Capítulo 14

Costa amalfitana, 2008

El descapotable de color plateado serpenteaba la ruta y Fedele se quejaba por segunda vez de que el motor no respondía tan bien en las subidas como su propio Alfa Romeo. Un vehículo alquilado, aunque fuera de la misma marca y casi el mismo modelo, nunca se podía comparar con el propio, concluía en voz alta, mientras le apoyaba la mano en la pierna a Emilia. El bello paisaje y la cercanía de la piel de ella volvían maravilloso el momento.

A Emilia las palabras le llegaban lejanas, y casi no le prestaba atención, no podía, estaba demasiado absorta en el bellísimo paisaje que mostraba la ruta y en la tibieza de esa mano que la tocaba con cariño y pasión.

Se hallaban recorriendo la costa amalfitana y la estrecha carretera al borde del mar con sinuosas curvas le mostraba las vistas más hermosas que ella jamás había contemplado. El paisaje combinaba centenares de coloridas casitas escarpadas en los cerros, un mar profundamente azul y la vera del camino llena de perfumados olivos, naranjos y viñas.

Habían pasado un día y su noche en Positano, uno de los pueblitos apoyados en la ladera del acantilado; a Emilia el lugar le había parecido mágico; la había deleitado su arquitectura de casas coloridas en tonos pasteles, su paisaje de flores y limoneros, junto a sus calles colmadas de escaleras y una playa de límpido mar cerrada al paso de autos para evitar el tráfico contaminante, un lugar ecológico que a Emilia le había encantado. En Positano, Fedele había entrado a una de sus sofisticadas boutiques y le había comprado unas sandalias altísimas de color bordó combinadas con rojo. Al principio, al ver que costaban un alto monto en euros, ella se había negado a llevarlas por más hermosas que le quedaran. Alegaba que con ese dinero podían cenar varias veces; pero él había insistido, y cuando Fedele quería algo… era imposible detenerlo.

Esa mañana, después de haber disfrutado de dos días bellísimos en Positano, finalmente, se marcharon temprano. Pasaron por Praianao, y en Nocello almorzaron en una trattoria con mesas al aire libre, sobre el límite de la montaña con una vista única. Emilia, mientras almorzaba, había anotado puntillosamente los datos en su libreta; ahora se dirigían a Amalfi, el pueblo más importante y donde pasarían dos días. Por último, irían a Salerno, y desde allí, emprenderían el regreso a Florencia.

Desde que habían salido, Manuel le había mandado dos correos. En uno, le había pedido noticias de ella; en otro, le decía que deseaba hacer un Skype. Ella le respondió que recién cuando regresara a su departamento y estuviera tranquila, podrían hablar. No estaba en sus planes mantener una conversación con él delante de Fedele. Por momentos, sintió ansiedad y estuvo tentada de hacerlo, ya que el tenor de los correos de Manuel comenzaban a ser diferentes, más sensibles y cariñosos; pero la verdad era que, estando en este lugar de ensueño, no quería ponerse a pensar qué podía significar eso. Trataba de aprender a vivir el día a día del que tanto hablaba Fedele.

Porque Emilia, mientras lo veía manejando el descapotable como si no hubiera un auto más normal, meditaba que no había nadie mejor que un italiano para disfrutar de la vida. Lo veía moverse plácidamente por todos estos lugares bellos como si fuera impensado no venir a disfrutarlos y más se convencía de ello; al igual que cuando lo observaba caminar por la playa descalzo y con el pantalón arremangado, o comer un brochette de pescado asado sentado en una piedra o reír tocándole la panza como si el hijo que ella esperaba fuera de él. Al mirarlo, sentía que lo quería y que ella deseaba lo que él tenía, deseaba esa actitud frente a la vida. Fedele, en medio de sus desgracias, se las había arreglado para no perder las ganas de vivir.

Ensimismada entre los pensamientos y la visión de Fedele, a quien esa tarde encontraba escandalosamente atractivo con su remera y short azul, Emilia no reparó en que el vehículo se había detenido.

—Mi dama de día, ¿no piensas bajar?… —dijo Fedele al verla inmóvil. Y agregó—: Aunque de dama de día ya no te queda nada porque ahora eres mía también durante las noches —señaló haciendo alusión a las jornadas no tan lejanas en que ella sólo iba a Buon Giorno para almorzar. ¡Qué lejos estaban esos tiempos! Sin embargo, no hacía tanto de eso.

—¿Ya llegamos, Fede? —preguntó ella mirando la casona de color naranja pastel que sería su hospedaje.

—Sí, amor mío.

Emilia descendió. Cuando abrió los ojos al paisaje, se encontró con una vista sublime. Amalfi estaba situado en la boca de un profundo desfiladero y desde la hostería, ubicada en lo alto de la colina, podía apreciar el perfil de la catedral de influencia morisca y un poco más allá, el mar.

Instalados en la cómoda habitación, Fedele no quiso perder ni un minuto:

—Si nos apuramos, llegaremos a tiempo para ir un rato a la playa —dijo sacando su traje de baño del bolso.

—Me encanta la idea —Emilia abrió su valija buscando la bikini negra.

* * *

Media hora después, se hallaban en un trocito de playa, tendidos al sol, frente al turquesa mar Tirreno. Para llegar a la arena habían tenido que bajar cerca de trescientos escalones, pero ahora el premio estaba a la vista: ese pedacito de ensueño sólo para ellos dos. Adelante, el agua azul que hería los ojos por luminosa; a los costados, las enormes montañas sobre las que crecía toda clase de vegetación tupida, que escondía el sendero de escalinatas por donde habían bajado; arriba, un cielo celeste y un sol dorado. Un aire fresco y límpido completaba el cuadro.

Emilia, dejando la comodidad de la toalla, se puso de pie; quería meterse en el agua aunque no tenía tanto calor como para sumergirse entera; ella era friolenta, pero quería probar ese mar con los pies. Fedele se incorporó y la vio alejarse.

Sabiéndose solo, se permitió dar rienda suelta a sus pensamientos. Años atrás, él había estado en Amalfi con Patricia. Por eso, pensó que jamás volvería, que no lo soportaría. Sin embargo, aquí estaba, disfrutando del lugar como si fuera otro pueblo diferente, como si no lo hubiera conocido antes, porque Emilia hacía todo nuevo para él. De lejos, la vio juguetear con el agua y sonrió. Ella ya no era tan delgada como cuando llegó a Italia; ahora tenía caderas y hasta una pequeña pancita. Le gustaba más así, era más real y apasionada.

La vio hacerse un improvisado rodete con las manos, y luego, mirar el cielo buscando captar el sol en el rostro con los ojos cerrados; la vio cruzar los brazos por detrás de la nuca buscando adorar los rayos dorados, mientras los pechos se le unían y se erguían. Con el embarazo, sus senos estaban cada vez más grandes y eso la volvía aún más sexy. Toda Emilia le gustaba; en realidad, siempre le había gustado desde que la había conocido, desde que la vio sentada en Buon Giorno por primera vez, cuando todavía usaba el pelo oscuro; pero ahora que había compartido noches y mañanas de sexo con ella, que había conocido sus grititos apasionados y probado su boca dulce en todo su cuerpo de hombre, él se excitaba de sólo tenerla cerca, de sólo sentirle el aroma del perfume a jazmines que usaba. Ya estaba listo para ella. Aunque a esta realidad la acompañaba otra más profunda: Emilia no sólo le gustaba, sino que él empezaba a quererla con el corazón.

Pero ella no era italiana; era argentina y eso significaba que en algún momento debería volver a su país. Pensar en esta idea lo desestabilizaba por completo; él no podía vivir sin ella, él la necesitaba para vivir. El embarazo, al lado de lo que sentía por Emilia, era una menudencia. Pero había una situación ineludible: ese hijo no era de él y la idea le dio miedo. Podía perderlo todo: a ella, a las ilusiones que se hacía, aun a las que tímidamente aparecían en su cabeza, como la de imaginar que muy pronto la ayudaría a criar ese niño. Y al pensar en esto, por primera vez en mucho tiempo, su manera de vivir el día a día no le alcanzó. Él no quería un solo día con Emilia; quería cien, quería mil… quería un futuro. Ante el descubrimiento, sintió que su interior se le quebraba en mil pedazos.

Emilia, que había dado por terminada su sesión de mar, sin percatarse de la crisis interior de Fedele, se acercó y se sentó a su lado.

Fedele le pasó su brazo por los hombros, y sin dejar de mirar el agua, le dijo:

—Emilia…, Emilia…, si supieras cuán importante sos para mí.

La frase la tomó por sorpresa.

—Fedele…

Sin dejar de abrazarla, se le acercó y la besó en la boca. Y mientras lo hacía, se lo dijo; se sintió seguro para expresarlo:

—Te quiero, Emilia…

—Yo también te quiero, Fedele.

—Te quiero con toda el alma —dijo él.

Lo pronunció quebrado, todavía envuelto en los pensamientos que lo habían agobiado, y la siguió besando sin tregua, como temiendo que ella se le escapara. Y entonces, el mar se hizo más azul y el cielo, más luminoso; estar juntos era maravilloso, besarse era maravilloso, tenerse era maravilloso. El mundo se detuvo.

Emilia, en brazos de Fedele, sentía que se diluía. Fedele, se subió sobre ella, ya no tenía miedo de hacerlo; las últimas noches y mañanas apasionadas se lo habían quitado.

—No deberíamos… nos van a ver —protestó ella.

—¿Quién nos va ver…? Para llegar, tienen que bajar trescientos escalones —dijo Fedele sonriendo, mientras miraba a su alrededor completamente desierto.

Y Emilia, a punto de decir algo más, no lo dijo, porque él volvió a besarla. Ella no podría parar a Fedele; tampoco quería hacerlo. Esa boca que la devoraba era su dueña; y esas manos grandes que le inquirían sus lugares más secretos, también. Jamás podría decirle que no a ellas.

Dos movimientos certeros y la penetró como él sabía, como a ella le gustaba: suave, profundo, sin pausa. Con la boca, le corrió la parte de arriba de la bikini negra para poder besarla como a ella le gustaba. Unos minutos después y el gemido de Emilia, que él había aprendido a identificar, se perdía entre el ruido de una ola; el suspiro largo y ruidoso de Fedele, también; los dos acababan juntos.

Para Emilia era su primera vez en la playa, al aire libre. Para él, no; pero ni se acordó. Con ella todo era nuevo.

* * *

Mientras subían las escaleras buscando regresar, y el sol caía sobre la pequeña bahía, él le decía que estaba más linda que nunca, así, con tantas curvas; y ella le respondía preocupada:

—¿Te parece que engordé demasiado?

Fedele se rio. Emilia todavía tenía margen para varias lasagnas más. A Italia había llegado demasiado delgada.

—No, Emilia, estás bien. ¿Pero cuál es el problema? Uno puede tener unos kilos de más. Y… si alguna vez te parece que engordaste, empezás a comer menos… ¡y listo!

Emilia lo miró; tenía razón. Él, siempre tan simple, había dado en la tecla.

* * *

Cuando llegaron a la hostería, Emilia, extenuada, se tendió en la cama. Trescientos escalones eran muchos; y ella, desde que habían llegado a Italia, había abandonado su rutina de gym. Pero se sentía mejor que nunca. ¡También, como para no estarlo, si Fedele la tenía caminando por toda Italia! Se miró la panza. Fedele salía de darse una ducha.

—¡Mirá! —dijo ella y señaló su abdomen, justo entre el ombligo y el pubis. Así, acostada, se veía un pequeña elevación, un pequeñísimo montículo que se encumbraba; parada no se le notaba nada; pero acostada, sí.

Fedele se acercó y le tocó la panza con cariño.

—¿Se mueve?

—No, hoy está quieto.

—Mejor que duerma… no quiero que se entere de las cosas que hoy le hice a su mamá y de las que le voy a hacer esta noche.

Emilia se rio.

—¿Sabés? —dijo Fedele apoyándole suavemente el dedo índice en la panza —lo quiero… porque te quiero a vos.

Ella lo miró enternecida y a punto de decirle una frase importante, no pudo hacerlo: el sonido de su computadora le anunció que llegaba un mail, se distrajo y no se lo permitió. Pensó que, por la hora, era Manuel; estaba segura. Las seis. La misma hora en la que le habían entrado los otros dos que le había escrito esos días.

Fedele le propuso ir al balcón para ver desde allí el atardecer. Él tomaría un lemonchello mientras aguardaban la hora de la cena.

—Vamos —respondió diciéndose a sí misma: «Día a día, Emilia».

Ambos se hallaban sentados en los silloncitos del balcón, mirando cómo terminaba la tarde sobre el Tirreno. Fedele disfrutaba el momento; pero ella, a su lado, se enmarañaba en los pensamientos: Fedele era un hombre divino, pero Manuel era el padre de su hijo. Fedele venía avanzando cada vez en sus proposiciones, pero Manuel… había que escucharlo.

La voz de Fedele la sacó de sus cavilaciones.

—Creo que podríamos fabricar unos así en Buon Giorno. Ofreceríamos un producto de altísima calidad y hasta lo podríamos vender en el restaurante.

—Buena idea.

—Probalo, Emi —dijo extendiéndole la copa.

—No puedo… tiene alcohol.

—Medio trago, no pasará nada. No podés perdértelo, es delicioso.

Ella le hizo caso y el sabor azucarado y ácido inundó su boca.

El gusto dulce, la mano de Fedele que tomaba la de ella mientras el sol se ponía, y los comentarios sobre la bebida, le hicieron olvidar sus preocupaciones. Estar con Fedele era así, el relax, la alegría de disfrutar de las pequeñas cosas.