Capítulo 18
Florencia, 2008
Emilia, en su departamento de Florencia, se hallaba sentada en una silla de la cocina con las piernas extendidas y los pies apoyados en otra; estaba de pijama. Para ella, era lo más cómodo; el resto de sus prendas comenzaba a apretarle un poco en la panza, fuera de que en Italia el calor del verano comenzaba a hacer sentir su rigor.
Extrañaba la playa y a Fedele. Los días de las petit vacaciones habían terminado; habían regresado la noche anterior y la vida volvía a la normalidad; por lo menos, a la regularidad precaria que ella vivía en Florencia.
Esa mañana, cuando terminó de escribir un mail para Sofi, el cursor todavía parpadeaba en la pantalla de la computadora a la espera de que apretara «Enviar». Sentía que había llegado el momento de contarle todo lo que estaba viviendo. Lo releyó antes de enviarlo:
Sofi querida, como verás, no te he escrito mucho en estas últimas semanas. Quizá lo hayas atribuido al trabajo y a los viajes que he tenido que hacer por el sur de Italia; pero esa no es la razón. Te escribo recién ahora porque antes no me sentí preparada para contarte ni a vos ni a nadie lo que estoy viviendo. Sentate… porque te podés caer… Sofi, estoy embarazada. De Manuel, claro está.
Él ya lo sabe, se lo conté, y ya te imaginarás. Cuando se lo dije, por poco le da un ataque, pero a medida que han pasado los días, él lo ha tomado mejor. Me hice un test apenas llegué. Y cuando me enteré de que estaba embarazada estuve a punto de volverme a Argentina. ¿Pero de qué iba a servir? De nada, así que me quedé haciendo el trabajo. Dicho sea de paso, ya te habrás enterado de que las notas han sido un verdadero éxito, tanto en la revista italiana como en la de allá. Pero eso, a pesar de lo bueno que es, pasó a segundo plano a causa de lo que estoy viviendo. Con Manuel, finalmente, esta tarde haremos Skype y hablaremos.
Y aquí viene lo más impresionante de lo que me ha pasado en Italia: durante este tiempo, ha parecido en mi vida un italiano y creo que se ha enamorado de mí; y casi te diría que yo de él. (Es el dueño del restaurante que mi abuela había pedido que visitemos para tener datos del cuadro que siempre buscó, ¿te acordás?) Sí, como lo estás leyendo: esto sucedió estando yo embarazada. Ya sé que a estas alturas te parecerá una locura, pero así es. (Claro que no se me notaba la panza. Bueno, tampoco ahora. O casi.) La verdad es que no sé qué pasará conmigo y con mi vida. No intento tener todas las respuestas, si no, me volveré loca. Aún me falta viajar a Madrid para hacer la última parte de la nota. Me voy en dos días. Luego, vuelvo a Florencia una semana más y tendré que emprender el regreso a Argentina. ¡Qué vértigo esta situación! Pero así estoy. Amiga, lo que daría por tomar un té con vos y charlar de todo esto. ¡Ah, me olvidaba! A mi padre todavía no le dije nada. Pienso hacerlo después de visitar al médico. Esta tarde tengo turno.
Me imagino que querés saber cómo es el italiano. Qué decirte… es lindo… lindo por fuera y por dentro. Ya ves, parece que estoy enamorada. Hablando en serio: es buena persona, es viudo y, lo más importante, sabe vivir la vida, es alegre y me cuida.
No creas que, por todo lo que siento por él, he descartado completamente una relación con Manuel. No me olvido de que él es el padre del bebé que llevo adentro mío y con quien he pasado ¡¡tres años!! Ya veremos.
Sofi, teneme al tanto de cómo va todo allá. No te aloques cuando leas este mail y empieces a mandarme mil correos. Podemos hacer Skype cuando quieras,
Te mando un abrazote,
Emilia
Lo terminó de leer y apretó «Enviar». Al hacerlo, se sintió conforme; ya era momento de que la noticia saliera al exterior y este tiempo le había servido para hacerse a la idea. Pudo imaginarse a su amiga dando exclamaciones mientras lo leía.
Era jueves; un día muy importante por varias razones. Temprano, el jefe de redacción de la editorial italiana le había enviado un mail para felicitarla. Poletti le pedía que, en cuanto estuviera lista la parte de su artículo referido a los restaurantes de España, se la enviara. Debía seguir adelante con el plan de edición y no quería cortar la continuidad de las notas. El correo de lectores se había llenado de comentarios y hasta se había formado un grupo en Facebook de personas que viajarían juntas para recorrer los mismos lugares y restaurantes que ella nombraba.
Pero el día no sólo era determinante por eso, sino también porque iría al médico. Había acordado con Fedele que la acompañaría, sobre todo, para salvarla con el idioma. Además, así lo quería él; y ella —tenía que reconocerlo—, también.
A la tarde hablaría con Manuel. Pensó en él y le pareció que había pasado una eternidad desde la última vez que habían conversado. Tal vez, lo sentía así porque en este tiempo ella había cambiado y ya no era la misma. Los días en Florencia, Nápoles y la costa amalfitana la habían transformado y, lo peor de todo —o lo mejor—, le parecía que su transformación todavía no se había detenido, sino que ella seguía en pleno cambio. Lo veía en su parte externa: su corte de pelo, en cómo se arreglaba y se vestía. También, en lo interior: tenía una nueva manera de ver la vida que se notaba hasta en la forma en que comía.
Decidió darse un baño. Aún le duraba el cansancio del viaje. En un rato, Fedele pasaría a buscarla para ir a la clínica. Pensó en él y se puso contenta; pensó en que Manuel la llamaría a la tarde y se tensionó.
Emilia no imaginaba que a muchos kilómetros de allí, más precisamente en Arizona, un argentino se ponía ansioso por la misma razón que ella. Casi un mes sin noticias era mucho tiempo y eso, a Manuel, lo tenía a mal traer. Nunca habían dicho que cortaban la relación para siempre, no. No entendía por qué Emilia le había hecho semejante vacío en los últimos días; pensaba que al principio se habían distanciado hasta acomodarse con los horarios y actividades, pero ahora… no había razón. Además, estaba el tema del embarazo, que lo cambiaba todo. Un hijo era algo demasiado importante y quería hablar con ella al respecto. Tal vez, en breve, hasta tuvieran que verse. La situación lo ameritaba.
* * *
Emilia miró toda la ropa de su placard y eligió lo mejor. Decidió que al médico iría linda; no pensaba ir a dar pena… Una embarazada argentina, con el padre del chico completamente borrado, viviendo en Estados Unidos… Su situación no era precisamente la mejor carta de presentación. El médico, seguramente, preguntaría y ella algo tendría que explicar. Pero no quería dar lástima.
Buscando ir bien arreglada se había decidido por un vestidito negro pegado al cuerpo, sin breteles; aún mantenía las buenas formas y sólo se le notaba una pancita muy pequeña. Los días de sol en Positano y Amalfi le habían dado color a su piel; estaba muy bronceada.
Pensó en la playa y extrañó todo; en especial, pasar más tiempo con Fedele, comer con él, dormir juntos en la misma cama; hacía dos noches que ella dormía en su departamento; y él, en su casa.
Se vistió y se maquilló los ojos como le gustaba a Fedele: una línea larga con delineador líquido en el párpado superior y mucho rímel. Se puso las sandalias altas y carísimas que Fedele le había regalado en Positano; y al no encontrar cartera que le hiciera juego, usó una negra, pequeña. Cuando se miró en el espejo, le gustó lo que vio; lástima no daría; estaba segura. Tenía que aprovechar el tiempo que todavía podía verse así de atractiva, porque la panza grande llegaría sí o sí y la onda sexy se acabaría.
Un rato después, Fedele la pasó a buscar. Venía apurado; recién volvía de compartir un café con Víctor y Adriano, sus amigos. Les había contado de Emilia y ellos lo habían aceptado bastante bien; estaba contento. Dejó el auto casi en la puerta del departamento y entró para tomar una Coca y dejarle unos canoli que le había comprado a Emilia por el camino. Pero al verla arreglada como a él le gustaba, se desesperó por besarla; y cuando lo logró, quiso amarla. Ella se lo negó; ya estaba lista para su cita. Pero él insistió y algo consiguió, aunque no todo. Luego, partían hacia la clínica. Los días, a pesar de todo, eran dichosos. La felicidad empezaba a sonreírles.
* * *
Esa mañana, los dos se hallaban sentados en el moderno consultorio de la calle Sansovino y enfrente suyo, el médico obstetra, un hombre mayor, les sonreía y les hablaba muy rápido en italiano. A Emilia, la escena se le antojaba una comedia italiana porque entre que se perdía la mitad de las explicaciones que el facultativo daba debido al idioma, y entre que los hombres, si mal no entendía, habían pasado del tema medicina al de autos, no sabía qué pensar, ni qué bocadillo meter; Fedele y el médico, ante el descubrimiento que tenían vehículos idénticos, se sentían hermanados, y ahora comentaban de motores, ignorándola por completo.
Tampoco estaba segura de qué le había dicho Fedele sobre su situación al hombre, pero, por cómo los trataba, el doctor parecía creer que el padre del bebé era Fedele Pessi. Llevaban media hora de conversación de locos y a Emilia sólo una cosa le quedaba clara: ella y el bebé se encontraban bien, porque la había revisado y la sonrisa en la cara del médico lo había confirmado.
Pensaba en cuál frase decir con las pocas palabras en italiano que sabía referidas al tema embarazo, hasta que al fin se decidió y armó una oración:
—¿Y cuál debe ser mi alimentación? —este era un tema que le preocupaba. Ella, que siempre había comido puras ensaladas, ahora se dedicaba a la pasta con pasión.
Y la respuesta del doctor no se hizo esperar:
—Variegato, un po’ di tutto.
El hombre le había respondido sin mucho detalle y con este último consejo se puso de pie y dio por terminada la consulta. Los datos de Emilia ya habían sido cargados en la computadora y ahora, despidiéndolos, felicitaba a ambos. Con este gesto, Emilia tuvo una certeza: para el médico, Fedele era el padre.
Salieron de allí y se dirigieron a un cafecito que quedaba en la esquina del hospital; ya en la mesa, mientras esperaban los espresso, comentaban:
—¿Te gustó el doctor? A mí, me cayó muy bien —señaló él.
—Ya me di cuenta… se la pasaron hablando de autos —dijo divertida, pero con un dejo de recriminación.
—¡Sólo fue un comentario! ¡Es que tenemos el mismo auto!
—¿Vos le dijiste que eras el padre del bebé?
—Yo…, no.
—Pero si nos felicitó.
—Yo no le dije nada, él se lo creyó. Pero mejor, así no te hizo preguntas incómodas.
Ella movió la cabeza; él tenía razón.
Fedele la miraba, la encontraba hermosa, ese vestido con los hombros al descubierto, y bronceada como estaba, le quedaba espectacular.
—Estás tan linda… mucho más que cuando te conocí.
—Epa… ¿qué, antes estaba fea?
—No es eso, sino que ahora estás en tu punto justo de florecimiento, como si fueras un durazno que ahora está realmente maduro.
Emilia sonrió. A pesar de la situación que estaba viviendo, el comentario le resultó atinado: era verdad. Lo percibía, lo veía en el éxito de las notas en la revista, en la energía que sentía, hasta en cómo se atrevía a vestir.
—Sabés, Fedele… Vos tenés mucho que ver con eso.
—Me alegra, porque yo quiero tener que ver con todo lo tuyo —dijo. Y sintiendo que era el momento, se atrevió a completar la idea—: Emilia, creo que Italia te sienta de maravillas y que deberías quedarte a vivir aquí.
—Ya lo hemos hablado…
—Consideralo.
—Fedele…, en Argentina tengo familia, amigos, un trabajo, una casa. Acá no tengo nada…
—¡Me tenés a mí! Yo puedo ser todo eso y más.
Decididamente, él era un divino total, porque… decirle eso… Pero ella tenía una situación delicada. Todavía tenía que contarle a su padre del embarazo, debía hablar con Manuel… Lo pensó y el estómago fue un nudo de nervios.
—Tranquila, Emilia… No es para que te preocupes, sólo quería que lo supieras —dijo tomándola de la mano y dándole un beso ruidoso en la cara.
—Fedele…, has alegrado mi vida… Sólo que yo todavía tengo mucho por acomodar.
—Lo sé… Y como todavía no te puedo convencer de que te quedes para siempre en Italia, espero convencerte de que esta noche vengas a casa y cenemos juntos.
—¿Y el restaurante? ¿No lo estás dejando demasiado?
—No, Buon Giorno está bajo control. ¿Te acordás de que tomé una muchacha nueva para que me ayude?
—Sí, me acuerdo y creo que fue muy bueno.
—Emi, pasá a buscarme a las nueve por Buon Giorno y de ahí nos cruzamos a casa y cenamos tranquilos.
—Me gusta el plan.
Fedele la besó largo en la boca y el mozo que se acercaba con los cafés tosió para anunciarse. Mientras depositaba las tazas sobre la mesa los miró de reojo, eran una hermosa pareja de enamorados, y ella, aunque parecía embarazada, era una mujer realmente muy sexy.
* * *
Cuando Emilia regresó a su departamento, lo primero que hizo fue sacarse las sandalias altas; ya no las aguantaba más. Lo segundo, fue prender la computadora. Luego, inició Skype y vio que Sofi estaba en línea. De inmediato, ella la invitó a hacer una videollamada. Se puso contenta; tenía ganas de hablar con su amiga. Le dio el okey y en segundos estaban comunicadas. La primera frase se escuchó clara y contundente:
—¡Emilia! ¿Qué te hiciste en el pelo? ¡Me encanta! ¡Parecés otra!
—¡¡Sofi!! ¡¡Hola!!
Y a partir de allí, la charla de media hora fue de puras confidencias. Emilia, al fin, se sentía preparada para hablar con Sofi de su embarazo, pero los minutos de confesiones no les alcanzaban; había mucho para ponerse al día y Manuel hablaría en breve. Acordaron continuar la conversación al día siguiente.
No se había alcanzado a levantar de la silla, cuando la señal indicaba que Manuel ya estaba conectado se marcó en el monitor. En apenas un parpadeo, la imagen y la voz de él aparecían en la notebook y ella, al verlo y escucharlo, se desarmaba. El pelo rubio y los ojos claros se le metían en su interior por cada poro…
—Manuel… al fin.
—Emilia… te cortaste el pelo, te cambiaste el color.
A ella le parecía que hacía tanto que había estado en el salone, que no dejó de sorprenderse con el comentario. Sofi le había dicho lo mismo.
—Sííí.
—Estás distinta… Tenés algo…
«Y sí, estoy embarazada», pensó, pero no se lo dijo.
—Vos también estás diferente…—observó. Manuel vestía una camisa nueva y llevaba barba rubia de varios días.
—¿Cómo estás…? Digo… del embarazo… de todo.
—Bien. ¿Vos?
—Estudiando mucho, pero como no hablabas ni dabas señales de vida, me había preocupado.
—Tuve que viajar y vos me habías dicho que no querías mucha comunicación.
—No dije eso, no así…
—¡Pero es cierto!
—Bueno, no discutamos. Ahora ya estoy más asentado y la verdad es que… quería tener noticias tuyas…
—Estoy bien, trabajando mucho.
—Pensaba que… que… deberíamos vernos… ¿Cuándo volvés a la Argentina?
La frase la tomó de imprevisto; no la esperaba. Se hizo silencio.
—En quince días, más o menos.
—Tal vez yo también debería viajar a Buenos Aires para vernos allá. ¿Fuiste al médico?
—Sí, fui.
Sobre lo de viajar, no tenía respuesta; y sobre lo del médico, cómo decirle que había ido hacía sólo un par de horas y que Fedele la había acompañado. Sentía que en Italia ella había construido toda una vida y él ni siquiera lo imaginaba. Pero ese que veía en la pantalla de la notebook era Manuel, su Manuel de siempre.
—¿Y qué dijo?
—Me revisó y comprobó que todo está bien.
—¡Qué bueno! Mirá, Lía, si te parece, cuando vayas a Buenos Aires, programamos y yo también viajo.
—Puede ser… —y un tanto nerviosa por la proposición cambió de tema, preguntó—: ¿Cómo va tu curso allá?
Y al hacerlo, la charla se metió por carriles más tranquilos. Él la puso al día con su nueva vida y el tema derivó en el trabajo de Emilia, pero ella no quiso contarle detalles porque sería inevitable hablar de Fedele. Tenía que ver si se lo contaba y cómo; pero antes quería escuchar qué más tenía Manuel para decir.
Hablaron otro rato y antes de despedirse, él le pidió:
—Emilia, quiero verte la panza, por favor.
Ella tomó la computadora con una mano y apuntó la cámara hacia su abdomen. El vestido negro pegado al cuerpo la mostró en toda su dimensión.
Del otro lado, Manuel no dijo nada; pero, por el silencio, ella supo que estaba conmovido. El tono de voz de lo que dijo a continuación, se lo confirmó:
—Me parece que algo se te nota…
—Y sí, el tiempo pasa…
—Emilia, cuando sepas bien la fecha de tu regreso, avisame, así yo me organizo para viajar a Argentina y nos vemos —insistió.
Dos frases más, se saludaron y cortaron. Ella, sentada en la silla, quedó estupefacta; y luego, sumergida en recuerdos. Por momentos, hasta se llenaba de esperanza. Pero no podía confiarse en Manuel; él era así: a veces, estaba bien; a veces, mal; a veces, iba en una dirección; en otras, se arrepentía y se volvía atrás.
Se puso de pie y fue al cuarto; se tiró en la cama y, vestida como estaba, se quedó dormida. Las emociones del día habían sido demasiadas.
Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que eran las nueve, la hora en que Fedele la esperaba en Buon Giorno. Se apuró.
* * *
Todavía ataviada con su vestido negro, Emilia entró al salón de Buon Giorno. Se sintió aturdida; el movimiento allí era infernal y las voces y carcajadas se escuchaban por todo el recinto. Los mozos iban y venían con bandejas y platos en las manos; la maître, al verla, la saludó con la cabeza; la chica acomodaba unos comensales recién llegados.
Emilia buscó a Fedele con los ojos y no lo halló. Se dirigió rumbo a la cocina; seguramente, estaría allí. Cuando apenas le faltaban unos metros para llegar, la puerta se abrió y apareció Fedele, impecable; llevaba un pantalón claro de vestir y una camisa azul y el cabello castaño le brillaba. Mientras charlaba con una muchacha rubia, le ofrecía esa sonrisa pareja y blanca que a ella tanto le gustaba y la joven reía; ambos reían. Emilia vio que cuando él le extendió la hielera y la botella de champagne que llevaba en las manos, las de la chica se tocaron con las de él y se quedaron juntas unos instantes mientras los dos seguían sonriendo y conversando en un italiano muy rápido, un fiorentino, que Emilia no entendía a pesar de haberlos alcanzado y ya estar a su lado.
—Emilia, ella es Ana, de quien te hablé —dijo él en español.
Las mujeres se saludaron y se observaron. La chica era la persona contratada para ayudar.
En minutos, Emilia y Fedele cruzaron el patio de Buon Giorno rumbo a la casa. Mientras lo hacían, ella pensó que tenía que decidirse: o se quedaba con Fedele o seguía tras el vacilante Manuel. Porque no iba a soportar ver a Fedele con otras mujeres. No creía que la chica rubia supiese que ellos dos eran… Y entonces se dio cuenta: ¿qué eran ellos dos? No sabía. Su extraño vínculo no encajaba bajo ningún nombre normal como «noviazgo» o algo semejante.
Pensó que el viaje a España le vendría bien para aclarar sus pensamientos.
* * *
Emilia y Fedele cenaron en la mesa de la cocina. Durante la comida, él le relató anécdotas de su niñez y ella se olvidó de sus problemas. Fedele hablaba y ella sucumbía. Él tenía esa virtud. Emilia entraba en el mundo de Fedele Pessi y era feliz.
En medio de los relatos de viejas historias sobre sus correrías en el patio de Buon Giorno, Fedele recordó:
—Hablé por teléfono con mi madre y le he preguntado sobre el cuadro que me comentaste. Me dijo que vayamos cuando quieras, que cree que puede tener algunos datos para darnos.
—Si te parece, podríamos visitarla luego de mi regreso de España.
—Perfecto. Me está reclamando que la visite y la verdad es que, desde que usted, signorina Fernán, llegó a Florencia, a la pobre la tengo olvidada.
Con el ajetreo que sufría su vida personal, a Emilia se le había borrado por completo de la memoria el tema del cuadro. Pero ahora que él lo traía a colación, pensaba que sería bueno averiguar algo sobre la obra que tanto habían anhelado sus abuelos Abril y Juan Bautista. Y más, si eso servía para conocer a la madre de Fedele. A estas alturas, ya deseaba conocerla. Claro que en su estado sería todo un tema. Tal vez, hasta tendrían que explicar que estaba embarazada. «Paso a paso, Emilia», se decía buscando tranquilizarse, tal como había aprendido de su italiano.
Un rato después, los dos veían el noticiero tendidos en la cama de Fedele; a él no le gustaba perderse ni el de la mañana ni el de la noche. Llevaban diez minutos escuchando cómo iba el paro de trenes, cuando una pequeña caricia, una o dos palabras, bastaron para que comenzaran a besarse con ganas y terminaran haciendo el amor, como siempre que estaban juntos. Emilia no recordaba haber vivido esta clase de locura con Manuel; la habían pasado bien, sí; pero esto era otra cosa. Fedele se le acercaba y ella ya estaba lista. Su aroma, la forma de tocarla con sus manos grandes, esa boca que la perdía y la forma en que se movía dentro de ella, sin prisa, sin pausa, la volvían loca.
Fedele, por su parte, se asustaba del sentimiento inmenso que crecía dentro de él hacia esa chica argentina que, apenas un mes y medio atrás, no conocía.
Y esa noche, abrazados en la penumbra del cuarto iluminado sólo por las luces de la televisión que canturreaba noticias que ellos no escuchaban, Fedele pensó que le pediría que se quedara a dormir; la cama sin ella era grande, la extrañaba demasiado. Y entremezclado con una voz masculina que anunciaba que el paro tranviario seguiría, ambos se preguntaban: ¿se puede seguir viviendo como si nada después de haber conocido esto?, ¿podían separarse y no verse más después de compartir tanto?