Capítulo 16
Salerno, 2008
Emilia y Fedele se hallaban en Salerno y habían aprovechado el último día antes de regresar a Florencia para visitar por la mañana el Jardín de Minerva situado en el centro histórico de la ciudad. Era un bello jardín botánico que en la Edad Media había sido utilizado como lugar de cultivo de hierbas medicinales y tenía más de 250 especies. Emilia le había sacado varias fotografías a Fedele junto a la fuente de la diosa. Lo había tenido posando mientras él se quejaba, y al final, cuando terminó, él se vengó diciéndole:
—Ahora te toca a vos.
Y ella, como nunca lo hubiera hecho antes, había posado haciéndose la graciosa en actitud de modelo, risueña, con su remera y short blancos, poniéndose y sacándose los anteojos de sol. Habían terminado riéndose a las carcajadas, mientras se abrazaban.
Al verlos fotografiarse uno al otro, una pareja mayor les ofreció sacarles una juntos. La foto resultó preciosa; se los veía abrazados, sonriendo; él, de jean y remera azul; ella, toda de blanco, con la fuente de Minerva de fondo. Al mirarla en la cámara, Fedele dijo:
—Esta va directo a un portarretrato.
Emilia había sonreído mientras pensaba qué sucedería realmente con esa foto y hasta con ellos mismos. Porque tenía claro que estos días eran mágicos, días para recordar toda la vida. Pero el futuro aún se vislumbraba complicado.
* * *
Ese mediodía habían almorzado en uno de los locales que Emilia pensaba nombrar en la próxima entrega de su nota, uno de la zona pintoresca, en la de restaurantes típicos.
Pero ahora, siendo la tarde, ya mejor vestidos, partían a visitar una librería ubicada en la vía Porta Elina, que también tenía un café, donde pensaban tomar algo. A Fedele se la habían recomendado en el hotel.
Ni bien entraron, el lugar les encantó. Era un salón grande y antiguo con gruesas columnas entre las estanterías; tenía piso de madera y una hermosa escalera que llevaba a un subsuelo. Había muchísimos libros de toda clase. Hicieron un trecho juntos y luego cada uno se perdió entre los libros que más les interesaban. Emilia se fascinó al encontrar una mesa con volúmenes en español y de allí casi ni se movió, salvo para ir a una mesa de CD de música.
Miraron los que les gustaba durante largo rato, hasta que, transcurrida casi una hora, con sus recientes adquisiciones literarias colgadas del brazo en una bolsa, los dos se sentaron en una de las mesitas del lugar para tomar un cafecito.
—Estos los compré para mí —dijo Fedele mostrando dos libros, una novela y otro sobre alimentos—. Y estos, para vos —agregó, extendiéndole un libro con fotos de Italia y otro de Borges en italiano.
—Gracias… —dijo ella tomándolos entre las manos.
—Uno es para que disfrutes mirando las fotos de la bella Italia. Y el otro, para que practiques tu italiano.
Emilia miró los dos regalos con cariño y se los agradeció con un beso corto en la boca. Luego le dijo:
—Y yo te compré este CD de música para vos.
Era Quelqu’un m’a dit, el disco que Carla Bruni grabó en francés. A ella le encantaba.
Él le dijo «Gracias» e, inclinándose mientras seguía sentado, le dio muchos besos ruidosos en la cara. Ella se reía porque le hacía coquillas, y entre las risas, se quejaba:
—Fedele…, Fedele… ¡Basta! Estamos en la librería.
A él no le importaba, y tampoco a ninguno de los italianos que cerca de ellos seguían ensimismados mirando los libros de los estantes. Estaban en Italia y cada cual podía hacer lo que se le diera en gana si se trataba de demostrar los sentimientos: se podía llorar, gritar o besarse en la calle. A nadie le llamaría la atención.
Terminada la sesión de besos, Emilia miró con detenimiento la tapa del libro de Borges… era extraño ver la escritura de un compatriota en ese idioma.
—Me viene estupendo, porque tengo este mismo libro en español, así que podré ir leyendo y comparando cuando no entienda.
—Perfecto. ¿Ya lo has leído? ¿Lo tenés hace mucho?
—Sí, lo leí hace muchísimo; me lo regalaron cuando era muy jovencita.
—¿Quién eligió el mismo libro que yo? —preguntó Fedele imaginando que, tal vez, lo había hecho el padre de Emilia.
Emilia dudó; no sabía si debía responderle con la verdad; pero al fin lo hizo. ¿Qué podía impresionarle a Fedele? Él la había conocido ya embarazada.
—Un noviecito que tenía en esa época, un chico que estudiaba literatura, por eso el libro…
Fedele le miró el rostro. Emilia tenía un pasado y esto era imposible de eludir. La idea le molestó, pero no por celos, sino porque él no había podido estar allí con ella, creciendo juntos, regalándole libros, o llevándola a bailar, o… teniendo un hijo juntos, como el que ahora crecía dentro de ella. Y al pensarlo, tuvo que espantar los pensamientos, porque la idea de que ese hijo podría ser de ellos dos y no de otro hombre era tan bella, tan encantadoramente sublime, que parecía opacar a todas las demás. Decidió centrarse en lo que tenían: estaban juntos, disfrutándose y un niño siempre era una bendición. Él lo sabía bien, había tenido y perdido uno; él no tendría problema de aceptar como propio al de Emilia. Decidió hacérselo saber.
—Emilia… hablás de ese novio, te miro embarazada y es inevitable pensar que has tenido un pasado. Pero quiero que sepas que podés contar conmigo en este presente que vivimos.
—Gracias… Yo…
—Esperá… hay algo más, también para el futuro. Yo no tendría problema en criar a ese bebé que llevás adentro como mío.
—Fedele… —alcanzó a decir Emilia. No le salían más palabras, tenía un nudo en la garganta.
Él continuó:
—He sufrido demasiado en esta vida para no darme cuenta de que un hijo es una bendición. Yo mismo he perdido uno. Entiendo que no hay nada más importante que una vida, que la vida misma… la tuya, la mía.
Emilia le tomó una mano entre las suyas, jugueteó con ella mientras lo miraba a los ojos. Después de unos segundos al fin pudo hablar:
—Gracias, Fedele. Lo que me acabás de decir es maravilloso. Me alegro de haberte conocido; sos un gran hombre.
Ella tenía los ojos llenos de lágrimas.
Se vio a sí misma renegando en sus pensamientos. ¿Por qué no lo había conocido antes? Le hubiera gustado que este hijo fuera de él, le hubiera gustado que Fedele no hubiera tenido antes un hijo con otra mujer. Porque Fedele tenía que competir con la sombra de Manuel; pero ella, con la de una mujer y un niño que ya no estaban, que siempre serían perfectos y mejores que nadie. Ese pasado era peor contrincante que cualquier otro. Invadida por este sentimiento egoísta se sintió culpable. Y se dio cuenta de qué forma empezaba a amar a Fedele.
Quedaron mirándose profundamente. En sus ojos había amor; pero, también, un mismo pensamiento los aguijoneaba: ¿por qué no se habían conocido antes?
Había cosas que, para bien o para mal, no se podían cambiar; eran las cartas que tocaban a diario en la mano que repartía el destino. Y estas eran perennes, no prescribían; por eso, lo importante era ver qué se hacía con estas. Emilia pensó que ya no quería volver a equivocarse.
Minutos después, salieron del local tomados de la mano. Mientras caminaban por la plaza Portanova, hablaban acerca de dónde cenarían. Era una velada importante, la última de este viaje porque al día siguiente partían de regreso a Florencia. La idea de la vuelta turbaba a Emilia, porque este regreso la acercaba al suyo a la Argentina. Fedele le prometía el mundo entero; pero él vivía en Italia y ella, en Sudamérica. ¿Qué sucedería cuando ella tuviera que regresar? ¿Cómo se hacía para volver realidad todas las palabras bonitas dichas en la mesa del bar de la librería?