Capítulo 30

Camino al aeropuerto, 2008

Esa tarde, en el descapotable de Fedele reinaba el más absoluto silencio, ni él, ni Emilia, hablaban una palabra. El trayecto hasta el aeropuerto ya casi llegaba a su fin y sólo se habían escuchado dos «Te amo» dichos por cada uno de ellos, con voz queda y al borde de las lágrimas. La situación era demasiado dolorosa; ambos tenían un nudo en la garganta; el día en que Emilia debía regresar a la Argentina finalmente había llegado y él la llevaba a abordar el avión. Después de todo lo que habían vivido parecía mentira que Emilia se marchara. Ella, que en la casa de al lado de restaurante Buon Giorno tenía un placard entero para sus cosas y donde quedaban unas zapatillas, una bikini y algunas remeras. Ella, que en el baño de esa casa tenía un vasito amarillo para enjuagarse los dientes que era sólo para su uso, porque nadie más lo utilizaba. Ella, que ayer, sin darse cuenta de que ya se volvía, había comprado en la esquina dos kilos de duraznos que ahora Fedele no comería. Ella, que su primer test de embarazo se lo había hecho en Florencia. Ella, que había llegado casi sin saber hablar italiano y ahora lo manejaba casi a la perfección. Y así, muchos más «ella», porque Emilia tenía una vida aquí y ahora se iba.

Para ella, cada pensamiento era un suplicio; no se quería marchar, en Florencia era feliz. Aquí estaba el hombre que amaba. Fedele, a su lado, parecía concentrado en manejar, sin embargo, estaba descorazonado. Desde que se había levantado esa mañana, hacía un gran esfuerzo por no quebrarse y no amargar más la partida. Pero lo cierto era que sentir el perfume a jazmines de Emilia en el auto y pensar en que no lo sentiría por casi un mes, lo desarmaba. Desde que la conoció, había aprendido a amarla y a compartir la vida con ella. Y ahora, concebirla sin ella era impensable. ¿Con quién vería el noticiero? ¿A quién retaría por no comer? ¿Quién ordenaría sus zapatos? La suma de todas estas pequeñas orfandades hacía una muy grande que llevaba por nombre… EMILIA. Pero había una nube más negra aún, una que ni él mismo quería reconocer que estaba y que amenazaba cual una fea tormenta: ella, en su país, vería a Manuel, y él tenía miedo de ese encuentro.

Dejaron el auto en el estacionamiento y se dirigieron al interior del aeropuerto; caminaban tiesos uno al lado del otro; Fedele llevaba la enorme valija roja; ella, un bolso pequeño en una mano y el pasaje en la otra. La brisa le volaba el cabello dorado y, también, el ruedo de la larga solera blanca. Con esa ropa nadie diría que estaba embarazada. Parecía una turista bronceada por el sol italiano.

Emilia se acercó al mostrador de Aerolíneas Argentinas y comenzó a hacer su check-in. Fedele se encargó de subirle la valija para que la pesaran y ella miró cómo los brazos fuertes la ponían en la cinta. Entonces, se percató: cuántas cosas hacían por ella esos brazos y esas manos, y cómo los extrañaría. Apreciar estos detalles le hicieron dar ganas de llorar porque le demostraban cuán importante era él en su vida.

—Señorita, puede embarcar cuando quiera —le dijo la chica de la compañía que la atendía.

Y esas fueron las palabras que luego de retirar el comprobante, justo cuando se dio vuelta, desataron un llanto incontenible y la hicieron apoyarse en el pecho de Fedele.

Él, aunque quebrado y dolorido, se hacía fuerte para cuidarla.

—Tranquila, Emi, si venís en poquito tiempo. Los días pasan rápido. Ya vas a ver.

—Fedele…, no me quiero ir, me duele… —dijo ella levantando la cabeza para mirarlo a los ojos buscando decirle algo más.

Entonces, él la vio más linda que nunca, con los ojos más verdes que nunca y la quiso más que nunca. Demasiados «nunca» para una mujer que se le estaba yendo, demasiados para perderla justo ahora que recién la encontraba, y que en su vida no había lugar para más pérdidas. Porque esta carencia se le unía con las otras que había tenido y lo dejaba en carne viva. Desgarrado, alcanzó a decir con su voz siempre grave y afónica:

—¿Qué, bonita mía? ¿Qué?

Lo dijo amándola con sus ojos marrones.

—Esperame, ¿sabés…? —la voz de Emilia salió en un susurro.

—Sí… pero, vos, volvé… porque yo te necesito para vivir.

Un último beso punzado por la tortura de la incertidumbre de no saber si habría otros. Un beso de sal, de dolor, de desesperanza era el sello de la despedida… de la separación.

Ella caminaba, desaparecía entre el gentío y pasaba a formar parte de una larga cola; desde allí, lejos, lo saludaba con una mano en alto, que él ya casi no alcanzaba a ver. Se había marchado.

Fedele se dio vuelta. Tenía que irse ya mismo de ese lugar. No soportaba un minuto más en el aeropuerto. Salió y buscó su vehículo en el estacionamiento. Emilia, Emilia, Emilia. Y el descapotable no aparecía por ningún lado. Emilia, Emilia, Emilia. y él no encontraba su auto. Emilia, Emilia, Emilia… Hasta que al fin, después de dar varias vueltas y decir muchos «Emilia», sintiéndose perdido sin ella y sin el auto, se apoyó contra un poste y desconsolado y extraviado como un niño pequeño sin saber qué hacer, mirando el asfalto, se metió las manos en los bolsillos; allí dentro encontró las llaves del auto. Las sacó y con ellas hizo sonar la alarma y un «PI PI PI» sonó casi adelante suyo; lo tenía a sólo metros, en la mira y no lo había visto. Emilia se iba y su mente y corazón se trastocaban. ¿Cómo haría para vivir sin ella? Pensó en la criatura que gestaba en su vientre y sintió que ese hijo era también de él, pero que se lo arrebataban. Impresionado con la idea de amar a alguien que aún no conocía y que ni siquiera tenía su sangre, se subió al descapotable. Mientras salía a marcha lenta, sintió el ruido en el cielo de un avión. Miró a través del vidrio; era uno grande; tenía que ser el de ella. Paró el auto y con la vista fija en el cielo, dos lágrimas de hombre cayeron por su mejilla. Dos minutos y el descapotable partía a toda marcha, aceleraba. Fedele conducía de manera riesgosa. No le importaba.

* * *

El viaje a Emilia se le hizo corto porque, en cuanto subió al avión, estuvo llorando lágrimas silenciosas durante buen rato. Pero luego, llena de sentimientos encontrados, terminó durmiéndose agotada. La tensión emocional la había extenuado.

Buenos Aires, 2008

Pero si la despedida había sido una turbulencia de sentimientos, el descenso del avión fue otra más que se agregaba porque pisar suelo argentino y caminar por Ezeiza para ella fue una sensación extraña en la que se le mezclaba la alegría de saberse en su país y la tristeza de haber dejado atrás una vida en Italia. Se había marchado de Argentina siendo una mujer preocupada sólo por el amor de Manuel y volvía siendo una futura madre con un hijo creciendo en su interior y con el amor de un hombre valioso que la esperaba en Italia. Cuando pensaba en esto sentía que no había alcanzado a llegar y ya quería volver.

Entre la multitud, divisó a su padre. Ella le había anticipado en qué vuelo llegaría y él, sin avisarle, la había ido a buscar. Cuando traspasó la puerta, se abrazó con él, con Vilma, su mujer, y con su tío, que no pudo contenerse:

—¡Qué diferente estás!

—Me gusta cómo te queda el pelo así —dijo Vilma.

—¡Estás quemadísima! —exclamó su padre.

Los tres la ayudaron con los bártulos mientras se dirigían al estacionamiento.

De regreso, dejaron a Vilma en su trabajo y al tío, en su casa.

Emilia, a solas con su padre, lo notaba emocionado. Lo veía… grande. Nunca antes le había pasado; él siempre era el que la cuidaba y ahora parecía al revés. Fernán la miraba como si quisiera constatar los cambios que había en ella, ahora que sería madre.

—Mi chiquita embarazada… No lo puedo creer, Emi —dijo Miguel, todavía turbado.

—Sí, papá, qué le vamos a hacer. Este bebé vino cuando quiso. Pero estoy bien, estoy contenta. Quedate tranquilo.

—Qué alegría, hijita, que estés bien… —repitió la frase que ya había dicho en varias oportunidades mezclándola con preguntas sobre el trabajo, Italia y la vida en ese país. Miguel Fernán buscaba entretenerse en la charla para no llorar.

Para cuando llegaron al departamento, Emilia ya lo había puesto al tanto de la parte práctica de su estadía y su trabajo. Ahora, faltaba contarle lo principal… Fedele.

Puso la cafetera, haría café para los dos.

—¿Y qué sabés de Manuel? —le preguntó su padre.

Parecía que era Manuel la estrella principal en este asunto del embarazo y no ella.

—Me habló varias veces, nos comunicamos por Skype, nos escribimos.

—¡Ah! ¿Así que todo bien…?

—No tanto, papá —le decía ella preparándolo.

—¿Pero vendrá a verte?

—Me dijo que sí. Se supone que llega esta semana.

Su padre respiró aliviado. Tal vez, Manuel y su hija terminaban juntos.

—Bueno, como sea, qué suerte que ya estás acá, así te podemos cuidar y vas a que te vea un médico. Vilma casi te saca un turno con un obstetra que ella conoce.

—No hace falta, papá, ya fui a uno en Florencia.

—Pero ahora tenés que buscarte uno bueno en Capital y elegir la clínica donde querés que nazca —sugirió su padre organizándole la vida, en su afán de cuidarla.

—Ya vamos a ver —repuso ella sin saber cuándo contarle la verdad.

—Me tenías preocupado de saberte tan lejos… ¡Menos mal que ya estás acá! —dijo él con consuelo.

Emilia, al oír su tono de voz, pensó que no podía dejarlo que piense que se quedaría, ni podía permitirse ilusionarlo. Entonces, se animó a responderle:

—Papá…, yo no me voy a quedar…

Él tardó en entender las palabras.

—¿Qué?

—Voy a volver a Italia.

—¡A Italia! ¿Cuándo?

—En unos días.

—¿Estás loca? ¿Para qué te querés ir? ¡Estás embarazada!

—Es que allá conocí a un hombre.

—¿Un hombre? ¿Y Manuel? —a Fernán las ideas no le entraban en la cabeza.

—Papá, Manuel no se hace cargo de nada.

Era la triste realidad y él debía saberlo con todas la letras.

—¡Ese Manuel! ¡Ese Manuel! ¡¿Quién se cree que es?! —explotó. Luego, tranquilizándose, recordó lo que había dicho Emilia y agregó—: Pero no entiendo… ¿Vos estás embarazada de Manuel y así conociste otro hombre…?

—Sí… —dijo pensando que todavía faltaba decirle que era un italiano.

—¡¿Y qué carajo dice él de tu embarazo?! ¿Sabe?

—Sabe y está contento.

—Yo ya no entiendo nada. O soy demasiado antiguo o el mundo está loco.

—Es un italiano con una historia dolorosa, perdió a su mujer y a su hijo en el atentado de Atocha. Él mira la vida de una manera distinta… admirable.

—¿Estás segura de que no es un loco?

—Tranquilo, papá, es buena persona. Tampoco te creas que todo salió fácil y rápido. Llevó su tiempo entender esto y aceptarlo.

—No sé, Emilia, tus planes no me entran en la cabeza. Estás embarazada de Manuel, pero conociste a un italiano; te querés ir con él a Italia, pero recién regresás. Me preocupa, parece un plan alocado.

—No te preocupes. Ya vas a conocer al italiano. Se llama Fedele, tiene un restaurante muy exitoso y me pidió que te dijera que te espera para que pruebes su lasagna.

A Fernán lo último le había caído bien, tenía un buen trabajo y sabía cocinar, pero, aun así, movió la cabeza negativamente. Amaba a su hija, quería apoyarla en todo; pero esto era demasiado, aunque qué otra cosa podía hacer que no sea estar a su lado para lo que lo necesitara; ella ya no era una niña, era una mujer hecha y derecha y dirigía su vida hacía mucho.

Terminaron de tomar el café en silencio y antes de despedirse, Fernán le dijo:

—Descansá un rato. Esta noche te esperamos para cenar en casa…

—Sí, papá, nos vemos…

—Y otra cosa, Emi…, no te olvides: aquí estoy para apoyarte. Lo único que te pido es que trates de no hacer muchas macanas… la vida es una sola y las grandes equivocaciones se pagan.

Ella lo abrazó, estaba contenta de verlo y de escuchar otra vez sus consejos; aunque en esta ocasión estaba segura de lo que quería. Tomada del brazo de su padre, lo acompañó hasta la puerta y lo despidió; cuando la cerró y se dio vuelta, lo primero que vio fue la imagen de Manuel y ella, que sonreían desde el portarretrato que estaba sobre el mueble; era la foto que se sacaron en la memorable visita al Tigre, aquella en la que —estaba segura— se había quedado embarazada. Era la misma que antes de cerrar la puerta para irse a tomar su vuelo a Italia casi la había hecho llorar. Observándola ahora de nuevo, algo que no pudo identificar, se conmovió en su interior.

* * *

Cuando el padre de Emilia se marchó, ella salió a hacer algunas compritas de comestibles urgentes; luego, realizó algunas llamadas telefónicas, entre las que organizó la visita de Sofi; su amiga vendría a merendar al departamento. Por último, cuando no dio más, descansó un rato en la cama y se quedó dormida.

* * *

Por la tarde, cuando terminaba de deshacer la valija, vio las sandalias bordó de Positano y sintió que el alma se le partía. El timbre del portero eléctrico vino a salvarla del llanto que tenía atravesado en la garganta. Era Sofi.

Quince minutos de charla acompañadas de mate y de facturas con dulce de leche que había traído Sofi y la confianza renacía entre ellas tal como si Emilia nunca se hubiera ido.

—Nena, no puedo creer todo lo que te pasó en estos meses —lanzó Sofía realmente asombrada.

—Sí, un sueño.

—Vos le tendrías que haber dicho al italiano que venga con vos, así acá le dábamos el visto bueno… Tu papá… y yo, claro. ¡Por Dios, quiero ver a ese hombre! Quiero saber qué cara tiene, cómo camina, cómo habla. ¡Porque mirá que te cambió, eh! —dijo observando cómo su amiga comía la tercera medialuna.

—Ni siquiera barajé la idea de que venga. Pensá que yo tengo que hablar con Manuel. Vine sólo por eso y por mi papá. Después, me vuelvo.

—¡Ah, claro! ¿Y yo? Hablando en serio, Emi… ¿Estás segura de que te vas a ir de nuevo para allá?

—Muy segura.

—¿Y si Manuel te dice que te ama y que quiere que juntos se hagan cargo del bebé? ¿Vos, qué le decís?

—¡Ay, Sofi! No sueñes, no me a va decir eso.

—¡Ah, nooo sééé…!

—Estoy enamorada de Fedele.

—Me gusta lo que me contás de él. Se ve que es un gran tipo.

—Sí, grandísimo. Y de tamaño, también —dijo al recodar lo alto que era.

Y ambas se echaron a reír. Emilia, entonces, le contó a Sofi que cuando Fedele caminaba apurado o enojado parecía que el piso se movía.

—¿Y cuándo decís que llega Manuel?

—En dos días.

—¡Ya! ¡Ahora! Bueno, contame todo lo de la revista italiana y cómo harías con el trabajo. Acá, Marco estuvo insoportable, así que en cualquier momento yo también me voy a Italia… Con mi maridito, claro.

—¡Uy, sería lindo…! —dijo Emilia al imaginar a su amiga viviendo en Florencia cerca de ella. Luego, le relató lo pedido.

Mientras lo hacía, en un par de oportunidades vino a su mente la frase de Sofi: «¿Y si Manuel te dice que te ama y que quiere que juntos se hagan cargo del bebé? ¿Vos, qué le decís?».