Capítulo 15
A menudo, encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlos.
Jean de La Fontaine
Piacenza, 2008
Día 7
Benito Berni, sentado en el asiento trasero de su Jaguar último modelo, aprovechaba que Massimo, su chofer, conducía con aplomo y seguridad y se dedicaba a pensar. La serenidad del vehículo, más el verde y tranquilo paisaje que veía por la ventanilla durante su camino a la ciudad de Piacenza, creaban el clima justo para meditar. Se daba cuenta de que sus ideas, en ese momento, eran excentricidades propias de un loco, pero poco le importaba. Tener dinero y organizar su propia muerte eran dos realidades que le permitían llevar adelante lo que se le diera en gana; incluso, extravagantes rituales. Y para cumplir uno de ellos, esa mañana había hecho el sacrificio de salir del castillo. Mientras su auto se dirigía directo a la joyería de Piacenza, él, en su regazo, llevaba un pequeño lingote de oro. Uno de esos que, en otros años —desconfiado de las economías—, había considerado la mejor inversión.
El oro era especial en muchos sentidos. Una onza —poco más de treinta gramos de ese metal— podía ser estirada en un alambre de cien kilómetros y ser martillado tan fino que una copa podía ser aplastada sobre un campo entero de fútbol. También servía para revestir los contactos eléctricos de los sistemas de air bag de autos lujosos como los suyos y hasta para fabricar los reflectores antimisiles del avión del presidente de Estados Unidos. Él lo sabía con la mente enciclopédica adquirida en los muchos años de soledad y lectura que había pasado. «Mente laboriosa» había llamado a su cabeza Dalida, su amiga, la cantante que ya no estaba en este mundo, un día en que él le comentaba curiosidades sobre los metales.
Aun su médico le había recetado una inyección con sales de oro para la artritis de su rodilla. Pero en esta oportunidad, él usaría el metal de su lingote para algo más extraño y relacionado con su muerte, esa que llegaría en aproximadamente una semana, cuando arribara el jarrón a su casa.
El Jaguar se deslizaba silenciosamente por las calles de Piacenza cuando Massimo estacionó frente a la joyería.
Muy pronto, un empleado lo recibió con deferencia en el escritorio privado, reservado para atender a los clientes importantes y donde se cerraban las grandes operaciones. Claro que esta vez la operación no era grande; aunque para Berni era importante.
En pocas palabras le explicó al hombre lo que quería: que, con su lingote, fabricaran una ramita y cuatro monedas; le expuso el tamaño y el grosor que buscaba y, ya que estaba en plan de excentricidades, le pidió que a cada una le grabaran la letra «B». Su pedido tenía carácter de urgente. Cuando el dependiente entendió las indicaciones, Berni firmó los papeles necesarios y entregó la barra de oro. Cerrada la operación, se retiró satisfecho.
En menos de diez minutos, Berni ya estaba arriba de su auto y mientras Massimo conducía en silencio, él elegía quién se convertiría en la persona encargada de colocárselas dentro del ataúd. No porque fuera supersticioso, sino porque desde el día en que conoció el mito, siempre supo que lo pondría en práctica cuando muriese. A él los rituales le agradaban. Cada persona tiene los suyos; algunos, dan fuerza y otros, las quitan, pero a él este le otorgaba satisfacción y un paso más en dirección a la idea que había abrazado: que su vida se acababa.
En la Grecia antigua, todos los muertos llevaban en sus mortajas monedas para el barquero Caronte, quien era el encargado de pasar las almas al inframundo, ubicado al otro lado del río.
Y su idea era llevarlas, al igual que una ramita, por si tenía que llegar a alguna tratativa semejante a la que debió realizar Sibila. Sonrió de sus propias locuras. Y al pensar en esto, se entretuvo recordando el resto de la historia hasta que llegó a su casa. Todo era una buena excusa para ayudar a que el tiempo transcurriera. No era fácil estar ocioso cuando se sabía que en pocos días se moría.
La voz de Massimo lo sacó de sus cavilaciones:
—¿A casa, señor?
—Sí, a casa. Y por Dios, encienda la radio —le pidió.
El hombre presionó el botón y en segundos el vehículo fue inundado por Los Beatles. En el aparato sonaba «Help!» y él se sentía aliviado de poder ocupar su mente en algo que no fuera la muerte. Se concentró en la música y la canción, con su permiso, lo transportó a una noche lejana en que la había escuchado por primera vez…
Roma, 1967
La música de Los Beatles sonaba en inglés dentro del lujoso departamento de Roma. En sus fiestas, los norteamericanos no aceptaban bailar o escuchar otra cosa que no fueran discos en su idioma. Aun la decoración mostraba que no era la casa de un italiano, sino de un estadounidense. Benito Berni bostezó; se sentía harto de ellos, se arrepentía de haber aceptado venir a la reunión. En realidad, sólo lo había hecho porque estaba a punto de venderle una costosa colección de pinturas al dueño de casa. Un tanto malhumorado y con una copa de champagne en la mano, se dirigió rumbo al balcón en busca de un poco de soledad. En su camino, pasó junto a un grupo de mujeres; algunas de ellas se dieron vuelta para mirarlo e hicieron comentarios en voz baja. En el último año, Benito se había convertido en un hombre más que atractivo y en un soltero codiciado. El espejo de la sala le devolvió la imagen de un elegantísimo señor vestido con smoking blanco y moño negro; su cabello claro lucía más rubio que nunca en contraste con su piel tostada por el sol de los últimos días pasados en Sicilia. Alto y de buen porte, como lo había sido su padre, semejaba un actor de Hollywood. Y esto no pasaba desapercibido para las mujeres. Pero él, hosco y antisocial, no prestaba atención al efecto que producía.
Ubicado en el balcón, se dijo a sí mismo que no volvería a aceptar invitaciones de esta naturaleza. Las reuniones ruidosas y extravagantes no eran para él. Prefería quedarse en su casa a leer, o a pensar en sus negocios. Con ellos ya tenía bastante en qué ocupar su tiempo: desde terminar la remodelación de su nuevo salón de venta, hasta organizar un viaje a Francia. O buscar una nueva secretaria, porque la actual ya no estaba a tono con su crecimiento; a la chica le faltaba capacidad.
Cuando se hallaba sumergido otra vez en las decisiones relativas a sus negocios, una voz femenina llamó su atención.
—¿Le molesta si le hago compañía? Allí dentro la reunión se ha tornado demasiado ruidosa para mi gusto —dijo en italiano la atractiva morocha de vestido rojo escotado.
Benito la miró sorprendido. No esperaba que nadie viniera a sacarlo de sus cavilaciones. Le agradó que le hablara en su idioma. Ella le recordaba a alguien, llevaba el pelo largo de color castaño recogido en un rodete y con flequillo sobre la frente, tal como era el último grito de la moda.
—No me molesta…
—Parece que de repente los americanos se han vuelto expertos en arte. Y no hay otro tema que les interese —señaló la muchacha.
—Sí, lo sufro todos los días… —dijo él, recordando la lata que esa misma tarde había tenido que escuchar de la boca de Mr. Blend durante una hora.
—¡Yo, también! Imagine que trabajo todo el día en la galería Cerezo —dijo hacienda alusión al lugar que regularmente era invadido por los yankees en búsqueda de obras de artistas que aún no eran consagrados pero sí nuevas promesas de que algún día lo serían. Querían comprar barato a los desconocidos apostando a que en un futuro no muy lejano se volvieran famosos. Para muchos, era una ruleta tan emocionante como la del casino.
—¡Qué interesante debe ser su trabajo! —señaló Benito, a quien le apasionaba el tema. La conjunción de arte y dinero era por demás estimulante para él.
—Sí, pero cansador. Estoy buscando algo más tranquilo, así que si sabe de algo… —dijo la muchacha aprovechando la oportunidad.
Y Berni, que en la cabeza unió la necesidad que tenía de una secretaria nueva con lo atractiva que encontraba a la chica, terminó diciendo:
—¿Quiere que nos sentemos y charlemos más tranquilos?
—No creo que adentro podamos hacerlo; hay demasiado ruido. Pero si quiere, salimos a la calle. Dudo de que alguien nos extrañe.
—Ni siquiera se darán cuenta. Vamos… —propuso Benito tomándola de la mano.
Unos minutos más tarde, charlaban sentados en la entrada del edificio. Al cabo de una hora, tomaban un helado frente a la fontana de Trevi. Y en dos, tenía a la chica en su departamento. Su nombre era Marina. Unas palabras seductoras, ni siquiera tantas, y la chica se sacaba la ropa y se soltaba el pelo. Desnuda, con la melena castaña llegándole casi a la cintura… le traía a la memoria a alguien; le hacía acordar a… era el pelo de Adela Pieri.
Marina era parecida a ella. Y así, desnuda, era como él se la había imaginado a la hija de Pieri la noche en que regresó de la cena de su casa, la última vez que se vieron.
Mientras se sacaba los pantalones para empezar lo que la chica le pedía con gemidos, Berni se decidió: despediría a Bianca y tomaría a Marina como secretaria. Ese cabello castaño y esa nariz respingada le gustaban demasiado; tanto, como para probarla en el puesto. Lástima la voz, Marina chillaba demasiado, sobre todo, cuando hacían el amor.
* * *
Hacía dos semanas que Marina era la nueva secretaria de Berni, y en la oficina las cosas marchaban mucho mejor. La chica nueva era notoriamente más eficiente que la anterior. Claro, que lo del romance iba llegando a su fin. A Benito no le gustaba tanta intimidad, estar con alguien generaba el compromiso de tener que compartir demasiado y hasta de contar su vida interior. Y eso, él no lo hacía con nadie. Consideraba que no había nacido para amar a nadie. Por suerte, la chica, contenta con su nuevo trabajo, lo entendía y no tomaba a mal el desaire que le había hecho a las invitaciones.
Como en cada jornada, el trabajo era prioritario en la oficina y en el local. Esa mañana, desde temprano, Marina hacía un inventario en el negocio; y Berni, en su escritorio, preparaba apurado los contratos de una venta; deseaba terminarlos antes de que llegara Onetto de Florencia, quien, de un momento a otro, lo visitaría para hacerle un pago. Berni, además, se hallaba ansioso por saber cómo le iba a los hermanos con la academia. Si tenían éxito, su propio plan de recuperar los objetos de la casa de Pieri se lograría antes. Y la verdad sea dicha: también deseaba ver a Rodolfo Pieri desesperado porque la competencia de los Onetto desestabilizaban el negocio.
Firmaba los contratos cuando escuchó que golpeaban a la puerta de su oficina.
Era Marina.
—Acaba de llegar el señor Onetto. ¿Lo hago pasar o le pido que espere?
—Que pase. Y envíe todo esto por correo, por favor —dijo extendiéndole los papeles a la chica.
Ella los tomó e hizo pasar al hombre.
Se saludaron, charlaron dos palabras de nimiedades del viaje y Onetto, con un cheque que sacó del bolsillo, concretó su pago.
—Acá está todo lo pactado. Entrégueselo al señor Giuseppe Conti.
Berni lo guardó en el cajón del escritorio y le dijo:
—Así lo haré. Pero, ahora, ¡cuénteme, que estoy ansioso por saber noticias!
—¿Qué le puedo decir…? ¡Excelente! Nos ha ido excelente.
—Me alegro —dijo entusiasmado Benito—. ¡Pero cuénteme más!
—Las instalaciones y un plan de estudios moderno ayudaron mucho, pero la gran diferencia se logró cuando conseguimos apoyo del gobierno. Que el título sea oficial… ¡lo cambió todo!
—¿Qué le dije yo? Sabía que les iría bien. ¡Y tanto miedo que le tenían ustedes a la Academia Pieri! ¿Cómo fue con eso? —dijo ya sin poder contenerse. Era lo que en verdad le interesaba.
—Fue sencillo. Muchos de sus jóvenes alumnos, que quieren graduarse con nuestro título, se cambiaron; no así la gente mayor. Por lo pronto, la Academia Pieri sigue, pero ya no con tanto éxito. El primer puesto es nuestro.
—¡Los felicito! ¡A usted y a su hermano!
—Gracias, se lo diré.
Enfervorizado con lo sucedido, Onetto le contó más detalles. Algunos, a Berni se le grabaron más que otros. Por ejemplo, que una vez que se lo habían cruzado en la calle, Rodolfo Pieri les había hecho mala cara; que las aulas de la academia de Pieri se veían vacías desde la ventana.
Charlaron un rato de este tema y de algunos más y para cuando Onetto se fue, Berni tenía la certeza de que su momento de viajar a Florencia había llegado: iría esa misma semana. Marina estaba más que preparada para hacerse cargo de todo mientras él no estuviera.
La llamó para pedirle que le sacara el pasaje en tren. Cuando la joven entró y le respondió que así lo haría, él la encontró más parecida que nunca a Adela Pieri, era su pelo, su rostro… ¿Sería porque hablar de su padre se la había recordado?