Capítulo 7

La venganza es el manjar más sabroso condimentado en el infierno.

Walter Scott

Piacenza, 2008

Día 3

En el castillo del viejo conde Berni, el sol de la mañana entraba por las ventanas. Temprano, los pesados cortinados rojos de terciopelo habían sido corridos por las empleadas, las que ahora iban y venían limpiando las dependencias. La más joven del grupo se encargaba de lustrar los objetos de la vitrina de la sala principal. Sus manos femeninas acompañaban el paño de limpieza, pero sus pensamientos estaban lejos de allí; su cabeza repasaba la pelea que había tenido con su novio durante la noche anterior; un instante de distracción, sumado a un movimiento poco certero y con el codo hacía caer al piso la colección completa de las copas de plata. Estas rebotaban y repiqueteaban estrepitosamente unas contra otras.

Ante el estruendo, la muchacha dejó las manos suspendidas en el aire, apretó los ojos y frunció la cara. Sabía que la reprimenda no se haría esperar. Y no se equivocó. Desde el despacho pegado a la sala, la voz de Benito Berni se escuchó con fuerza:

¡Puttana madre! ¿Es que no saben limpiar, porca miseria? ¡Eso es lo que son! ¿No pueden hacer su tarea en silencio y dejarme tranquilo?

La chica observó el piso. Por suerte, no eran de vidrio y nada se había roto. Apurada, intentó recoger lo que se había caído. Pero Berni, que se había levantado rumbo a la sala, ya estaba allí.

—¡Retírese! —le ordenó.

—Las recogeré inm…

—¡No! ¡Yo lo haré!

La muchacha no insistió y se retiró.

¡Es que no podían dejarlo vivir tranquilo! ¡Estos días eran los últimos de su vida y quería serenidad! Y agachándose con dificultad por culpa de su rodilla, buscó entre las copas aquella que era especial, la que tenía la marca… Tomó una, no era… Tomó otra, tampoco. Desesperado, pensando que se la habían robado o que se había extraviado, dio vuelta una a una hasta que, por fin, en la última, vio la marca que buscaba. Observó en la base la letra «B» grabada por él tantos años atrás. Sonrió satisfecho… recordaba con claridad el día en que lo había hecho…

Piacenza, 1954

Los ojos claros del joven Benito Berni miraron su imagen en el espejo de la pensión donde se hallaba hospedado y le dieron el visto bueno. El traje nuevo marrón le sentaba bien y lo mostraba como un muchacho italiano, común y corriente, que era lo que ese día quería parecer. Su cabello rubio metido en la gorra le daba el toque sencillo. El notario Moncatti le había dado los datos de todas las personas que él le había pedido. Gracias a su diligencia, ahora sabía con certeza que su tío, el hermano de su madre, había muerto y que sus descendientes vivían en Verona. Los Gonzaga, amigos de su padre, se habían mudado por diferentes zonas de Italia y algunos habían muerto en la guerra. Sus profesores de equitación, Angeletti, y de pintura, Rodolfo Pieri, estaban vivos y residían en Florencia. La señora Campoli, avisada por el notario de que Benito, el hijo de Mario y Aurelia, estaba con vida, después de llorar por la noticia, había mandado a decir que esperaba ansiosamente que él visitara el castillo. Pero Benito todavía no se sentía preparado para hacerlo; salvo, para lo que estaba por hacer esa mañana. Por eso estrenaba el traje. Iría a la dirección donde, según había averiguado el notario, vivía su antiguo profesor de pintura, Rodolfo Pieri.

Benito cruzó frente al palacio de Pitti; luego, caminó unas calles más y antes de llegar a la plaza de la Calza, encontró la casa que le habían indicado y, junto a la vivienda, la academia de arte que, le habían dicho, era de Pieri. Desde la vereda de enfrente, Benito se paró a observarla durante un largo rato. Era una casona muy antigua que, buscando usarla de vivienda y de academia, había sido dividida en dos. La fachada había sido mutilada, mitad para cada uso, y provista de dos puertas: una, blanca, para la academia; y otra, marrón, para la casa. En la búsqueda de optimizar el espacio no terminaba de ser ni una cosa, ni la otra. La escrutó con la mirada hasta que se decidió a cruzar e ingresar a la academia. Abrió la puerta de madera y dio con una pequeña recepción donde una muchacha lo saludó sonriente. Se sorprendió: era la misma chica a la que el día anterior le había comprado la lámina del puente Vecchio. Se lo dijo.

—Claro, me acuerdo de usted —dijo la muchacha—. Acá todos somos artistas e intentamos vivir de nuestro arte. Cuénteme qué necesita.

Era evidente que por la forma en que lo trataba, la joven creía que él era más grande. En realidad, sólo había unos pocos años de diferencia, porque la chica debía tener unos catorce. Pero era rápida e inteligente.

—Necesito información sobre las clases que se dictan aquí.

—Tenemos colectivas e individuales y los precios varían según su preferencia.

—Infórmeme de las colectivas…

—Puede tomarlas con cualquiera de los profesores de la academia o con el profesor Pieri, que es el director. Estas, son las más caras.

—Anóteme todos los precios, ya decidiré —dijo Benito.

Cuando la muchacha lo ponía al tanto sobre las diferentes técnicas que usaban en los cursos, Benito sintió el impacto de una de las frases que pronunció:

—Mi padre dice que los artistas necesitan espacio; por eso no pone más que cinco estudiantes por sala.

—¿Su padre?

—Sí, soy la hija del profesor Pieri —contestó la chica.

El descubrimiento lo impresionó. No había esperado el parentesco, un monstruo como Pieri no podía tener una hija; y menos, alguien así. Ella era de dulces ojos marrones, largas pestañas, nariz respingada y voz cálida y amable.

Hablaron sobre las clases y también de los planes de la academia, como el de agregar más aulas para que los estudiantes tuvieran el espacio necesario para desplegar su genio. Luego, y tras la primera aproximación, Benito se marchó satisfecho.

Al salir, se cruzó de vereda y otra vez se ubicó bajo los árboles, junto a la columna de la misma casa desde donde había permanecido expectante antes de entrar. Sólo que esta vez decidió quedarse allí hasta ver lo que deseaba: Rodolfo Pieri. Paciencia no le faltaba; como partisano, había aprendido a esperar horas el momento propicio para acometer una emboscada; a veces, de pie, a la vera del camino y cubierto de nieve. Horas donde el sueño lo vencía, o el hambre lo torturaba. En una calle de Florencia, el acecho apenas era un juego de niños, no era nada; podía estar allí el día entero y sería una fiesta para él. Pero Benito no había reparado que esa espera era para acechar a Pieri, a quien no veía desde la fatídica mañana. No era lo mismo que esperar a un enemigo desconocido. Llevaba una hora de recuerdos tortuosos cuando, al fin, la esperada figura apareció: era un hombre un poco más gordo y más calvo que lo que él recordaba. Cuando Rodolfo Pieri salió, Benito se transportó en el tiempo, aunque había temido peores sensaciones.

Permaneció tranquilo, sosegado, como si la figura de su viejo profesor no le hubiera hecho mella. Hasta que escuchó la voz del hombre que despedía al alumno. Ese breve saludo le llegó nítido y al reconocerla, su cuerpo entero comenzó a temblar y a transformarse en el niño pequeño que había sido aquel día que, en el cuarto de su madre, escuchó decir a Pieri: «Piensa, Rodolfo, piensa con claridad lo que conviene llevar».

Pasados unos minutos, Pieri despedía a su alumno e ingresaba a la casa. Benito partía apurado a su cuarto de la pensión. Y tras encerrarse en el baño, vomitaba.

* * *

El día recién comenzaba en la academia de arte de la calle de la plaza de la Calza y su director, Rodolfo Pieri, ya daba vueltas, nervioso. Había algunos horarios en que se sentía sobrepasado por tanto trabajo. Por suerte, tenía a su hija mayor para ayudarlo; las otras dos eran demasiado pequeñas. Pero no podía quejarse: cada año que se alejaban de la guerra, la vida se encauzaba hacia la normalidad. Y que la gente volviera a interesarse en el arte era un síntoma de ello. Sin la opresión de la ocupación, sin la presión de la resistencia, sin el agobio de la sobrevivencia, las personas elegían leer, pintar, tocar música y se inclinaban por toda clase de actividad artística. Y él lo veía reflejado positivamente en su negocio. Atrás habían quedado las épocas negras, la falta de comida, el trato con los alemanes. Atrás, también, quedaba la oscura condena que le hacían sus vecinos al señalarlo como colaboracionista del régimen nazi. Aunque tenía que reconocer que esto último se había solucionado mudándose definitivamente a Florencia. Sólo una pérdida valía la pena lamentar: había quedado distanciado de su prima Rosa; ella, en una oportunidad en la que visitó su casa, vio el cuadro del maestro Fiore que tanto le había insistido que le buscara e, imaginándose el resto, no había vuelto a ser con él la misma de antes.

Como sea, empezar de nuevo con la academia en Florencia había sido un acierto. En el lugar no cabía otro alumno por más que quisiera, aunque las ganancias nunca fueran las esperadas. O por lo menos, no las que sus íntimas ambiciones deseaban. Se hallaba sumergido en estos pensamientos cuando, justamente, ingresó un nuevo alumno. Lo saludó con un leve movimiento de cabeza, el muchacho hizo lo mismo quitándose la gorra y mostrando su rubio cabello. Ni siquiera sabía el nombre del estudiante, pero Adela, en breve, se lo diría.

Benito, que a primera hora del día había ido nuevamente a la academia, se cruzó con Rodolfo Pieri apenas ingresó. Pero esta vez, le resultó diferente; su peor reencuentro había sido el día anterior. Benito no tenía miedo de que lo reconociera. Además, estaba seguro de que no podría hacerlo porque él era otra persona muy diferente al niño que había conocido. Ahora era un hombre. Y si bien tenía el tamaño y los colores de su padre, los rasgos eran los de su madre; más precisamente, los del hermano de ella, su tío.

Esa mañana, había llegado y se había presentado en el horario de clases pidiendo conocer las aulas y la hija de Pieri lo llevó por las salas. En algunas, alumnos de todas las edades ya estaban pintando. Por el camino se cruzaron con otro profesor, pero no vio a Pieri.

—¿Ve lo que le decía sobre el espacio? Tratamos de que cada uno tenga privacidad para concentrarse, aunque algún día tendremos más lugar —le señalaba la chica suspirando. Era evidente que le gustaba su trabajo y que soñaba con más.

—Sí, comprendo. Me quedo —dijo Benito de repente. Él necesitaba conseguir más información, quería saber todo de Pieri, quería saber cómo funcionaba la academia, cómo era la vida de ese hombre, a qué hora se levantaba, qué planes tenía, qué le quitaba el sueño. Y qué amaba.

—¿Se queda ahora? —preguntó sorprendida.

—Sí, y comienzo las clases hoy. Tomaré las lecciones generales con cualquier profesor.

—Como guste. Ya mismo le digo dónde ubicarse. —Y quiso saber—: ¿Ha tomado antes clases?

—Sí, cuando era un niño… con profesores particulares.

—Entonces, le será sencillo. —Tomó un cuaderno y un lápiz y le preguntó—: ¿Me dice su nombre, por favor? Así lo anoto ya mismo.

Tartamudeando, respondió:

—Benito…

No se había preparado para que le pidieran esa información. ¡No podía decirle su apellido!

—Benito, ¿qué?

Y entonces se le ocurrió:

—Paolo Benito —dijo saliendo del paso e imaginando que ella se había dado cuenta de su mentira. Pero, por los siguientes comentarios, supuso que tal cosa no había sucedido.

—Perfecto, Paolo, lo dejo para que mire los materiales con los que trabajará. Ahora, discúlpeme un momento —dijo ella señalándole una mesa en el salón y desapareció por una puerta que daba a este.

Benito casi podía jurar que esa abertura comunicaba con la casa particular de la familia Pieri. Dejó los materiales de lado y se acercó un poco. Logró escuchar las voces y, cuando comenzaba a entender algunas palabras de la conversación, la muchacha apareció nuevamente.

—Tenía que darle un mensaje a mi padre.

Asintió con la cabeza y pensó: «Sí, es la casa y se comunica con la academia. Sí, necesitan más espacio. Mejor… Mejor no podía ser».

* * *

Hacía tres días que Benito asistía a la academia de Pieri. Durante las clases, sólo había dado ridículas pinceladas. Frente al lienzo se dio cuenta de que no podría permanecer mucho más tiempo sin que se notara que la pintura no le interesaba.

Esa mañana, tras saludarlo, la hija de Pieri entró muy apurada a su casa. Benito la vio pasar a través de la puerta que comunicaba con la academia y notó que, en su apremio, la dejó abierta de par en par. Los pies de Benito lo llevaron hasta el umbral antes de que él tuviera tiempo de pensar. Era la oportunidad que estaba esperando. Se acercó sin siquiera pensar que podía ser mal visto que estuviera husmeando. Sin importarle nada, apoyó la mano en el marco de la puerta e, inclinando su cabeza hacia adentro, espió. Necesitaba saber qué había allí. Entonces, sus ojos vieron la sala de la familia Pieri en toda su magnitud: una mesa grande y elegante, sillas de terciopelo azul, una vitrina con una colección de copas de plata, una serie de estatuillas etruscas, y un antiguo tapiz. En una de las paredes, entre varios cuadros, distinguió dos pinturas enormes y conocidas… El maestro Fiore y La pastora… Y ya no pudo mirar más, porque el observar esos únicos objetos lo desestabilizaron por completo y un temblor se apoderó de su cuerpo. Ahí estaba. Era verdad. Era la prueba de que él no se había imaginado todo. Se apoyó contra la pared temiendo caerse, así estuvo por algunos minutos hasta que recobró fuerzas, y dejó la paleta y el delantal en el suelo. Entonces se retiró del lugar sin avisarle a nadie.

* * *

Al día siguiente, Berni regresó a la academia completamente compuesto para continuar con sus clases. Se esmeró por controlar sus sentimientos y conversó de manera desenvuelta con la hija de Pieri de asuntos mundanos. La joven, que para ese momento de la charla, ya era Adela, era abierta, muy locuaz y nada le permitía sospechar que el nuevo alumno cumplía a la perfección el papel de muchacho interesado por las bellas artes.

—Sabe, Adela…, usted ayer pasó a su casa desde la academia y dejó la puerta abierta… No pude evitar mirar cuando pasé por allí…

La chica lo miró sorprendida. Él continuó:

—Adela, yo trabajo para un anticuario de Roma que hace mucho tiempo busca una copa de plata como la que usted tiene como parte de una colección. Mi jefe, el anticuario, se conformaría con sólo una copa de esas y estoy seguro de que pagaría muy buen dinero por ella. ¿Podría preguntarle a su padre si no le vendería una a este hombre? A mí me serviría para quedar bien con mi jefe.

Repuesta de la insólita propuesta, la chica contestó:

—Claro, le preguntaré a mi padre —el muchacho era extraño, pero algo en él le daba pena. Se lo veía un tanto sufrido. Si consiguiendo la copa lo ayudaba con su jefe, entonces, ella vería de convencer a su padre. Era una tontería. Probablemente, no le importaría tener una copa menos de ese juego que nadie usaba y que estaba allí desde hacía años. Además, si la pagaban bien, su padre no dudaría en venderla. Estaba segura.

* * *

Dos días después, sentado en el borde de la cama, Benito miraba hipnotizado su trofeo: la copa de plata estaba allí. Era el primer objeto que recuperaba de su casa, el primero de todos esos que habían significado felicidad para él y para toda su familia. Porque, más allá de lo que pensaba hacerle a ese hombre, su plan era recobrar todos los objetos queridos, ya sea que los tuviera Pieri o quien fuese. «Si mis padres vieran la copa, estarían contentos», pensó. Tal vez, desde algún lugar, lo estuvieran haciendo. Y ya no quiso pensar más en ellos; temía emocionarse demasiado. Además, ese era un día para festejar. Buscó el cortaplumas y tomando la copa entre las manos, le grabó la letra «B» de Berni en la base. Cuando hubo terminado, miró su obra satisfecho. Había invertido en la copa hasta el último centavo del dinero que tenía destinado para vivir en Florencia. No le importó; había valido la pena. Además, Moncatti, el notario, le había dicho que en poco tiempo comenzaría a cobrar su renta. Planeó reencontrarse con sus hermanas y visitar el castillo. Y con esta idea en mente, abrazado a la copa, se durmió plácidamente.

Cuando se despertó, lúcido, concibió el plan que llevaría adelante durante los próximos años. Apurado, se vistió y fue a la casa de Moncatti. En su estudio, el notario escuchó atentamente el pedido del joven Berni, quien le manifestó su deseo de vender alguna de las propiedades que daban renta.

—No habrá problema, siempre que respete los derechos de sus hermanas. Creo tener un comprador —respondió el hombre.

—Entonces, por favor, hágalo cuanto antes.

Tras despedirse y mientras se dirigía a la pensión, Benito pensó que escribiría una carta. Y así lo hizo cuando llegó al cuarto.

Estimado señor Rodolfo Pieri:

Mi nombre es Giuseppe Conti y soy un anticuario romano. Usted no me conoce, pero me ha vendido una copa que buscaba desde hacía mucho tiempo, algo por lo que estoy sumamente agradecido.

Como he visto su buena voluntad, me atrevo a pedirle que me venda la colección completa; pero, más allá de eso, quiero decirle que le ofrezco mi ayuda para ampliar su academia. Por mi discípulo Paolo Benito, sé que usted realiza una gran tarea por el arte y que, para seguir llevándola adelante, necesita más espacio. Por ese motivo, me permito hacerle la siguiente propuesta: si me vende esa colección, le ofrezco prestarle una gran suma de dinero para que usted haga realidad la construcción de uno de los recintos de estudio más importantes de Italia. Mi único incentivo, tenga por seguro, es hacer una obra de mecenazgo, auxiliar a un artista que ayuda a muchos otros. Piénselo y hágame saber su respuesta con el muchacho que porta esta carta.

Le envío mis saludos atentos. Muchas gracias.

Giuseppe Conti

Dobló el papel en dos y lo metió en el sobre que había comprado para tal efecto. Al día siguiente, a primera hora, se lo entregaría a Adela para que se lo diera a su padre. Con suerte, Pieri le diría que sí, y debiéndole a él una fuerte suma, se encargaría de que quedara en sus manos para hacerlo caer.