Capítulo 21
Era inevitable, el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera
Piacenza, 2008
Día 10
En el castillo de Benito Berni había días malos; otros, terribles; algunos, regulares; pero, jamás, buenos.
Ese día invernal era uno de los peores. Como era feriado, sólo había una mucama; todos los demás empleados se habían marchado y la casa estaba más lúgubre que nunca; no había movimiento ni se escuchaba el auto con Massimo, el chofer, saliendo en procura de alimentos o a pagar una cuenta; ni al jardinero podando una planta o enterrando plantines; tampoco a las mucamas cotorreando en la cocina.
Benito Berni había pasado gran parte de la jornada encerrado en la sala. Bruna, la muchacha que trabajaba los días festivos, le había preguntado en dos oportunidades si quería que le corriera las cortinas o que le prendiera las luces, pero él le había dicho que no. A veces, para algunos estados de ánimo era mejor la penumbra. Berni, enclaustrado entre sus objetos queridos, había ido y venido observándolos, retorciéndose entre recuerdos y realidades, culpas y excusas, remordimientos y rectificaciones. Llevaba allí desde las ocho de la mañana; pero, ahora, siendo las tres de la tarde, creía que era momento de salir; temía que, si se quedaba más tiempo, terminara adelantando la fecha que había puesto para quitarse la vida. Y él no quería eso; aún le faltaba recuperar una pieza. Los dolores, la tristeza y la desazón, a veces, eran insoportables.
Decidido, Berni se levantó del sillón y fue rumbo a la puerta trasera para salir al parque de su propiedad; ese que, en los últimos tiempos, pocas veces disfrutaba; cuando salió al exterior, el sol de la siesta le dio de lleno en el rostro y sus ojos azules casi quedaron ciegos con tanta claridad después de la larga sesión de oscuridad vivida en la sala. De inmediato, la sensación de la que había estado huyendo todo el día lo atrapó y, lejos de importunarlo, le agradó, la disfrutó. El sol lo abrazó, y la tibieza y la luminosidad lo envolvieron. Pensó que él conocía muchos soles, pero ninguno como el de su amada Italia. No había visto uno así en los safaris por África, ni en las caminatas por los picos de América, mucho menos en los paisajes asiáticos, ninguno con el brillo del de su país. Recordó que, en Japón, cuando la chica asiática con la que había estado durmiendo, lo llevó a un parque de Tokio para disfrutar de los cerezos en flor y el sol de primavera durante el día del Hanami, lo hizo diciéndole que era el espectáculo más bello y el sol más hermoso… Los cerezos lo eran, pero el sol…
Berni, de pie en medio de su parque, abrazado por la tibieza de la luz, meditaba en lo que decían los japoneses el día del Hanami cuando, en los parques repletos de cerezos en flor, se reunían a reflexionar sobre la mortalidad: la vida era corta y efímera; el sol permanecía; los seres humanos, no.
Y entonces, venían a su mente los diferentes momentos en que él había podido disfrutar del sol de Italia: los días pasados en Sicilia, en las playas de Cinque Terre y tantos otros en donde el astro había brillado más que nunca. Y mientras evocaba aquellos paisajes, su mente voló a un día y a un lugar que durante toda la mañana él había tratado de evitar que fuera… Y sus pensamientos, con el permiso del sol —y no con el suyo—, lo trasladaron a Florencia… y a su juventud…
Florencia, 1967
Esa mañana, Benito Berni, en su cama, abrió los ojos y sintió que el sol que entraba por la ventana de su cuarto del hotel florentino era más luminoso que nunca. ¿Sería verdad o acaso él veía todo diferente porque había tenido una noche exitosa? Durante la cena, Pieri finalmente había aceptado desprenderse del retrato de Giovanni Boldini por un precio razonable. Los tiras y aflojes, al fin, habían terminado, pero se daba cuenta de que el tiempo también había pasado; llevaba casi dos meses instalado en Florencia. Por suerte, Marina, por carta y teléfono, lo mantenía al tanto de que el local marchaba muy bien. Pero aun así, ahora, con todo prácticamente resuelto, iba siendo tiempo de regresar a su departamento de Roma. Ya había conseguido lo que quería: comprar las obras de arte que pronto se llevaría y dejar a Pieri sin su amada academia. En una semana llegaría el camión que transportaría el lote completo y él ya no tendría más nada que hacer allí. Pensar en la partida le dio pena porque dejaría de ver a Adela; con ella —casi podía decirse— tenían una relación. Cada día, se pasaban una hora charlando bajo la pérgola; luego, durante la cena, se observaban mutuamente en la mesa; y más tarde, en el zaguán, alargaban la despedida con besos apasionados. Claro, siempre que a esos pudieran llamarse besos, porque lo que ocurría en la oscuridad de la puerta, cada vez era más osado. Como fuera, esa relación era un imposible. La chica ni siquiera sabía que su verdadero nombre era Benito Berni. Tampoco tenía que saberlo.
Se vistió pensando que debería tener cuidado. Pieri no podía enterarse de que el camión de transporte partiría con los objetos recuperados directamente a Piacenza y no a Roma, como los Pieri creían. Tenía una semana para organizar estos trámites y, también, el mismo tiempo para hablar con Adela avisándole que se iría. Se daba cuenta de que la chica estaba entusiasmada con formalizar un noviazgo, pero lo cierto era que él nunca le había prometido nada. «Este es el fin del vínculo. Esto se acababa aquí sin más», meditó decidido. Y al hacerlo, algo dentro de él lo punzó hasta hacerle doler. Espantó el aguijón pensando que no permitiría que nada le arruinara la mañana. Ese era el día de la victoria que tanto había esperado. Era una jornada de éxito no sólo para él, sino para el apellido Berni; y, sobre todo, para los Berni que ya no estaban en este mundo. Decidió levantarse para ir al centro y comprar una máquina de fotos. Había pensado en plasmar con ella el momento en que se llevara las cosas. Ya vería qué excusa pondría. Pero él quería un testimonio de ese instante memorable.
* * *
Por la tarde, Benito ya tenía organizado el transporte de los objetos. Pero el saber que ya no vería a Adela, por más que trataba, no lo dejaba disfrutar a pleno. ¡Maldición! ¿En qué momento había nacido este sentimiento? ¿Cómo lo había permitido? Aún sin decidirlo, sus pies lo llevaron a paso rápido rumbo a la academia; quería ver a Adela una vez más. Como siempre, iba perfumado con loción francesa.
Pero una vez allí, teniéndola a su lado, sentada en el patio, él no abrió la boca, sino que dejó que ella hablara. Mientras lo hacía, ella aguardaba y aguardaba. Berni tenía que pedirle que sean novios. Lo haría, seguramente, en cualquier momento. Ella no podía haberse equivocado en la clase de persona que había creído que era ese hombre rubio, a quien encontraba algo triste y desprotegido; no, después de todo lo que ella venía dándole en sus furtivos encuentros del zaguán.
* * *
Esa noche, en la casa de la familia Pieri, la cena fue diferente. Por primera vez, los ánimos realmente estaban caídos; con la pérdida de la academia y de las obras de arte que los habían acompañado durante años, la familia no pasaba su mejor momento. En cambio, Benito parecía exultante aunque trataba de disimularlo. Por momentos, sentía que no necesitaba hacerlo, ya que a él también lo atacaba una extraña melancolía.
Durante esa velada, los canelones en la mesa de mantel a cuadros fueron comidos casi en silencio, y todos, hasta las dos hermanas adolescentes siempre charlatanas, esta vez hablaron poco. Sólo Benito fue un poco más locuaz porque debió explicarle a Pieri cómo procederían el día en que el transporte viniera a buscar los objetos. Organizaba y comentaba los detalles. Por ejemplo, hacía hincapié en cómo debían ser embaladas las piezas para que viajaran protegidas. En una semana, el próximo viernes, muy temprano, todo tendría que salir bien.
El postre fue rápido; la sobremesa, corta y sin chocolates; y en pocos minutos, Benito saludó a los Pieri y se dirigió a la puerta acompañado de Adela.
—Así que pronto te irás… volverás a Roma —dijo al fin ella.
—Sí…
—¿Cuántos días nos quedan…? —preguntó dándole el pie necesario para que hablaran de ellos dos. Pero Benito, queriendo aclarar las cosas, ignoró el «nos quedan», y respondió:
—En una semana me voy.
Al decir la frase, sus ojos azules parecieron de hielo.
La contestación hirió a Adela, al igual que el silencio de Berni. Ese era el momento de pedirle un noviazgo y él lo ignoraba.
Por lo que, cuando llegaron a la puerta, a modo de despedida, ella le dio sólo un beso corto en la boca y por primera vez no permaneció allí con él, sino que entró y, diciéndole «Adiós», cerró la puerta.
En el portal, Benito se quedó enojado con un rictus de contrariedad en el rostro. Pero luego, la rabia dio paso a la resignación: esto era lo que tarde o temprano tenía que pasar. Se fue caminando despacio por las calles de la nocturna Florencia, envuelto en una nube de tristeza y estoicismo, con las manos metidas en el bolsillo de su pantalón.
Había pensado que, tal vez, Adela y él podían continuar con sus encendidas despedidas hasta el último día, pero si ella quería alejarse desde ahora, él también lo haría. Aunque por todo el camino y en cada cuadra no hubo una sola vez en que el rostro dulce de ella, su voz cálida y su cuerpo grácil no se le presentaran. La presencia de Adela lo acompañó hasta el hotel, entró con él a su cuarto y se acostó en su cama y, allí, entre las sábanas, y por un buen rato, lo llevó a imaginar las más ardientes fantasías de hombre que lo mantuvieron despierto por largo rato. Porque la chica le gustaba de todas formas y esta era una de las tantas y la única que se permitía sin estorbos de conciencia; porque sólo las físicas eran aceptadas y no las sentimentales. Estuvo así hasta que al fin pudo dormirse; y en sueños repitió lo que no se animaba a pronunciar despierto: «Adela… Adela… Adela».
Al día siguiente, Benito desde temprano se atiborró de trámites, desde ir a los bancos y darle múltiples instrucciones a Marina para su regreso, hasta visitar un mecánico para que controlara su vehículo a fin de emprender el viaje de regreso a Roma. No quería pensar en lo que estaba sucediendo, deseaba aturdirse, nunca le había pasado algo como lo que estaba viviendo y no sabía cómo lidiar con ello. Volvió al hotel recién por la tarde y allí, tendido en la cama boca arriba, mirando el techo con los brazos cruzados por detrás de la cabeza, decidió por primera vez desde que había llegado a Florencia, que no iría esa tarde a la academia.
Adela, vestida de trajecito blanco, mientras lo aguardaba sentada bajo la pérgola, tomó esta ausencia como una clara señal de que la relación iba mal y lloró en la soledad del patio. Cuando regresó a su hogar, los minutos hasta la cena se le hicieron eternos. ¿Él vendría a la casa? ¿Le pediría a ella hablar?
Cuando el llamador de bronce retumbó en la puerta de la casa de la familia Pieri a las ocho de la noche, la pequeña Rosella Pieri fue a abrir y Adela tuvo la certeza de que era él y una oleada de optimismo la inundó. Pero esta se fue perdiendo a medida que la velada avanzó, porque Benito, por más que le trajo, como siempre, una caja de chocolates, desde que entró no le prodigó ni una mirada, ni le dirigió una palabra, sino que se dedicó a charlar con sus hermanas.
Benito les preguntaba a las dos muchachas:
—¿Ustedes también pintan?
—Sí, claro, las tres pintamos desde chicas —respondió Rosella, que era la más entusiasmada con esta tarea, y agregó—: Si quiere, le muestro algunos de nuestros trabajos.
—Me encantaría verlos.
Rosella marchó y enseguida regresó con cuatro lienzos; se los mostró.
—Son los de Isabella y los míos.
—Muy bonitos —dijo Berni con sinceridad mirando los paisajes de la Toscana.
—Si estos le parecen lindos, espere a ver uno de Adela; son los mejores —dijo Rosella llena de admiración por su hermana mayor—. Ya mismo traigo uno.
—No es necesario.
—Pero no me cuesta nada traerlo.
—Gracias, pero sólo me interesa ver los de ustedes dos —dijo sabiendo que a pocos metros estaba Adela escuchándolo.
Rosella, sin terminar de entender la negativa de Benito, añadió:
—Es una pena que no los vea. De todas maneras, ya está la cena.
María Pieri, con la fuente en las manos, llamaba a la mesa, ella había escuchado la charla y había quedado preocupada.
La comida se sirvió, y mientras la degustaban, la charla giró por diversos temas y ninguno de los presentes parecía darse cuenta del alejamiento de ellos dos; las hermanas de Adela secreteaban sobre sus cosas; Pieri sólo tenía en la cabeza lograr sacarle a Berni alguna última ventaja antes de que partiera a Roma; en concreto, le pidió que intercediera ante Giuseppe Conti para que le permitiera quedarse con los muebles de la academia. Sólo para María Pieri el distanciamiento era claro. ¿Qué había pasado entre el joven rubio y su hija? Parecían haber cortado relaciones justo ahora que era el momento de reforzarlas. Terminado el postre, sin paciencia para el café, la misma María se encargó de empujar a Adela para que lo despidiera en la puerta. Su marido seguía ensimismado en sus asuntos; una y otra vez hacía las ecuaciones económicas, pero nunca le cerraban.
Adela, tiesa, junto a Benito, sin saber si comenzar un diálogo o no, caminó hasta la puerta, la abrió, y a punto de hablar con la verdad, él le ganó de mano:
—Adela, avísale a tu padre que mañana no vendré a cenar; tampoco creo que lo haga en los próximos días.
La frase la tomó por sorpresa… «¿Cómo que no vendrá más? ¡¿Por qué?!»
Pero sólo alcanzó a decir:
—Pero si…
—Tengo mucho por hacer —señaló cortante. Y dándole un beso rápido en la mejilla, se marchó sin darle tiempo a reaccionar. Ella se quedó con la puerta abierta y sus ojos fijos en el cartel que justo enfrente rezaba ACADEMIA DE ARTE RODOLFO PIERI. Algo estaba sucediendo y ella no alcanzaba a entenderlo. ¿Qué podía tener que hacer Paolo Benito en el horario de la cena? ¡Si él no venía era porque no quería verla! ¿Pero cuál era la razón? Nada tenía sentido, pensaba ella con acierto, porque las ideas coherentes no podían asirse en la mente de Benito para lograr peso en sus decisiones.
Cuando Adela volvió al comedor, María Pieri, ansiosa, se alisó la falda de su vestido floreado y mientras la miraba le preguntó:
—¿Qué pasó? ¿Está enojado?
—No sé, mamá. Pero lo averiguaré —dijo decidida. Porque en el trayecto de la puerta a la sala había resuelto que al día siguiente, después de sus obligaciones en la academia, iría a buscarlo al hotel y él tendría que explicarle qué era lo que estaba pasando. Se lo exigiría.
Benito, ya en la calle, en la oscuridad de la noche sin luna, mientras caminaba rumbo a su hotel, se daba cuenta de que durante esa velada él no había mirado ni siquiera una sola vez las obras de arte que al fin había conseguido y recuperado, aquellas que fueran el motivo de su venida a esta ciudad. Su mundo estaba patas para arriba y eso no le gustaba en absoluto; lo alteraba, lo preocupaba… lo atemorizaba. Caminó más rápido, deseaba llegar al hotel para, allí, poder ser Benito Berni y no Paolo Benito. Reponer su verdadera identidad lo volvía fuerte y frío como necesitaba estar.
* * *
Esa mañana, Adela se despertó nerviosa y estuvo así todo el día. Hizo su trabajo en la academia como siempre, pero a las cinco en punto se cruzó a su casa, se bañó, se perfumó con su colonia de rosas; luego, se puso su mejor vestido, uno rosa lleno de botoncitos; se dejó suelto el largo cabello castaño con dos hebillas a cada lado; y partió. A cada paso que daba por las calles de Florencia se decía… «No me puedo haber equivocado… No me puedo haber equivocado; no, de esta manera.»
Benito, por su parte, dedicó el día a hacer llamadas y a tomar decisiones relativas a su negocio en Roma; Marina, su eficaz secretaria, durante este tiempo había sido su brazo derecho; la chica había ejecutado muy bien su labor, pero había decisiones que ya requerían su atención. Iba siendo tiempo de regresar; él ya había cumplido su cometido en Florencia.
Cuando la tarde comenzaba a caer, regresó al hotel. En el café ubicado frente a la plaza de la Signoria había tomado un espresso. El lugar le gustaba, le daba paz, la que él necesitaba más que nunca, porque, en ese horario, su mente y su cuerpo le exigían ir a la academia como lo había hecho cada tarde de los días que había pasado en la ciudad. Una cruel prohibición impuesta por él mismo no le permitía hacerlo. Terminó su taza y se quedó largo rato. Ya sin pretexto, regresó al hotel.
Berni, en el cuarto, sin zapatos, y en pantalón con tiradores y camisa blanca, sentado al borde de la cama, intentaba clasificar los papeles que debía llevarse cuando se fuera, lo que ocurriría en apenas unos días, cuando lograra meter lo recuperado en el transporte. Pero mirando los escritos no terminaba de decidir cuál iba con cuál; le costaba concentrarse, no lograba sacarse el rostro de Adela de sus pensamientos, ni sus besos del cuerpo. Su interior la reclamaba… y el dolor de la ausencia y de la pérdida por momentos se le mezclaba con otros más antiguos, pero parecidos, otros que se remontaban a su niñez. El sentimiento lo asustaba, lo llevaba al límite del desquicio, ese que él una vez ya había conocido; las emociones lo descontrolaban. Y se odiaba por eso.
* * *
Adela caminaba apurada por la calle cuando al fin divisó el hotel, y cruzó de acera. Desde la esquina, levantó la vista y miró la ventana de la punta ubicada en el primer piso. Allí se alojaba Paolo. Deseaba que no hubiera salido, que estuviera. Le pareció ver la cortina corrida. ¿Y si estaba en el cuarto y se negaba a atenderla? Podía ser, esa posibilidad existía; él, después de todo lo que habían compartido, la trataba como a una extraña. Se sintió deshecha ante la idea.
Cuando Adela ingresó al lobby y vio que el recepcionista atendía a una persona y otras tres aguardaban su turno, los pensamientos pesimistas tomaron control de ella. Estos se le unieron a la impaciencia y al miedo de que Berni no la acogiera y la llevaron a tomar una decisión osada: fue directo a la escalera y comenzó a subirla. En la recepción, nadie se percató de su presencia. Caminó unos pasos por el pasillo y quedó frente a la puerta que, estaba casi segura, era la de la ventana de la punta. Golpeó y esperó. Un minuto después, apareció Berni. En medias, con el cabello rubio revuelto, la miraba sorprendido. ¡Qué hacía ella en el hotel! ¿Acaso su corazón desbocado la había llamado? O tal vez Adela no estaba allí y él sólo la imaginaba con el vestido rosa puesto y el cabello castaño suelto. A veces, le había pasado con la imagen de sus padres: de tanto soñarlos, terminaba creyendo que los veía.
—¿Puedo pasar…? Vine a verte…
Benito, al oír su voz melodiosa, casi convencido de que era real, la tomó del brazo… Sí, era… El aroma a rosas que se esparcía por todas partes le otorgaba la certeza.
La rodeó con sus brazos y la abrazó fuerte. Adela, Adela, Adela.
—Quiero hablar… —dijo ella sin soltarse.
Él no deseaba hablar, sólo quería saber que Adela estaba allí para abrazarlo, para borrar dolores. Sin soltarla, comenzó a besarla mientras iban metiéndose al cuarto; con el pie, cerró la puerta.
El beso se extendió, se hizo largo, sin fin, y sólo fue interrumpido por ella que, en medio de suspiros y en el regazo de él, insistió:
—Tenemos que hablar…
Benito, sin pensarlo mucho, dijo lo que su corazón le pedía:
—Te quiero.
Y ella, al oír esa música, se olvidó de todas las palabras que había ensayado para decir y de cada uno de los temas que había pensado que tenían que conversar.
Se besaron como lo hacían siempre en el zaguán, pero con todas las ganas contenidas de los dos días que no lo hacían. Se besaban con pasión, con amor y sabiéndose solos como nunca antes habían estado.
Llevaban quince minutos de enardecimiento y a ella casi no le quedaban ropas puestas. El vestido rosa estaba en el suelo; la enagua blanca la tenía arrollada en la cintura; sus pechos al descubierto trastornaban a Benito, que la empujaba suavemente hacia la cama, mientras, urgido, con la camisa blanca abierta, se quitaba los pantalones. Ella, tendida sobre el acolchado rojo, en un rapto de lucidez, al ver lo que Benito estaba haciendo, dijo:
—No sé… tal vez deberíamos esperar…
Y él, ya sin pantalones, sentado en el borde de la cama mirándola a los ojos, volvió a repetir la misma música…
—Te quiero…
Adela, llena de esa melodía, ya no quiso esperar, y fue ella misma quien avanzó, lo atrajo contra sí y lo apretó contra su cuerpo desnudo de mujer. Sobre ella, Benito cerró los ojos y se quedó inmóvil por un instante; la emoción lo embargaba, estaba por pasar lo que hacía años se había imaginado. Adela, abrazándole la espalda con sus piernas delgadas, le otorgó el último permiso que faltaba para lo que él quería.
Cinco arremetidas de Benito y la sábana blanca confirmaba que él conseguía algo que nunca antes había obtenido. A pesar de las muchas mujeres que habían pasado por su cuerpo, esto era nuevo para él. Una pequeñísima gota roja sobre la tela blanca marcaba la diferencia.
Ella emitía un quejido de dolor y él repetía:
—Te quiero…
A ella se le calmaban todos los dolores y se le iban todos los miedos. Esas palabras sólo podían significar una cosa, pensaba con su mente inocente. No podía siquiera imaginar que las heridas de un niño podían dejar cicatrices tan profundas que, en su adultez, lo confundieran todo, hasta el amor, el odio, y el miedo… Esos viejos y resistentes dolores, llegaban a enmarañar la posibilidad de un futuro; antiguas promesas de lealtad hechas en el pasado a una familia que ya no estaba, le negaban la autorización para quitarle la categoría de maldito al apellido Pieri, lo llenaban de temor a ser infiel a sus seres queridos desaparecidos… le quitaban para siempre la posibilidad de ser feliz.