ella se había quedado durante esos días.

–¿Llevas pijama de algodón? –le preguntó.

–¿Y qué esperabas? ¿Lencería fina? No cuando estoy sola. Esto es más práctico.

–Voy a ver si encuentro algo de comer –dijo él–. A lo mejor tengo que salir.

–Hay comida en la cocina. Yo la traje.

Lysandros preparó café y unos sándwiches.

–Deberíamos haber hablado antes de que pasara nada –le dijo él–. No quería hacerte daño.

Ella sonrió.

–Eso es fácil decirlo, pero no creo que pudiéramos haber hablado antes. Teníamos que pasar cierto punto de inflexión.

Él asintió.

–Pero ahora las cosas van a ser diferentes. Yo voy a cuidar de ti hasta que te encuentres mejor –la ayudó a ponerse el pijama–. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? –le preguntó de repente.

–Tres días.

–¿Y cuándo regresaste de Inglaterra?

–No he estado en Inglaterra. ¿Por qué piensas eso?

–Tu teléfono estaba apagado, así que llamé a la casa y hablé con alguien. Me dijeron que te habías ido a Inglaterra con Nikator. Supuestamente habíais dejado un mensaje diciendo que no queríais que os molestaran, durante mucho tiempo.

–¿Y tú te lo creíste? ¿Pero qué te pasa en la cabeza?

–¿Y por qué no iba a creerlo? No tenía motivos para pensar otra cosa. Te habías esfumado sin dejar rastro. Tu móvil estaba apagado.

–Lo perdí en el agua. Tengo uno nuevo.

–¿Y cómo iba a saberlo yo? Podrías haberte ido con él.

Petra estaba indignada.

–Eso es imposible. Jamás ha sido posible y tú deberías haberlo sabido.

–¿Cómo iba a saberlo si tú no estabas ahí para decírmelo? Si no lo pensé detenidamente, a lo mejor es culpa tuya.

–Oh, muy bien. De acuerdo. Échame a mí la culpa.

–Te fuiste sin decir ni una palabra.

–¿Sin decir ni una palabra? ¿Qué pasa contigo? Yo no voy detrás de un hombre que me ha demostrado que no le intereso.

–No me digas lo que me interesa y lo que no –le dijo él, sintiendo crecer la furia de siempre.

–Te estabas alejando de mí. Sabes que sí.

–No, eso no es lo que yo...

–Lanzabas señales muy contradictorias que no podía entender.

Él se pasó una mano por el cabello y se lo alborotó.

–A lo mejor es que ni yo mismo podía entenderlas.

–Yo no he dicho que...

–¿Cómo que no? ¿Ya has olvidado todo lo que dijiste? Yo no. Nunca lo olvidaré. Nunca quise que te fueras. Y entonces... –respiró con dificultad–. Podrías haber muerto en ese barco, y no tendrías que haber subido a bordo de no haber sido por mí. Tenía que asegurarme de que estabas bien, pero después... Bueno, parecía que estabais muy a gusto juntos.

–Claro, sobre todo cuando él empezó a difundir mentiras –dijo ella entre dientes–. En realidad había empezado a pensar que no estaba tan mal después de todo... Me dan ganas de agarrarlo por el cuello.

–Déjalo –dijo él–. Ya lo haremos juntos. Pero hasta entonces te quedas en la cama y no te levantes hasta que yo te lo diga.

–Soy una chica fuerte. No voy a romperme.

–Eso lo decido yo. Vas a dejar que te cuide.

–Sí, señor –dijo ella, conteniendo las ganas de reír.

Él le lanzó una mirada escéptica y ella se vengó haciendo una mueca.

–Lo entiendo, señor. Me quedaré quieta y obedeceré, porque van a cuidarme me guste o no, señor.

Él sonrió.

–Oh, creo que te va a gustar.

–Sí –dijo ella con alegría–. A lo mejor sí.

Esa noche durmió mejor de lo que había dormido durante las semanas anteriores; a lo mejor fue el efecto de acurrucarse en la cama de Lysandros, teniéndole a su lado para lo que necesitara.

–Llámame si necesitas algo –le había dicho él.

O quizá fuera la forma en que había corrido hacia ella desde la ventana cuando se había despertado de madrugada.

–¿Qué pasa? ¿Qué quieres? –le había dicho, preocupado.

Cuando se despertó a la mañana siguiente él se había marchado y la casa estaba en silencio. ¿Acaso la había abandonado sin más? Aunque tuviera esa fama, Petra no podía creerlo.

–Aaaaah –exclamó, adolorida, yendo hacia el descansillo de la escalera.

De pronto se abrió la puerta de entrada.

–¿Pero qué haces fuera de la cama? –le preguntó él, subiendo la escalera rápidamente.

–Tenía que levantarme un rato –dijo ella, protestando.

–Bueno, vuelve a la habitación. Vamos.

–Estoy un poco oxidada –dijo Petra, haciendo una pequeña mueca de dolor mientras caminaba hacia la habitación.

–Te sentirás mejor después de un buen masaje. Fui a comprar comida y entonces me acordé de una farmacia donde venden un buen linimento. Quítate la ropa y túmbate.

Ella hizo lo que le pedía y se tumbó boca abajo. El frío linimento le produjo una agradable sensación en la espalda, pero poco a poco sus manos vigorosas le calentaron la piel con movimientos suaves que eran una caricia para sus agarrotados músculos.

–Parecen más suaves ahora que anoche –dijo ella.

–Deberías haberte acostado enseguida. Es mi culpa que no lo hayas hecho.

–Sí –dijo ella, sonriendo–. En vez de eso, hicimos otra cosa. Pero valió la pena.

–Me alegra que pienses eso, pero no voy a volver a tocarte hasta que estés mejor.

–¿Pero no me estás tocando ahora?

–No es lo mismo –dijo él con firmeza.

Más tarde, en la cocina, ella le observó mientras preparaba el desayuno.

–No se lo creerían si te vieran ahora –le dijo en un tono burlón.

–Confío en que tú no vas a decirles nada. Si dices una sola palabra, diré que estás loca.

–No te preocupes. Tu secreto está a salvo conmigo. ¿No tienes empleados aquí?

–La señora de la limpieza viene de vez en cuando, pero yo prefiero estar solo. Casi toda la casa está deshabitada y sólo uso un par de habitaciones.

–¿Y por qué viniste ahora?

–Necesitaba pensar –dijo él, mirándola con intención–. Desde que nos conocimos... No sé... Todo debería haber sido muy sencillo...

–Pero nunca lo ha sido. Me pregunto si podemos hacer que las cosas sean fáciles sólo con desearlo.

–No –dijo él inmediatamente–. Pero si hay que luchar, ¿por qué no? Siempre y cuando tengas claro por qué luchas.

–O por quién luchas.

–Creo que no hay ninguna duda en ese sentido. Sí que sabemos contra quiénes luchamos.

–El uno contra el otro –dijo ella–. Sí. Es interesante, ¿no? Agotador, pero interesante.

Él se rió.

–Me encanta verte reír. Entonces puedo cantar victoria.

–Ya has tenido otras victorias, pero a lo mejor no lo sabes todavía. O a lo mejor sí –añadió, burlándose de sí mismo.

–Creo que te dejaré con la duda.

–Cometería un error muy grande si tratara de tomarte a la ligera, ¿no?

–Por supuesto –dijo ella.

–Siento lo de la otra noche –dijo él de pronto.

–Yo no.

–Quiero decir que siento no haber esperado a que te recuperaras.

–Escucha. Si hubieras tenido suficiente autocontrol como para esperar, me lo hubiera tomado como un insulto. Y al final te hubiera hecho arrepentirte de ello.

Él la miró con ojos curiosos y entonces ella se incorporó para llevar unos platos al fregadero, pero él la hizo detenerse.

–Yo lo hago.

–No tienes por qué cuidarme como si fuera una inválida –se rió–. Puedo hacer muchas cosas yo solita.

Él la miró con tristeza.

–De acuerdo –dijo al final.

–Lysandros, de verdad...

–Sólo quisiera que me dejaras darte algo, hacer cosas por ti...

Aquellas palabras llegaron al corazón de la joven. Conmovida, le sujetó las mejillas con ambas manos, culpándose por ser tan insensible.

–No quiero ser una molestia para ti. Tienes muchas cosas importantes que hacer.

Él la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.

–No hay nada más importante que tú...