Capítulo 13

El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.

William Shakespeare

Piacenza, 2008

Día 6

El conde Berni se movió inquieto en la cama. Durante la madrugada, él dormía, soñaba… Y en esos sueños se mezclaban verdad y mentira, muertos y vivos, bondad y maldad, como siempre que tenía pesadillas, como cada vez que aparecía Rodolfo Pieri. A pesar de los muchos años que habían pasado, este personaje no desaparecía de la lista de actores principales de sus malos sueños; tampoco, sus viejos zapatos marrones y sus manos delicadas como de mujer. En su cama, esta vez, la ensoñación comenzaba suave, delicada y se iba tornando alegre, como la música de Vivaldi que a él tanto le gustaba. Pero el conde Berni conocía el final de este sueño y no quería verlo; deseaba irse, ansiaba huir, pero no se le permitía hacerlo. Sus ojos cerrados estaban anclados en esa imagen. Esta vez, veía a su madre, a sus hermanas todavía niñas, estaban en París, en la galería de arte frente al Sena. Aurelia hablaba con el encargado del lugar mientras le acariciaba el pelo rubio a Benito. El niño, que tenía pegada su espalda a la falda de su madre, miraba hacia arriba y encontraba a una mujer hermosa, risueña, sofisticada. Ella estaba entusiasmada con las esculturas que vendían allí, preguntaba el precio, regateaba con el vendedor; las niñas corrían alrededor. En un minuto, apareció Mario Berni y cerró el trato. Dos esculturas con forma ángel, bellísimas, antiguas, de piedra, eran las elegidas e iban a parar a una caja para ser embaladas.

En la galería, se respiraba felicidad y armonía. Pero el conde Berni, que veía todo con los ojos cerrados y la cabeza sobre la almohada, se movía incómodo en su cama; sabía qué era lo que sucedería a continuación; en cada sueño era lo mismo… Al extenderle la caja con los ángeles, el vendedor entrelazaba sus manos con las de Aurelia y no se las soltaba, el embalaje caía al suelo y los ángeles se hacían añicos. Aurelia no lloraba por los ángeles rotos, sino porque el hombre no la soltaba. Benito le miraba la cara al marchand, pero el rostro parisino de la galería se había desvanecido y en su lugar aparecía Rodolfo Pieri, quien, aferrando a su madre por los brazos, le hundía las uñas largas hasta hacerla sangrar. Mario Berni quería liberar a su mujer, pero él también quedaba atrapado en las poderosas manos de Pieri, cuyos brazos adquirían un tamaño descomunal y se extendían hasta Benito y sus hermanas. El niño lograba escapar, pero, a poco de zafarse, llegaban los alemanes con sus gritos y metrallas… Mientras las uñas afiladas de Pieri desangraban a su madre, a su padre… Mientras el líquido rojo que caía por doquier cubría el piso… Mientras los alemanes gritaban su jerigonza gutural… Benito se escapó aturdido y muerto de miedo. Desde la puerta, descubrió que su huida había desatado la furia de los soldados alemanes, quienes, enojados, disparaban… Un disparo, dos, diez, cien… Y la cabeza del conde Berni, que descansaba en la almohada, pareció estallar… Ese tambor lo despertó. Y él, sentado en la cama, como cada noche de tormento, prendía la luz y tomaba agua del vaso que antes de acostarse había llevado a la mesita de luz. Tantos años de suplicio le habían enseñado algunos tristes remedios y antes de irse a la cama los preparaba resignado.

El líquido del vaso desaparecía en tres tragos y, al mirar por la ventana, el conde comprobaba aliviado que las primeras claridades estaban allí. Entonces, tras ponerse la bata de seda y calzarse las pantuflas Dior, bajaba al escritorio, quería comprobar que las estatuas de los ángeles estuvieran sanas. Para las pesadillas siempre era un golpe de knock-out comprobar con un objeto que ellas sólo eran sueño y no la realidad. Cada vez que una lo acechaba, buscaba constatar que cada objeto estuviera en su sitio, como si la sola visión de que las piezas permanecían en su lugar, funcionara para desmoronarlas, para espantarlas, para asegurarse de que ellas sólo habitaban sus sueños y no la realidad.

Prendió la luz de su oficina y allí los vio: los dos ángeles con sus cabellos enrulados y sus ridículas alitas de pájaro se tendían los brazos uno al otro como si nunca fueran a separarse.

El conde extendió la mano hacia ellos y los acarició con cariño. El tiempo no pasaba para ellos, estaban iguales. No así sus manos; las recordó jóvenes sobre los ángeles.

Roma, 1967

Un camión estacionó en la entrada del local de antigüedades que Benito Berni tenía en Roma y la puerta principal del lugar se abrió de par en par; el cargamento esperado llegaba en ese automotor. Dos hombres se dedicaron a bajar e ingresar con esfuerzo las estatuas grandes y pequeñas, los muebles de caoba y mármol, las arañas de cristal y los enormes cuadros. La empleada del local, una muchacha vestida con un apretado trajecito blanco a lunares negros, controló todos los objetos de forma meticulosa con la lista en la mano. Cuando estaba a punto de concluir, vio que su joven patrón se acercaba: Berni, con su figura imponente, el cabello claro y la seriedad pintada en el rostro, se aproximó y le pidió la lista; ella se la entregó con una breve explicación. Su jefe estaba recién llegado de Francia, había ido a buscar una pieza pedida por un americano millonario y la había conseguido; el hombre llegaría en cualquier momento a buscarla. Berni le dio una mirada rápida al papel e hizo pasar a su oficina al chofer del vehículo que traía dos cajas en sus manos.

Benito, vestido de impecable traje color crema, sentado en su sillón, abrió frente al hombre una de las cajas y, sobre el escritorio, inspeccionó su contenido. Dada su trascendencia, lo hizo en la privacidad de su oficina.

Lo primero que extrajo fueron varias estatuillas pequeñas de bronce. Al verlas, el corazón le dio un vuelco: era la colección etrusca que tanto había esperado. Las miró una por una con detenimiento; eran cinco y estaban intactas, tal cual las recodaba.

—¿Están impecables, verdad? —preguntó el hombre.

Pero Berni no le respondió, sino que se dedicó a mirar el contenido de la otra caja. Con cuidado, tomó del interior una pequeña escultura antigua con forma de ángel. El descontento se pintó en su rostro y exclamó:

—Pero… ¿y el otro? ¡Acordamos que enviaban dos!

—Todavía están tratando de conseguirlo.

Berni masculló una maldición entre dientes; lograr que Pieri vendiera la colección etrusca sin sospechar que era para él, no había sido fácil; habían necesitado montar todo un teatro, pero dar con quien tenía los ángeles en el sur de Italia había requerido una tremenda investigación y pesquisa. Por eso le daba rabia que, finalmente, no llegaran las dos figuras.

Malhumorado, sólo agregó:

—El pago ya se depositó en el banco. Este es el comprobante —dijo extendiéndole un sobre y, poniéndose de pie, lo despidió sin dilación.

El hombre se dirigió a la puerta y mientras caminaba pensó que en verdad Benito Berni era un viejo que vivía dentro de un cuerpo joven porque, si bien apenas debía tener unos treinta, era un amargado cascarrabias, tal como si una vida de cien años le hubiera pasado por arriba. Lo había tratado en un par de oportunidades y siempre era lo mismo: pocas palabras y mala cara.

Cuando el hombre se retiró, Benito se quedó mirando los objetos. «Dos cosas más para enviar al castillo», pensó. Y al hacerlo, se acordó de que le habían avisado que la señora Campoli no estaba bien de salud, se había pescado una gripe y no lograba recuperarse. Se preocupó. A esa edad, un simple catarro podía ser fatal. Ella era el único ser querido que tenía. Además, cumplía con un papel fundamental en su propiedad. Tal vez, debería llevar personalmente las estatuillas y el ángel para cerciorarse de que todo estaba bien. Ya lo había hecho algunas pocas veces; le gustaba ver cómo la casa iba recuperando su esplendor con cada mueble, con cada objeto que enviaba. Poco a poco, la casa iba pareciéndose cada vez más a la que había sido.

Llamó a la muchacha que trabajaba con él, quien se presentó de inmediato arreglándose el cabello pelirrojo que llevaba con el corte al hombro, como dictaba la moda. Berni le solicitó que le sacara pasajes en tren para viajar a Piacenza.

—Señor Berni, recuerde que hoy es el día en que el abogado pasa por aquí.

¡Merda! ¡Me había olvidado!

—¿Quiere que le traiga las carpetas de los asuntos que verá con él?

—Sí, Bianca. Y por favor, controle que los empleados ubiquen las cosas que llegaron según las instrucciones que di.

—Sí, señor —asintió la muchacha. Pero a punto de retirarse, se volvió. De uno de los estantes, tomó un sobre ya abierto y se lo entregó—: Es la carta de los hermanos Onetto de Florencia. Hay que responderles.

—Está bien. Le daré una última mirada antes de hacerlo —dijo y suspiró fuerte.

Los Onetto le pedían dinero prestado para llevar adelante un proyecto artístico. Estaba harto de que todos hicieran lo mismo. ¿Qué se creían? ¿Que porque se dedicaba al arte, él era un mecenas? ¡No, no lo era!

—Si quiere, les respondo yo —le propuso la chica que notó su contrariedad.

—Si lo necesito, le digo… —respondió él dándole una lectura rápida a la misiva.

—Avíseme —pidió Bianca y se retiró caminando provocativamente buscando llamar la atención.

Unos meses atrás, Berni la había invitado a cenar y habían terminado juntos en la cama. Pero al día siguiente, él la trató como si nada hubiese ocurrido. Tampoco volvió a invitarla y jamás dejó de tratarla de «usted». Ella se había amoldado a esta situación, pero, en verdad, Berni le gustaba; tenía su misma edad, era atractivo y, para más, estaba forrado en plata. Porque el negocio que tenía movía cifras de varios ceros y cada vez andaba mejor. Se decía que Berni poseía un castillo y un título de nobleza, lo cual, no estaba segura de que fuera cierto, aunque, sí, ella había comprobado que su jefe tenía un hermoso departamento en pleno centro de Roma en el que habían pasado la noche juntos. Benito Berni sólo tenía un defecto: su mal humor. Había días en que parecía perturbado por el mismo diablo, y cuando era así, lo mejor era no acercársele. Ella no descartaba que tuviera alguna vieja tristeza resultado de la guerra, aunque lo encontraba demasiado joven para ello. Como fuera, seguiría asistiendo al trabajo con ropa apretada y caminando de forma provocativa. Tal vez, en algún momento, él volviera a posar los ojos sobre ella y la invitara de nuevo. Por eso, bien valía la pena estar atenta.

La chica buscó las carpetas y se las entregó, ordenó un par de papeles y volvió a salir contorneándose de manera sensual. Pero Berni ni la vio; sus ojos azules acababan de encontrar lo que buscaba: el contrato firmado varios años atrás con Rodolfo Pieri. Siempre que el abogado venía, lo controlaban juntos, a la espera del momento adecuado para ejecutarlo. Sin embargo, parecía que ese momento tan preciado no llegaría nunca. La idea lo fastidió y, al mismo tiempo, le dio luz porque en su cabeza se unieron el acuerdo y la carta de los hermanos Onetto y mentó una jugada que apuraría los tiempos. Luego de su estadía en Piacenza, pasaría tres días en Florencia.

Florencia, 1967

Esa misma semana, por la mañana, Benito abría los ojos y lo primero que veía por la ventana era la cúpula de la catedral de Santa Maria dei Fiore. Estaba en Florencia, había pasado la noche en un hotel de esa ciudad. Durante esa jornada, tendría dos citas importantes: una, con Rodolfo Pieri, y otra, con los hermanos Onetto, quienes lo ayudarían con su propósito de acelerar la caída de Rodolfo Pieri.

Se vistió de traje oscuro. Eso lo ayudaba a parecer mayor, que era lo que siempre buscaba cuando hacía negocios. Bajó a la recepción del hotel donde se alojaba; allí tendría su reunión; luego, partiría a la academia de Pieri.

Benito tomó un café cargado y pidió un canoli; a poco de terminarlo, llegaron los dos florentinos que esperaba.

Un saludo, dos o tres palabras de cortesía, y mientras tomaban café, Benito fue al grano, como era su costumbre. Eligió hablarle al mayor de los dos hermanos; el canoso dirigía la charla.

—Mire, señor Onetto, le resumo: el inversor me ha dicho que él está dispuesto a prestarles el dinero para poner la academia siempre y cuando la instalen en la calle de la Calza…

El hombre frunció el ceño y señaló:

—Lo entiendo. Sucede que allí ya funciona otra bastante grande.

—¿Y cuál es el problema?

—Que sería una tontería hacernos competencia mutuamente habiendo tantos otros lugares de Florencia para instalarla.

Benito le retrucó rápidamente:

—No lo mire así. La idea es que la gente busque esa zona como un distrito relacionado con el arte. Ya hay casas de venta de cuadros, está la academia que mencionó y una segunda vendría muy bien para consolidar el circuito.

—Pero la Academia Pieri es grande y hace bastante tiempo que está allí.

—Mejor aún: ustedes se beneficiarán poniéndola en esa calle. Siempre y cuando ofrezcan algo mejor, los alumnos de esa academia irán a la suya. ¿Creen que pueden hacerlo?

—Sí, claro. Hace años que nosotros nos dedicamos a esto. Tenemos experiencia, además de nuestros propios seguidores, que nos buscarían.

—¡Entonces, no lo piense más! ¡Esta es una gran oportunidad para ustedes! Además, los intereses del préstamo son bajísimos.

—Lo sé. Entiendo que su mandante, el señor Conti, es una persona interesada en apoyar el arte.

—Sí, es algo así como un mecenas del arte. ¿Y…? ¿Se decide?

El hombre miró a su hermano y el más joven de los Onetto le hizo una seña afirmativa con la cabeza. Entonces, habló decidido:

—El tema de estar tan cerca de la otra academia no nos gusta mucho, pero si la condición es que esté ubicada en esa zona, no podemos negarnos. Y la verdad es que nos tenemos confianza; creemos que nos irá bien donde sea.

—Perfecto, mañana mismo tendré los papeles para que los firmemos. Así ustedes podrán comenzar cuanto antes.

—Nos parece bien.

Los tres hombres se dieron la mano cerrando el trato. Al hacerlo, el interior de Benito se alegró; pero cuando los Onetto se retiraron, el sentimiento de bienestar ya no estaba. Había durado poco; el sabor de la venganza era demasiado amargo y no permitía más que unos pocos segundos de beneplácito. Berni comenzaba a descubrir una gran verdad: la única manera de envenenar a alguien era envenenarse antes uno mismo con una poción del mismo veneno que se quería dar. Era la única manera de poder transmitir una dosis letal.

* * *

Ese día, cuando anocheció, Benito salió del hotel rumbo a la casa de Pieri; allí ya lo esperaban. Así lo habían planeado por teléfono. Desde que logró que Rodolfo Pieri recibiera su dinero, sólo había vuelto a verlo en una oportunidad y recién ahora lo hacía de nuevo. En la ocasión de la visita anterior, hacía aproximadamente tres años, había pasado por la academia para pedirle que tratara de mantener los pagos al día; si bien no iban tan mal, tampoco iban tan bien. Le había dicho a Pieri que lo enviaba Conti y habían tenido una conversación fría y rápida. Pero ahora, con el nuevo plan, creía que lo mejor era entablar otro tipo de relación, una más cordial. No quería que lo identificara con nada malo. Quería que le abriera las puertas de su casa.

Llevaba algunos minutos caminando cuando dobló la esquina y vio el gran cartel: Academia de Arte Rodolfo Pieri. Leer ese nombre le causó repulsión; ese apellido nunca dejaría de hacerlo porque para él era sinónimo de dolor, de pérdida, de ultraje… de odio.

Allí estaba la academia en la nueva propiedad comprada con el dinero prestado por el supuesto Giuseppe Conti y, enfrente, la casa de los Pieri.

Golpeó la puerta y apareció Pieri, quien le estrechó la mano y lo hizo pasar. Benito no pudo evitar cierta molestia al sentir que sus pieles se rozaban. Pero poniéndose su coraza, siguió adelante. La noche sería larga y necesitaba estar entero para cumplir sus metas.

Instalados en la coqueta sala de sillas terciopelo azul, otra vez debía volverse fuerte porque en ella veía varias de las piezas que fueran de su familia y que aún le faltaba recuperar. ¡Qué tupé tener eso allí a la vista de todos como si nada! Pero —aceptó—, era mejor que Pieri no se hubiera deshecho de los bienes familiares porque para él hubiera sido más difícil intentar recuperarlos.

La mujer de Pieri se presentó para saludarlo. Era alta y corpulenta, llevaba el cabello claro recogido en un rodete, usaba ropa oscura. A Benito le llamó la atención que fuera rubia y no castaña, como sus tres hijas. De inmediato, las muchachas también fueron a saludarlo; las dos menores, que ahora eran jovencitas; y Adela, la mayor, a quien recordaba perfectamente. Ella seguía siendo dulce, agradable y continuaba interesada en el arte ayudando a su padre en la escuela; sus comentarios lo denotaban; llevaba un delicado vestido blanco con florcitas rojas. Mientras tomaban un aperitivo y comían una bruschetta hasta que la cena estuviera lista, la charla entre los dos hombres y Adela giró sobre la academia, su buen funcionamiento y la necesidad de salir del atraso en los pagos. Pieri reconoció que no estaba cumpliendo con las exigencias del contrato, tal como Benito lo había planeado al sacar las cuentas y poner en letra chica las cláusulas rigurosas del contrato. Porque, por más exitoso que fuera el emprendimiento, jamás podría pagar la deuda. Esa había sido su idea. Sin embargo, parecía que los Pieri no entendían la gravedad del asunto y sólo se centraban en la gran cantidad de alumnos que tenían. «Tendré que hablar con ellos seriamente», concluyó Benito mientras tomaba su bebida y los escuchaba con atención. Porque, al resto de las deducciones que arribó, ni siquiera tenía el valor para enfrentarlas; era difícil reconocer que hallaba bonita a Adela y que, cuando ella hablaba, no podía quitarle la vista de encima. Sus cabellos castaños, largos hasta la cintura —contrarios a los cortos de moda—, la hacían irresistiblemente inocente; al igual que sus ojos marrones de largas pestañas y su dulce sonrisa. Su voz con un timbre especial suavemente afónico lo tenía cautivado.

Cuando pasaron al comedor y sirvieron los tallarines que María, la mujer de Pieri, había amasado, Benito, que comenzaba a preocuparse por la distracción que Adela ejercía sobre él, decidió que era el momento oportuno de sacar el tema que le había traído al lugar; dejó de lado su plato y dijo:

—Mire, Pieri, no le andaré con rodeos: he sido enviado por mi jefe Conti porque quiere asegurarse de que usted entienda la gravedad de su situación al no tener los pagos al día.

—Sí, lo entiendo.

—Necesito llevarle una propuesta en concreto.

—Como le dije, estamos atrasados. Pero con la academia llena de alumnos como está, creo que pronto podremos salir del paso. Este mes podré pagar una buena parte de los intereses.

—Pero las cuotas netas casi no se han pagado.

—Pídale tiempo, por favor.

—Veré lo que puedo hacer.

—¿Usted cree que yo podría hablar con él personalmente? Me gustaría hacerlo para explicarle mi situación. Tal vez, así, lograría que se ablande un poco.

Benito salió del paso señalando:

—Imposible, él no atiende estos asuntos personalmente. Además, está casi siempre en el extranjero. Vive más en Francia, que en Italia. Yo sólo lo veo una o dos veces al año.

—Imaginé algo así. Por esa razón, le he escrito una carta. Le pido que usted se la entregue cuando lo vea. Cuando terminemos de cenar, se la daré.

—Como guste. Pero le advierto que él es un hombre severo, capaz de ir hasta las últimas consecuencias si usted continúa moroso.

María Pieri habló por primera vez desde que se habían sentado:

—Confiemos en que todo saldrá bien. Ahora, disfrutemos de la comida y hablemos de algo más agradable, si no, nos caerá mal —ella parecía no estar muy al tanto de la situación, ni entender demasiado lo que ocurría. Su marido siempre se había ocupado de la economía y la verdad es que tenían la academia de pintura más grande de Florencia. Dijera lo que dijera el joven Paolo Benito, esto era así y nadie podía decir lo contrario; todo lo demás, de una manera u otra, se resolvería. Su marido, aun en las peores épocas, como había sido la guerra, se las había arreglado para que no les faltara nada.

Mientras terminaban los profiteroles de crema y chocolate hablaron de algunas otras menudencias: Benito contó cómo era la vida en Roma y del gran negocio que eran por estos tiempos las antigüedades. Los Pieri estaban convencidos de que el local romano donde Benito trabajaba era también de Giuseppe Conti. Así lo explicaba Berni, que siempre reconocía que recibía la ayuda de este hombre para los negocios. No era fácil ser joven y que lo respetaran, por lo que había aprendido a escudarse como mandante de Conti. En general, esto le daba resultado.

Tomaron el café sentados en los sillones de la sala. Y mientras sus padres se hallaban distraídos con sus hermanas, Adela se levantó de su asiento y, acercándose a Benito, le dijo en voz baja:

—Yo no he visto los papeles porque mi padre cree que eso es cosa de hombres. Pero, ¿es verdad que estamos muy comprometidos financieramente?

—Bastante —dijo Benito identificando el perfume a rosas de la chica.

—¿Usted cree que realmente debemos preocuparnos?

—Sí, Adela —le dijo seguro.

El rostro de ella se consternó y Benito, al observarla, no sintió placer alguno en haberle dado esa respuesta, sino por el contrario. La nueva y extraña sensación de culpa le molestó; pero bastó desviar la mirada del rostro de la chica y posarla sobre el cuadro del maestro Fiore para volver a hallar placer en lo que esa noche estaba haciendo. Miró el retrato del maestro Giovanni Boldini que había sido la delicia y el orgullo de su madre y se sintió seguro de que hacía lo correcto.

Una hora después, cuando se marchaba, Benito saludó a todos con cortesía, pero evitó mirar el rostro dulce de Adela, que lo perturbaba demasiado, le provocaba una sensación de inestabilidad. Sin embargo, no pudo escapar de su perfume porque, al darle un beso de despedida, lo atrapó. La fragancia a rosas lo dejó marcado.

Salió a la calle bien entrada la noche. Al caminar por las veredas de Florencia, sintió el rigor del viento helado que le volaba el cabello y buscando abrigarse se subió el cuello de su traje. Pero respiró aliviado: al fin se alejaba de esa maldita casa. De camino a su hotel, pasó frente al palacio de Pitti y, ya más tranquilo, sabiéndose cerca, comenzó a silbar y se metió las manos en el bolsillo del abrigo. En uno de ellos, sus dedos encontraron la carta que Pieri le había dado para el imaginario Conti. Benito la sacó y, sin siquiera dudarlo, la rompió y lanzó los pedazos al aire, que danzaron al compás de la ventisca, llevándose lejos la esperanza de Pieri de no perderlo todo.

Al día siguiente, Benito en el cuarto del hotel, se dedicó a ordenar su ropa en la valija que estaba sobre su cama; lo hizo con cuidado, allí dentro se hallaban las estatuillas etruscas y la estatua del ángel que días atrás le había conseguido uno de sus proveedores. En breve, partiría hacia Piacenza.

No veía las horas de llegar y acomodarlas con sus propias manos en el sitio correspondiente: la colección, en el mueble de la sala principal; y la estatua del ángel, en el flanco derecho del escritorio que fuera de su padre. Miró los objetos, y con la cordura que le quedaba, tuvo que reconocer que día a día su obsesión crecía. Pero no le importó; ella le daba una razón para vivir; y en estos momentos, era la única que tenía.

Piacenza, 1967

Cuando Benito llegó al castillo, lo primero que hizo fue pasar por la casa de la señora Campoli, quien seguía enferma y en cama. Entre los años y su salud debilitada, la mujer ya no podía realizar las tareas como antes. Ante esta situación, Moncatti había contratado a una nueva mucama que tenía el castillo en condiciones inmejorables, tal como si viviera una noble familia. Berni, al verlo reluciente y con los adornos que había recuperado, se sintió feliz, cómodo, pleno y, por primera vez, se decidió a dormir en él. Se instaló en la que fuera su habitación de niño y allí pasó una plácida noche. Por la mañana, cuando se despertó, sintió un regocijo inexplicable. Estaba en su casa, ese sol que entraba por la ventana era el mismo que entibiaba su cuarto cuando era pequeño y Aurelia, tiernamente, le hablaba para que se despertase. Durante el desayuno, el aroma del café impregnó el salón dorado; era el mismo olor que invadía la casa cuando él era una criatura. Los sentimientos placenteros que lo inundaron ese día lo llevaron a decidir que, con los años y cuando él pudiera desprenderse de su trabajo, volvería a vivir en el castillo. Lejos de sentirse torturado por tristes remembranzas, allí, rodeado de las cosas queridas, venían a su mente recuerdos de los buenos tiempos. «Sólo es cuestión de conseguir los objetos que faltaban para, al fin, comenzar una nueva vida», pensaba de manera inocente. El optimismo que le producía que sus manos acomodaran el ángel en el escritorio, lo llevaba a creer esa idea equivocada y a subestimar las obsesiones producidas por los dolores sufridos en su niñez.