Capítulo 29

Los objetos no responden solamente a exigencias de mera funcionalidad, sino que mujeres y hombres nos servimos de ellos para distinguirnos, para crear lazos, para perdernos en la multitud o para manifestar el status social, para expresar o para desarrollar la personalidad. El modo que tenemos de adquirirlos y compartirlos, de usarlos y consumirlos, de producirlos y destruirlos refleja relaciones y valores sociales. Las jerarquías que establecemos entre los objetos que nos rodean reflejan las jerarquías en que vivimos inmersos. Se puede decir que los seres humanos no sólo vivimos entre objetos, sino que, sobre todo, vivimos a través de los objetos

Héctor Caracciolo

Piacenza, 2008

Día 13

Benito Berni siempre había sido ordenado con sus cosas, cualquiera podía dar fe de ello, pero en estas instancias finales de su vida lo era aún más. Esa mañana había terminado de acomodar todos los papeles que el notario le había hecho firmar a los fines de convertir su castillo en museo, los había puesto en una carpeta, al igual que en otra ordenó toda la documentación que sería necesaria después de su muerte. En ella estaban las instrucciones para su entierro y los legajos relativos a las herencias y demás. Ahora se hallaba en su estudio dejando en un sobre algunas fotos queridas para su hermana Lucrecia; tal vez ella las quisiera; eran un tesoro de familia. Una mostraba a sus padres el día del casamiento, muy jóvenes y enamorados; otra, a él, practicando esgrima de niño, muy serio y concentrado; dos más, a sus hermanas con largos e idénticos vestidos blancos, y una, a su abuelo, vestido de militar, junto a Mario Berni, de niño. Había algunas otras pero estas eran las más importantes.

Tomó entre sus manos el portarretrato de plata que durante mucho tiempo había estado en la biblioteca pero que él había decidido traer al escritorio para sacarle la foto y ponerla, también, en el sobre. Con cuidado, quitó el vidrio; temía arruinarla; hacía demasiados años que estaba allí y podía haberse pegado al cristal; pero logró sacarla en perfecto estado; luego, descartó en el cesto de la basura el marco de metal; la foto ya no estaría nunca más en el portarretrato; iría directo al sobre. Pero al tenerla entre sus manos, en vivo y en directo, pudo ver más claros los detalles de su rostro joven y apuesto; la mandíbula apretada, sus ojos clarísimos, el pelo muy rubio, esa campera de nobuk que había comprado en Roma; podía recordar con claridad quién y cuándo le había tomado la fotografía, podía acordarse de los sentimientos que ese día lo embargaban… y antes de ponerla en el sobre, se dejó inundar por las sensaciones que lo transportaron a aquella memorable jornada…

Florencia, 1967

Benito iba camino a Piacenza después del corte de relaciones con los Pieri y el viaje se le hacía difícil; las horas pasadas en silencio mientras conducía encerrado en su automóvil lo llenaban de turbación, no paraba de pensar en Adela y en el percance ocurrido con su padre; se daba cuenta de que para ella la situación vivida traería consecuencias, y eso, lo descorazonaba, porque por Adela tenía un fuerte sentimiento… la amaba… ¡No! ¡No debía amarla!

Ella se sentiría engañada y él no quería que sintiera eso. Todo lo que le sucediera le importaba. ¡No! ¡No debía importarle!

Lo de ellos se había acabado para siempre; más vale que lo entendieran los dos desde un principio; una Pieri y un Berni jamás podrían estar juntos, tanto por lo que había hecho Rodolfo, como por lo que acababa de hacer él. La desazón de estos pensamientos le quitaban la felicidad que había pensado que tendría el día que volviera con todas las cosas que habían pertenecido al castillo, esos cuadros, esculturas y adornos que ahora retornaban dentro del camión que se desplazaba a sólo unos metros detrás de su auto.

Berni llegaba a la última subida pronunciada del camino cuando vio el castillo y aceleró; esta colina empinada siempre lo emocionaba y más si iba en su vehículo.

Vencida la escarpada, estacionaba, descendía y se ponía de pie en la entrada de la fortaleza. Luego, algo rezagado por el esfuerzo, llegaba el transporte de mudanza y él le daba instrucciones a la nueva encargada puesta por Moncatti y al joven parquero para que ayudaran con la descarga. Le llamó la atención que no hubiera aparecido la señora Campoli; era evidente que seguía enferma. Pero entre las varias personas que estaban allí finiquitarían la tarea en pocos minutos.

A punto de que bajaran del camión la primera pintura, se apuró a buscar la máquina de foto. Si no había podido plasmar las imágenes de semejante victoria en Florencia, al menos, lo haría en la puerta del castillo. Cuando los hombres del transporte ingresaban los primeros cuadros, Benito llamó al parquero y, extendiéndole la máquina para que lo fotografíe, le preguntó por la señora Campoli. Mientras se acomodaba junto a la puerta principal para la foto, el hombre le explicó que la mujer había fallecido hacía una semana. Y Benito, con los sentimientos a flor de piel, conmocionado por la noticia, fue fotografiado en ese instante de desconcierto en el que se le mezclaron la culpa —por no haber estado al tanto del desenlace— y la desazón —por todo lo que venía viviendo en el último tiempo—. La foto, que era la prueba de que había ganado la batalla mantenida por años, lo mostró serio y con la mandíbula apretada.

Le contaban que Moncatti se había encargado de la sepultura de la señora Eva Campoli y de dejarle un recado con la noticia en su hotel de Florencia, pero él, sumergido en su vertiginosa realidad, ni se había enterado.

Una vez que entraron todos los bultos, Berni despidió a los hombres del transporte, quienes, antes de marcharse, en un intento de saber la razón de la discusión que había tenido con Rodolfo Pieri, sacaron el tema de la confusión que se había generado con los nombres. Pero Berni no les permitió seguir hablando; fiel a su estilo, simplemente los despidió. Estaba ansioso por entrar a la casa y acomodar los objetos recuperados.

En minutos, Benito estaba en la sala del castillo rodeado por las piezas. Ya más tranquilo, fue al escritorio y buscó en el mueble el famoso inventario que la señora Campoli le había dado alguna vez; y allí, con un lápiz, comenzó a subrayar los objetos que había conseguido. La casa volvía a semejarse a la que él había habitado con su familia. Sólo faltaban unos pocos objetos más.

Sin abandonar la lista, con ella en la mano, se sirvió una copa de vino y, levantándola en el aire como si brindase, dijo en voz alta:

—¡Por los Berni! ¡Por los que no están!

En esa última frase también la contó a la señora Campoli; ella era una nueva tristeza para agregar a las ya existentes. La mujer, que hubiera sido la única persona que lo hubiera acompañado en este impúdico festejo, ya no estaba en este mundo.

Buscando un poco de goce, se sentó en uno de los sillones de la sala y trató de disfrutar; pero no lo logró.

Llevaba diez minutos revolviéndose molesto en el sillón cuando se dio cuenta de que no podría regocijarse, ni contentarse, mucho menos, alegrarse, como había creído. El sabor de la venganza era demasiado amargo y mientras se la saboreaba no permitía ningún otro gusto. No era posible sentir felicidad, ni plenitud, ni placidez o llenura, ni siquiera, paz. Igual que el odio no permitía sentir amor. Eran incompatibles. Cuando se odiaba, no había espacio para amar. El odio ocupaba todos los compartimentos. Una lucidez propia del que sufre le permitió ver que esto era lo que le sucedía con Adela… la amaba… pero cuando pensaba en su padre, el odio le ocupaba todo su corazón y no le dejaba espacio para ningún otro buen sentimiento. ¿Pero qué podía hacer él? Si el odio a ese maldito hombre se le había metido en la venas desde que era un niño.

Sentado, se sirvió otra copa de vino; y luego, otra; y otra más, hasta acabar la botella, hasta levantarse e ir por una sin destapar y empezar de nuevo, hasta no dar más, al punto de caerse.

Hasta que se hizo la madrugada y se vio a sí mismo tendido en el suelo durmiendo la borrachera, momento en que abrió los ojos y, al constatar su situación, ni siquiera se molestó en ir a la cama, sino que, extendiendo su mano, tomó la punta de la alfombra y se tapó con ella. Había momentos en que la vida podía volverse muy miserable y ni siquiera el alcohol ayudaba.

* * *

Benito Berni solamente se quedó dos días en el castillo; porque ese fue el tiempo que le llevó ordenar las cosas que había traído; cada una fue puesta en el lugar donde iba. Los pocos objetos que faltaban los seguiría buscando; por encargo suyo, un par de anticuarios ya estaba tras la pista de ellos.

La mañana previa a su partida, Berni, en su interior revivió una vieja promesa. De pie, a mitad de la escalera, apoyado en la baranda, observando la casa tal cual había sido antes, se prometió a sí mismo volver a instalarse alguna vez en el castillo. No sabía cuándo; ya vería. Por ahora, no se sentía preparado. Pero él regresaría; esa era su casa.

Antes de marcharse se organizó para pasar por Bologna a ver a sus hermanas, aún no era época de la visita anual que les hacía, pero lo vivido en los últimos meses le había removido las emociones dejándolo sensibilizado; se sentía más solo que nunca y deseaba verlas. El rostro de Adela era una de las causas de su soledad. Pero cuando la imagen de la joven se le aparecía —algo que ocurría a menudo y sin avisar—, ya sabía cómo actuar: atiborrarse de cosas para hacer o pensar en Rodolfo Pieri. Lo primero lo entretenía; lo segundo, lo volvía al estado frío y distante que él prefería; esa era su elección de cada día y se sentía preparado para cargar con ella toda su existencia.

Había pensado que una vez que regresara a Roma, lo primero que haría sería verlo a Moncatti, su notario; necesitaba tomar algunas decisiones. Todos los negocios realizados con Pieri habían generado movimientos en su patrimonio; además, venía barajando la posibilidad de radicarse en Francia durante un año para abrir una galería de arte; ya había estado allí y le había gustado. Para concretar su viaje, tenía que resolver qué haría con el negocio de antigüedades que, durante su ausencia, había estado a cargo de Marina. Si se iba, debería venderlo; y empezar una nueva etapa en su vida. ¿Sería esto posible para él?

Roma, 1967

Esa mañana, sentado en su oficina junto al salón de su local de antigüedades, Benito, vestido de elegante traje azul y camisa blanca, escuchaba atentamente el reporte que Marina, su sensual secretaria, le daba. La muchacha, a pesar de las muchas horas que invertía en vestidos y peinados para estar a la moda, había resultado no sólo tener cabeza para atuendos y zapatos, sino también para los números; ella era buena para los negocios y más eficaz de lo que hubiese creído cuando la tomó.

Durante el tiempo en que él se ausentó, Marina había llevado adelante el negocio igual o mejor de lo que lo hubiera hecho él; esto le daba la pauta de que, tal vez, ella pudiera encargarse de la venta del local. Porque después de la visita que le había hecho a Moncatti y a sus hermanas, tenía decidido irse por lo menos un año a París, y no deseaba quedar atado al negocio.

En Bologna, como siempre le sucedía, el encuentro con sus hermanas no había sido lo esperado. Ellas ya estaban grandes y aunque ponían lo mejor de su parte cuando él llegaba, entre ellos tres no había mucho para hablar ni una vida en común para compartir. Sólo un sentimiento de familiaridad lo embargaba cuando las miraba. Las muchachas habían crecido, eran bonitas y ambas ya habían formalizado sus respectivos noviazgos. Él las encontraba muy parecidas a su madre, la Aurelia que él recordaba de niño; y suponía que ellas sentían por él la misma familiaridad, ya que los tres se parecían a la rama materna, y entre sí. Pero fuera de lo físico, las muchachas eran una copia de las costumbres y maneras de hablar del matrimonio que las había criado. Reconocer este distanciamiento con ellas, y hablar con Moncatti, sumado a lo que había pasado con Adela lo llevaban a desear marcharse a Francia cuanto antes. Tal vez allí podría encontrar la paz que aquí no hallaba; estaba seguro de que un año en una ciudad nueva como París y la puesta en marcha de una galería de arte serían suficientes estímulos para terminar olvidándose de Adela.

El castillo, después de su última intervención, había recuperado su máximo esplendor. Antes de marcharse, Benito había dejado una serie de instrucciones sobre cómo quería que se lo mantuviera mientras no estuviese. Todas sus cosas estaban en orden y ahora sólo le faltaba finiquitar el local de antigüedades.

En el momento en que Marina hizo una pausa en sus pormenorizadas explicaciones para quitarse el abrigo, Benito decidió que le comunicaría la decisión de la venta del local. Pero ella le ganó de mano:

—¿Quiere que le traiga un café? Temo marearlo con tantos datos —había visto a su jefe ensimismado en sus propios pensamientos y no en la información que le daba.

—No es necesario, sigamos…

Ella continuó con sus explicaciones pero de pie: trataba de lucir su cintura pequeña en la estrecha falda que llevaba puesta.

—Y como le decía, nuestros proveedores de antigüedades han mejorado la calidad de las mercaderías que nos ofrecen —dijo Marina acomodándose un mechón de pelo que se le había escapado del recogido que lucía su largo cabello castaño según la moda.

—Me alegra escuchar buenas noticias.

—Espere a que le muestre las planillas con las cantidades de dólares que este mes han gastado con nosotros los americanos.

—¿Han superado las cifras anteriores?

—Sí. ¿Quiere que traiga los papeles? —dijo acercándose mientras sonreía orgullosa.

Benito la observaba hablar y no podía evitar asombrarse al ver su parecido con Adela… esa nariz respingada, ese pelo…

Recordaba que esa había sido una de las razones por la que la había tomado; pero Marina parecía ser la versión provocativa de Adela: falda apretada, blusa escotada. Y eso, justamente, era lo que no le gustaba de la chica. Si algo volvía diferente a Adela de las demás mujeres era su ingenuidad y dulzura. Y al meditar en esto, se dio cuenta de que, como siempre, otra vez tenía a Adela en sus pensamientos. Se enojó consigo mismo y queriendo demostrarse que él no era esclavo del sentimiento que tenía por ella, dijo mundano y seguro:

—No, Marina, no me muestre los papeles ahora. Eso requerirá demasiado tiempo, prefiero que los veamos esta noche en mi casa. Claro, si usted acepta la invitación a cenar.

—¿Hoy… a cenar…? —preguntó Marina.

Ella conocía el departamento, había estado allí un par de veces cuando ellos se había acostado, pero no había vuelto nunca más desde que el mismo Berni había dado por terminada la relación. Y como para ella, lo primero era el trabajo, no había dicho ni pío. Pero ahora era él quien la volvía a invitar. Sonrió mientras escuchaba:

—¿Y… acepta?

Y ella, que no tenía nada por perder, pero mucho por ganar, no lo dudó más y le respondió:

—Claro, creo que tenemos mucho para conversar de lo acontecido en los meses que no estuvo.

—Perfecto —dijo Berni poniéndole la mano en la cintura y deslizándola unos centímetros más abajo. Quería que quedara claro qué era lo que él esperaba esa noche. Marina se lo permitió; ella entendía.

Siguieron conversando de trabajo durante un rato más. Benito le explicó la venta del local que deseaba hacer y quedó satisfecho cuando escuchó que ella se ofrecía a concretarla. Ambos estaban de acuerdo con la idea; y también, sobre lo que ocurriría esa velada en el departamento. Ella, porque su jefe le gustaba y podía sacar alguna ventaja más; él, porque no estaba dispuesto a permitir que un sentimiento, aunque fuera el que tenía por Adela, lo volviera vulnerable.

Esa noche, en casa de Berni, después de la cena, cuando Marina se desvistió, él le pidió que se soltara el cabello; le gustaba vérselo suelto de atrás con el cuerpo desnudo; era idéntico al de Adela y Benito, esa velada, necesitaba mirarlo. Después de haberse acostado con Adela, le costaba hacerlo con otra mujer. La triste y simple realidad se hacía patente en la cama de Berni… Él la extrañaba.

Esa madrugada, se despertó temprano, todavía estaba oscuro. Marina dormía a su lado. Con ella, la noche había estado lejos de ser inolvidable; en un par de oportunidades, había necesitado recurrir a su fantasía, trayendo a su mente imágenes de la cama del hotel de Florencia. Y ahora, en la penumbra, se decía a sí mismo: una razón más para irme a Francia. Ya ni siquiera el negocio lo ataba.