Capítulo 20
Florencia, 2008
En el aeropuerto de Florencia, frente a la puerta de embarque, todo era adrenalina. Los que no se verían por un tiempo, se despedían a los abrazos, deseándose a viva voz los buenos deseos; los que viajaban juntos, charlaban fuerte, haciéndose bromas; los que caminaban apesadumbrados, iban nerviosos y ensimismados en sus pasaportes y trámites. Pero entre tanta gente había una pareja que se miraba de forma entrañable; ella lloraba, él estaba a punto de hacerlo. Emilia y Fedele se despedían; ella se iba a España. Era la primera vez que se separaban desde que se habían conocido; les parecía mentira que alguna vez no hubieran estado uno en la vida del otro.
Emilia, con el vestidito blanco de flores y las sandalias bordó de Positano; él, de jean y camisa celeste. Con esa ropa, a ella todavía no se le notaba ni un poco el embarazo. A la vista de todos los pasajeros, componían una simple pareja de novios. Pero rodeándolos como un manto invisible, había una historia de amor singular que los volvía diferentes y que los hacía sentir distintos en todo momento. Él no dejaba de mirarla a los ojos; ella, en ocasiones, desviaba la mirada hacia insignificancias: su reloj, el broche de su cartera, el monitor de los vuelos que tenía a unos metros. Temía que, si sólo se concentraba en los ojos oscuros y profundos de Fedele que esa mañana se metían dentro de ella, terminaría llorando y no podría parar más de hacerlo.
—Emi, ya sabés: usá la BlackBerry que te di para hablarme. Podés hacerlo a cualquier hora.
Él le había comprado ese aparato porque entre los países europeos había buenos paquetes para comunicarse. Además, podrían mantenerse en contacto permanente con los mensajes. Fedele, incluso, le prometió que le hablaría del teléfono de su casa al del hotel. Ese era el plan; y a él lo tranquilizaba.
—Haceme una llamada apenas llegues y me avisás que está todo bien —le pidió Fedele.
—Sí —respondió Emilia. Era la tercera vez que se lo decía en la última hora. Pero a ella no le molestaba el pedido; por el contrario, la hacía sentir querida.
Que ella se fuera de su lado, a Fedele lo llenaba de tristeza y melancolía. Pero que se marchara a España, más precisamente a Madrid, lo angustiaba, lo llenaba de tensión porque en alguna parte de su cerebro se unía esta historia con la de la pérdida sufrida. No podía evitar pensar en esa ciudad y revivir todo lo que él había sufrido allí. Hubiera preferido que Emilia se fuera a cualquier otro lado porque Madrid le daba miedo. Sabía que era idiota pensar así; se daba cuenta de que era imposible que algo similar volviera a ocurrir justo en el momento en que Emilia viajaba, pero no podía dejar de tener miedo. Viejos temores se apoderaban de él, antiguas heridas parecían abrirse. Temía que Emilia, por alguna razón, se le desapareciera de su vida como ya le había pasado con Patricia.
No quería que Emilia se fuera a España…
No quería que Emilia se fuera…
No quería que Emilia…
No quería…
La deseaba sólo a su lado y soñaba con que todas las demás posibilidades desaparecieran. Pero respetuoso, sólo repetía de forma coherente:
—Emilia, cuidate, comé.
Él sabía que ella era propensa a no hacerlo; ella misma se lo había contado.
—Fedele, yo ya no soy la misma; ahora me gusta la comida.
—Me alegro; eso es lo normal.
—Vos hiciste que me guste.
Él sonrió y con su dedo índice le hizo un cariño sobre los labios.
—¿Me vas a esperar…? —preguntó Emilia. Ella también tenía sus miedos; se había enamorado de un hombre estando embarazada. ¿Y si a Fedele se le cruzaba otra mujer? Pensó en la chica rubia que lo ayudaba en el restaurante y no le gustó. Hubiera deseado poder pedirle que se subieran al auto de nuevo, cancelar el viaje a España y que la llevara al departamento. Pero era imposible; ella estaba allí por trabajo; y ahora, más que nunca, debía cuidarlo. Pero esa chica rubia…
—Claro, tonti —le dijo él justo a tiempo para que ella no se volviera loca.
Emilia miró el pasaje que tenía en la mano. Decía que debía embarcar a las once horas. Controló su reloj; faltaban dos minutos. Los altoparlantes que anunciaron el vuelo, le confirmaron que debía hacerlo. Se miraron de nuevo; la puerta de embarque la esperaba, algunas personas a su alrededor comenzaban a entrar.
—Te quiero, Emilia. Volvé pronto.
—Yo también te quiero… —los ojos de Emilia se aclararon más que nunca…
Se besaron en la boca y al cabo de unos minutos, ella desapareció por la puerta cuatro. Las máquinas que escaneaban los bolsos de mano la esperaban. España y una semana de vida solitaria, también.
* * *
Emilia llevaba tres días instalada en un hotel madrileño de la Gran Vía, y sentía que ese tiempo era toda una eternidad. No le bastaban las llamadas que se hacían con Fedele; lo quería con ella, a su lado.
Había visitado algunos restaurantes, y aunque la comida era deliciosa, ella apenas si la probaba; extrañaba y se le hacía un nudo en el estómago cada vez que tenía el plato sobre la mesa. No podía evitar identificar la comida con Fedele. Y él no estaba. Ni siquiera disfrutaba de caminar por la Gran Vía, ese paseo que en otros viajes había sido uno de sus preferidos; ahora, los negocios no le atraían. ¿Qué comprar? ¿Ropa de embarazada? No. Había terminado comprando una camisa de color negro para Fedele y un collar para ella, pero ninguna otra cosa más.
Pensaba en su nota, en ideas para hacerla interesante, en la elección de los restaurantes. Las visitas a los lugares seleccionados no la alegraban, ni la distraían lo suficiente y su cabeza volaba a Florencia. Un pedazo de alma se le había quedado allá.
Porque ni el pulpo a la gallega, ni las tortillas de papa, ni las paellas, ni ningún pincho sofisticado lograba despertarle el apetito y había vuelto a las viejas andanzas: «Otra vez me peleé con la comida», se decía a sí misma. Con Manuel había hablado una vez pero tuvieron que cortar porque los horarios no les combinaban y él estaba apurado. Como siempre, Manuel a veces estaba bien; otras, mal; seguía inestable, aunque más interesado y cariñoso.
Contaba los días con la mano: restaban cuatro para regresar a Florencia, pero todavía le faltaba recorrer la zona gastronómica de Barcelona. Había visitado Segovia y en un mesón había pedido el típico cochinillo asado en horno de barro. Pero al probar un bocado, sólo uno, se quiso ir del lugar porque… ¡le había dado lástima el cerdo! Estaba más sensible que nunca. Esperaba que la nota saliera bien porque ella no estaba tan inspirada como en la anterior.
Sólo un momento esperaba con ansias y era la larga llamada que se hacían con Fedele durante la noche, al final de la jornada. Conversaban casi dos horas de todo, de cómo había sido el día de ambos, de cómo le iba a Emilia con las experiencias culinarias que coleccionaba para su artículo, del movimiento que ese día había tenido Buon Giorno… Pero también de mil cosas más que a veces no tenían que ver con el presente. La noche anterior habían terminado hablando de cuando ella era chica y su abuelo Juan Bautista la mimaba. Y Fedele, por su parte, no pudo dejar de lamentar que no había conocido a su abuelo paterno y que con el materno había tenido poca relación. Al escucharlo, a Emilia le dio pena porque ella había disfrutado mucho de sus abuelos. Pensaba que Fedele era un hombre realmente especial, un sobreviviente, porque en su vida había tenido muchas carencias y dolores; sin embargo, allí estaba, siempre optimista y de buen humor, llevando adelante un gran resturante, haciendo negocios para extenderse. Sólo alguien con una forma de ser y una historia como la suya podría haberse enamorado de ella, en su estado. Se sentía muy agradecida de haberlo conocido.
Estando al teléfono les gustaba conversar de todo, porque, a veces, en medio de los temas más dramáticos, como que la madre de Fedele lo había criado con mucho sacrificio, la conversación luego giraba a cuestiones más banales como cuáles eran sus gustos preferidos de helado —frutilla para ella, chocolate para él— o cuáles habían sido las mejores vacaciones —Punta del Este para ella, las playas de Lido, en el mar Adriático, para él— o hasta cuáles eran sus perfumes preferidos.
La mañana en que Emilia llegó a Barcelona, dejó las cosas en el hotel y de inmediato salió a caminar. El verano se hacía sentir; por eso, quería hacerlo antes de que apretara más el calor. Cuando paseaba por la parte antigua de la ciudad, en medio de las callejuelas góticas y angostas, una casa de ropa para niños y bebés captó su interés. Era la primera vez que le pasaba. Entró. Era un lugar con prendas muy lindas y exclusivas, muy a lo europeo, con estilo chic. La vendedora estaba entretenida con otra clienta que buscaba un regalo. Emilia se dedicó a recorrer con detenimiento el local, mirando cada ropita primorosa que tenían allí. Prendas impensadas para ella hasta ese momento. Jamás había pensado que hubiera tantas y tan lindas. Y mientas observaba los percheros, una, en especial, llamó su atención. Era un enterito de terciopelo, blanco en el tronco y negro en las piernitas y brazos, la capucha tenía orejas aterciopeladas y ojos también oscuros… ¡Semejaba a un osito panda! Esos, que a ella tanto le gustaban. Casi creyó ver a un osito de verdad. Le parecía muy tierno; pero al mirarlo con detenimiento, pudo imaginarse a un bebé muy chiquito metido dentro de esa ropa y se enterneció más aún. Por último, se dio cuenta de que ese bebé que estaba imaginando era su hijo, el que llevaba dentro de ella y pudo figurarse su carita, sus manitas… Y entonces, por primera vez, su hijo se le hizo real. Tocándose la panza, lo pensó durmiendo boca abajo dentro de ese enterito y con la capucha puesta. Muerta de ternura, de emoción y de amor, todo al mismo tiempo, lo primero que vino a su mente fue que le hubiera gustado compartir este momento con Manuel, que era el padre. Sin embargo, él estaba lejano en este asunto y de inmediato vino a su cabeza Fedele. Buscó en el bolso el teléfono móvil, le sacó una foto a la ropita de oso panda y enseguida se la envió a Fedele. Habían pasado tres minutos y el celular sonaba. Era Fedele.
—¿Estás de compras? —dijo divertido.
—No, es que entré a una casa de ropa de bebé y este osito me enterneció.
—Compralo, me encanta.
—No sé, es muy caro. No sabés lo divina que es la casa —dijo ella mirando a su alrededor, deseando que Fedele pudiera verla.
—Compralo, yo se lo regalo.
—No.
—Sí. ¿Sabés por qué? Un día todo esto habrá pasado, las grandes decisiones se habrán tomado, y vos y tu hijo estarán bien, él lo tendrá puesto y te acordarás de este momento. Esa ropita será el recordatorio de que todo salió bien.
Hubo un silencio del otro lado.
—Me lo vendiste, lo voy comprar —dijo Emilia sonriendo. Pero con la reciente imagen que se había formado de su hijo y con lo que acababa de decirle Fedele, tenía muchísimas ganas de llorar. Hacía un mes que estaba en constante emoción. Pero se contuvo y hablaron dos palabras sobre cómo marchaba el día. Luego, se despidieron hasta la noche.
Media hora después, ella salía con una bolsita de color lila en la mano. Adentro llevaba un osito panda. Según Fedele, este sería el recordatorio de que toda su historia había salido bien.
Pero al repasar su situación, se dio cuenta de que estaba a muchos kilómetros de su casa, en un país extraño y que con el padre del niño apenas si había hablado tres veces desde que supo que estaba embarazada. Pensó que a Fedele sólo la unía ese teléfono que llevaba en su bolsillo; si lo perdía, estaba en las manos de él si quería llamarla al fijo del hotel. Su vida estaba en la cuerda floja; apretó fuerte su bolsita lila. Allí estaba el recordatorio de que todo saldría bien. Lo hizo sin sospechar cuántas veces necesitaría un osito panda al que aferrarse en los meses siguientes.
* * *
Haber entrado a esa casa de ropa de bebés, para Emilia había sido mucho más importante de lo que en un primer momento le había parecido; imaginarse a su hijo, ponerle un rostro y una forma a sus manitas, para ella había sido volverlo real. Y eso le daba la convicción para ser fuerte y llevar adelante lo que estaba por hacer. Iba a contarle la noticia a su padre, necesitaba hacerlo.
Esa noche, vestida ya con su pijama de naranjitas, tendida en la cama del hotel, el momento elegido había llegado. Le hablaría a Fernán con la verdad. Él necesitaba saber que su hija estaba embarazada. Tenía una hora para hacerlo antes de que Fedele la llamara como cada noche.
Marcó toda la tracalada de números necesarios para comunicarse con Argentina y, satisfecha, escuchó que sonaba una y otra vez hasta que del otro lado de la línea oyó la voz querida diciéndole «Hola».
—¿Papá?
—Sí… ¡Emilia!
—¡Papi! ¿Cómo estás?
—Bien, hija, bien. Me llegó tu mail diciendo que te ibas a Barcelona. ¿Ya estás en esa ciudad?
—Sí…
—¿Y… qué tal? ¿Todo bien?
—Sí.
Decidió insistir; era raro que su hija hablara así porque sí. Cuando Emilia viajaba, ellos se comunicaban por mail; muy pocas veces lo hacían telefónicamente.
—¿Pasa algo, Emi?
—Es que tengo algo para contarte y ya no puedo seguir sin hacerlo.
—¿Algo para contarme? Hablá, hija, no me hagas preocupar.
—Bueno, primero, para que no te alarmes, te digo que estoy bien, muy bien, sanita y trabajando mucho.
Había que prepararlo, si no, creería que estaba enferma, o que la habían asaltado —como le había sucedido ya una vez en París—, o quién sabe qué otra cosa peor.
—¿Y entonces, hija?
—¡Ay, papá, preparate…! ¡Es un notición…! Algo que lo cambia todo.
Se hizo un denso silencio. Emilia siguió:
—Yo, papá…
—¿Estás embarazada?
—¿Cómo adivinaste?
No podía creer que él lo supiese.
—Soy tu papá… así que estás… —ahora que era real, le costó decir de nuevo la palabra. Pero al fin la dijo—: ¿Embarazada?
—Sí, de tres meses y medio… creo.
—Pero… ¿Cómo te pasó semejante cosa?
—¡Papá…, es de Manuel!
—¿Y qué dice él?
—Nada…
—¡Cómo nada! ¡Algo tiene que decir! ¡Es el padre! —dijo indignado.
—Es que… ¿viste? Justo estábamos mal.
—Emilia, ¿no deberías adelantar tu regreso y volverte?
—No, papá, cuando termine mi trabajo, me vuelvo. Antes no tiene sentido. Y además, como te dije, me siento bien.
—Pero allá estás sola.
—No tanto… me he hecho amigos —dijo, por no decir «un amigo».
—¿Amigos?
—Sí, gente buena.
—¿Cuánto falta para que vuelvas?
—Un poco menos de un mes.
—Mirá, Emilia, si no vas a volver pronto, hablame más seguido… O dame un número y te hablo yo.
—Te paso el de acá, pero en tres días regreso a Florencia.
—¿Otra vez a Florencia?
—Sí, es que allá está la sede de la editorial de la revista para la que escribo.
—¡Cierto! Eso es bueno. Por favor, dales mi teléfono por cualquier cosa, por si necesitan…
—Claro, papá. Pero quedate tranquilo, que estoy bien. Hasta tuve unos días de descanso en la costa amalfitana.
—Sí, leí tu nota, quedó muy linda. La sacaron con una fotito tuya; estabas sentada comiendo en una terraza con una vista hermosa.
—Pasé unos días espectaculares.
—Ay, Emilia, aunque me digas que estás bien, me preocupás… ¡Embarazada! ¡No lo puedo creer! ¿Le aviso a tu hermano y a los demás?
—Sí, avisale a Matías, pero no a todo el mundo. Esperá un poquito que vuelva, no me resulta fácil enfrentar esto.
—Sí, hija, me imagino… Contá conmigo para lo que sea.
—Gracias, papá —se le hizo un nudo en la garganta.
—También con Vilma. Vos sabés que ella es una buena mujer y quiere lo mejor para ustedes.
Lo sabía. La esposa de su padre era buena, ¡pero cómo le hubiera gustado que su madre estuviera viva!
—¿Necesitás algo ahora? ¿Querés que te mande plata?
—Nooo, papá.
—¿Querés que hable con Manuel?
—Nooo, papá. Acordate de que tengo treinta y tres años.
—Sí, pero para mí es como si todavía tuvieras doce.
La respuesta la enterneció; pudo sentir su preocupación y entonces le dijo algunas frases para calmarlo y se vio a sí misma conteniendo a su padre. Él era un divino, cariñoso, pero ya estaba grande y esto lo tendría que enfrentar sola.
Hablaron unos minutos más de trivialidades. Él quería saber si el departamento de Florencia era cómodo, si le pagarían bien los artículos, si se volvía en avión a Florencia, pero cuando su padre otra vez sacó el tema de su embarazo y de cuán preocupado estaba por ella, Emilia decidió que era momento de cortar. Además, en minutos hablaría Fedele. A su papá no le había dicho nada de él, pero, paso a paso. «Es una situación difícil de explicar; ya habrá tiempo de hacerlo», pensó, sin imaginar cuándo y bajo qué circunstancia tendría que contarle que había un Fedele en su vida.