Capítulo 22
Florencia, 2008
Ese mediodía, en Buon Giorno, los empleados del restaurante deseaban que su dueño, Fedele Pessi, se marchara de una vez por todas a hacer sus cosas como lo había advertido temprano. Desde la mañana, se hallaba yendo y viniendo de manera frenética. En la cocina, sus movimientos bruscos presagiaban algún desastre con ollas o platos. Salvatore, el mozo, que no quería ser parte de otro accidente, caminaba con cuidado cada vez que salía de la cocina cargando las bandejas.
Ese día, Emilia volvía de España y eso a Fedele Pessi lo tenía alterado y feliz al mismo tiempo. Él se admiraba de su estado, estaba desconocido, ¡porque ponerse así de nervioso…! Tenía que reconocer que se había agarrado un enamoramiento padre con Emilia a pesar de que la situación de ella era, en cierta manera, especial. El amor era mágico; lo que sentía no dejaba de asombrarlo.
Fedele le dio las últimas directivas a Ana, su rubia ayudante Ana; y luego, consultando su reloj, consideró que ya era hora de irse. Poco a poco, el ritmo del restaurante mermaba y, por la hora, los comensales comenzarían a marcharse en breve. Seguramente, Emilia ya había llegado y estaba en su departamento. Cruzó el patio y se dirigió a su casa para darse un baño.
Al cabo de unos minutos, perfumado y cambiado, partió rumbo al departamento. Por Emilia estrenaba camisa nueva, por Emilia había tomado sol y por ella se había cortado de nuevo el pelo, a pesar de que lo había hecho hacía muy poco. Él, siempre detallista con su aspecto, ahora lo estaba más que nunca. Se fue caminando con pasos grandes y apurados. Enseguida, tocó el portero. Emilia, recién bañada y de vestido claro, apareció sonriente. Se abrazaron largo, como si hiciera muchísimo que no se veían. Con el alma de italiano a flor de piel, Fedele la levantó en brazos y comenzó a besarla y a decirle cosas lindas a viva voz, ahí, en plena calle. Le repetía que estaba hermosa y que la había extrañado.
—¡Sh… vamos adentro! —le decía Emilia riéndose y poniéndole un dedo en la boca.
Entraron. En el piso del comedorcito estaba la valija abierta y todavía llena de ropa. Emilia sólo había alcanzado a sacar el regalo que le había comprado a Fedele.
Ella le dio la camisa y a él le gustó que fuera de color negro; lo festejó con exclamaciones mitad en italiano, mitad en español, mientras se sacaba la que tenía puesta para probarse la nueva.
—¡Te dejo solo una semana y estás más italiano que nunca! —le dijo Emilia divertida.
—¡Te dejo sola una semana y estás más flaca que nunca! —dijo él al notar cuánto había bajado de peso.
—Bueno, pero ya estoy aquí —dijo ella y observando a Fedele con la camisa abierta que le había regalado, bronceadísimo, no pudo disimular lo que le provocaba.
—Estás lindo —se lo dijo mirándolo embobada.
—Vos también, Emi… —ella se había maquillado para él.
Volvieron a abrazarse y comenzaron a besarse. Pero esta vez la pasión le ganaba a la ternura y Fedele, con premura, le sacaba a Emilia toda la ropa, la deseaba, quería su piel. En minutos, su boca de hombre la recorría entera, cuello, hombros, pezones; le daba la media vuelta y le mordía suavemente la nuca mientras ella se inclinaba y apoyaba sus brazos contra la mesa. Los labios de él le recorrían la espalda y sus manos grandes le tomaban la cintura que aún continuaba siendo pequeña, mientras, con paciencia y suavidad, buscaba penetrarla desde atrás en esa posición. ¡Cuánto la había extrañado! ¡Cuánto la quería! ¡Por fin había vuelto! Esos fueron sus últimos pensamientos coherentes porque un gemido de placer salió de la boca de Emilia cuando él entró en ella y lo hizo perderse en el disfrute del cuerpo de esa mujer que ya no sólo quería, sino que —se daba cuenta— empezaba a amar.
Unos minutos después, ya relajado, pero aún en la misma posición, con sus manos en el abdomen de Emilia, una idea atravesó el cerebro enamorado de Fedele: ya casi no le molestaba que ella estuviera embarazada; a ella la había conocido así y si ahora no lo estuviera se sentiría raro. A Emilia la quería con todas sus cosas, incluida esa vida que crecía dentro de ella.
* * *
Emilia y Fedele, tendidos en la cama, hacía un rato que despuntaban el viejo vicio de él: ver el noticiero. Ella, con los ojos cerrados, escuchaba entre dormida y despierta. Aunque adormilada por el cansancio del viaje, sintió que Fedele apagaba el televisor y se incorporaba.
—Emi, me voy. Te espero a cenar en Buon Giorno o en casa, donde prefieras.
—Bueno, amor —dijo sin abrir los ojos.
Él buscó la ropa que había quedado en el piso de la cocina, se cambió y se sirvió gaseosa de la heladera. Ella, en medio del sueño, lo escuchó.
—¿Todo bien, Fedele?
—Sí. Me voy, pero esta noche, cuando nos veamos, quiero hablar con vos de algo importante.
—¿De qué? —inquirió. La palabra «importante» la había despabilado.
—Esta noche lo charlamos —dijo Fedele y Emilia oyó cómo abría la puerta y se marchaba.
Ella se sentó en la cama. ¿Pasaba algo malo? Siempre temía que lo que estaba viviendo fuera un sueño y que Fedele, por alguna razón, se transformara y mostrara una faceta desconocida, mala. A veces, él era demasiado perfecto.
Un rato después, Emilia se preparaba para ir a la editorial; quería ir ese mismo día para comprobar personalmente que todo lo que les había mandado por mail desde Barcelona les hubiera llegado bien y les gustara. Sólo faltaba que ella eligiera algunas fotos, que editaran y maquetaran la nota para publicarla en un par de entregas y su trabajo estaría terminado. La relación con los italianos iba llegando a su fin y ella tendría que irse en una semana; como máximo, a los diez días.
La recibió Poletti en su oficina. La última entrega de la nota les había gustado igual que las anteriores. La felicitó por el escrito y porque ella le hablaba en italiano, Emilia comenzaba a manejar el idioma. Cuando hablaba, como si lo disfrutara, Poletti aún mezclaba el español, el italiano y el inglés. Como siempre, Emilia lo entendía. Sólo al final de la charla, algo incrédula por lo que escuchaba, tuvo que pedirle:
—What? Can you repeat for me, please?
Él se lo repitió, esta vez, en su pésimo español y Emilia, entonces, confirmó lo que había escuchado en ese híbrido lingüístico que hablaba Poletti.
Le estaba proponiendo que hiciera un trabajo nuevo. Le preguntaba si le interesaba hacer una nota de varias entregas sobre la memoria del cuerpo. Sobre cómo los genes que llevamos dentro son también algo físico y recuerdan lo que vivieron nuestros padres y abuelos. Era un tema profundo; ya no se trataba de hablar de restaurantes. Incluiría entrevistas y se publicarían en varias partes.
—Me encantaría, pero para eso tendría que quedarme más tiempo —dijo en español pensando en voz alta. La emoción de la propuesta le había hecho olvidar que estaban dialogando en italiano.
Porque aceptar era toda una decisión. Ella no podía seguir quedándose, sino que debía volver a la Argentina. Allá tenía un trabajo; además, estaba embarazada. Pero, aquí, estaba Fedele, y si aceptaba, podrían prolongar el idilio unos días más. Dudas y más dudas… ¿Qué diría Marco, su jefe? ¿Y el director? ¿La esperaría la editorial argentina? ¿Tendría problemas para quedarse unos días más en el departamento?
Emilia le planteó sus incertidumbres laborales. Poletti le simplificó el panorama en una respuesta y, como siempre, lo hizo mezclando los tres idiomas:
—No problem. Penso che possiamo metterci d’accordo con gli argentini para que se quede unos giorni más. Déjeme que lo hable.
El hombre le dio algunas directivas sobre lo que tendría que escribir y le dijo que tenía tiempo hasta la mañana siguiente para aceptar. Si ella decía que sí, él hablaría con el director de la editorial en Argentina.
Emilia se marchó llena de dudas. Por más que el sentimiento por Fedele cada vez era más fuerte, aún venía a su mente el rostro de Manuel. Por eso, pensó que, antes de tomar una decisión, lo mejor sería intentar hablar con él por Skype.
Cuando llegó al departamento, se descalzó, buscó su notebook y le escribió un mail a Manuel proponiéndole hablar cuanto antes. Sin rodeos, redactó: «Tengo que consultarte algo urgente». Esperaba que él lo leyese pronto. Estuvo largo rato mirando la bandeja de entrada con la ilusión de que le respondiera de inmediato; pero no tuvo suerte. Finalmente, cuando la última luz de la tarde se fue y aparecieron las primeras oscuridades, ella comenzó a vestirse para ir a cenar con Fedele.
Esa noche, Emilia llegó a Buon Giorno un tanto intranquila; la propuesta de Poletti la había dejado ansiosa y, además, no se olvidaba de que Fedele le había dicho que durante esa velada tenían que hablar de algo importante. La recibió Salvatore, quien, luego de intercambiar unas palabras con ella, la ubicó en la mesa del rincón, bajo la ventana.
Fedele llegó enseguida; como siempre, lucía impecable. Esta vez, tenía puesto un traje claro sin corbata. Sonriente, se acomodó junto a ella, la saludó con un beso en la boca y le dio un portarretrato con la foto que la pareja mayor les había tomado en la fuente de Minerva, en Salerno. A ella le encantó el regalo; miró la imagen con detenimiento y llegó a la conclusión de que debería haberse parado más derecha, que los dos salían lindos, y que, abrazados, riéndose de verdad, se los veía realmente felices. Terminó de hacer sus comentarios bajo la mirada atenta de Fedele, cuando este dijo:
—Y ahora, señorita Fernán, la comida. Hoy empezamos la dieta de engorde, así que le toca lasagna.
—¡Uy! ¡Cómo extrañaba tus pastas!
En minutos, un Salvatore de buen humor y parlanchín, les sirvió los platos, agua mineral y vino tinto para Fedele; luego, distendidos, se entregaron a la comida.
—¿Sabías que Salvatore sigue adelante con su noviazgo con la señora que conoció cuando te llevaba los paquetes de comida?
—Sí, él mismo me lo dijo —dijo Emilia orgullosa de que el hombre confiara en ella para contarle algo así.
—No sabía de esa amistad —dijo Fedele divertido moviendo la cabeza.
—Es que ahora que sabe que entiendo el italiano se anima a hablar conmigo.
—Muy bien, cara Emilia, parla para mí en italiano —dijo cargándola.
—¡No te rías! Hoy fui a la editorial y Poletti me felicitó por el progreso que he tenido en el idioma.
—¡¡Guau!! ¡Madonna Santa! —siguió él molestándola mientras se reía.
—Vos te reís… Pero se ve que tan mal no hablo porque también me propuso hacer una nota más.
Fedele se puso serio.
—¿Para la revista italiana?
—Sí.
—¡Mi chiquita, es una excelente noticia!
—Tendría que quedarme más tiempo… Ese es el problema y, también, la parte buena —dijo mirándolo con picardía.
—Me imagino que la decisión de quedarte está tomada.
—Tengo que responderle mañana. Ellos se encargarían de hablar a Argentina por el tema de mi trabajo allá y del departamento donde estoy instalada. Creen que en mi país no tendrán problema de esperarme; claro, sin cobrar el sueldo. Pero acá me pagarían bien la nota.
—¡Muy bien! ¡Felicitaciones! —dijo Fedele y levantando la copa para brindar, agregó—: ¡Por el éxito de la nota y de mi periodista! Las copas tintinearon. Él estaba orgulloso de Emilia. Hacerse un lugar en este país no era fácil y ella lo estaba logrando.
Iban por la mitad del plato cuando Emilia, ansiosa, viendo que él no sacaba el tema, preguntó:
—Vos dijiste que querías hablar conmigo de algo importante.
—Sí, y es relativo a lo que me contaste hace un rato.
—¿A la nota?
—Sí, a los artículos, a quedarte, al departamento, a todo… Emilia, quiero que te mudes conmigo.
Ella lo miró sorprendida:
—¿A tu casa?
—Sí, quiero que vengas y traigas tus cosas hoy mismo. Quiero que el tiempo que te quedes en Italia lo vivas conmigo, ya sea un día, diez, o un mes.
—Fedele…
—No tiene sentido que cada uno esté en su casa cuando, en realidad, lo que deseamos es estar más tiempo juntos. Me encantaría despertar cada mañana con vos.
—Como en Nápoles… como en Amalfi… —dijo ella con la mirada perdida, como si se hubiera transportado a la felicidad que habían tenido en esos lugares.
—Sí. ¿Qué decís? ¿Querés?
—Puede ser… pero… ¡Uy! ¡Cuántos cambios para decidir en un día! Dejame pensarlo un poquito.
—Pensalo.
Comieron tranquilos, disfrutando del momento y el reencuentro. Era la primera cena juntos después de la semana que ella pasó en España. Esa noche saborearon la lasagna, se rieron y se miraron a los ojos mientras se decían «Te quiero».
Era casi la medianoche cuando ella le pidió que la acompañara al departamento. Estaba agotada, todavía le duraba el cansancio del viaje. Había llegado esa mañana y el día había sido pleno de emociones. Había muchos cambios y decisiones pendientes, pero, cansada como estaba, no estaba lúcida para hacer nada. Antes, necesitaba una buena noche de sueño.
Caminaron abrazados las calles que separaban Buon Giorno del departamento. Cuando cruzaban el puente Vecchio, Fedele se detuvo a besarla; lo hizo con ganas. Envueltos en ternezas, ambos se preguntaban cómo podía ser que tan sólo dos meses atrás ni siquiera se conocían. En la mano de ella iba el portarretrato, la prueba de los hermosos días que habían marcado para siempre su amor.
En el camino, Fedele pensó que le gustaría subir al departamento y quedarse con ella, pero la vio tan cansada, que ni se lo propuso. Emilia no era cualquier mujer. ¡Era un mujer embarazada! Al pensarlo, se enterneció. A veces, sentía que ese hijo era de él. Detuvo su marcha de improvisto y ella, ajena a sus elucubraciones, lo miró sorprendida cuando Fedele le puso su mano en la panza y le dijo, seguro: «Te quiero. Los quiero a los dos. Sabelo».
Y observándolo, Emilia sintió que moría de amor por él. Lo que le acababa de decir no se lo olvidaría jamás en la vida. Se dieron un beso largo hasta que ella decidió entrar al departamento. El día había sido pleno y agotador.
Fedele la vio ingresar por la enorme puerta antigua y se sintió solo de nuevo, como cuando ella estaba en España. Resignado, comenzó a caminar de regreso a Buon Giorno. Nada mejor que el trabajo para espantar la soledad; él lo sabía bien. En el restaurante, sus empleados estarían despidiendo a los últimos comensales. Para entretenerse, iría a dar una mirada; supervisaría que todo estuviera en orden y organizaría los pedidos del día siguiente.
En el comedor del departamento, aunque cansada, Emilia se tentó; quería saber si Manuel le había escrito; tal vez, le había respondido. Era determinante tener una conversación con él antes de tomar decisiones drásticas como la de quedarse un mes y medio más, o como la de mudarse con Fedele. Porque si se mudaba con Fedele, era un verdadero final con Manuel.
Abrió su correo. En la bandeja de entrada tenía uno de Manuel. Se apuró a leerlo:
Hola, Lía, ¿cómo estás? Te cuento que yo estoy complicado con los tiempos. Hoy y mañana tengo exámenes. Todos estamos estudiando mucho. Imaginate que casi no dormimos. Me decís que querés consultarme algo. Te propongo que lo hagamos mañana o pasado, así estoy más tranquilo. ¿Te parece? Porque, además, estaría bueno que programemos una fecha para vernos en Argentina.
Bueno, espero que estén bien vos y el pichoncito que va creciendo en tu panza. Un abrazo,
Manuchi
Emilia leyó la última frase y cerró con energía la computadora. Estaba enojada. ¿Cómo que quería dejar la charla por Skype para mañana o pasado? Ella tenía que responderle a Poletti al día siguiente… ¡Por la mañana! ¡En unas horas! Él siempre estaba complicado. ¿Y ella? Nunca pensaba en ella; siempre estaba primero él y parecía que siempre sería así. Y además, lo que tenía en su panza no era un pichoncito: era una vida, un hijo… ¡El hijo de los dos! Todo lo que decía Manuel le caía mal.
De tanta rabia, el sueño se le había ido. Manuel siempre le hacía lo mismo: parecía que estaba mejor, pero lo cierto era que nunca podía contar con él. Ella trataba y trataba, pero no servía de nada. Refunfuñando, se sentó en el silloncito. Desde allí, sobre la mesa, alcanzó a ver el portarretrato con la foto tomada en la fuente de Minerva. Se levantó, la buscó y, sosteniéndola entre sus manos, la observó con detenimiento. Era una pareja feliz; ambos reían. Fedele, que la estrechaba entre sus brazos, parecía querer cubrirla con su enorme figura. ¿Qué hacía ella esperando alegría, cuidado y protección de Manuel? Fedele era real como el pan y Manuel, una figurita en la nebulosa. Fedele le ofrecía todo y ella, como tonta, no estaba segura de aceptarlo. ¿Hasta cuándo iba a elegir mal a los hombres? Manuel podía ser el padre de su hijo; pero si no estaba a su lado, de qué le valía.
Fue al baño, buscó su cepillo de dientes y lo metió en el bolso; también el pijama de naranjitas, el portacosméticos y se dirigió a la puerta. En minutos, estaba en la calle. Era muy tarde, pero ella estaba decidida: se iba a la casa de Fedele.
Apurada, desanduvo los pasos que acababa de hacer en compañía de Fedele. Cuando llegó a Buon Giorno, desde afuera alcanzó a ver que él todavía estaba dando vueltas por el salón. Ella entró y, sin decirle nada, como si fuera invisible, cruzó el patio y entró a la casa de Fedele. Apenas abrió la puerta, sintió a Fedele por todas partes; su casa tenía su aroma. Se tiró en el sillón grande y encendió la tevé; lo esperaría allí; en algún momento, él vendría. Vencida por el sueño, llevaba casi una hora durmiendo en el sofá cuando escuchó la puerta y abrió los ojos. Era él.
—Emilia…, ¿qué hacés acá? —estaba asombrado y contento al mismo tiempo.
—Vine hace un rato… Pasé por el restaurante, te vi ocupado y no te quise molestar…
Él la escuchaba anonadado, sin estar muy seguro de lo que eso significaba. Ella le vio la duda en su rostro y se lo aclaró:
—Vine para quedarme… me mudo con vos. En el baño está mi cepillo de dientes —dijo como si esa fuera la prueba fehaciente de que había venido a vivir con él.
—¿Y la ropa?
—La traigo mañana. ¡Ah! Una pregunta: ¿vos no usás vasito para enjuagarte los dientes cuando te los lavás? No vi ninguno en el baño.
—Mire, señorita Fernán, no venga con tantas pretensiones, si no, va a tener que pagarme una renta, ¿eh…?
—Bueno, me encanta pagar. Acá estoy, venga, cóbrese… —dijo extendiéndole los brazos y los dos se echaron a reír.
Una hora después se dormían abrazados. Antes se habían amado y dicho «Te quiero».
* * *
Al día siguiente, por la mañana, Emilia fue a su departamento y lo primero que hizo fue comunicarse por Skype con su amiga Sofía, a la que le contó las novedades: que Manuel quedaba descartado de su vida y que se había mudado con Fedele. Ella no podía creer lo que Emilia le contaba, pegaba grititos, le daba consejos, la ponía al día con noticias de la redacción. Nerviosa, hablaba hasta por los codos. Pero entre tantos comentarios, a Emilia se le quedaron grabadas algunas frases: «¿Vas a descartar a Manuel para siempre?», «Hum, no estoy tan segura de que lo hagas», «¡Ay, Emilia, qué loca! ¿Así que jugando a la casita con el italiano?»
Sofi la conocía bien. Por eso decía esas cosas. Pero ella había cambiado mucho en los últimos meses. Nada era igual.
Se vistió con la mente llena de la conversación, las frases resonaban en su cabeza. Luego, se marchó a la editorial para decirle a Poletti que aceptaba su propuesta.
Cuando lo tuvo enfrente, se lo dijo con el aplomo de una decisión meditada a conciencia. Y él, muy animado, le respondió que esa misma tarde le comunicaría si de Argentina le daban el okey.
Luego de haber mantenido toda la charla en italiano, ella se marchó orgullosa. Ahora hablaba sin demasiados tropiezos ese idioma, esa lengua que había sido la única de los padres de su abuelo Juan Bautista, de los pintores Gina y Camilo; sólo que el manto del tiempo lo cubría, pero allí estaba todo, anotado en los genes.
* * *
Por la tarde, Emilia caminaba las calles que la separaban de la casa de Fedele. En una mano, llevaba varias carpetas con papeles y la notebook; en la otra, su valija roja. Allí, iban sus pertenencias; su único mundo propio en Italia ahora se mudaba a esa casa antigua que compartía el patio con el restaurante. Si pensaba mucho lo que estaba haciendo, la piel de la espalda se le erizaba y un pequeño atisbo de duda recorría su interior. Pero el mismo quedaba completamente descartado al abrir la puerta y encontrar sobre la mesa una nota de Fedele.
Emi, sobre la cama hay unas compritas que hice esta mañana. Como estaba apurado, no tuve tiempo de ponerlas donde iban. Encargate vos, por favor.
Besos en la boca.
Fedele Pessi
PD: es tiempo de cambiar naranjas por limones.
Emilia no entendió la última frase, pero fue hasta la cama y vio tres bolsas de papel. Una, pequeña y coqueta, con un pijama de mujer adentro. Lo extrajo; era exactamente igual al de las naranjitas, pero ¡tenía limones! ¡¿Dónde lo había conseguido?! Siguió con las otras dos bolsas más grandes. Una contenía dos juegos de sábanas blancas bordadas con limoncitos amarillos que hacían juego con el pijama; espió la otra y vio dos toallones con el mismo detalle de los limones. Aparte, había un paquetito; lo abrió y descubrió un vasito amarillo para enjuagarse los dientes.
Fedele, en verdad, estaba en todos los detalles. La idea de que era el hombre perfecto volvió a su cabeza y se dijo a sí misma: «Si Fedele tiene defectos, se los voy a conocer en la convivencia». Nada los podía esconder si se vivía en la misma casa. Sería el mes de la verdad.
Era cierto. Pero lo que Emilia no pensó fue que la revelación se aplicaría tanto para los defectos de él como para los de ella. En ese mes, las verdades de ambos quedarían al descubierto.