Capítulo 28

Ancona, 2008

Cuando Emilia y Fedele se despertaron en la cama de la casa de Adela Pieri, todavía con los ojos cerrados, él la abrazó. Y antes de cualquier otra cosa, extendió las sábanas hasta cubrir las cabezas de ambos y allí, en la improvisada casita de telas, comenzó a besarla y a hacerle cosquillas hasta que, en ese refugio de lienzo blanco, nació la pasión y, con tres movimientos certeros de Fedele, comenzaron a amarse. Esta vez, sin emitir ni un solo sonido; ella, porque no abría la boca; él, porque Emilia se la tapaba; ni loca permitiría que Adela escuchara algo.

—Tonti, ¿vos te creés que no se lo imagina? —le retrucaba Fedele en medio de los amores.

Besos, saliva y piel, una y otra vez. Otra y una vez hasta no aguantar, hasta no dar más, hasta terminar. Hasta levantarse cansados y confundidos rumbo al baño, hasta darse cuenta de que el día había comenzado, y entonces, ver algunos detalles que, en la noche y por el cansancio, no los habían tenido en cuenta. Adela Pieri les había dado la habitación que estaba junto al cuarto de baño, la única que tenía cama grande en la casa. En cada una de las mesas de luz había un jarrón con flores; sobre un silloncito les había dejado dos toallas blancas enormes, bordadas a mano con rosas rococó. Fedele le explicó que pertenecían a un juego de ropa blanca que su madre había bordado cuando era joven ya que, como buena chica italiana, se había dedicado a preparar su ajuar. Él estaba seguro de que eran los más bonitos y especiales que en ese momento tenía en su casa. Claro que Fedele obvió contarle el dato de que eso lo sabía porque cuando él se casó con Patricia, su madre les había regalado dos iguales.

Y el detalle absoluto de Adela: sabiendo que ellos la visitarían, les había comprado dos batas, una para cada uno, las que había dejado colgadas en el placard. Emilia se emocionaba con el presente, pero Fedele se reía. Su madre se había vuelto loca si pensaba que él se pondría esa prenda ridícula; jamás en la vida había usado una y no pensaba empezar ahora.

* * *

Los tres desayunaron juntos en la cocina, aunque para la madre de Fedele era la segunda vez; ella ya había tomado un café bien temprano. Allí, sentados, terminaron de armar lo que harían en el día, lo que involucró un cambio de planes, porque Adela no iría a la playa, sino que los esperaría en la casa con un almuerzo tardío.

Fedele y Emilia prepararon un bolso y partieron a la playa de Mezzavalle. La madre de Fedele se la había recomendado.

* * *

Luego de un chapuzón en las aguas transparentes, ellos dos hablaban tranquilos tendidos en la arena.

—¿Y…? ¿Qué te pareció mi madre?

—Me gusta… aunque a veces pienso que se da cuenta de que escondemos algo… —conjeturó mirándose el ombligo.

—No te preocupes. Yo me encargaré de solucionar eso cuando regresemos.

—No creo que puedas hacer mucho —dijo riendo. Luego agregó—: ¡Pero qué bien que cocina…! Me intimida pensar que nunca podré hacer platos como los que hizo anoche.

—Para eso me tenés a mí. En esta pareja, el especialista en comidas soy yo. Vos sos la encargada de las noticias y el arte.

—En noticias puede ser, pero en el arte vos también sos entendido.

—Sólo un poquito. Cuando regresemos a la casa de mi madre, haceme acordar que busquemos si hay algo de lo que yo pintaba en mis épocas de artista.

—¡Sííí, quiero verlo!

—Además, no te olvides de preguntarle sobre el cuadro que viniste buscando a Buon Giorno.

—El que hizo que nos conociéramos… Sí, ya lo pensé —dijo. Le gustaba meditar sobre aquel encuentro; le parecía mágico. Luego, agregó—: Hablaré con ella durante el almuerzo.

Disfrutaron del sol, del agua y del paisaje. Emilia se maravillaba de la belleza del lugar. Cuanto más conocía de Italia, más le gustaba. Se daba cuenta de que, aunque su abuelo Juan Bautista había sido italiano, al haber sido criado por argentinos, ella no sabía mucho de sus bisabuelos; salvo que Gina y Camilo habían sido una talentosa pareja de pintores que se había amado mucho. Pero, ¿en dónde habrían vivido? ¿En qué playas de Italia habrían paseado? ¿Se habrían sentado en la plaza de la Signoria, como lo hacía ella? Eran cosas que no sabía y que le hubiera gustado conocer. Porque Emilia sentía que, estando en esta tierra, algo adentro de ella se movilizaba y la hacía emocionar, estremecer; algo en su interior se sentía en paz y canturreaba un canto de alegría. ¿Acaso era verdad lo que había tratado de explicar en su nota «La memoria del cuerpo»? ¿Realmente existía esa memoria en los genes de la que hablaban sus entrevistados y hasta algunos científicos? Concluyó que dentro de sus genes vivía un pedacito de esas dos personas porque, si se seguía la cadena de óvulos y espermatozoides con los que ella había sido creada, llegaba, inexorablemente, al óvulo y al espermatozoide nacidos en esta tierra. Y esas células físicas ahora parecían ponerse felices de estar de nuevo en esta parte del mundo.

—¡Ey, Emi! ¿En qué pensás? —le dijo Fedele viéndola con la mirada perdida en las olas del mar.

La voz querida la sacó del ensimismamiento.

—En que debemos irnos. Mirá la hora que se ha hecho. ¡Tu mamá debe estar esperándonos para comer! —dijo mirando el reloj.

Fedele asintió y comenzaron a poner las cosas en el bolso para emprender el regreso.

* * *

Una hora después, en la galería de la casa amarilla, los tres disfrutaban de la sobremesa tomando un café. Habían comido unas piadina que cada uno había rellenado según su gusto con pollo, champignon, tomates, queso o jamón. Y ahora Adela contaba anécdotas de cuando Fedele era niño y vivían en la casa próxima a Buon Giorno, la que ahora ocupaba Fedele. Mientras la mujer relataba aquellos sucesos, Emilia la observaba con atención. Adela era una persona dulce, luminosa, tenía una linda piel para su edad, llevaba el cabello sin una cana —era evidente que se teñía de su color castaño— y tenía una manera hippie de vestirse. Ese día estaba de short blanco y camisola multicolor. Entonces, al imaginarla en esas épocas que relataba, Emilia no podía dejar de preguntarse cómo habría sido ella de joven y cuál habría sido su historia de amor. Porque criar sola a Fedele no habría sido nada fácil y más en esos tiempos; era indudable que un hombre había huido de su responsabilidad. ¿El padre de Fedele había sido parecido a Manuel por lo inconstante? Seguramente, se había tratado de alguien sin ganas de comprometerse. Una persona peor que Manuel, porque Fedele ni siquiera había visto una sola vez a su padre. Él le había contado que no lo había conocido.

—¿Mamá, tenés guardada alguna de mis pinturas o de mis dibujos? En mi casa no me ha quedado nada.

Adela se sorprendió de la pregunta, pero le resultó grata; hacía mucho que su hijo ni siquiera nombraba esa actividad que había heredado de sus propios gustos.

—Claro, hijo. ¿No has visto que en el pasillo hay un cuadro colgado? Además, tengo dibujos guardados en el placard de mi cuarto. Buscalos y traelos, así se los muestras a Emilia —propuso Adela y dándose vuelta le dijo:

—No es porque sea la madre… pero en verdad era bueno.

—Y sí… qué va a decir —indicó él riendo mientras se ponía de pie.

Ni Fedele ni su madre hicieron alusión a que había dejado toda actividad artística cuando Patricia y Carlo habían muerto.

Fedele fue rumbo al pasillo en busca de la obra y Emilia aprovechó para abordar el asunto del cuadro de Fiore.

—Me ha dicho Fedele que usted podía darme cierta información acerca de una pintura.

—Algo me contó mi hijo. ¿De qué cuadro hablamos?

—Es una pintura que tiene sus años… Fue realizada por Gina Fiore. Ella retrató a su marido, Camilo Fiore.

Adela se puso tensa. Emilia lo notó.

—¿Y por qué quieres saber de ese cuadro? —preguntó sorprendida.

—Es que los Fiore fueron los padres de mi abuelo Juan Bautista.

Adela se tomó unos segundos para responder:

—No creas que yo sé mucho. Me dijo Fedele que eran dos cuadros en dúo, ¿verdad?

—Sí. El matrimonio de pintores se retrató uno al otro con el deseo de que las pinturas siempre estuvieran juntas. En su casa, mi padre tiene el de Gina Fiore pintada por su marido.

—¿Desde cuándo buscan el del maestro Fiore?

—Hace mucho. Sucede que, a punto de conseguirlo, se desató la guerra. Mi abuela decía que el último dato se lo habían enviado desde el restaurante La Mamma. Una mujer… Rosa.

Al ver que Adela no decía nada, Emilia agregó:

—Según me dijo Fedele, ella era familiar de ustedes.

—Sí, Rosa fue la dueña de La Mamma por mucho tiempo; luego, cuando fue mío, le pusimos el nombre Buon Giorno.

—Buscando el cuadro de mi bisabuelo llegué al restaurante y nos conocimos con Fedele.

—¡Qué vueltas tiene el destino…! ¿Así que fue por el cuadro?

Emilia, sintiéndose casi investigada con tantas preguntas, decidió que era su turno para formularlas:

—Pero, al fin…, ¿usted conoció el cuadro? ¿Dónde cree que puede estar? Me dijo Fedele que sabía algo…

Para responder, Adela se tomó su tiempo; esta vez el silencio fue más largo. Al fin aseveró:

—Ese cuadro estuvo algunos años en mi casa de soltera. Lo había… adquirido mi padre.

—¡Ah! O sea que lo ubica bien… —dijo Emilia entusiasmada y pensando por qué diablos Adela no lo había dicho antes.

—Sí, pero mi padre se deshizo de él cuando yo era una jovencita.

—¿Y quién lo compró? ¿Conoce el nombre de esa persona? Ese dato sería un buen comienzo para mi búsqueda.

Adela la miró y Emilia sintió que esos ojos marrones parecían decirle: «¿Cómo te atreves a preguntar eso?». Pero sólo fue un instante de locura, porque eso no podía ser posible; se lo atribuyó a su imaginación y a que ella sólo era una ridícula nuera asustada e intimidada por la presencia de su suegra.

La voz de Adela sonó débil… al punto de que Emilia casi dudó de lo que había escuchado.

—No. No sé el nombre.

—¡Qué pena! —exclamó Emilia, que ya no pudo hacer más preguntas porque llegó Fedele con el cuadro y una carpeta enorme llena de dibujos en carbonilla hechos por él. Además, era evidente que a Adela el tema no le gustaba y ella, lo que menos quería hacer, era poner de mal humor a su suegra.

Los tres estuvieron un buen rato mirando y comentando lo que Fedele había traído. Emilia comentó que le gustaban y él respondió:

—Ahora me tenés que mostrar los tuyos… ¿Sabías, mamá, que ella también pinta?

Adela sonreía y le preguntaba desde cuándo y con qué técnicas. Se daba cuenta de que la chica argentina era importante para su hijo; haberla traído se lo confirmaba. Era la segunda vez que traía una mujer. La primera había sido Patricia. Veía a Fedele exultante, feliz y se ponía contenta. Su hijo ya había tenido su cuota de tristeza en esta vida, como ella. Perder un nieto era terrible; perder al padre de Fedele, también. Esperaba que la muchacha de ojos verdes viniera a traer alegría a la pequeña familia que ella componía con Fedele. Ahora, lo del cuadro del maestro Fiore… «¡Qué casualidad!», pensó admirada. «¿Así que el abuelo de Emilia había conocido a su tía Rosa antes de la guerra? ¡Qué cosas tenía la vida, que ella nunca dejaba de sorprenderse! Todo estaba más comunicado y unido de lo que creíamos», meditaba mientras escuchaba a Emilia y Fedele reírse, divertidos con los dibujos e iba a buscar café para los tres. La vida y los movimientos de sus hilos invisibles eran irrefrenables.

* * *

Cuando Adela regresó con las tazas, escuchó que Emilia le contaba a Fedele acerca de las clases de pintura que había tomado en Argentina. Entonces, ambos comparaban cómo habían sido con respecto a las de Italia que él por esos años tomó. Él, como al descuido, pero mirándola a los ojos, exclamó:

—O sea que si tuviéramos un hijo sería pintor.

Al oírlo, Emilia se paralizó. ¿Qué hacía Fedele? ¿Hacia dónde iba?

Él la tomó de la mano y se miraron largo.

Adela, cerca de ellos, revolviendo el azúcar en su café, los escuchó y captó algo, la mirada cómplice, el tono de voz, un no sé qué… ¿Acaso era «el algo» que ella venía observando en ellos desde que habían llegado? Fedele se reía; Emilia tenía el terror grabado en el rostro. El mundo de los tres se detuvo por un instante y recién retomó su cauce cuando Adela preguntó:

—Hice canoli. ¿Quieren que traiga?

—Sí, claro —respondió Fedele.

Cuando ella se marchó, Emilia le preguntó:

—¿Sos loco?

—¿Por qué…?

—¡Tu mamá casi se da cuenta!

—Me dijiste que estabas preocupada porque ella notaba algo raro y yo te dije que lo arreglaría. Yo no tengo problema en que se entere ya mismo.

Emilia lo escuchó y se sintió al borde del precipicio.

—Decírselo hoy… es como mucho. Recién la conozco.

—Mirá, Emi, si vos vas estar conmigo, ese hijo va a ser criado como si fuera de los dos. ¿Entendés? —le dijo Fedele seguro. Y al verle la cara contenta y emocionada, pero al mismo tiempo preocupada, agregó—: Pero tranquila, no hace falta que le digamos ahora. No te preocupes, tendremos muchas oportunidades de hablar con ella. Esta no será la única visita que le haremos.

Fedele podía entender el miedo de ella a que Adela no la aceptara si se lo decían tan pronto.

Emilia sonrió afirmando con la cabeza.

En ese momento, Adela regresaba con la bandeja llena de canoli; y lo hacía más convencida que nunca de que la chica argentina estaba embarazada. Durante los minutos pasados en la cocina, había atado cabos y rabos que le habían dado la certeza. Pero si ellos todavía no lo querían contar, ella no iba a presionarlos, ya se lo dirían. Pensaba que era una gran felicidad que Fedele se decidiera a tener un hijo; se lo merecía. Era una alegría que un nuevo nieto hiciera su aparición en la familia.

Un rato después, Fedele se marchó a darse un baño para sacarse la sal del mar que antes, por llegar muy sobre la hora del almuerzo, no había podido.

Emilia intentó hacer buena letra y se ofreció a lavar los platos. Cuando se lo propuso, Adela se negó, pero ante su insistencia, se lo permitió. Mientras miraba a esa chica delgada junto a la pileta de su cocina, se enternecía pensando que sería ella quien, de nuevo, la haría abuela. Mucho no la conocía, casi no habían hablado, no sabía nada de su familia, salvo lo del cuadro, que su abuelo era italiano y que los pintores Fiore eran sus antepasados; entonces, al pensar en la pintura y en cómo ella se había negado a darle información, se sintió culpable; le dio pena Emilia, parecía ser una buena chica, con lazos familiares fuertes que la llevaban a preocuparse por el famoso cuadro. Sin embargo, ella no había estado muy simpática cuando le hizo las preguntas. No es que se negara sistemáticamente a hablar de su pasado, pero tampoco le gustaba andar desnudándolo con cualquiera. Pero con Emilia bien podía hablar sobre lo acontecido años atrás; al fin y al cabo, si todo seguía su curso, ellas dos estarían unidas por lazos de sangre. Un hijo con los genes de ambas venía en camino.

¿Y si la invitaba a que se sentaran juntas en el sillón de la sala y le contaba lo que sabía? ¿Y si le daba la información que buscaba? Se daba cuenta de que para ponerla al tanto de esos datos tendría que interiorizarla de algunos detalles de su propia vida.

Pero lo que la unía a la muchacha le pareció lo suficientemente importante como para charlar con ella de su propia vida. Era la mujer que su hijo había elegido e iba a hacerlo padre.

—Emilia, ¿quieres que nos sentemos en la sala y bebamos un té digestivo?

—Puede ser, así hago tiempo hasta que salga Fedele de la ducha. Después, me bañaré yo —comentó. Ella también quería una ducha de agua dulce.

Adela hizo un té de menta y manzanilla y cuando Emilia terminó de lavar, las dos se sentaron en el sofá de la sala.

—Me preguntaste si conocía quién compró el cuadro de Fiore.

—Sí.

—Pues sí, conocí al que se lo llevó… junto a muchas cosas más que había en ese tiempo en mi casa.

—¿Lo robaron?

—No… El verdadero dueño vino y compró el lote completo. Lo hizo usando artilugios… fue una época dura de mi vida.

Emilia no comprendía ni una palabra, se lo dijo:

—No entiendo.

—Por esas épocas, mi padre tenía una academia de pintura y yo lo ayudaba trabajando en ella… —comenzó.

En ese momento, Fedele apareció en la puerta y, al verlas tan ensimismadas, decidió que era buen momento para dejarlas conversar a solas y aprovechar para ver cinco minutos del noticiero. Sin decir nada, se retiró; ellas ni se percataron. La conversación estaba demasiado interesante.

Media hora después, él regresó, pero ellas dos seguían exactamente en la misma posición. El rostro de Emilia denotaba las más variadas expresiones: asombro, pena, emoción. Él la conocía, estaba seguro: sus ojos verdes estaban claros. Se le hubiera acercado y comido la boca de un beso, pero Emilia, sentada al lado de su madre, permanecía bajo los efectos de la nostalgia, al igual que Adela.

Las mujeres eran tremendas. Si uno las dejaba un rato, ellas se contaban la vida hasta con los más íntimos detalles. Hacer algo así con un amigo, pensó él, era casi imposible. Claro que, tal vez, con hermanos sería diferente. Una pena que él no los tuviera, se decía a sí mismo.

Adela, hablando con Emilia, le contaba todo, o casi todo… un solo dato se guardaba para ella, no se sentía preparada para dárselo a nadie; no le decía que la casa de Berni era un castillo, ni tampoco que quedaba en Piacenza. Decírselo a esta chica que buscaba el cuadro de su familia, significaba avanzar sin vuelta hacia atrás. Era dar un paso que no aceptaba retrocesos, porque en cuanto Emilia supiera que su cuadro podía estar allá, querría ir. Y ella no estaba lista para eso.

Emilia se quedaba callada y no preguntaba; se daba cuenta de que la madre de Fedele sabía dónde podía estar su cuadro, pero la historia que acababa de contarle era demasiado delicada, privada y dolorosa para que ella insistiera. Tanto, que pensaba que ni siquiera la comentaría con Fedele. Seguramente, él estaría al tanto de todo, pero había detalles que Adela le había contado en tono de confidencia de mujeres que prefería guardar; no había necesidad de ponerse a conversar de estas cosas con el hijo, salvo que él se lo pidiera. No quería quedar como una descomedida nada menos que con su suegra que acababa de confiar y abrirse con ella. ¡Porque qué historia! ¡Qué desenlace más tremendo!