Capítulo 8
Florencia, 2008
Al regresar de Roma, Emilia pasó veinticuatro horas encerrada en su departamento. El viaje había sido bueno, pero la comida romana le había resultado muy pesada. El malestar, sumado a la indecisión por no saber si contarle o no su situación a Fedele, la habían terminado de descomponer y debió pasar el día a té y tostadas. Desde que estaba embarazada, con muy poco se sentía revuelta. Le había escrito a Sofía y ella le había insistido para que fuera a un médico. Claro que ella seguía sin saber de su embarazo. Por eso, su amiga se preocupaba por sus supuestos «malestares estomacales». Durante esos dos días, no había tenido noticias de Fedele y lo extrañaba. Estar sin él, después de verse todos los días, se le hacía insoportable. Y mucho más cuando recordaba cada detalle de todos los momentos que habían compartido en Padua y Venecia, las horas pasadas juntos en el auto, las caminatas por las callecitas de Venecia tomados de la mano, la puesta de sol en el vaporetto mientras él le rodeaba el cuello con sus brazos.
A pesar de que eran las dos de la tarde, Emilia todavía andaba descalza y en pijama por el departamento. Cuando se servía el tercer té, sonó el portero eléctrico. Le llamó la atención porque nadie la conocía en el lugar, ni nadie la visitaba allí. Respondió y del otro lado escuchó una voz de hombre:
—¿Signorina Emilia Fernán? —dijo llamándola por su nombre. Ante el rápido asentimiento, le explicó, en un español enrevesado con italiano, que le traía algo de Buon Giorno. Si ella había entendido bien, necesitaba salir a recibirlo. Se puso el short rojo, una remera y salió descalza a la calle.
Cuando abrió la puerta, vio el rostro de un hombre mayor que le resultó familiar. Era Salvatore, uno de los mozos de Buon Giorno, vestido con ropa de calle. En sus manos portaba dos paquetes.
Mientras se los extendía, hizo un esfuerzo para darle una explicación en español:
—Se lo envía el signore Pessi. Ele ta preocupato. Quiere que coma.
Emilia sonrió. No creía que Fedele lo hubiera autorizado para que hiciera esa aclaración, aunque era evidente que tampoco se lo había prohibido. Como siempre, los italianos eran directos y sinceros para decir las cosas sin adornos. Emilia tomó los dos paquetes; los sintió tibios. ¿Acaso contenían lo que ella pensaba? Le agradeció varias veces y Salvatore se fue contento. Su patrón también lo estaría. Era evidente que la ragazza argentina lo tenía completamente enamorato.
Emilia regresó a su cocina y abrió ansiosa los envoltorios. Dentro de ellos encontró toda clase de delicias preparadas en pequeñas porciones: bruschetta y piatina hasta calzoni y zucchini crocantes. Se fijó en el otro paquete y encontró los mismos tamaños, sólo que las pequeñas porciones eran de postres. ¡Había al menos siete diferentes!
Lo acompañaba una nota. La leyó:
Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña.
Mi dama de día… se te extraña.
Fedele Pessi
El papel iba firmado con nombre y apellido, como si hubiera otro Fedele que pudiera haber mandado todo eso, pensó divertida. Y…, sí…, se habían visto durante todos los almuerzos de la última semana. Por eso se extrañaban. De repente, la felicidad de tener noticias suyas y de saberlo preocupado por su bienestar, eligiendo estas pequeñas delicias, le subieron el ánimo y se tentó de saborear la comida.
Buscó un tenedor, se sentó a la mesa y comenzó a degustar directamente de los recipientes descartables. Probó y probó y se deleitó con cada sabor. Y sin pensarlo, terminó dándose un atracón como hacía mucho no se daba. Hallándose completamente satisfecha, a punto de comer el último pedacito de un canoli, recapacitó y se pegó en la frente con la palma de la mano: «¡Por Dios! ¿Qué me pasa? ¡No parezco yo!». ¿Sería el embarazo? ¿Sería Italia? ¿Era Fedele? Como sea, ella ya no era la Emilia de antes y se asustó. Pero después de la comida, sintiéndose con fuerzas, decidió relajarse. Su vida se había salido de control y ya nada podía volverse atrás. Lo mejor que podía hacer era ponerse a trabajar. Buscó su computadora. Necesitaba comenzar a escribir sobre sus experiencias en Roma. Sólo un par de días más y debería partir al sur de Italia. La esperaba un largo viaje y tenía que planearlo bien. La idea era recorrer la costa amalfitana y escribir sobre sus paisajes, restaurantes y comidas.
Antes de comenzar a redactar el artículo sobre sus experiencias gastronómicas en la capital italiana, guardó lo que quedó de comida. Lo comería más tarde, cuando volviera a tentarse. Pero no supuso que esa misma noche el mozo tocaría nuevamente su portero, al igual que al día siguiente.
* * *
Ese mediodía, en Buon Giorno la vida continuaba como si nada hubiera cambiado. Sin embargo, la existencia de Fedele Pessi sí lo había hecho y mucho. Desde la llegada de Emilia a su restaurante, había un antes y un después. Los últimos dos días los había pasado mirando la puerta de la entrada de Buon Giorno, ansioso por ver a la chica argentina que venía a comer. Pero vencida la hora prudencial para hacerlo, mandó a hacer los paquetes y se los envió con Salvatore, su mozo de confianza. Si bien Emilia no estaba viniendo, sabía por el hombre que había recibido gustosa el almuerzo y la cena que le había enviado. Ella había entrado en su vida casi sin que él se diera cuenta, y ahora que no la veía, la extrañaba demasiado. No podía ser que ella no sintiera lo mismo que él. Su interior le daba la certeza de que el sentimiento era mutuo, que los dos la pasaban bien juntos. Fuera lo que fuera lo que a ella le sucediera, él estaba decidido a ayudarla para que se sintiera mejor. Lo pensó y decidió que le enviaría el almuerzo una vez más, pero la cena se la llevaría personalmente.
Ese mediodía, Emilia había entrado en un estado de ansiedad ante la indecisión de ir o no a Buon Giorno. Pero cuando sonó el timbre, una vez más, recibió el paquete y se quedó tranquila. Eso significaba que Fedele no la había olvidado y que seguía pensando en ella.
«¡Qué cobarde que sos, Emilia!», reconoció para sus adentros. Pero sabía que si seguía frecuentándolo, tarde o temprano, tendría que contarle que estaba embarazada. Y no quería. Fantaseaba con la idea de que podía dejar todo así como estaba, en una nebulosa, porque en breve visitaría el sur de Italia y luego partiría hacia Madrid. Pero esta idea también la lastimaba. Prefería pensar que aún le faltaba mucho por hacer antes de tener que volver a la Argentina, ya que aquí, en Italia, vivía una especie de vacaciones, donde lo más grave era Fedele, que al mismo tiempo era lo mejor de todo. Avanzó en el tema y las ideas se le complicaron y, como siempre, no llegó a ninguna conclusión.
* * *
Por la noche, en el departamento, Emilia respiró contenta. Había podido terminar su artículo y acababa de enviarlo por mail a la editorial. Este pequeño punto final no era poca cosa; sobre todo, si pensaba en el embrollo personal en el que estaba metida. Se había dado un baño y puesto su pijama blanco con dibujos de naranjitas cuando sonó el timbre del portero eléctrico. Miró la hora. El reloj marcaba las nueve en punto. «Es Salvatore con la comida», pensó. No contestó y se apuró a bajar. Abrió la puerta y, en lugar del mozo, se encontró con Fedele, que la miraba sonriendo, de remera blanca, con una mano metida en el bolsillo de su pantalón de jean. En la otra, claro, sostenía un paquete. El cabello, castaño y lacio, le caía brillante sobre la frente.
—Fedele…
—Si la montaña no viene a Mahoma…
Emilia se rio, pero de nervios. Y los ojos verdes se le pusieron claros.
—Te traje comida… ¿Me vas a dejar pasar o te la dejo y me voy? —preguntó mostrando el paquete.
Emilia lo miró. Y a su lado, descalza, se sintió pequeña; lo vio más alto y fuerte que nunca, enorme, imparable, lleno de energía y vitalidad. Y esa sonrisa perfecta… Jamás podría detenerlo.
—Sí, pasá, claro… estoy de pijama… —dijo en tono de disculpa mirándose la remera.
—Ya me di cuenta. Te queda precioso —dijo, mientras apreciaba el short con voladitos color naranja y los pies desnudos.
No sólo era imposible ponerle una barrera a Fedele, sino que ella… no quería ponérsela.
Fedele no sabía si dejar el paquete sobre la mesa, al lado de la computadora, o sobre la diminuta mesada. Así que con el paquete en la mano, trató de aclararle sus propósitos:
—Pensé que podríamos cenar juntos, salvo que no aceptes. En tal caso, me iré.
Emilia le hizo señas con la cabeza de que estaba loco. Algo tensa, guardó la notebook y comenzó a poner la mesa para dos al tiempo que una ráfaga de preguntas le taladraban el cerebro. «¿Le digo que estoy embarazada? ¿Se lo digo? ¿Cómo le digo?» Mientras tanto, con las manos en el bolsillo de su pantalón, Fedele se dedicó a mirar qué se veía desde la ventana.
—El departamento es pequeño pero cómodo —afirmó y apreció la distribución y los detalles interiores. Era la primera vez que estaba en él.
—Sí, a mí también me gusta —le respondió Emilia, atrapada en el dilema «¿Le digo o no le digo?».
Fedele sirvió dos rollitos de pollo a la parmesana para cada uno; luego, miró los platos y agregó uno más.
Emilia lo observaba servir pero ella no veía, sino que… «¿Le digo o no le digo?»
—Mirá, Emilia, no sé qué te atormenta, ni tampoco quiero hacerte hablar de eso ahora, sólo he venido a cenar con vos, a pasar un buen momento. La verdad… —hizo un silencio muy breve y remató—: …es que te he extrañado.
—¡Yo también! —dijo ella sin poder evitarlo. Había frases que salían sin permiso, que no tenían padre ni madre y hacían lo que se les daba la gana. Esta era una de ellas.
Cada uno hizo una pequeña pausa, un silencio, tratando de digerir la confesión y comenzaron a cenar.
Fedele comía con ganas y, entusiasmado, le contaba las novedades: que para tener más tiempo libre había tomado una empleada nueva para que lo ayudara en Buon Giorno y que había hablado su madre pidiendo que la visitara. Pero la noticia más divertida fue que Salvatore, con tantas idas y venidas, llevando y trayendo paquetes, había conocido una mujer.
—La primera vez, cuando lo mandé con las porciones para vos, se equivocó de departamento y terminó hablando con una señora del edificio de al lado. Y cada vez que vino, se cruzaron, charlaron un poco y… bueno, parece que la invitó a cenar. Y esta noche comen juntos.
—¡Nooo, me estás cargandooo…!
—Totalmente cierto… —aseveró e imitó la voz de Salvatore contándole la noticia.
Emilia se reía con ganas. No podía creer que gracias a un error hubiese nacido un romance para Salvatore, que ya era bastante mayor.
Fedele era divertidísimo relatando historias, un verdadero showman y lograba captar la atención de Emilia, que lo escuchaba y se relajaba. Le contaba que se había reunido con sus amigos Víctor y Adriano, a quienes quería mucho; solía juntarse a tomar un café o a almorzar con ellos por lo menos una vez a la semana. Emilia le contó de Sofi y sus locuras y lo puso al tanto de su pequeño logro diario: había terminado y enviado la nota. Y contado el final, pasó a describirle su experiencia en Roma y le narró parte de lo que había escrito. Conversaban, iban terminando la comida, el ambiente se había distendido por completo, los «¿Le digo?» habían desaparecido de escena. Y, como siempre que estaban juntos, la estaban pasando muy bien. Algunas carcajadas lo confirmaban. La comida de Buon Giorno, para variar, había estado deliciosa.
—Pongo la pava y hago un té de jengibre. ¿Querés? —preguntó Emilia.
—Sí, perfecto —respondió él. Y entre los dos recogieron las cosas de la mesa.
Mientras ella buscaba las tazas, Fedele se sentó en el sofá. Desde allí, la miró a su gusto. Ella, concentrada en lo que hacía, ni se percató de esa mirada que la comía.
La miró, la miró, la miró, la estudió, se llenó los ojos de ella.
Porque Emilia, de espaldas, servía el agua en las tazas y él podía adivinar los movimientos de sus manos hábiles; veía su espalda y sus piernas metidas dentro de la remera y el short con volados, sus pies descalzos con las uñas a la francesa, se apoyaban uno sobre otro buscando escapar del frío del piso. La observó pasarse la mano por el pelo con suavidad, como era su costumbre, y entonces se dio cuenta de que la imagen que veía le penetraba la retina con dulzura y placer. Le gustaba lo que veía, le resultaba familiar, la sentía propia, de su pertenencia. Era un sentimiento, y como tal, difícil de ponerlo en palabras. Pero podía resumirlo… Emilia era de él.
Sentía que ella había estudiado periodismo y que había viajado a Italia sólo para eso, para estar esa noche allí. Sin pensarlo, se puso de pie y fue hasta ella. La tomó por la espalda y la abrazó. Al hacerlo, una de sus manos tocó un poco de la piel que había entre la remera de naranjitas y el short y para Fedele fue una fiesta. Ella se dejó. Cómo no dejarlo, si sentía que había venido a Italia sólo para eso, para que esa noche Fedele la abrazara de esa forma. Para sentirse cerca el uno del otro.
Un abrazo de Fedele lleno de su fuerza y su perfume, y ella quería quedarse en ese cobijo para siempre. Pero él, después de tomarla por detrás durante varios minutos, con maestría le dio la media vuelta, y teniéndola enfrente, mientras la miraba a los ojos, le besó la boca con suavidad.
Intimidad, saliva, un suspiro, la vida puesta en los labios. Y lo que Emilia había tratado de evitar, no se había podido detener.
Fedele la besaba sin tregua apretándola contra él con sus brazos fuertes. No era una, sino dos, las manos que tocaban piel suave y tibia entre la remera y el short, que acariciaban la cintura exigiendo más, que trepaban bajo la blusa buscando sus pechos desnudos que, expectantes, se erguían bajo el pijama… Hasta que ella, cayendo en la cuenta de lo que pasaba, y de lo que pasaría, se separó.
—Fedele… ¡Basta!
Él se detuvo con esfuerzo y suspiró fuerte.
—¿Qué sucede, Emilia?
—No estoy preparada…
—¿Querés contarme qué pasa?
—No por ahora.
—Somos grandes, somos libres. Si queremos, podemos estar juntos. O… ¿sos casada?
—¡Nooo! —se escuchó diciendo y se sintió mal, porque ella no estaba casada con Manuel, pero esperaba un hijo suyo. Le debía un cierto respeto… ¿Realmente se lo debía? Si él no quería estar con ella, ¿le debía respeto? Al llegar a ese punto, los pensamientos otra vez se le complicaron.
—Emilia, ¿querés contarme algo? —la pregunta era profunda, iba más allá de la relación entre ellos dos; tal vez, pensó, ella había sido abusada; tal vez, tenía miedo al sexo.
—Mejor lo hablamos otro día, hoy es tarde.
La miró y la vio tan turbada que le dio pena. Estaba seguro de que ella había disfrutado que la besara, aunque algo, no sabía qué, se hubiera interpuesto entre los dos. Decidió darle una oportunidad.
—Iremos despacio, si querés…
—Me parece bien —dijo ella pensando que, por más despacio que fueran, su panza seguiría creciendo.
—Emilia, tomemos tranquilos el té, que aquí no ha pasado nada… O mejor dicho: ha pasado mucho, porque besarte me gustó —dijo Fedele recobrando su buen humor.
Se sentaron en el sofá con la taza en la mano y, con la calma restablecida, charlaron un rato. Sintiéndose en confianza, Emilia reclinó la espalda en uno de los apoyabrazos y extendió las piernas. Sus pies descalzos quedaron sobre la falda de Fedele, que estaba en la otra punta.
Sumergido en esta escena de intimidad y normalidad, Fedele no terminaba de entender qué era lo que le sucedía a Emilia, cómo podía pasar de un estado al otro. No tenía las respuestas a su alcance y aunque no supiera el motivo de su cambiante comportamiento, no estaba dispuesto a renunciar a ella. En su vida ya había tenido demasiadas pérdidas.
Luego del té, ya en la puerta, Emilia aceptó la propuesta de Fedele de volver a cenar juntos la noche siguiente, y se despidieron con un beso corto en la boca. Él se marchó y ella, al contemplarse sola en el departamento, sintió un terrible vacío. Fedele comenzaba a hacerse un lugar importante en su vida.
* * *
A las ocho de la noche del día siguiente, Emilia se preparaba para cenar de nuevo con Fedele. Habían quedado que vendría a la misma hora y que traería la comida. «Cenaremos tranquilos —pensó ella— y luego le diré toda la verdad.» Para eso quería estar lo más linda posible. Ridiculeces de mujeres porque inmediatamente se preguntó si cambiaría en algo que ella se esmerara con su apariencia. No, no lo creía. Pero al menos se sentiría más segura. Eligió un vestido rojo y se calzó las únicas sandalias altas que había traído, se maquilló con esmero utilizando toda la batería de frascos y frasquitos que había aprendido a usar ahora que llevaba el pelo suelto. Delineador líquido, rímel, labial y rubor ahora eran sus buenos amigos. Se colocó los únicos aros grandes que habían viajado con ella, unos colgantes de plata que había comprado en un viaje a Perú y, ante el espejo, encontrándose sugestiva, exclamó: «¡Lista para matar!». Pero le dio risa escucharse decir la frase y se corrigió: «¡Lista para contar que en siete meses voy a tener un hijo!». Mejor tomárselo con humor.
A las nueve en punto sonó el timbre. Cuando Emilia abrió, sintió que la escena pertenecía a una película que ya había visto: allí estaba Fedele, que la miraba sonriente, de sweater azul, con una mano en el bolsillo de su jean. En la otra, como en el film que proyectaron ayer, tenía un paquete. Sólo algunas cosas habían cambiado: esta vez, además, él traía dos jazmines y ella no estaba de pijama, sino despampanante.
—¡Madonna Santa, qué cambio! ¿Quién es esta mujer? ¿Es la hermana de la chica del pijama con naranjitas?
—Tonto —dijo tomando las flores y agradeciéndoselas.
—Estás preciosa. Me encanta la mujer arreglada. Y si es linda e inteligente como vos, más.
Fedele era un seductor nato; no tenía dudas. Y a ella le encantaba. A estas alturas se daba cuenta de que se estaba enamorando más de lo que creía.
Entraron y cuando él vio la mesa, exclamó:
—¡Guau…! ¡Con velas y todo!
—Sí, ¿viste? Me esmeré.
Cenaron, tomaron el consabido té y charlaron sentados en el sofá. En un rincón, Emilia había abandonado sus sandalias altas y, apoyada en una de las puntas del sillón, con las piernas extendidas, dejaba que él le hiciera masajes en los pies y que, poco a poco, le abriera su corazón. Ella, absorta, lo escuchaba con atención porque, por primera vez, él le contaba cosas serias: que era hijo único, que su madre era viuda, que había sufrido mucho de niño por no tener padre, que por poco tiempo hubo un hombre en su casa, lo cual había sido triste para él.
Emilia, que sentía que este tema la tocaba de cerca, pensaba en su propia situación y se emocionaba al escucharlo. Pero al mismo tiempo, estaba conmovida porque Fedele le mostraba otra faceta, una sensible y vulnerable, distinta de la vital y enérgica que ella le conocía. Esta vez, era ella quien se acercaba a él y, casi sobre su falda, lo abrazaba tiernamente. Un niñote, pensaba. Una intimidad emocional nacía entre ellos y daba paso a otras… Se besaron otra vez. En el sofá morado, los labios se saciaban, los sentimientos se desbordaban y las manos de Fedele la buscaban, le recorrían el pelo, la nuca, los hombros, las piernas y trepaban entre ellas, subían… y se metían por debajo del vestido rojo. Sus oídos de hombre habían escuchado un gemido de Emilia, una sola nota, y ahora quería oírle todo el concierto. Y Emilia, ante esas manos que escalaban su piel, se aterró otra vez… Ella esperaba un hijo de otro hombre. No podían tocarla, no de esa manera.
Se paró de imprevisto y Fedele no tardó en explotar:
—¡Emilia! ¡Me podés decir qué cazzo te pasa esta vez!
Ella, muda, temblando, sentía que no le salían las palabras. Se sentía incapaz de pronunciarlas. No quería perder lo que tenía con Fedele, pero si hablaba, lo perdería. Estaba segura. Se consoló pensando que, tal vez, su lugar estaba junto a Manuel. Emilia aún no decidía en dónde y con quién tenía que estar cuando, repentina e inesperadamente, toda la humanidad de Fedele se levantó con violencia del sofá y exclamó:
—¿Sabés qué, Emilia? Me voy. Hasta acá he llegado yo. Si vos no me contás qué pasa, yo no puedo hacer nada. Una pena… Porque me gustás y casi te diría que ya te quiero. Pero esto… ¡Esto es enfermo!
Para la simplicidad con que Fedele se tomaba la vida, la situación era demasiado. Las cosas eran blancas o negras y punto. O se quería a alguien y aceptabas todo con esa persona, o no se quería. O se deseaba ser feliz con toda el alma, o te quedabas en el camino de la vida. Las medias tintas no iban con él; y menos, si ella no quería hablar.
Fedele estaba enojado y Emilia seguía muda. La miró. Y al no ver respuesta, se dirigió apurado a la puerta.
—No te molestaré más enviándote comidas. Si querés buscarme para hablar y contarme qué mierda te pasa, ya sabés dónde encontrarme: siempre estoy en Buon Giorno, esa es mi vida —suspiró fuerte, abrió la puerta y agregó—: Y he estado a punto de cambiarla por vos, que no sos capaz de decirme qué es lo que pasa por tu cabezota.
Aun en medio de su propia crisis, Emilia quedó impresionada por esta nueva faceta de Fedele. Nunca había pensado que pudiera explotar así. Estaba realmente enojado. No sólo lo demostraba con palabras, sino hasta en la forma en que se movía. El portazo con el que dijo adiós retumbó en las paredes.
En el comedor, descalza, observó a su alrededor: sobre la mesada, los platos de una cena para dos; en la mesita, las tazas del té recién tomado; sobre el mueble, los jazmines y el abrigo que Fedele había traído y que, en su enojo, se había olvidado. Se podía palpar a Fedele por todas partes. Al ver todas las huellas de su compañía, Emilia se sintió más sola que nunca. La presencia de Fedele era inmensa; y cuando se iba, todo quedaba vacío y triste. Él era la alegría, las voces, la risa. Eran las anécdotas, las comidas que había aprendido a disfrutar y la habían hecho abandonar sus eternas ensaladas. Él era la felicidad… No podía dejarlo ir por ser una cobarde. Si hablaba, todavía tenía una oportunidad. Apurada, se dirigió al hall, pero él ya no estaba. Y descalza, salió a la calle. Desde la acera, alcanzó a ver su figura, que doblaba la esquina rumbo al puente Vecchio. Se apuró, corrió, lo llamó a los gritos:
—¡Fedele! ¡Fedele!
Se vio a sí misma y se dijo: «¿Qué hago corriendo descalza, embarazada, por las calles de Florencia, a las doce de la noche, llamando a un italiano?». No encontró respuesta; tampoco le importó porque Fedele la había escuchado y se había detenido sobre el puente Vecchio. Eso era lo único importante.
Él la esperó en la penumbra.
En instantes, ella estaba junto a Fedele, lo abrazaba y se besaban en el puente Vecchio, bajo la luz de la luna. Algunos turistas pasaron a su lado, pero ni él, ni ella, los registraron. En el mundo de Emilia y Fedele, esa noche no había lugar para más nada que no fueran ellos dos.
—Te quiero —dijo Emilia, mientras sentía cómo los ojos se le aclaraban.
—Yo también te quiero, bonita.
Se abrazaron con fuerza, mientras Fedele la besaba una y otra vez.
—Quiero que estemos juntos, quiero todo con vos, Emilia…
—Sí, yo también, pero hay algo que tenés que saber…
Mientras ella hablaba, Fedele le daba pequeños, húmedos y sonoros besos en el cuello. Ella, sin tacos, estaba bastante más baja a su lado y lo obligaba a inclinarse.
—Decime, Emilia…, estoy para ayudarte, para apoyarte… —alcanzó a decir en medio del estremecimiento que le causaba a su cuerpo de hombre la intimidad con ella.
¿Acaso esta dulce mujer podía tener algún terrible pasado? No, claro que no. La siguió besando en el escote y la voz de Emilia sonó despacio pero clara y en la oscuridad de la noche, en medio del puente Vecchio, la verdad se hizo presente:
—Fedele… yo… estoy embarazada…
No hacía falta que le aclarara «…de otro hombre». Ellos nunca habían estado juntos.
Fedele, que había seguido besándola, a medida que las palabras penetraron en su cerebro, fue extinguiendo los besos uno a uno, espaciándolos hasta que se quedó metido en el cuello de ella, como si no quisiera salir de ese lugar de cobijo, porque afuera lo esperaba una tormenta. Unos segundos eternos hasta que por fin salió.
—¿Embarazada? —preguntó en un hilo de voz separándose de ella.
—Sí, embarazada casi de dos meses —dijo al borde del llanto porque, en ese momento, quería llorar por todo, porque esperaba un hijo sola, porque Manuel ni le había vuelto a hablar, pero, sobre todo, porque justo ahora conocía a Fedele. Deseó con todas sus fuerzas haberlo conocido antes y que todo fuera distinto. Pero era tarde para esos deseos. «La suerte ya está echada», pensó, mientras sentía cómo Fedele se separaba por completo de ella.
El hombre joven
La noche cubre la ciudad de Florencia desde hace muchas horas, pero el hombre joven aún no puede dormir. Inquieto, camina descalzo por la vivienda, se acuesta en el sofá del living, mira por la ventana, toma agua, gaseosa y hasta un whisky, que lo sumerge en una realidad neblinosa, pero nada más, porque el sueño profundo ha huido. No hay paz para él. El trabajo, los fantasmas, la vida, las decisiones, lo molestan y le quitan el sosiego. Busca los escapes posibles, los que él conoce. ¿Y si hace un viaje…? ¿Si se va a la playa? No, a la playa, no. ¿Y si toma un avión lejos, muy lejos? ¿China? ¿India? No, tampoco. Cuando regrese, todo estará igual. Esta es su vida y debe lidiar con ella.
«¿Cuántos fantasmas puede uno acumular a lo largo de su vida? ¡¿Cuántos?!», se pregunta quebrado. Y harto, se responde: «Muchos». «Unos vienen solos, y otros, nosotros mismos los llamamos», piensa. Y para evitar estos espectros cree que nada mejor que las buenas decisiones, las mejores acciones, vivir la vida con la frente en alto, con la espada en la mano y la palabra serena en la boca. Mira por la ventana y las luces de la ciudad de Florencia parecen llamarlo. Necesita salir, sentir el aire fresco sobre el rostro, acunarse en el movimiento de la metrópoli. Se calza los zapatos y sale a la calle; respira, se llena de oxígeno; los oídos atentos escuchan murmullos conocidos. Allí están los grillos, los autos, las voces.
Uno, dos, tres, cien pasos, todos caminados con apuro… Quiere llegar al puente Vecchio… quiere ver el agua.
Cuando al fin lo consigue, se queda frente al río, hipnotizado, apaciguado con esa dulce quietud donde la luna se refleja. A su lado, la gente deambula, habla. Una pareja se besa, pero él no ve nada. Comienza a caminar, lo hace junto al puente, casi de la mano con él. Tiene una decisión tomada: este es su lugar y aquí se quedará. Dará batalla a lo que se le ponga enfrente. Ya es tiempo de hacerlo.