Capítulo 9
El amor tiene un poderoso hermano, el odio. Procura no ofender al primero, porque el otro puede matarte.
Franz Heumer
Piacenza, 2008
Día 4
En la cocina del castillo Berni las empleadas chismeaban sobre el conde. Lo hacían en voz baja mientras tomaban un café durante la hora de descanso. Pero al nombrarlo, sus expresiones tenían un tono diferente del que habitualmente utilizaban. Lo que estaba aconteciendo las había tomado por sorpresa y las mantenía en vilo. A Saira, la muchacha africana que trabajaba en la casa desde hacía dos años, le habían informado que sus padres habían sido detenidos por el régimen del dictador de turno de su país. La carta recibida decía que los padres habían sido apresados un par de semanas atrás y que, si bien eran considerados como desaparecidos, lo más probable fuera que hubieran muerto sin ninguna explicación oficial. Saira estaba preocupada no sólo por el paradero de sus padres, sino por sus cuatro hermanos, adolescentes y niños, que, desde entonces, sobrevivirían a duras penas. Ella, como hija mayor, se hallaba desesperada por volver, pero el pasaje era caro y los trámites para hacerlo, muchos; su residencia italiana aún no estaba lista. La suerte y el destino del matrimonio tenía a todos los empleados alborotados y uno de los más consternados había terminado comentándole algo a Berni esa mañana. El conde había mandado a llamar a Saira, y ahora, en la cocina, desde el chofer a la cocinera, todos hacían sus apuestas sobre qué haría el patrón. ¿La retaría y le advertiría que, si se iba, era mejor que no volviera? ¿O la ayudaría? ¿Acaso alguien como Berni podía ser presa de un rapto de bondad? ¿Podía ser que, en el fondo, él también fuera humano? Las apuestas negativas superaban a las optimistas.
En el despacho, y a pedido de Berni, la chica relató la situación para su patrón. Deshecha en lágrimas, culminó:
—Yo estoy muy lejos… Y si ellos quedan huérfanos, sólo me tienen a mí.
La palabra «huérfano» a Berni lo golpeó. «Maldita palabra», pensó. Esa que, alguna vez, le había cabido a él y a sus hermanas.
Decidió hablar sin preámbulos; no eran tiempos para meterse en problemas ajenos. Además, sumergido en la vorágine de su propia vida, no le sobraban las horas para hacerlo. El círculo que durante años había tratado de completar, al fin, se cerraba. Pero esta conversación sólo le llevaría cinco minutos. La voz potente de Berni se escuchó en la oficina:
—Señorita, cuente con el dinero del pasaje. Respecto al trámite, mi abogado la ayudará. Y hará lo mismo si se decide por traer a sus hermanos a este país.
La chica tardó largos segundos en entender las palabras. No las esperaba. Pero cuando alcanzó a comprender la dimensión del mensaje del señor, sólo atinó a decir:
—Gracias…, gracias…, gracias —repitió entre hipos y sollozos.
—Espere, espere, cállese un poco —imploró Berni y tomó el teléfono. En dos palabras, su abogado estuvo al corriente de los acontecimientos. Luego, cortó y le dijo—: Vaya a verlo hoy mismo; él la espera.
—Gracias…, gracias.
—¡Ya no me agradezca más y parta de una vez! —ordenó Berni con cara de hartazgo.
Pero ella volvió a agradecer y se retiró llorando.
Berni la vio partir y sintió un hilillo de satisfacción. Compenetrado con lo que acababa de hacer, miró el calendario que tenía sobre su escritorio. Era miércoles. Con certeza, la chica viajaría esa misma semana; pero, también, con certeza… cuando volviera, él ya no estaría aquí. Abrió el cajón del escritorio que tenía bajo llave y miró la vieja pistola Beretta que lo había acompañado durante tantos años. Con ella planeaba llevar adelante su desenlace. Para hacerlo, tendría que cerciorarse de que funcionara correctamente. Aunque no lo dudaba; era buena, provenía de la fábrica fundada en 1526 que había aprovisionado a los italianos durante la guerra hasta 1943, cuando los alemanes tomaron el taller. Un último envío de armas, hecho por los alemanes, había partido desde Venecia rumbo a Japón justo antes de que Hitler se rindiera. Se sintió extraño pensando en estas normalidades de la vida, justamente él, que planeaba dejarla en once días; él, que ya no quería vivir. ¿O acaso estaba más apegado a su existencia de lo que creía? ¿Seguía dispuesto a llevar adelante su plan? Se respondió a sí mismo en forma afirmativa y centró su mirada en el gatillo de la Beretta.
Cuando lo hizo, fue transportado a otra época… a otra ciudad…
Florencia, 1954
El joven Berni guardó la pistola Beretta que fuera de su padre en la valija, la cerró con fuerza y partió apurado porque, en breve, debía estar en la estación del ferrocarril. Atrás dejaba la pensión florentina donde se había instalado los últimos meses y también, una serie de importantes acontecimientos vividos.
En minutos se hallaba parado en el andén. El tren de Florencia con destino a Roma estaba a punto de partir. Benito no sabía si sentirse triste o contento por su marcha porque todo venía saliendo de maravillas y conforme al plan trazado, pero él nunca terminaba de ser completamente feliz. En su pequeña maleta llevaba algunas pocas ropas, el traje nuevo y la pistola, uno de los objetos que él había querido recuperar, y que, sin esfuerzo y casi sin pensarlo, había llegado a sus manos.
En ese mes, recordó mientras aguardaba la partida de su tren, había visitado el castillo y su paso por el lugar le había dejado un sabor agridulce. Haber visto la que fue su casa y reencontrarse con la señora Campoli lo había hecho sentir exultante, pero la alegría, siempre esquiva e incompleta, se había ensombrecido con los tristes recuerdos de la última vez que había estado allí, cuando sus padres murieron. Había recorrido la propiedad bajo un halo de tristeza y turbación junto a la mujer, quien, en un acto bañado de cierta solemnidad, le entregó la pistola Beretta que fuera de su padre. La señora Campoli, contó con pesadumbre, la había recibido del hombre que le había dado sepultura a Mario Berni.
Tras una jornada intensa y emotiva, la casera recibió entre lágrimas la copa recuperada. Antes de marcharse, Benito le advirtió que en los próximos meses, y quizá, durante los próximos años, estaría mandando más objetos porque —le contó su plan— se había propuesto encontrar los piezas que habían sido robados del castillo. Esa afirmación significaba, literalmente, que pretendía recuperar todo, porque, después de que él huyera a las montañas, la casa había sido saqueada. Durante la jornada, Benito sintió con qué poder había sido abarrotado por las tristezas, pero no había llorado. No lo hacía desde aquella vez que lloró bajo el árbol cuando, asustado, huyó de su casa. Algo dentro de él se había endurecido para siempre, como si en esos dos terribles días hubiera llorado todas las lágrimas y ya no le quedara ninguna.
Las conversaciones ruidosas de los viajeros inundaban la estación, pero a Benito Berni nada lograba sacarlo de su ensimismamiento, los recuerdos se le agolpaban en el interior y veía con claridad el rostro de sus hermanas.
Porque por insistencia de la señora Campoli, ese mes, también, al fin, las había visitado. Las había visto bien, sanas, grandes. Pero no había podido ocultar que aflorara el mismo sentimiento que lo aquejó durante su paso por el castillo. Volver a verlas había sido muy bueno; pero debía aceptar la dura realidad: las chicas ya no lo recordaban. Tantos años en la vida de dos niñas, que ya eran unas señoritas, era demasiado tiempo. Al principio, había tenido expectativas, pero el encuentro le había mostrado que, si bien estaban perfectamente adaptadas a sus nuevos padres, y eran niñas felices, esto significaba que las había perdido para siempre como verdaderas hermanas. Porque las chicas podían entender que ellos eran de la misma sangre, pero jamás podrían recrear la vida que hubieran tenido si los tres se hubieran criado juntos, con Aurelia y Mario como sus padres. El lugar donde vivían las niñas era una casa agradable; y el hombre y la mujer que las criaban, buenas personas. Luego de la tragedia, y momentáneamente, el matrimonio se había hecho cargo de las pequeñas con la intención de ayudarlas en medio del caos vivido durante la invasión alemana. Pero, encariñados mutuamente, y no habiendo impedimentos, habían terminado adoptándolas. El hermano de Aurelia lo había consentido. Benito no estaba en posición de reclamar ni de recriminar nada a nadie. Y tenía que agradecer que sus hermanas crecieran en un ambiente familiar. Durante aquella visita, el nuevo padre de las niñas le había contado sobre su fábrica de telas y del ambiente de agitación obrera que se vivía en Bologna a raíz de la influencia de las ideas comunistas. «Es muy difícil manejar a los trabajadores», confesó. Benito, que conocía bien la doctrina, le relató su experiencia vivida en la Unión Soviética. Y esa tarde, en lugar de hablar del verdadero motivo de su visita, el hombre lo entretuvo durante horas preguntándole más del tema.
De pie en la estación de ferrocarril de Florencia, cuando aún reflexionaba sobre las experiencias vividas en Piacenza y Bologna, Benito sintió el pitido del tren que llamaba a abordar a los últimos pasajeros. Se acercó al vagón y se sintió solo. A su alrededor, las despedidas eran efusivas, con besos, abrazos, promesas… Pero a él, nadie lo despedía; tampoco nadie lo esperaría en Roma. Con un pie en el estribo del vagón, un grito lo sacó de sus cavilaciones:
—¡Paolo! ¡Paolo!
Pero no se dio vuelta. No se dio por aludido. La voz chilló con más insistencia aún y le llegó como un sonido familiar. Entonces, recordó que él se llamaba Paolo. En la academia de pintura lo conocían por ese nombre. Se dio vuelta y vio a Adela Pieri, que caminaba a paso vivo hacia él con un sobre en la mano. Cuando por fin lo alcanzó, se lo extendió.
—Es para usted, de parte de mi padre. Es la repuesta a la propuesta del anticuario romano. Mi padre le dice que sí —dijo sonriendo.
La miró sorprendido. No había esperado este encuentro, en este lugar. Era evidente que la avidez de Pieri lo había hecho aceptar. Por eso enviaba a su hija.
—Que tenga buen viaje, cuídese —le dijo amablemente.
Benito se dio cuenta de que escuchar la frase dicha por la voz femenina había hecho que algo en su interior se alegrara, aunque no sabía si era por oír la noticia que el padre aceptaba la propuesta o porque le decía que se cuidara. La llegada de la joven lo hizo sentir menos solo en medio de un andén atiborrado de personas que se iban y que eran despedidas con la calidez de un abrazo, de un «Hasta pronto».
Con el sobre en la mano, Benito se despidió de la muchacha con un beso en cada mejilla; luego, subió al tren, que ya empezaba su suave traqueteo. Ella se quedó sonriendo en el andén, mientras él la miraba por la ventanilla. Fueron unos minutos extraños y mágicos.
* * *
Benito llegó a Roma para comenzar una nueva vida. Alquiló un departamento próximo a la fontana de Trevi y se dedicó a buscar un local donde instalar su negocio de antigüedades; quería ponerlo en la misma zona. Después de la guerra, la gente vendía toda clase de cosas con las que había convivido. En su mayoría, eran objetos de los que, en otro momento, jamás se hubiera desprendido. Sin embargo, después de tanta destrucción vivida, les sabían inútiles. Esto, sumado a que los americanos descubrían el gusto por las antigüedades, abría un nuevo horizonte para los mercantes del rubro.
* * *
Pasado el primer mes en Roma, Benito cerró trato por un local con la ubicación y las características deseadas. En ese lapso, además, había recibido en su departamento la colección completa de las copas de plata, y claro, llegaba a un banco de Florencia el dinero para Pieri obtenido de la transacción que hiciera el notario Moncatti. Pieri había aceptado gustoso una buena cantidad para comprar una casa ubicada frente a la suya y levantar allí una gran academia.
Durante ese año, pensaba Benito, pondría en marcha su siniestro plan: llevar a Pieri a la bancarrota. Recuperaría, así, los bienes robados y el castillo volvería a irradiar el fulgor de antaño. Al mismo tiempo, se deleitaba con la idea de la venganza.
No podría concretarla de un día para el otro, sino que le llevaría meses, quizás años. Por eso, no perdió ni un minuto hasta dar con el abogado más inescrupuloso de Roma, quien, buscando cubrir a su cliente, escribió en letra chica un documento lleno de cláusulas exigentes y condiciones leoninas.
Dispuesto a restablecer el orden lo más rápido posible, ese mismo mes, Benito envió al castillo una caja con la colección completa de copas de plata. Cuando la señora Campoli las recibió, las sacó del envoltorio y, finalmente, las ordenó en el mueble vacío de la sala, supo que muy pronto el joven Berni le estaría enviando más piezas. Y así fue. Pero no en los tiempos prometidos, sino que demoraría mucho más de lo imaginado, casi toda una vida. Y a un gran costo, porque, además, tendría que pagar mucho más que dinero.