Capítulo 25

Si yo tuviera un corazón, escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol.

Gabriel García Márquez

Piacenza, 2008

Día 12

Benito Berni, a sus setenta y cuatro años, pensaba que había días para todo, pero que los más importantes eran aquellos en los que se tomaban decisiones. Y él, habiendo tomado la más trascendental, creía que ya no tendría que enfrentar ninguna otra. Pero esa mañana, muy temprano, la realidad le demostró lo contrario. Mirando el calendario que tenía sobre el escritorio, se dio cuenta de que esa jornada del mes de diciembre era el cumpleaños de su hermana Lucrecia, la melliza que aún vivía, porque la otra ya había fallecido. Mientras las dos estuvieron vivas —y siempre que el aniversario coincidiera con su estancia en Italia—, Benito se preocupaba por visitarlas; y así lo siguió haciendo cuando Lucrecia quedó sola. Pero en esta ocasión, él se había prometido a sí mismo no sacar el auto ni salir más de la casa hasta que llegara su final, el cual se acercaba inexorablemente porque había recibido una llamada decisiva: el sábado, a más tardar, llegaría el jarrón. Y Benito, que había pensado que recién lo sacarían del castillo muerto, ahora no sabía qué hacer ante la resolución de quedarse; no ir a saludar a Lucrecia y que ella se enojara, o ir, y sufrir por algo que, claro está, no serviría de mucho, porque su suerte ya estaba echada, a su vida le quedaban tres días. Hasta el mediodía caminó indeciso por la casa, ensimismado en sus vacilaciones, mientras las figuras de El maestro Fiore, La pastora y El carpintero lo observaban escaleras arriba.

Eran las cinco de la tarde cuando se decidió. Entró a su cuarto, se cambió y le pidió a Massimo que lo llevara a Codogno, un pueblito cercano a Piacenza.

En menos de una hora estaba en el lugar, entraba a una casa ruidosa, donde abundaban hijos y niños, la saludaba a su hermana, conversaba dos palabras y se arrepentía de haber ido a verla; todo, al mismo tiempo. El lugar, demasiado feliz para su estado, lo golpeaba hasta lastimarlo; sobre la mesa, la torta de chocolate hecha por las manos queridas de una hija era un recordatorio más de que él nunca tenía una el día de su cumpleaños.

Lucrecia era simpática y simple, virtudes que a él le faltaban. Ella charlaba con todos, y al ver callado a su hermano, trataba de sonsacarle algo preguntándole por el castillo, por los perros, por el parque. Pero Benito respondía con pocas palabras, casi no podía hablar; ese lugar lleno de cobijo lo ponía débil, lo volvía endeble, le mostraba sin anestesia cuántas cosas se había perdido en su vida. En la conversación que mantenía con su hermana, las hijas de Lucrecia casi no intervenían, los niños pequeños requerían atención y, además, parecía que, teniendo una madre como Lucrecia, no podían entender que tuvieran un tío como Benito, una suerte de Ebenezer Scrooge que, escapado de la novela de Dickens, se había presentado al cumpleaños. La realidad de que a los dos hermanos Berni la vida los había tratado muy diferente no entraba en sus existencias apuradas, donde mandaban los celulares, los pañales y las escuelas.

Una hora y media después, Berni se subió al Rolls-Royce negro. Por el camino, mientras Massino conducía rumbo al castillo, meditaba acerca de las decisiones cotidianas. «Cada día tiene su decisión», pensó. Y la del cumpleaños, aunque difícil de cumplir, creyó que había sido la correcta. Era la última vez que vería a su hermana y ella, al fin y al cabo, era la única persona de su sangre que le quedaba viva.

Por el camino, cómodamente instalado en el asiento trasero, pensó en las decisiones que habían definido el tipo de vida que hoy llevaba… Entonces, rememoró un día del pasado en que una había marcado a fuego el hoy…

Florencia, 1967

En el cuarto del hotel, Benito abrió los ojos y vio a su lado el cabello largo y sedoso de Adela enredándose en la almohada y a ella, que dormía plácidamente junto a él. Entonces, lo recordó todo. Miró por la ventana, y la claridad que entraba a través de las cortinas, sumado al murmullo propio de una ciudad que ya estaba despierta, le dieron la certeza de que se le había hecho tarde para recibir el camión del transporte. Con seguridad, ya eran pasadas las ocho. El flete llegaba esa mañana y, más allá de que hablara, o no, con Pieri sobre su relación con Adela, la carga de los objetos tenía que salir bien; como fuera, esas cosas tenían que ir a Piacenza, a donde pertenecían. Por años, aun siendo un niño, lo había planeado. Y hoy era el día para que eso ocurriera.

Se sentó en el borde de la cama y con violencia se puso de pie, buscó sus ropas que en la pasión de la noche habían quedado tiradas en el piso y se vistió con rapidez. A punto de despertar a Adela, alcanzó a mirar el reloj y a comprobar que eran las ocho y cuarto. Entonces, desistiendo, sólo manoteó los contratos que, así lo había prometido, le llevaría a Pieri. Había pensado en ir a la casa caminando, como siempre; pero en virtud del apuro, tomó las llaves de su auto y, abriendo la puerta de la habitación, salió al pasillo y bajó las escaleras casi corriendo. Se subió al vehículo y arrancó justo cuando Adela abría los ojos y en la puerta de la casa de los Pieri se estacionaba un camión de transporte con dos hombres vestidos de fajina.

Ambos trabajadores se bajaron del vehículo risueños, comentando un chiste; con pena, dejaron por la mitad los panino de salami que venían comiendo; habían llegado unos minutos tarde y debían apurarse; después los terminarían de comer. Los hombres llamaron a la puerta y Pieri, un tanto sorprendido, porque había pensado que era el siempre puntual Benito, les abrió. Su mujer estaba encerrada en la cocina; ella le había pedido no ver cuando se llevaran las cosas.

—¿La casa del señor Rodolfo Pieri?

—Sí —era evidente que eran los del camión.

—Venimos a llevar los bultos que deben ser transportados a Piacenza.

El nombre de la ciudad tomó por sorpresa a Rodolfo.

—¿Piacenza? —preguntó. Y al nombrarla, no pudo evitar unir ese nombre con el castillo de los Berni y la masacre que había vivido allí años atrás. Luego agregó—: Debe haber un error. Las cosas de mi casa deben ser llevadas a Roma.

—Nosotros tenemos instrucciones de llevarlas a Piacenza —dijo el hombre más grueso convencido de la orden que tenía; en su precariedad, entendía que un error de esta naturaleza podía terminar costándole el trabajo.

—Deben estar equivocados —insistió, seguro, Rodolfo Pieri.

—No, los papeles dicen eso… Piacenza —dijo el transportista ya preocupado; él no permitiría que le cambiaran el rumbo.

—Tráigalos y los veremos juntos… —propuso Pieri, preguntándose dónde mierda estaba Benito, que aún no había llegado. El transportista más joven fue al camión y los trajo.

Entre los tres los leyeron; estaba claro: Transporte Il Sole, la dirección de Pieri, y el destino de la carga: Piacenza.

Rodolfo Pieri no entendía nada. Confundido, señaló:

—Mire, creo que deberíamos esperar a que llegue el señor Benito, que es quien los ha contratado.

Estaba seguro de que Paolo acomodaría este embrollo.

—El señor Benito Berni ya nos ha contratado en un par de oportunidades. ¿Él vendrá ahora?

—¿Quién? —escuchar el apellido fue un martillazo para su cabeza.

—Le pregunté si vendrá Berni, el dueño de la casa de antigüedades de Roma que nos contrató.

—No puede ser. Tiene que haber un error.

Los dos hombres se miraron con hartazgo. Justo a ellos les tocaba este loco que no estaba de acuerdo con nada; a ellos, que tenían los panini de salami por la mitad esperándolos en el camión.

—Mire, señor Pieri…, estas cosas las tenemos que llevar a Piacenza por orden de Berni.

Berni, Piacenza. Piacenza, Berni.

Rodolfo, azorado, no podía entender cómo es que el nombre Berni venía a aparecer aquí y ahora en esta conversación. Terriblemente perturbado, insistió en la única idea que él podía aceptar:

—Un momento, por favor. En breve llegará el señor Paolo Benito, que es quien los ha buscado a ustedes —insistió.

Pieri no podía, ni quería, creer lo que escuchaba. Un pavor le espeluznaba la piel de todo el cuerpo; escuchar de nuevo el nombre Berni y unido a la ciudad de Piacenza… parecía una mala película.

El hombre más grueso lo intimó:

—Aquí, en los papeles, está bien claro el nombre: Be-ni-to Ber-ni. ¿Ve, ve…? —dijo señalado la guía.

Pieri, alejando el recibo de la vista para poder verlo mejor, ya que estaba sin sus anteojos, al fin, lo alcanzó a leer: era verdad, ahí estaba ese apellido que había enterrado en lo más profundo de su conciencia, ese que nunca en su vida hubiese querido oír, ese que pertenecía a una familia que él creía desaparecida. Aún con las pruebas frente a sus narices, insistió. Un hilo de esperanza de que todo fuera una equivocación le permitió decir:

—No será que…

—Señor, tenemos que empezar a cargar.

—Pero es que Berni se murió… —se animó a decir, al fin, Pieri. Él lo había visto muerto con sus propios ojos.

—Que yo sepa, está vivo. No lo conozco personalmente, pero sabemos que es joven, no creo que se haya muerto…

El más novato de los dos hombres, el que no había abierto la boca y que no podía quitarse de encima la idea de los panino que estaban esperándolos en el camión, agregó:

—Salvo que estos días haya tenido un accidente. En ese caso, tal vez, no tengamos que hacer el transporte.

Al ver el rostro de incertidumbre de Pieri ante esta conversación de locos, el otro transportista insistió con los pocos datos físicos que había escuchado de él:

—Se supone que Berni es alto, joven y rubio.

Pieri, al escuchar la descripción, sintió que el mundo le daba vuelta. Un pasado que estaba enterrado debajo de años de olvido se sacudió el polvo y se plantó frente a él. Y ahora, lo miraba a los ojos y no podía soportarlo.

—Nosotros vamos cargando y cuando venga el tal Paolo… nos avisa… —propuso el hombre más grande.

Trastornado, Pieri sólo se hizo a un lado y los dejó pasar. Creía que iba a caerse redondo, allí mismo, frente a ellos, en el piso.

* * *

El reloj marcaba las ocho y media en punto cuando Adela se levantó de la cama del acolchado rojo. Un rato antes había escuchado el portazo de Benito e, imaginándose que se habían quedado dormidos, apurada, empezó a buscar sus prendas. Iría directo a la academia; su padre creería que había dormido en la casa y que, como a ella le gustaba hacer cada mañana, había ido a abrir temprano la escuela.

Eran las ocho y treinta y cinco cuando el Mercedes Benz negro de Benito Berni se estacionó frente a la casa de Pieri, justo detrás del camión.

¡Puttana madre! ¡Ya llegaron!

Se bajó apurado, pasándose la mano por el pelo rubio buscando peinarse —ni eso había tenido tiempo de hacer— y se acercó a la puerta justo cuando los dos transportistas cargaban el cuadro del maestro Fiore. Era grande, les costaba sacarlo por la entrada.

—Aquí llegó el señor Benito… Él dirá a dónde van las cosas —articuló Pieri, sin la seguridad que había tenido al comienzo de la mañana sobre quién era quién mientras lo miraba hipnotizado.

Los dos trabajadores, cuando al fin logaron sacar el cuadro, lo depositaron en el piso y el que llevaba la voz cantante, mirando a Benito Berni, le dijo:

—Señor…, ¿estas cosas van a Piacenza o a Roma?

—A Piacenza —dijo Berni con firmeza. El mundo podía caerse y explotar en mil pedazos, pero esa carga iría al castillo. Hacía años que esperaba esto.

—¿Qué dije yo…? —preguntó el transportista más grueso y, señalando a Pieri, agregó—: Es que el señor decía que no.

—Teníamos una confusión con los lugares y los nombres… —se defendió Pieri con un hilo de voz; temía que las cuerdas vocales se le quebrasen si hablaba más fuerte.

Entonces, el transportista, inocente a lo que estaba aconteciendo, dijo sin ningún empacho:

—¿Usted es Benito Berni, el que nos contrató, verdad?

La respuesta a esa pregunta dilucidaría el enredo.

Benito sopesó la respuesta por unos instantes, pero la potente realidad de que todas esas cosas tenían que ser sacadas ya mismo de la casa de Pieri le ganó la pulseada a cualquier otra idea. Las cartas estaban echadas.

—Sí, soy Benito Berni.

El mundo se detuvo para él y para Pieri.

—Bueno, si todos estamos de acuerdo con que usted es Berni, el que nos contrató, y que las cosas van a Piacenza, seguimos cargando tranquilos.

—Sí —volvió a decir imperturbable Benito.

—¿Qué diablos es todo esto, Benito, Paolo o Berni, o quien cuernos sea usted?

Lo ojos claros de Benito lo miraron impasible. Transformándose él en Berni, Rodolfo se convertía en su antiguo profesor de pintura, en el mismo ruin hombre que había llevado a los alemanes a su casa, el mismo que se había robado las pertenencias de su familia. El desdén le pintó las facciones. Benito, que no se caracterizaba por las muchas palabras, y que tampoco había planeado que las cosas salieran así, decidió que era momento de poner en frases lo que sucedía, porque allí estaba, frente a frente, con ese ser despreciable que era Pieri, y sin necesidad de ocultar nada.

—Yo soy Benito Berni… Hijo de Aurelia y Mario Berni.

—Usted me ha engañado todo el tiempo.

—No más de lo que usted ha engañado a todos durante muchos años, sabiendo que los objetos de esta casa eran de mi familia.

—Pero esas cosas…

¿Cómo sabía él eso? ¿De dónde había salido un hijo de Mario Berni? Había pensado que el único que tenía, aquel muchachito rubio al que le daba clases de pintura, también había muerto. Era evidente que no.

—Estas cosas son mías, de los Berni… ¡Y bastante que le he pagado por ellas! Podría haberlo denunciado.

—¿Denunciado? ¿Usted a mí? Yo podría denunciarlo a usted.

—¿Por qué? ¿Por comprarle las cosas con un cheque bueno que usted aceptó?

—Usted sabía todo cuando me prestó dinero de Giuseppe… ese hombre que se quedó con mi academia, con mi casa y que vaya a saber si realmente existe.

—Que exista o no, es lo de menos. Usted tomó prestado ese dinero y nunca cumplió con lo pactado. Y ahora debe pagar la pena que corresponde entregando la academia y pagando al banco la hipoteca. Y más le vale que la desocupe pronto, si no, también perderá su casa. Acá están todos los contratos —dijo Berni.

—Usted es un maldito.

—¿Yo…? —dijo Berni poniendo las manos en el cuello de Pieri—. ¡Usted es el maldito que llevó la desgracia a mi casa e hizo que mis padres murieran! ¡Usted tiene la culpa de todo!

Rodolfo Pieri, asustado, no respondió. Benito, con los ojos en llamas, vacilante entre apretar su cuello o soltarlo, se decidió por lo segundo y dijo:

—Es usted un ser despreciable. No merece que yo me ensucie.

—Era la guerra, todo era diferente. Usted era un niño… No sabe lo que fue…

—No me interesan sus explicaciones. Ya me voy, festeje. Tiene suerte de que ya no me verá nunca más. Porque yo podría haber urdido algo mucho peor para usted y su familia.

Los transportistas introdujeron las últimas cosas en el camión. Mientras cargaban los bultos les había resultado imposible no escuchar la discusión entre los señores Pieri y Berni. Era evidente que algo terrible los unía.

—¿Están terminando? —preguntó Benito a los dos hombres.

—Sí, esto es lo último —respondió uno de ellos señalando la escultura de las dos niñas, aquella que realizara el maestro Francesco Mochi.

—Muy bien. Lleven todo a Piacenza; los veré allá.

Luego, subiendo a su auto, aceleró al máximo y se marchó. El camión lo hizo tras él. Rodolfo Pieri, observando cómo los dos vehículos se marchaban, corrió hasta el asfalto y allí, en medio de la calle y de los autos que circulaban, comenzó a insultarlos a los gritos, con sus brazos en alto. Su mujer, pensando que a estas alturas habían terminado de cargar todo, apareció y le preguntó qué era lo estaba sucediendo. Él no le respondió, sino que cayó arrodillado en el piso; un fuerte dolor en el pecho lo ahogaba. María intentaba levantarlo en medio de los bocinazos de los autos, pero no podía, no le daban las fuerzas. Así estaban los dos cuando la aparición de Adela fue su salvación porque se acercó inmediatamente dispuesta a ayudar. Unos metros antes, la muchacha había visto pasar a Benito en su auto seguido por el camión y le había llamado la atención. Pero ahora, al ver a su padre tirado en el piso, supo que algo terrible había sucedido. «¿Habrán discutido por mí, en mi ausencia?», pensó en forma inocente.

Unas calles más adelante, Benito se tomaba fuerte del volante, las manos le temblaban. Acababa de ver a Adela con su vestido rosa y sabía que sería la última vez. Era una Pieri y jamás podría estar con ella. De todas maneras, era cuestión de tiempo para que Adela pensara lo mismo porque en cuanto se enterara de todo lo que él había planeado y llevado a cabo tampoco querría nada con él.

Sólo una palabra calmaba el perturbado interior de Benito: Piacenza… allí se dirigía.