Capítulo 27
Florencia, 2008
Ese viernes por la mañana, exultante, Emilia empujó con energía una de las dos hojas de la puerta de vidrio de la editorial italiana de su revista y salió a la calle. Al hacerlo, el ruido del tráfico y el calor del verano le dieron de lleno. La diferencia con el aire acondicionado del interior del lugar era tan grande que, afuera, le costaba respirar. Pero no le importó: la alegría no se esfumaba por un poco de calor. Estaba contenta. En su vida, algunas cosas no habían salido como ella esperaba, pero otras, muy importantes, como la que acababa de conseguir, sí; no podía quejarse. Acababa de hablar con Poletti, le había entregado la totalidad de la nota y estaba conforme. Además, lo había tanteado sobre la posibilidad de que la tomaran en forma permanente en la revista si ella se quedaba a vivir en Italia… ¡Y Poletti le había respondido de inmediato que sí y se había mostrado muy interesado en que ella formara parte del staff permanente! Por un lado, la incorporación significaba algo muy importante: si ella se instalaba de manera definitiva en Florencia, como venía pensando, tendría trabajo fijo, lo cual, sin dudas, era una excelente oportunidad laboral. Por otro lado, la confianza de Poletti era una evidencia de que su trabajo se hallaba en franco ascenso. Estaba orgullosa de lo que había logrado porque se le había abierto una oportunidad en el mundo desarrollado… Y eso que en el último tiempo había vivido en una vorágine emocional.
Con Fedele, después de la gran pelea que habían tenido, la que había durado dos días por culpa de la conversación con Manuel, habían llegado a la conclusión de que ninguno de los dos era tan perfecto como habían creído al principio, pero que, a pesar de sus flaquezas, querían seguir juntos porque comenzaban a ser parte de la magia que une a los que se aman de verdad, quererse más allá de los errores y de las imperfecciones, perdonarse a pesar de todo, volver a empezar cada mañana y elegirse cada día.
Sólo le preocupaba cómo sería estar separados durante veintiún días, el tiempo que ella pasaría en Argentina. Fedele no quería que superase las tres semanas; ella, tampoco, ya que en su interior temía que, si alargaba la estancia, su panza sería tan inmensa que resultaría irreconocible y él ya no la querría. Sabía que era una tonta al pensar así, pero no podía evitarlo. Emilia no imaginaba que Fedele también tenía sus propios miedos: él recelaba que, cuando ella estuviera allá y viera a Manuel, se reconciliaran y decidiera no volver nunca más. Fedele sabía que era un tonto al pensar así, ¿pero acaso esa no era también una posibilidad? Porque en los meses venideros les esperaban situaciones ante las cuales ni ellos mismos sabrían cómo reaccionar. Y debían estar preparados para todo.
* * *
Cuando Emilia llegó a la casa, le dio pena que Fedele aún no hubiese regresado. Estaba ansiosa por contarle la buena noticia del trabajo, pero no se preocupó; sabía que no tardaría en llegar porque en un rato saldrían para Ancona. Ese fin de semana tenían pensado visitar a la madre de Fedele. La ciudad donde ella vivía quedaba al sur de Florencia y daba al Adriático. Por delante, tenían casi cuatro horas de viaje. La idea era salir a la tarde temprano para compartir la cena con ella y hacer noche en su casa. Al día siguiente aprovecharían la playa y regresarían a última hora. Parecía un buen plan, pero no podía evitar sentirse un tanto nerviosa porque… la madre de Fedele era… ¡su suegra! Y ella no era cualquier nuera.
Emilia se dio un baño y comenzó a prepararse. Antes de elegir qué ponerse, se observó en el espejo grande del cuarto: la ropa interior de color blanco hacía lucir su bronceado, pero a ella, lo único que le importaba, era mirar su panza. Con prendas apretadas, todavía podía pasar por media docena de canoli recién comidos; con ropa suelta, ni se notaba. Pero si iban a la playa y la madre de Fedele era observadora, tal vez, se diera cuenta. No había hablado con Fedele sobre si él tenía pensado contarle o no de su estado. Y mirándose en el espejo del baño para maquillarse, notó qué nerviosa se ponía con cada minuto que pasaba.
Se aplicó el delineador líquido negro… ¿Y si la mujer se daba cuenta de que estaba embarazada? ¿Fedele le diría que el bebé no era de él? ¿O se lo callaría?
Rímel negro… ¿Fedele la presentaría como su novia?
Rouge rojo… ¿Y si la mujer le preguntaba directamente a ella estas cosas? ¿Ella tenía que decirle toda la verdad?
Brillo labial… ¿Y si era antipática y no se caían bien? La primera mujer de Fedele, Patricia, ¿se habría llevado bien con su suegra?
Se odió por no haberle preguntado antes todas estas cosas; pero si no lo había hecho antes era porque había estado entretenida con su nota… y hasta por pudor.
Dio por terminada su obra de maquillaje. Y al verse con detenimiento, se dio cuenta de lo mucho que le había crecido el cabello, que le caía claro y con movimiento hasta casi la cintura. Se prometió a sí misma que esa semana iría a la peluquería. Alberto, el peluquero argentino que había jugado un papel importante el día en que se decidió por el cambio, era una especie de confesor. Y la verdad era que ya necesitaba un nuevo corte. Miró la cama sobre la que había extendido dos vestidos, el blanco y el bordó. Estaba indecisa. Se calzó las sandalias bordó y altas que amaba y, con un vestido en cada mano, se los apoyó en el cuerpo buscando decidirse.
Así estaba cuando sintió la voz querida que la llamaba desde la cocina.
—¿Emi, estás lista para que nos vayamos? ¿Por dónde andás?
—Estoy en el cuarto —respondió y luego agregó—: Pero todavía no terminé de cambiarme. Es que no sé qué vestido ponerme. No sé cuál es el mejor para que me vea tu mamá.
Fedele, de jean y camisa, apareció en la puerta con ánimo de ayudarla. Así podrían partir de una buena vez. Pero la imagen de ella, bronceada, con las sandalias altas, en ropa interior blanca, y el rostro maquillado con el cabello húmedo y largo, lo impactó. La miró por unos segundos… hasta que pudo decir:
—¡Emilia, por Dios, qué hermosa estás!
—Yo… —dijo Emilia incrédula. No podía creer que el cumplido fuera para ella. Hacía un rato que luchaba indecisa entre los dos vestidos y le parecía que ninguno le quedaba bien.
—Es que la panza…
—¿Panza? —dijo riendo—. Ya vas a saber en unos meses lo que es tener panza. Cuando creas que tu piel no puede estirarse un milímetro más, pasará otro día y seguirá creciendo. Ahora…, simplemente, estás preciosa. Ven acá.
Era evidente que él sabía lo que era convivir con una mujer embarazada.
—Ven acá —insistió.
Ella comenzó a acercarse mientras él la comía con la mirada. Cuando la tuvo cerca, le puso la mano en el talle y la besó en la boca. Ella le respondió con deseo. Se besaron durante un largo rato hasta que Fedele le dijo:
—Creo que no saldremos hasta en una hora… Hay cosas que son urgentes…
—Creo que media hora nos alcanza y nos sobra —repuso ella sonriendo mientras se sacaba la parte de arriba de la ropa interior y dejaba al descubierto sus pechos blancos que contrastaban con el resto de la piel tostada y que, de inmediato, se convertían en una vocación para la boca y las manos de Fedele; su lengua y su piel estuvieron de fiesta hasta que decidió alzarla y llevarla entre sus brazos hasta la cama.
—Cuidado que estoy de sandalias… Esperá que me las saco —dijo Emilia mientras se quitaba lo que le quedaba de ropa interior y buscaba comenzar a desprender el broche del calzado.
—No. Quiero amarte así, con los tacos puestos… maquillada… bela, belisima… —dijo él con la voz ronca por el deseo, mientras intentaba sacarse el pantalón, tarea que quedó por la mitad porque cuando desprendió los botones de su jean, sin esperar a sacárselo, se trepó sobre Emilia.
—¿Te peso? —preguntó mientras le besaba y le mordía la boca.
—No…
—¿Segura?
—Por Dios, Fedele, amame, no demores más…
Fedele sonrió. Le gustaba cuando Emilia se desesperaba por tener sexo con él. Le hizo caso y la penetró; ella gimió, entonces, él le aprisionó las dos manos en alto, contra el respaldo de la cama, y así, mirándola a los ojos mientras arremetía una y otra vez en su interior húmedo, le dijo:
—Te amo, Emilia.
Ella le respondió con las mismas dos palabras.
Y otra vez… el disfrute, la pasión, la piel, el cuerpo, pero, también, los sentimientos, el corazón.
Al final, serenos, ella se acordó de la buena noticia que tenía para darle sobre su trabajo y se la contó. Él, orgulloso, le decía: «¡Muy bien, muy bien!». Y festejando, le recorría la cara con besos ruidosos. Emilia había conseguido trabajo en Florencia. Podía quedarse sin ningún problema.
La fortuna parecía sonreírles. Sólo una sombra incomodaba la plenitud: el recordatorio de que faltaban cinco días, 120 horas, 7200 minutos. Era el tiempo que les quedaba para estar juntos. Después, Emilia partiría a Argentina, su país.
Una hora más tarde, los dos partieron en el descapotable rojo. Viajaban con el techo puesto y el aire acondicionado prendido —hacía demasiado calor— con la esperanza de llegar a los ocho a Ancona para cenar con la madre de Fedele.
Emilia se había decidido por el vestido blanco, que era más suelto. Mientras el vehículo avanzaba por la carretera, sus pensamientos se perdían en las palabras que Fedele le había dicho antes de amarla, cuando recién había llegado a la casa y ella, en ropa interior, se había quejado de la panza: «Ya vas a saber en unos meses lo que es tener panza. Cuando creas que tu piel no puede estirarse un milímetro más, pasará otro día y seguirá creciendo».
Él sabía de lo que hablaba, conocía bien lo que era eso, lo había vivido con Patricia, con esa mujer que había llevado en su vientre un hijo, uno que en verdad era de él. La idea le hacía doler a Emilia. ¿Pero qué hacer? Si esto ya no se podía cambiar, ni remediar. Las cosas se habían presentado así, y ahora, tenía que optar: se podía vivir llorando por lo que no era, o se trataba de aceptar y de disfrutar lo que sí se podía. Emilia miró a Fedele, a su lado, concentrado en el manejo; los ojos marrones aterciopelados iban clavados en la ruta, el dedo índice pegando contra el volante al ritmo de «Quelqu’un m’a dit», la canción de Carla Bruni que sonaba en el estéreo, de ese CD que le había regalado ella en Salerno, ese que él había aprendido a disfrutar y a tararear. Entonces, envuelta en esa atmósfera mágica y sabia, se decidió por lo segundo, por aceptar lo que la vida le daba y no centrarse en renegar por lo que le negaba. Nunca todo era perfecto y buscando la quimera de la perfección se podía perder de vivir y despertarse un día dándose cuenta de que, buscando la meta, nos habíamos perdido el camino. No valía la pena, el objetivo duraba minutos; y el camino, toda una existencia. Con paz, por la aceptación que estaba haciendo, se dio cuenta de que este pensamiento era el mismo que Fedele hacía mucho había tratado de hacerle entender, el día que se amaron por primera vez, en aquel castillo medieval de Nápoles.
Se sintió contenta, el amor hacía estas piruetas, contagiaba las cosas buenas del uno en el otro, como esta profundidad a la que ella abordaba de la mano de Fedele, como el gusto por una canción que antes a él le era desconocida, y que ahora escuchaba. El amor era sorprendente; se sintió una privilegiada de poder vivirlo. El pensamiento de reconciliación con su propia vida se le hacía carne y, sin saberlo, ella abría nuevas puertas a la felicidad. Esa era la magia de la vida.
* * *
Eran las ocho y diez de la noche, y ya en Ancona, el Alfa Romeo se estacionó frente a una pequeña casa de color amarillo con dos ventanales de canteros con geranios en flor de distintos colores. Emilia, nerviosa, entraba a la vivienda y, sin haberlo programado, lo hacía de la mano de Fedele; el lugar era muy limpio y muy despojado de adornos. Desde la galería del patio, entre los sillones de mimbre con almohadones azules, saludaba a una señora de cabello castaño, corte recto al hombro, y ojos marrones idénticos a los de Fedele. Él miraba divertido la forma en que ambas se relacionaban; al fin, las dos mujeres que quería se habían conocido. ¿De qué hablarían esa velada? No lo sabía. Ellas, a simple vista, no parecían tener mucho en común. Había sido buena idea esperar para traer a Emilia; al menos, ahora ella hablaba bastante bien el italiano. Escuchándola, se prometía que, cuando estuvieran solos, la felicitaría; realmente lo merecía, lo hacía casi a la perfección.
En medio de sus observaciones disimuladas —y de las no tanto—, la mujer mayor le elogiaba a Emilia el vestido blanco y el verde de sus ojos.
Ella le respondía que el color de ojos era herencia de su abuela Abril y le devolvía el cumplido ponderándole el patio de su casa; el reducto lleno de canteros de hierbas aromáticas y flores, en verdad, la impresionaba; además, el perfume que emanaban impregnaba toda la casa; un limonero dominaba el centro. La madre de Fedele le respondía que la mano para las plantas también era herencia. Y una conversación sobre qué cosas se heredaban surgía espontáneamente entre ellas. Así, Emilia le contó parte del contenido del artículo que acababa de escribir y la mujer, atraída por el tema, se enteró de que ella era periodista.
Una hora después, los tres se sentaban a la mesa y disfrutaban de los pimientos rellenos y del vitello tonnato; Emilia descubría que ese ternero «atunado» no era otra cosa que el famoso vitel toné que en su casa siempre se preparaba para Navidad y Año Nuevo.
Y cuando ella creía que venía el postre, se dio con la noticia que los pimientos y el vitello tonnato habían sido sólo la entrada. La madre de Fedele, como buena italiana, mimaba a los que quería con la comida. La bistecca alla fiorentina y el cappon magro, una torta de pescado y verduras cocidas no se hicieron esperar. Emilia llegaba a la triste conclusión de que nunca podría competir en la comida con una madre así. Y Fedele, como adivinándole los pensamientos, le dijo:
—No te olvides de que mi madre regenteó el restaurante mucho antes que yo; por eso cocina tan bien.
Y mientras Emilia probaba maravillada el cappon magro se quejaba con Fedele de que nunca había hecho en el restaurante esa comida tan rica y liviana. Le pedía a su madre que le enseñara a hacerla y esta, gustosa, le daba la receta. Mientras lo hacía, estudiaba a Emilia, la hallaba demasiado delgada, muy independiente, una mujer dulce, que parecía muy enamorada de su hijo, y su hijo, de ella… Pero había algo… algo que no llegaba a identificar… Por suerte, se quedaban en la casa hasta el día siguiente. Tal vez, con más tiempo, podría reconocer qué era.
De postre, en la mesa se servía la macedonia con las más variadas frutas. Y mientras lo hacían, Emilia empezaba a pensar que tenía mucho en común con la mujer. Por ejemplo, a las dos les gustaban las verduras, el pescado y las frutas. Fedele, en algunas ocasiones, le tocaba la pierna a Emilia por debajo de la mesa; entonces, ella lo miraba fulminante y él se reía divertido. En otras, le tomaba la mano. La había presentado como su novia, aunque no había aclarado que vivían juntos; su madre bien podía deducirlo de sus comentarios. Fedele no se cuidaba de mencionar que, al mediodía, él llevaba la comida o que ella le usaba la computadora.
Estaban de sobremesa, pero la charla, poco a poco, se iba apagando, el cansancio del viaje a medianoche se hacía presente. Emilia escuchaba cómo charlaban madre e hijo en un italiano cerrado, pero ella entendía casi todo. Los miraba relacionarse y le daba gracia que Fedele a veces le dijera «mamma», y que otras la llamara por su nombre de pila: Adela.
Emilia llegaba a la conclusión de que Adela Pieri era una mujer cálida. Pensaba que, como al día siguiente tenían planeado ir todos juntos a la playa, allí aprovecharía para hablar con ella del cuadro de Fiore.