Capítulo 26

Es preferible que una verdad nos hiera, antes de que una mentira nos destruya.

Florencia, 1967

Pasado el primer momento de incertidumbre y de temor por la salud de Rodolfo Pieri, su familia se tranquilizó. El médico les había dicho que necesitaba descansar mucho y no preocuparse tanto. Pero lo cierto era que lo sucedido días atrás entre Benito y él no había quedado claro para nadie y había terminado trastocando los horarios y las actividades de todos en la casa, cuando no los sentimientos, como en el caso de Adela, que no sabía qué hacer ni qué pensar ante lo acontecido. Más allá de la preocupación que tenía por la salud de su padre, ella estaba deshecha porque desde ese día Paolo había desaparecido sin siquiera dar una explicación. No tenía ninguna certeza acerca de por qué habían discutido los dos hombres; tampoco sabía si, en realidad, lo habían hecho, pero era evidente que se había producido un quiebre importante en la relación que ellos mantenían. Quería averiguar qué era lo que había pasado, pero no sabía hasta qué punto podía presionar a su padre sin hacer peligrar su salud. Su madre no tenía información; ella le dijo que no sabía nada de ese fatídico día y le repitió lo que había visto: cuando escuchó los gritos y se asomó, Benito ya se había ido y Rodolfo estaba en pleno ataque. María, conforme avanzaba la semana, volvía a preocuparse por su marido, que ya no parecía ser el mismo de siempre. Se lo veía metido en su propio mundo y casi no participaba de lo que sucedía a su alrededor. Ese día, mientras amasaba en la cocina, María se preocupaba por la salud mental de su esposo, pero también por el estado de distracción y desinterés en el que se hallaba atrapado. No era el momento para evadirse; no ahora que tenían que tomar importantes decisiones económicas. Pieri no estaba lúcido, o si lo estaba, estas resoluciones no le importaban. Los planes de mudar la academia a la casa habían sido suspendidos, él no se hacía cargo y las mujeres no sabían muy bien cómo llevarlos adelante, fuera de que nadie entendía qué había ocurrido con Paolo Benito.

Esa tarde, Rodolfo Pieri se hallaba sentado en un sofá de la sala con los hombros cubiertos por una mantita y con la mirada perdida en el trozo de calle que se observaba por la ventana. Al verlo así, Adela decidió volver a la carga en busca de información. Ella había pasado gran parte del día llorando por Benito y estaba harta de no saber qué hacer. Había pensado en ir a Roma a buscarlo, pero ella ni siquiera sabía en qué parte de la ciudad vivía o dónde estaba el local de antigüedades que le manejaba a Giuseppe Conti.

Adela se sentó junto a su padre y le preguntó sin preámbulos:

—Papá… ¿Qué pasó con Benito? ¿Por qué discutieron?

Pieri pestañó un par de veces sin quitar la vista que tenía fija en la copa de un árbol desde hacía bastante tiempo.

—Papá, no me puede hacer esto, necesito que me diga.

Otra vez el silencio.

—¡Papá, Benito y yo teníamos una relación! ¡Necesito saber qué pasó!

Nada, ni un gesto siquiera en la cara del hombre.

—Contésteme… él me quería… éramos novios, no puede ser que se haya ido sin decir nada —se atrevió a conjeturar Adela buscando que su padre entendiera por qué ella necesitaba saber.

Rodolfo Pieri pestañeó de nuevo varias veces y se pasó las dos manos por la cara, como si algo le molestara en el rostro. Al fin dijo:

—Olvídate de él, Adela. Busca otro muchacho.

—¡Eso no es tan fácil!

—Es lo mejor que puedes hacer.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Olvídate de él.

—¡No puedo olvidarme! ¡No quiero olvidarme! —ya no quería que le repitiera eso de nuevo.

—Tendrás que hacerlo. Él nunca te quiso, ni podrá quererte. Nunca, nunca. Él sólo quería vengarse de nosotros. Por eso vino, por eso nos quitó la academia y nos sacó nuestras cosas.

¿Qué le pasaba a su padre? La academia la habían perdido porque no habían pagado y las cosas —así lo había expresado su padre— las había vendido por propia voluntad para conseguir algún dinero extra. Esta situación era un ovillo sin punta.

—¿Vengarse, de qué? ¿Nosotros qué le hicimos?

Pieri miró otra vez por la ventana buscando la copa del árbol en la que había centrado su vista gran parte de la tarde, y cuando sus ojos la hallaron, se encerró de nuevo en su mutismo. Él no iba a hablar del pasado, de cosas que ya estaban enterradas; no iba a contar viejas desgracias en las que había jugado un papel decisivo y nefasto, no ahora, después de tanto tiempo. Berni había abierto esa puerta y lo único que había traído era destrucción y dolor para todos. ¿Para qué seguir con esto, entonces? Él ya había perdido la academia y su colección de arte, pero aún le quedaba el respeto de su familia, y si abría la boca, quién sabe si no lo perdería junto a otras cosas más.

Adela, al ver la actitud de Pieri, comenzó de nuevo su interrogatorio, pero su madre, que amasaba en la cocina y oía la conversación entre ellos dos, apareció y le dijo:

—Adela, deja tranquilo a tu padre. Ya pasará un poco más de tiempo y hablará del asunto. Ahora hay que esperar.

Adela se levantó del sofá, fue hasta la puerta donde estaba María, y, mientras se acercaba, le habló en un tono un poco más bajo. Su madre tenía que entenderla, siempre lo había hecho:

—Yo no puedo esperar, necesito saber ahora —su voz sonaba desesperada.

—Pues tendrás que hacerlo, ya sabes que tu padre todavía está delicado de salud. Yo misma he intentado que me cuente, pero no quiere hablar. Así que déjalo.

—Yo no esperaré un mes para saber qué pasó. Me iré ahora a Roma a buscar a Benito.

—¿A Roma? Pero, ¿cómo harías para encontrarlo?

Adela le explicó su precario plan:

—No debe ser difícil hallar el negocio de antigüedades. Él dijo que estaba cerca de la fontana de Trevi.

María pensó que ella no podría frenar a su hija. Entendió, además, que en ese plan existía una posibilidad, aunque remota, de hallar al joven. Así que dijo:

—Ve, si quieres. Tienes mi consentimiento.

Adela sonrió y movió la cabeza afirmativamente. Al fin aparecía una luz de esperanza para su dolido corazón. Aquella frase que sostiene que una persona enamorada es un adicto empedernido cuya droga es el ser querido, se hacía carne en ella. Nada la hubiera detenido, nada. «El amor es una fuerza imposible de refrenar», pensó María, mientras veía a su hija organizar el viaje. Adela partiría a Roma en el primer tren de la mañana siguiente.

* * *

Cuando Adela llegó a Roma vistiendo su trajecito blanco con botones negros y sus tacos altos, lo hizo sin saber qué le depararía esa ciudad; ni siquiera estaba segura de si tendría que pasar o no una noche allí; pero ella, que siempre había sido temerosa de las grandes metrópolis, en esta oportunidad, a pesar de haber visitado Roma en pocas ocasiones, no se preocupó de nada, salvo de encontrar a Benito. Deambuló inquieta por las calles pidiendo indicaciones hasta que al fin, en el cruce de tres arterias, dio con la fontana de Trevi. Una vez allí, caminó dos calles en todos los sentidos, ida y vuelta, varias veces.

Durante la búsqueda del negocio de antigüedades, caminaba varios metros en una dirección y, al no encontrarlo, regresaba a la fuente; luego, partía de nuevo. Tras varios intentos fallidos, cansada y un tanto descorazonada, se sentó en uno de los banquitos frente a la fuente. Desde ahí podía ver cómo algunas personas arrojaban monedas pidiendo sus deseos. Ella tomó algunas de su cartera y poniéndose de pie se acercó al agua. Según la creencia, dos monedas lograban un nuevo romance; tres aseguraban un matrimonio o una separación definitiva. Decidió lanzar tres y asumir el riesgo. Las arrojó con los ojos cerrados, con la mano derecha sobre el hombro izquierdo, como se decía que debía hacerse. Luego, dio la media vuelta y abandonó la fuente, lista para continuar su pesquisa. Y a poco de andar, vio que por la acera pasaba un muchachito con una escultura en brazos. Marchaba en una dirección que ella ya había probado, pero, tomándolo como una señal, lo dejó ir adelante y lo siguió. A paso lento pero firme, el joven sobrepasó el límite que Adela se había fijado. Cruzó otra calle, tres; otra, cuatro. Adela perdió la cuenta. ¿Habían sido ocho? Hasta que lo divisó… ahí estaba, era un local de antigüedades grande y vistoso, con muchos objetos caros en la vidriera. Tenía que ser ese. El muchacho entró allí con su escultura en brazos; ella, por detrás, también.

En minutos una mujer joven de flequillo y cabello castaño, metido en el rodete de moda, le recibía la escultura al chico y luego le preguntaba a ella en qué la podía ayudar. Adela, mientras le respondía, la observaba admiraba: el parecido con ella era asombroso, podría haber sido su hermana.

—¿Este negocio es de Giuseppe Conti?

—No… —le respondió Marina mirándola de arriba abajo. Por un momento, antes de que dijera el nombre de quien buscaba, había llegado a pensar que la chica era alguna de las admiradoras de su patrón; siempre había alguna persiguiéndolo. Pero ahora, mirándola mejor, le llamó la atención su parecido con ella. Claro, con la salvedad del estilo. Su atuendo era formal y llevaba el cabello suelto como se suponía que no debía hacerse si se quería parecer mundana y a la moda.

—¿Aquí trabaja Paolo Benito?

—No… ¿Por qué? ¿Qué necesita?

—Necesito encontrar a esa persona. Me dijeron que trabaja en un local de antigüedades como este.

—La verdad… No lo conozco.

—¿De quién es este local?

Marina dudó un instante en darle esa información, pero enseguida bajó la guardia; la chica parecía inofensiva, una mosquita muerta de esas que los hombres engañan con facilidad. «Aunque, quién sabe —pensó—. A veces, estas son las peores.» Igual, le dio pena; se la veía desesperada. Por eso, le dijo con sinceridad:

—Es de Benito Berni.

—¿Puedo hablar con él?

—Mire, señorita, él está de viaje.

—¿En dónde está?

Adela había llegado a pensar, a creer… Tal vez, si la mujer le decía «En Florencia», todo podía tomar sentido. Pero la respuesta fue otra:

—En Piacenza.

Al oírla, se descorazonó.

—¿Hay otros negocios como este por aquí cerca?

—¿Probó con el de la vía del Governo?

—No, pero iré. Gracias por su tiempo —dijo con el hilo de voz que le quedaba y se marchó; quería llorar. Caminó hacia la puerta y salió a la calle sin saber que acababa de perder su última oportunidad de encontrar a Benito.

* * *

Una hora más tarde, Adela había entrado en el lugar recomendado por la chica. El dueño de este negocio tampoco estaba, pero le habían explicado que pertenecía a una mujer, así que lo descartó. También había entrado en dos más, donde la habían atendido sus propietarios, ambos hombres mayores; uno, de bigotes y el otro, algo excedido de peso. Ninguno de los que había consultado conocía el negocio del tal Paolo Benito. Parecía que a él y a su local se lo había tragado la tierra. Adela comenzaba a sospechar que detrás de toda esta historia había una gran mentira de la que su padre, tal vez, era el cómplice principal. Porque él sabía lo que pasaba y no quería contarlo.

Llevaba caminando varias cuadras sin sentido, cuando se dio cuenta de su estado. Estaba cansada, le dolían los pies, no había comido nada en todo el día y ya casi oscurecía. Decidió que esa noche no volvería a Florencia, sino que se quedaría y la pasaría sola en un hotel; tenía el dinero para hacerlo y la desesperación le había quitado todo miedo; además, no quería regresar a su casa. Necesitaba pensar. Este era un puzzle al que le faltaba una pieza y ella necesitaba descubrir cuál era. Porque precisaba encontrar a Benito… su Benito… ese que la había hecho su mujer en la cama del hotel de Florencia, ese que le había dicho que la amaba. Lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mientras pensaba en esto y caminaba con sus últimas fuerzas en busca de un lugar donde dormir.

Paolo Benito existía y estaba en alguna parte. Ella se había acostado con él y no una vez, sino muchas. En algún lugar tenía que estar.

* * *

Una vez instalada en el hotel, todavía sin comer nada desde el desayuno, tirada en la cama, seguía pensado… si Paolo Benito existía pero no estaba en donde le había dicho que trabajaba, era porque les había mentido a ella y a su padre. Si unía ese pensamiento con que su padre se negaba a hablar y con las palabras que él había pronunciado «Vino para vengarse», entonces, llegaba a la conclusión de que se trataba de algo relacionado con el pasado. ¿Pero qué? ¿Cómo saberlo? Tenía que ser algo antiguo porque ella conocía todo acerca de su padre durante los últimos años; no en vano lo ayudaba en la academia. Lo único que no encajaba era la edad de Benito; era demasiado joven para haberse relacionado con su padre desde tantos años atrás. Pero el pasado era la guerra… y en ella podría haber sucedido cualquier cosa.

¿Quién de su confianza podía conocer el pasado de su padre? ¿Quién podría recordar y contarle acerca de la guerra? Era evidente que su madre no estaba al tanto de nada; con ella no podía contar.

Pensaba y pensaba cuando una persona vino a su mente: su anciana tía Rosa, la prima de su padre.

Si bien con ella durante los últimos años no habían mantenido una relación estrecha a causa de un lejano distanciamiento con su padre, creía que, si le pedía hablar, ella accedería.

Resolvió que a su vuelta a Florencia iría a La Mamma, el restaurante que ella tenía. Su tía debía saber algo. Y ese fue su último pensamiento porque de inmediato se quedó profundamente dormida con el trajecito blanco de botones negros puesto y prendido y con los pies llenos de ampollas.

* * *

Al día siguiente, Adela tomó el tren de Roma a Florencia y decidió que, antes de pasar por su casa, visitaría a su tía Rosa.

Cuando llegó y vio la puerta del restaurante abierta, entró. Pero al hacerlo, no la encontró. Allí le explicaron que, debido a su edad, ya casi no venía al local, sino que daba algunas instrucciones desde su casa. Un buen encargado cumplía a la perfección su papel para que ella pudiera descansar y, a la vez, seguir viviendo de su negocio. Ella, que siempre había sido muy vital, ya era una mujer grande.

Adela, en vez de dar toda la vuelta por afuera, pasó del salón al patio y, de allí, a la casa. Ya frente a la puerta, no se animó a abrirla, sino que golpeó.

Su tía Rosa le abrió. Al verla, se asombró y se puso contenta al mismo tiempo. La saludó con un beso y un abrazo. Luego, le convido un té. A Adela siempre le había gustado conversar con ella porque era una mujer dulce y sabia, pero se daba cuenta de que el distanciamiento con su padre les había quitado las oportunidades para hacerlo durante los últimos años. A pesar de que su padre y Rosa ya no se trataban, su tía solía enviarles regalos a ella y a sus hermanas. Cuando niñas, se habían visitado mucho, pero los años habían traído el frío de las relaciones y era evidente que alguna situación lo había detonado.

Rosa Pieri aprovechaba la visita de Adela y le pedía una reseña de los miembros de la familia, quería saber cómo estaban, qué era de sus vidas. Pero en esta oportunidad, a su sobrina le fallaba la paciencia. Quería pasar directamente a hablar sobre el motivo que la había llevado hasta allí.

—¿Y tus hermanas? ¿Cómo están?

—Bien, grandes.

—Deben ser unas señoritas. ¿Y tu padre…? ¿Cómo está Rodolfo…? Sé que ha tenido problemas con la academia.

Las noticias malas corrían rápido.

—Tía, la hemos perdido; está a punto de cerrarse.

—¿Perdido? ¡Qué terrible! Tienes que contarme cómo ha sucedido esto. Ven, sentémonos aquí, en mi cocina. ¿Quieres unas cantucci? —le ofreció.

—Sí, no he comido nada desde ayer.

—¿Pero por qué, niña mía?

—Vengo de Roma. He llegado en el primer tren de la mañana.

—¿De Roma?

La respuesta le pareció rara. Una muchacha como Adela viniendo de Roma… en el tren de la mañana… Significaba que había pasado la noche allá y eso no era normal.

—Es una larga historia relacionada con las deudas que nos hicieron perder la academia. Y con respuestas que mi padre no quiere o no puede darme. Tal vez tú puedas ayudarme con mis preguntas.

—Dime, niña. Si está dentro de mis posibilidades, prometo hacerlo. Ya sabes que soy partidaria de que es preferible que una verdad nos hiera, antes de que una mentira nos destruya.

—Creo que tiene que ver con el pasado.

Rosa Pieri suspiró. El pasado era la guerra y en esta había habido demasiadas maldades y muy pocos podían afirmar que habían permanecido ajenos a ellas, ya sea porque las habían cometido o porque las habían sufrido en carne propia. Veía tan mal a su sobrina que esperaba que ella no hubiese terminado salpicada por alguna vieja historia.

Rosa sirvió una segunda taza de té y Adela comenzó a explicarle la situación. Su tía escuchaba y guardaba silencio. Algunos hechos los conocía porque los había visto con sus propios ojos; otros, eran relatos que iban de boca en boca. Adela nombraba el tapiz antiguo, el retrato de Boldini y la pintura de Fiore y a ella, con la última, se le hacía inevitable no recordar aquel día en que le había pedido a su primo que le averiguara sobre ese cuadro, aquella obra que buscaba con ahínco su amigo Fernán. Tras pedirle datos para enviarlos a la Argentina, Rodolfo nunca más le dijo nada, como si aquel pedido jamás hubiera sido formulado. Hasta que un día ella visitó la casa de su primo y descubrió la obra en la sala principal. Ese había sido uno de los motivos del distanciamiento. Tampoco se olvidaba de aquella vez, durante la guerra, cuando él había traído al restaurante a un grupo de oficiales alemanes. De su primo había chismes por doquier relacionados con algunas obras de arte y su sucia conexión con los alemanes. Escuchando el relato de su sobrina, entendió —a pesar de que tendría que realizar algunas averiguaciones— cuál era el hilo conductor de esta historia. Al contemplarla apenada y con la incertidumbre acechante, se dio cuenta de que la pobre niña había quedado inmersa en esa triste historia. Y eso era malo, muy malo.

—¿Adela querida, realmente quieres saber? Tal vez, lo mejor sea dejar todo así como está.

—Necesito saber.

—Pequeña, no tengo todas las respuestas… Pero si así lo deseas, lo averiguaré.

—¿Puede haber alguien que quiera vengarse de mi padre? —repitió la pregunta que ya le había hecho. Hacía un momento, cuando la formuló, su tía había dudado y no le había dado respuesta. «En esta ocasión, quizás, hablaría», pensó con esperanza.

—Los tiempos de la guerra fueron difíciles… Él tenía una familia que alimentar…

Rosa dio vueltas y más vueltas. Al fin, Adela insistió:

—Tía, entiendo que usted no sabe todo, pero lo que sabe, por favor, cuéntemelo. Usted me dijo que me diría la verdad.

Rosa, otra vez, intentó escapar por la tangente, pero no fue posible contentar a Adela. Entonces, le dijo:

—Mira, lo que sé, es lo que saben muchos: él hacía trato con los alemanes y con esto, probablemente, terminó perjudicando a algunas familias. Imagínate que los alemanes querían las obras de arte, y él, como profesor de pintura, sabía bien en qué casas estaban.

—No puedo creerlo.

—No lo juzgues… eran tiempos donde todos hacíamos lo que podíamos.

—Tía, yo ya le expliqué… Paolo Benito me dijo que me amaba… Preciso saber si me engañó.

—Haré lo posible, dame unos días.

Rosa tenía un indicio acerca de quién podía ser Paolo Benito, pero no podía decírselo con seguridad.

El tema era demasiado delicado y seguiría trayendo consecuencias. Aunque eran irrefrenables, algunas seguirían gestándose de manera inevitable, como la que crecía en las entrañas de Adela. Sólo que ella aún no lo sabía.