Capítulo 11

Los objetos son los amigos que ni el tiempo, ni la muerte, ni la belleza, ni la fidelidad consiguen alterar.

Françoise Sagan

Piacenza, 2008

Día 5

Sentado en el salón dorado, José Mesina miró un tanto harto el reloj de la pared. Hacía media hora que esperaba que el dueño de casa lo atendiera. Pero no se podía quejar: él mismo, al venir sin cita, se había metido en esto. Aunque, ¿qué otra cosa podía hacer si Benito Berni no atendía el teléfono y ni siquiera tenía celular? Estos hombres de la vieja nobleza italiana parecían ser todos iguales, llenos de caprichos y excentricidades. Él, por su trabajo en el museo, ya se había topado con otros de su estirpe. Y en esta oportunidad, no esperaba otra cosa. «Quien tiene un Tiziano en su casa es realmente una persona especial que puede darse el lujo de hacer cualquier cosa», pensó al recordar el cuadro que era el motivo de su visita y trató de armarse de paciencia. La institución para la que trabajaba, uno de los museos españoles más importantes, quería el cuadro de Tiziano. Y en su nombre, él estaba allí para hacerle una oferta de compra. Le seguía la pista a Berni hacía más de tres años, pero con el conde no funcionaba nada, ni contactos, ni favores. Por eso, en un último acto de impaciencia, se presentó en el castillo sin cita previa. La obra en cuestión bien valía cualquier método. Mientras miraba los cuadros y los objetos de la sala, reconoció que se hallaba en un lugar exquisito. Cada obra era más valiosa que la otra; un objeto, más hermoso y caro que el de al lado. Había allí años de historia de la humanidad, desde el arte etrusco a los escultores del siglo XVIII. En un extremo, un Giovanni Boldini lo había impresionado. Todo en esa sala era maravilloso y él, como hombre especializado en las bellas artes, lo disfrutaba. Ensimismado como estaba, no oyó el ingreso de Berni, quien, con su vozarrón, lo hizo saltar en la silla.

—¿Quién es usted? Mi empleada me dijo que su apellido es Mesina, pero me parece que no nos conocemos.

—Mucho gusto, señor Berni. Sí, soy José Mesina y es verdad que no me conoce. Pero, como no he logrado dar con usted de otra manera, he venido personalmente.

—¿Y qué quiere de mí?

—Vengo de parte del Museo del Prado. Sírvase, le doy mi tarjeta —dijo y le entregó una.

Berni la tomó y leyó el nombre de la institución. La conocía bien.

—No me diga nada. Ya sé: usted viene por los cuadros.

—Sí, por uno en particular… el de Tiziano. El museo quiere comprárselo.

—¡¿Pero hasta cuándo insistirán?! ¡Yo no voy a venderles nada! ¡Todo esto ha sido y será de mi familia! —dijo haciendo volar por los aires la tarjeta, que fue a parar al suelo cerca de la entrada.

—Pero, señor Berni, aún no ha escuchado el monto que tengo para ofrecerle.

—Ni me lo diga… No me interesa… Y ya se puede ir retirando. Usted y yo no tenemos más nada de qué hablar —dijo acercándose a la puerta y abriéndola.

Mesina, sin más remedio, fue detrás de él.

—No se olvide, Berni, de que los objetos no lo son todo. Puede llegar el día en que ninguno de ellos lo contente y necesite de las personas. Si eso acontece —dijo agachándose hasta alzar la tarjeta—, este es mi teléfono. Búsqueme, yo no tendré rencor por lo que aquí ha sucedido hoy.

—No creo que eso pase. Hace muchos años que las personas no son buena compañía para mí. Y las que la eran ya no están. Además, no menosprecie los objetos; algunos son la única manera de evocar, aunque sea en una ínfima parte, a esa persona que ya no está con nosotros y cuya porción necesitamos recibir cada día para seguir viviendo.

—¿Realmente cree eso? —dijo Mesina ya fuera de la casa.

Y Berni, apoyado contra el marco, le respondió:

—No tengo duda de que dentro de algunos objetos vive esa pequeña cuota de la persona amada, esa que nos hace apreciarlos, casi, como si fueran seres vivos.

Dicho esto, dio por terminado el espadeo de vocablos y cerrando la puerta con ánimo destemplado, pensó: «¡Malditos compradores! Cuando se tiene algo de valor son peores que los vendedores». Vaya si lo sabía él, después de tantos años de tener un Tiziano.

Y la pintura querida se le apareció clara, como si la tuviera enfrente…

Piacenza, 1957

Al volante de su Mercedes Benz, Benito Berni puso primera y emprendió la última subida por la callejuela que llevaba a su castillo. El viento que entraba por la ventanilla le daba de pleno en la cara y le volaba su rubio cabello haciéndole sentir la más maravillosa sensación de libertad. Hacía pocas semanas que se había comprado el vehículo y el primer viaje largo que realizaba tenía por finalidad visitar su propiedad de Piacenza. Recién llegaba de pasar una estadía en Francia, donde había conocido a mucha gente del jet set parisino, incluida a Édith Piaf, con quien mantenía una relación epistolar; poco a poco, comenzaba a tener una vida en verdad de adulto.

Había aprendido a manejar en un par de días y sin mucho esfuerzo; le enseñaron en la casa donde le vendieron el auto; él no tenía padre ni amigos que le impartieran lecciones. Podía parecer extraño y exagerado, pero para Benito aprender a conducir había sido una experiencia que le permitió madurar algo en su interior, al punto de haberlo influenciado para realizar una actividad que siempre le había dado miedo y que ahora, en Piacenza, pensaba concretarla.

Una vez que llegó a su propiedad, pasó por la casa de la señora Campoli, quien le sirvió un café en su sencillo comedor mientras lo ponía al tanto de las noticias: los pinos de enfrente se habían secado y había hecho plantar otros; el techo del ala izquierda del castillo se llovía y Moncatti había enviado a una cuadrilla de operarios para repararlo; sus hermanas, junto a sus padres adoptivos, habían visitado el castillo y ella las había acompañado durante el recorrido. Compenetrada con la labor de recuperar los objetos que Benito llevaba adelante, la mujer le contó que había confeccionado una lista con un viejo inventario encontrado entre antiguos papeles. Meticulosamente, ella tachaba las piezas que él le iba enviando. La mujer pensó que sería útil que el joven Berni tuviera una copia y le entregó la que le había preparado. Lo que él no imaginó fue que lo acompañaría por muchos años.

Luego de dos horas de agradable charla, Benito se dispuso a cumplir con la razón de su visita y, decidido a no esperar más, subió las escaleras.

Caminando en el hall de la planta alta, se detuvo en la puerta del cuarto que fuera de sus padres y, apoyando la mano en el marco lleno de trazas que mostraban la altura que él y sus hermanas alguna vez habían tenido, observó la enorme habitación de pisos de madera: la cama grande y su dosel, las mesas de luz con tapa de mármol, la araña de cristal, los cortinados vaporosos y el gran hogar que se prendía en invierno. Durante unos minutos, se quedó mirando los detalles que le eran familiares; luego, avanzó directo al lecho y lo corrió con ímpetu. Mientras lo hacía, recordó aquel día en que lo había empujado junto a su madre. Al fin, cuando logró mover la cama de lugar, una pequeña alfombra marrón quedó ante su vista. La sacó; allí estaba: era la tapa del escondite secreto; ese donde había pasado dos días encerrado, ese donde el terror lo apabulló hasta creer que moriría de miedo al saberse solo en la vida, ese sitio donde tanto había llorado, donde se había rasguñado la cara de desesperación y donde, paralizado de angustia, se había hecho hasta sus necesidades encima. Al recordarlo, casi pudo sentir la angustia de aquel día; pero aun así, puso su mano en la tapa. Para eso había venido: para enfrentar este monstruo. Tomó la madera con fuerza y la abrió por completo: un hueco negro apareció ante sus ojos y el viejo pavor volvió para asfixiarlo; pero, él, venciéndolo, se metió adentro.

Ya en el interior, necesitó salir dos veces; buscaba una bocanada de aire, temía asfixiarse no porque no hubiera oxígeno, sino porque lo ahogaba la sensación del recuerdo, porque, por momentos, allí abajo, en ese escondite, dejaba de ser el hombretón que era y se trasformaba en el niñito asustado que fue. Al fin, ya más calmo y con los ojos acostumbrados a la oscuridad, la poca luz que entraba por la abertura le permitió ver a su alrededor. El pequeño cubículo estaba igual que como lo recordaba; en el piso se hallaban los botones de su camisa, esos que se había arrancado de puro miedo y locura. Se agachó para alzarlos, y cuando lo hizo, su mano tocó algo tallado; la deslizó hacia arriba, siguiendo el dibujo, y después de avanzar unos centímetros, se dio cuenta de que era el marco de un cuadro y recién allí lo confirmó: lo era, era la pintura de Tiziano, esa valiosísima obra que mostraba a la madre de su tatarabuela. Benito se acordó de la existencia del cuadro recién al verlo, porque el trauma vivido en ese cuchitril había sido tan grande, que había borrado de su mente la existencia.

Lo levantó con esfuerzo y, como pudo, lo apoyó en el borde del escondite, hizo palanca y el cuadro quedó afuera. Él también subió y, sentado en el piso con la pintura al frente y la espalda apoyada contra la cama, se dio cuenta de dos verdades. La primera: al fin había logrado vencer el miedo que lo había acechado durante años porque la sola idea de meterse dentro de ese escondite lo había aterrorizado desde su encierro. Y la segunda: él era millonario. Como persona dedicada al arte, tenía la certeza de que era poseedor de un cuadro que en el futuro muchos querrían y por el que estarían dispuestos a pagar cifras cada vez más millonarias. Había escuchado que por un cuadro así se habían pagado varios millones de dólares.

Se puso de pie y comenzó a empujarlo. Era pesado, pero no se detendría. Una meta lo guiaba: quería colgarlo ya mismo donde siempre había estado: en el sitio de honor de la pinacoteca de la planta superior. Ninguna otra cosa le importaba más.