Capítulo 23
De pronto
mientras ibas conmigo, te toqué y se detuvo mi vida:
frente a mis ojos estabas, reinándome, y reinas.
Como la hoguera en los bosques, el fuego es tu reino.
Pablo Neruda, Cien sonetos de amor
Día 11
Berni pasó por la cocina, había movimiento y voces; algunas le parecieron desconocidas. Se detuvo, pero no… pero sí… Había una muchacha que él nunca había visto. Miró mejor y vio que era la chica que traía la ropa que mandaban a limpiar en seco cada semana. Era evidente que la joven era quien manejaba el furgón negro que, desde la ventana, había visto estacionado en la entrada. Fue inevitable no reparar en ella; era muy bonita; vestía remera blanca apretada y jean aún más ajustado; ambas prendas mostraban las buenas curvas de una italiana; en los pies llevaba zapatillas. Tenía un rostro precioso, nariz respingada, largas pestañas, ojos marrones grandes y aterciopelados que lucían en el óvalo perfecto de su cara, el cabello castaño largo y recto le llegaba a la cintura. La observó unos instantes; no era común que una belleza así entrara a su casa. La chica se reía mientras hablaba con el ama de llaves; pero al reparar en él, que estaba junto al marco de la puerta de la cocina, lo saludó, desinhibida:
—Buen día, señor Berni —dijo con una sonrisa mientras sostenía con los dos brazos una pila de ropa.
—Buen día…
—¿Lindo sol, no? No nos podemos quejar, este invierno está siendo muy benigno con nosotros —dijo mientras intentaba ponerse el abrigo con una mano.
—Es verdad… ¿La ayudo?
—No, no, está bien. Puedo con todo. Ya me voy —dijo enfilando hacia la puerta de servicio, y desde allí, lo saludó con la mano y una sonrisa.
Berni le respondió igual. Las mujeres siempre habían sido una debilidad para él. Claro que ellas siempre lo habían perseguido. Pero atrás habían quedado sus años de conquistador. Miró por la ventana de la sala y vio a la muchacha cargar la ropa en el furgón; luego, encender un cigarrillo y fumárselo apoyada con la espalda en el vehículo antes de partir. La observó durante un par de minutos hasta que, tirando el cigarrillo y acomodándose el largo cabello hacia atrás, se subió al auto y se marchó.
Los colores de la chica, su tipo y su espontaneidad le habían hecho acordar de… de alguien de otra época.
Muchas mujeres habían estado en su cama, pero pocas eran memorables y una sola, inolvidable. Porque para que eso sucediera tenía que converger una serie de situaciones que, en este caso, se había dado. Recordó la pasión de algunas noches y le dio ganas de ser joven nuevamente, de enamorase, de poseer una mujer con amor. Se acordó de la nota que había leído en la revista colombiana Cromos, donde dos periodistas hablaban a calzón quitado y uno decía: «La liberación sexual nos engañó, mis mejores polvos fueron con amor». Y pensó que tenían razón.
Entonces, para él fue inevitable no recordar las noches de pasión en el hotelito de Florencia, varios años atrás…
Florencia, 1967
Adela y Benito, desde la primera vez que se habían amado en el hotel, venían encontrándose cada tarde en ese cuarto. Habían reemplazado la hora que pasaban en la pérgola por dos de pasión e intimidad en la habitación del acolchado rojo. Pero ella comenzaba a asustarse; a pensar que se había equivocado y que había malinterpretado las palabras de Benito porque faltaba un día para que viniera el camión a llevarse las cosas y el muchacho no le decía qué sería de ellos. No le planteaba ningún futuro. Cada vez que Adela llegaba al hotel, sacaba el tema, pero sentía que en esas charlas no adelantaban nada porque los comentarios de Benito eran pocos y ellos, al fin, terminaban amándose sin haber llegado a ninguna conclusión importante. Allí, entre las sábanas, Benito le repetía que la quería, pero a ella eso ya no le bastaba. Siempre que Adela trataba de hablar seriamente, él se le escapaba por la tangente, le decía que la quería, pero no le prometía nada. En una oportunidad, Adela le exigió que se quedara en Florencia y él le había respondido que sí, que podía ser, pero que lo mejor sería que él primero se marchara a Roma, que luego regresaría; quedarse ahora, en esta instancia, no era bueno, él tenía cosas pendientes. En realidad, no había nada claro; tampoco había puesto fecha para hablar con su padre, como Adela se lo había pedido. Pero ante la petición, con sus ojos azules impasibles, Benito simplemente le respondió:
—Después. Ahora tu padre está entretenido con lo suyo —dijo refiriéndose a la academia.
Faltando un día para que vinieran a buscar las cosas y que él tuviera que marcharse, tampoco a María Pieri la situación le pasaba desapercibida, se daba cuenta de que las cosas no estaban bien; esa mañana mientras preparaba el desayuno para Adela, antes que ella partiera a abrir la academia temprano como le gustaba de pura responsable que era, ya que las clases comenzaban recién cerca de las diez, la mujer comentó con su hija:
—¿Y…? ¿Al fin te ha dicho algo el romano?
—No.
—Ya decía yo que había que cuidarse de la gente de Roma —dijo en alusión a las eternas rivalidades.
—Mamá, no es eso…
—Pero, ¿cómo es posible? ¡Si parecía que Benito estaba enamorato contigo!
—Sí, pero no… —Adela se quedaba sin palabras, sin explicaciones. Ella misma no entendía qué estaba pasando.
María imaginaba algo de la relación de la pareja, pero no todo. Sabía que su hija buscaba al joven todos los días por el hotel y luego venían juntos a cenar a la casa. Se daba cuenta de que era demasiado el tiempo que ella se quedaba en el hotel, pero pensaba que Adela era seria y responsable y sabría qué hacer y hasta dónde dar. Aun así, le dio un último consejo:
—Adela, hoy es el último día… mañana se va. ¡Mereces una propuesta seria! Apura las cosas, haz todo lo que tengas que hacer y logra tu cometido —le dijo arreglándose el rodete; con tanto apasionamiento en la conversación se le había aflojado. El tema de su hija la preocupaba.
Adela no se lo dijo a su madre, pero lo pensó: ella ya había hecho todo, todo, todo.
Además, Benito era Benito, y así como él, por momentos se tornaba tierno y hasta encantador, por otros, se volvía impenetrable, hosco y ella no podía saber qué era lo que pasaba por su cabeza cuando su lindo rostro se endurecía, su ceño se fruncía y sus ojos claros parecían de hielo.
—Lo intentaré —dijo Adela sin convencimiento.
—No vayas hoy a buscarlo al hotel, que le dé miedo pederte, que te extrañe. Deja que tenga que venir a cenar a casa solo. Luego, cuando terminemos, si quieres, te vas a hablar a solas con él.
—¿Después de la cena? —preguntó sorprendida. Le llamó la atención la propuesta de su madre; había permisos que no se otorgaban fácilmente y andar por la calle con un hombre después de la cena no era algo permitido. Y menos, si estaba hospedado en un hotel.
—Yo te cubriré con tu padre —le indicó María. Tenía claro que, para ausentarse en ese horario, su hija necesitaría su ayuda. Y ella se la daría. No había más tiempo que perder.
Adela no le respondió; ya vería qué hacer. A ella ya no le quedaban ideas por probar. Hablar con Benito era como intentar dialogar con un loco, pensó, sin imaginar cuán cerca estaba de lo cierto.
* * *
Esa tarde, Adela le hizo caso a su madre y no fue al hotel. Benito, al ver que no llegaba, y sabiendo que era la última vez que estarían juntos, se desesperó. Se vistió y se presentó a cenar en casa de los Pieri cuando todavía había luz. En sus manos apretaba la caja de chocolates que solía llevarles de regalo cada noche. La había comprado por el camino en un acto de normalidad y cordura; temía que en medio de los ajetreos de las últimas horas la sensatez se le escapara para siempre. María lo recibió con cordialidad:
—¡Paolo, qué temprano que nos ha venido a visitar! Me alegra, así todos tenemos tiempo de charlar con usted… Sé que mañana se marcha… Y gracias por los chocolates de siempre —tomó la caja y lo invitó a pasar a la sala.
Sentados en los sillones, la mujer intentó darle el pie necesario para conversar de lo que Adela quería, pero él casi no habló, sino que estuvo taciturno; en la mesa, mientras cenaban, permaneció inexpresivo. Por la cabeza de Benito se arremolinaban las más variadas ideas: para él, lo más importante siempre había sido recuperar la memoria de su familia armando nuevamente la casa tal cual estaba en las épocas felices. Lo primero, había sido vengarlos. Pero ahora Adela se presentaba en su vida transformando todo; sin embargo, ni ella, ni ninguno de los que estaban sentados en el comedor, sabían quién era él en realidad. Tampoco podían imaginarse que él había urdido un plan para despojarlos de la academia, no sólo de esas cosas que los rodeaban, que, en realidad, eran de él y no de ellos, se decía a sí mismo mientras miraba el cuadro del maestro Fiore que su padre había comprado en una subasta. La cabeza le estallaba, las sienes le palpitaban y no le pasaba un bocado de comida por la garganta. Su plato de carne al horno estaba casi sin tocar. Rodolfo Pieri, en medio de sus propias preocupaciones, se había dado cuenta de que algo le pasaba al muchacho y le había preguntado en un par de oportunidades si se hallaba descompuesto o estaba muy cansado. Benito, sin ánimo para responder, sólo negó con la cabeza. Era como si el sentimiento por Adela le hubiera quitado la fuerza para seguir llevando adelante la farsa; sólo un último impulso se lo permitía, pero se daba cuenta de que únicamente podría seguir por unas horas, no más.
Cuando la velada llegaba a su fin, Rodolfo Pieri le dijo:
—Benito, ¿a qué hora lo espero mañana?
—Vendré temprano, a las ocho en punto. Debo estar cuando llegue el transporte para darle instrucciones al personal.
—¿Cuántos hombres vienen para cargar los objetos?
—Dos. Y son de mi entera confianza.
Para Pieri era un momento doloroso, lo revelaban sus ojeras, la barba de dos días que portaba y su caminar apesadumbrado. Recién en el último mes había venido a su mente el recuerdo de que esas cosas habían pertenecido a los Berni y un destello de remordimiento recorrió su conciencia. Pero habían pasado tantos años, que ya las consideraba más propias que de cualquier otro y le daba pena desprenderse de ellas. Él, que siempre había disfrutado de todas las obras de arte; él, que hubiera podido vivir en un museo; él, que era un artista, un maestro; él, que se sentía a gusto rodeado por ellas… La voz de Benito lo sacó de sus cavilaciones:
—Vendré temprano para ayudar con la carga y a traerle la copia autenticada de todos los contratos que hemos realizado. Después, ya no nos veremos.
—¿A qué hora saldrá? —preguntó sorprendido; había pensado que se quedaría uno o dos días más.
—Emprenderé el regreso en mi auto apenas los hombres completen el cargamento.
Al escuchar las últimas palabras, María le hizo una seña a su hija, recordándole el plan. El tiempo para lograr su cometido se acababa.
Los hombres intercambiaron dos o tres palabras más sobre la organización del día siguiente y mientras Adela se preparaba para acompañar a la puerta a Benito, su madre le dijo al oído:
—Yo te cubro con tu padre. Demórate todo lo que necesites.
Adela y Benito caminaban rumbo a la puerta, él sentía que le faltaba el aire. Estaba ahogado por la situación. Y, dominado por los sentimientos, notaba que perdía el control y se convertía en un muchacho débil y vulnerable.
En la sala, María Pieri le decía a su marido que, para que pudiera dormir más relajado, sus hijas habían calentado agua y le habían preparado la bañera. Agradecido por la bondad de sus niñas, el hombre se retiró a los aposentos, sin siquiera fijarse qué hacía su hija mayor.
Adela, ya en la puerta, sin saber bien qué decir ni qué hacer, propuso:
—Vamos, caminemos, te acompañaré al hotel.
Benito, sorprendido, aceptó gustoso. Tal vez, ella había decidido pasar con él esta última noche… Una última… Una… No, era imposible. Ella debía regresar a su casa cada noche. La idea le hizo doler justo en el centro del pecho.
Caminaron por las calles de una Florencia nocturna alumbrados por una luna enorme y plateada como pocas que parecía querer ayudarlos a iluminar la verdad que esa noche pugnaba por ser conocida. Al fin, Adela habló:
—Paolo, ¿no me quieres? ¿Por qué haces esto? Nos lastimamos los dos…
—Sí, te quiero —le dijo con convicción; él estaba seguro de eso.
—No te entiendo…
—Es que no podemos estar juntos… porque… nos haríamos mal…
—¡Ridículo! No es así.
—Es verdad: nos dañaríamos.
—Entonces, me has engañado.
—¡No, Adela! ¡Basta!
—Sí, me has engañado diciéndome que me quieres, haciendo que duerma todos estos días contigo.
Benito sentía que en su cabeza no entraban las ideas, aunque tampoco podían salir. Estaba atrapado en su propia artimaña.
Durante el camino, no pararon de hablar; incluso, hasta subieron la voz. Pero la charla giraba en un círculo vicioso que no los conducía a nada. Cuando llegaron al hotel, la discusión continuó a media voz frente a la puerta, hasta que ella dijo:
—Puedo entrar y quedarme. No habrá problemas.
En el cuarto, fue inevitable prolongar la disputa. Adela pensaba que la situación era un puzzle al que le faltaba una pieza, pero ella no llegaba nunca a descubrir cuál era. Llevaban casi dos horas sin ponerse de acuerdo. Por momentos, se sentaban en el borde de la cama o en la sillita que estaba junto a la mesa, en la punta del cuarto; por otros, caminaban como leones enjaulados. Cansada, Adela exclamó:
—¡Paolo, por Dios, reacciona! Estás engañado por tus propios pensamientos, como si yo fuera algo malo, como si estar juntos fuera imposible… ¡Como si tú no fueras Paolo Benito!
Él, apoyado junto a la ventana, levantó la vista y la miró. Ella había dado en la tecla. Y aunque no lo sabía, había encontrado la pieza que faltaba. Todo lo que había dicho era verdad. No soportó la idea.
—Me harté de esto —gritó él.
Entonces, ella estalló en llanto y dijo:
—Me voy, tú no me quieres. No me verás nunca más.
Adela, apurada y llorosa, empezó a ponerse el saquito de hilo blanco que se había quitado cuando llegó.
Benito, al verla, se desesperó. Era verdad: se iba y ya no la vería más. Ese rostro querido, esa voz, ese pelo largo y sedoso… todo lo perdía en ese instante.
Frente a esta posibilidad, dijo algo que pensó que nunca diría y que en ese momento él lo creyó con todo el corazón:
—Mañana hablaré con tu padre —dijo con firme convicción—. No te vayas, por favor…
Estaba al borde de las lágrimas.
¿Qué le diría a Pieri? No sabía. ¿Cómo arreglaría el tema de los apellidos? Tampoco lo sabía, porque él era Benito Berni y no Paolo Benito. ¿Iba a quedarse en Florencia o Adela viajaría con él a Roma? Eran preguntas sin respuestas. Pero estaba seguro de que hablaría con Pieri y le diría todo porque no quería perder a Adela. Y con esta idea en su cabeza, la besó y la besó.
Ella se dejó. Le había creído. Los ojos claros de él al borde del llanto le daban la seguridad de que hablaba con la verdad. Después de tantas horas de discusión, había logrado que él se hiciera cargo de sus sentimientos. Los dos serían felices juntos, pensó ingenuamente, mientras los besos de Benito se le mezclaban en la boca con sus propias lágrimas de felicidad.
Esa noche, con la enorme luna plateada filtrando su claridad por la ventana, ellos se amaron una y otra vez hasta la madrugada, buscando vencer las incertidumbres. El interior de ambos no los dejaba en paz; allí había algo que no identificaban, pero que les molestaba. Ella estaba llena de preguntas y Benito, teniendo todas las respuestas, no se las daba, sino que se las guardaba sólo para él. Era un sentimiento que no podían poner en palabras, pero allí estaba, durmiéndose con ellos esa madrugada, porque la primera luz de la mañana ya entraba por la ventana. Discutir, reconciliarse, tomar decisiones y amarse hasta el cansancio buscando convencerse de que todo estaba bien y de que eran el uno del otro, les había llevado toda la noche. El descanso sería poco.
Se durmieron abrazados, exhaustos, sin imaginar lo que la salida del sol les depararía.