Capítulo 31
Con un dolor en el corazón en que se mezclan la angustia y la dulzura.
Fiodor Dostoiesvki
Piacenza, 2008
Día 14
El conde Berni ese mediodía no almorzó, sólo tomó una taza de café negro con un trozo de pan y se encerró en su cuarto. Lo que estaba por hacer requería tranquilidad, y aunque cualquiera pensaría que había que estar loco para disfrutarlo, elegir la ropa que se pondría el día de su muerte a él le daba placer. Claro, que esto tenía que ver con que el traje que se pondría no era cualquiera, sino el mismo que había usado algunos pocos años atrás, el día que el Gobierno de Francia lo había condecorado con la Legión de Honor en virtud de su tarea realizada a lo largo de los años como mecenas del arte. Había sido un premio inesperado que le había dado mucha satisfacción. Tantos años apoyando artistas, aun invirtiendo en ellos y en el arte, y los franceses lo habían notado y reconocido con el premio. El momento de la condecoración había sido muy emotivo; el traje azul y sobrio que miraba lo llenaba de los buenos recuerdos que tenía de ese día, al lado de este, sobre la cama, se hallaba la medalla dorada y blanca de cinco picos que colgaba de la cinta roja. Ese era uno de los pocos momentos de gran satisfacción que había tenido en los últimos años. Fue al placard y buscó una camisa blanca impecable, los zapatos negros acordonados que tenía sin estrenar de la última colección enviada por Salvatore Ferragamo y la cajita que tenía los gemelos de oro. Terminó por decidir que se probaría todo junto y así cerciorarse de que todo aún le quedara bien, estaba punto de hacerlo cuando llamaron a la puerta del cuarto.
—Señor…, lo busca la gente de la comuna… están en la puerta —dijo una de las mucamas.
—¿De la comuna?
—Sí, dicen que es para hablar con usted sobre la autorización de un camino que tiene que pasar por su propiedad.
—Dígales que no estoy.
—Pero ellos saben que usted sí…
—Va y les dicen que no los puedo atender, que hablen a mis oficinas en Roma, que allí arreglarán todo.
—Sí, señor.
La mujer se retiró y Berni pensó: él no iba atender a nadie, porque así como había decidido no conducir más su auto, ni salir más de su casa, también había decidido no recibir más a nadie. Su cabeza estaba en otra cosa.
En minutos, se hallaba vestido con el conjunto elegido y se miraba en el espejo grande del cuarto pensando que así estaría vestido en breve para tomar la muerte con sus propias manos, como lo había planeado. Se impresionó. También le dio pena pensar que muchos recién lo verían con su medalla durante el funeral; el día que la recibió no hubo nadie para acompañarlo, ni hijos, ni mujer, ni siquiera sus hermanas. Sólo habían estado presentes algunos de sus amigos franceses, a quienes hacía mucho tiempo que no veía. ¿Qué habría sido de sus amigos parisinos? Con algunos intercambiaban correos o se hacían llamadas ocasionales, pero con la mayoría había perdido el contacto. Lo mismo le había pasado con las mujeres con las que había tenido una relación. ¿Y ellas, dónde estarían? Pensó en dos o tres y entonces, así, vestido de traje y con su condecoración puesta después de tantos años, sus pensamientos fueron de nuevo a la imagen de Adela Pieri. Parecía que desde que había puesto fecha para terminar con su vida su recuerdo, que había estado adormecido, había resurgido. Se daba cuenta de que en los últimos días la pensaba a diario. ¿Qué habría sido de ella?
Florencia, 1967
Esa mañana, en su casa, Adela Pieri se levantó con esfuerzo. La noche había sido mala. Se había dormido tarde llorando por Benito y esto, sumado a que venía trabajando mucho en la mudanza de la academia, la tenía agotada.
Pero ese día, a pesar del cansancio, tenía decidido ir a ver a su tía. Con tanto traqueteo no había podido visitarla antes, pero ya había pasado suficiente tiempo como para que Rosa le hubiera hecho las averiguaciones que le había pedido; las necesitaba; no pasaba una noche sin llorar por Benito y sin repetir su nombre cuando nadie la escuchaba.
Esa jornada había pensado organizar un poco lo que tenía que ver con el trabajo, tal como lo venía haciendo cada día, y luego iría. Las cosas en su casa no estaban bien y ella había tenido que dejar de lado sus dolores y tristezas para ponerse a ayudar; las dos últimas semanas habían tenido que desocupar el edificio donde funcionaba la academia y esto había involucrado hacer una gran mudanza de todas las cosas que allí había, las que ahora estaban desparramadas en los cuartos de la casa familiar y en un lugar que le habían prestado por un mes. Esto indicaba que el trabajo hecho no era nada en comparación con lo que le esperaba porque había que ponerla de nuevo en funcionamiento para salir adelante y poder seguir comiendo. Lo que en gran parte le tocaría a ella porque su padre seguía en el mismo estado apático. Pensaba que esa noche tendría una seria conversación con su madre y sus hermanas, Isabella y Rosella. Las chicas tendrían que ayudar y María, apoyarla en todo, porque, si bien su padre —estaba visto— no haría mucho en esta etapa, había algo que sí le tocaría a él: tendría que retomar el dictado de clases dado que, en principio, no podrían pagar sueldos a otros profesores. Adela meditaba sobre cuál fecha sería buena para abrir la academia nuevamente mientras tomaba su café con un trozo de pan genovés que había amasado su madre. Indecisa acerca de cuándo inaugurarla, se dirigió hacia la pared de la cocina en busca del calendario que allí tenían colgado. Necesitaba saber cuándo debían empezar las clases. Descolgó el almanaque del muro y, con este en la mano, se sentó a la mesa. ¡Por Dios, qué pocos días le quedaban! ¡Y qué horrible le había salido el pan a su madre! Las aceitunas que el pan genovés tenía en la masa y que siempre le habían gustado le dieron asco. Como no aguantó el olor a olivas —porque no la dejaba pensar—, depositó el trozo en la punta de la mesa, mientras, preocupada y empujada por los acontecimientos, seguía eligiendo la fecha. Un mes y medio sin dar clases, era un mes y medio sin recibir dinero. Treinta días sin Benito era la tristeza total… pensó, y los ojos se le llenaron de lágrimas al comprobar que ese era el tiempo que hacía que él se había ido. Un mes… treinta días… ¡Treinta días! ¡Treinta días!
¡Ay! ¡Cómo se le había pasado semejante cosa! ¡No, no podía ser! ¡No! Con tantas idas y venidas se daba cuenta de que la fecha de su regla se le había pasado. ¡Y por mucho! Decidió no alarmarse; seguramente estaba fabulando. Apartó el calendario pensando en que seguiría con su vida normal e iría a ver a su tía Rosa; la idea la tranquilizó; seguiría con las actividades ordinarias que, además, le hacían sentir que estaba más cerca de Benito. Tal vez, Rosa tenía algún dato importante o alguna pista que ayudara a dar con él. Tomó un trago de su café y, esta vez, el olor que despidió la taza humeante fue lo que le dio asco; se asustó y, decidida a probar que todo era un cúmulo de casualidades, acercó el plato que tenía el trozo de pan genovés que había descartado minutos antes. Lo tomó entre sus manos, le dio un mordisco y, llena de miedo, se lo tragó. Estaba por cantar victoria cuando una arcada tremenda subió por su pobre garganta agredida por las olivas y casi la hizo vomitar sobre la mesa. ¡No podía ser! ¿Cómo había ocurrido semejante cosa? Sí… sí podía; había ocurrido de la manera en que estas ocurrían; ellos habían pasado muchas noches juntos en el hotel. ¡Qué tonta había sido al descuidarse pensando que sería él quien tendría el cuidado! Pero lo cierto era que sus encuentros siempre habían sido una locura de pasión y ninguno nunca había pensado en nada. Benito, menos que nadie; y ella, persiguiéndolo para que se definiera, se había olvidado de todo. En el zaguán, cuando Benito se le acercaba, ella quedaba a su merced; y ni hablar cuando estuvieron en el hotel.
Si las cosas en su casa ya se hallaban complicadas, cuánto más con esta terrible novedad. ¿Qué haría? Su familia sin la academia, ella embarazada, Benito desaparecido. Porque aunque no tenía datos de dónde encontrarlo estaba segura de que la solución era dar con él. Si lo hallaba, terminarían juntos; estaba segura. Benito no podría negarse; él la amaba y más si se enteraba de que ella esperaba un hijo.
No podía salir todo tan mal; tenía que encontrarlo. Se puso de pie, buscó el abrigo, la cartera y saludó a su madre. Perpleja como estaba, ni le dijo a dónde iba; María tampoco se lo preguntó. La mujer, que había estado yendo y viniendo por la casa limpiando y acomodando, la había visto mirando el calendario y a punto de vomitar. Y ahora, preocupada, ni siquiera se había dado cuenta de indagar a dónde iba. ¡Más vale que su hija fuera en busca de la solución del problema que creía que tenían entre manos!
* * *
Cuando Adela llegó a la casa de su tía, lo hizo tan desesperada que ella no tardó en darse cuenta de que algo grave ocurría y de inmediato se ofreció a ayudarla en lo que necesitara. Y ella, pensando que, tal vez, si Rosa supiera la verdad, entendería la gravedad del asunto y la ayudaría con más ahínco a encontrar a Benito, decidió compartirle el angustiante descubrimiento que había hecho esa mañana. La mujer, estupefacta ante la increíble noticia, le dijo un par de frases desencajadas en un intento de darle una perorata a su sobrina.
—Tía, ya sé que hice todo mal, pero es que la situación se descontroló…
—Todavía no puedo creer lo que cuentas. Con el disgusto, matarás a tu padre y a tu madre.
—Lo sé, ayúdeme…
Rosa suspiró. En un primer momento, había decidido no contarle lo que había averiguado, pero después de la novedad que acababa de oír, tendría que hacerlo; era necesario. Al fin le dijo:
—No creas que tengo buenas noticias…
—Dígame lo que sabe, por favor.
—Tu Paolo es un noble aristocrático —dijo categórica.
—¿Qué…?
Adela había esperado cualquier explicación pero no esa.
—Sí. Alguien a quien tu padre le daba clases de niño en su castillo.
—¡Un castilllo! —exclamó incrédula. ¿Su Paolo en un castillo? ¿Cómo podía ser, si él era de Roma? Necesitó abrir su cabeza a nuevos pensamientos.
—Alguien a quien los alemanes le asesinaron toda su familia.
—¡Qué horror! ¿Pero… eso qué tiene que ver con nosotros?
—Voy a decirte algo que… algo que no diría por la pena que me da hablarte mal de mi primo… Si no supiera que esperas un hijo, no lo haría.
—Estoy preparada, vengo imaginándomelo.
—Las malas lenguas dicen que tu padre fue quien entregó a esa familia a los alemanes, que lo hizo por dinero. Sólo querían sus obras de arte, pero algo salió mal y todos terminaron muertos en un terrible tiroteo, menos las mellizas y el hijo varón, de unos diez u once años, un rubio de ojos claros como su propio padre.
—¿Se llamaba Paolo?
—No, Benito Berni, pero puede haberse presentado ante ustedes con otro nombre, si no, tu padre lo habría reconocido de inmediato. Ahora debería tener unos años más que tú.
—Son demasiadas casualidades… debe ser él.
—Escúchame. Si es ese hombre, él todavía tiene el castillo en Piacenza. Un Berni joven visita el lugar cada tanto.
Adela escuchó la última frase y al instante acudieron a su memoria las palabras de la chica del negocio de antigüedades de Roma. Ella había dicho que su dueño estaba en Piacenza. Además, Adela estaba casi segura de que había nombrado el mismo apellido: Berni.
Tenía que ser.
—¡Es él! —dijo y le relató a su tía los sucesos de Roma.
Durante un rato más, Rosa le contó cosas de la época de la guerra para que ella entendiera cómo era la vida en esos días. Adela preguntaba; ella respondía. Aun interiorizada en la crudeza de esos tiempos, Adela no podía creer que su padre hubiera hecho semejante trato con los alemanes.
Una hora más tarde, Adela salía de la casa de su tía y se iba directo a Piacenza. Era la siesta, pero ella no esperaría al día siguiente.
Rosa le había dado un abrazo largo. Durante la despedida, le había deseado la mejor de las suertes, y mientras la miraba alejarse, se persignó. Su sobrina necesitaría ayuda sobrenatural para acomodar este entuerto.
Piacenza, 1967
Ni bien Adela bajó del tren que la llevó a Piacenza, no tardó en averiguar cuál era el castillo de Benito Berni y dónde quedaba.
Y ahora, frente a la gran mole rodeada de un parque verde, después de haber hecho a pie la subida hasta la puerta de la mansión, no podía creer que allí hubiese vivido alguna vez el Paolo Benito que ella conocía o el Benito Berni que desconocía o quién quiera que fuese ese hombre rubio. Porque bastante impresionada la tenía el castillo y las desgracias acontecidas en ese lugar como para pensar también en la manera fría en que él se había cambiado el nombre.
Un rato después del arribo de Adela, una de las tantas puertas que ella había tocado al fin se abría y una amable empleada desde la puerta le explicó que su dueño acababa de marcharse a Francia. Al borde de las lágrimas, Adela le pidió que le diera más explicaciones y la mujer, con pena, le confió que creía que el señor no volvería por mucho tiempo. Después de haber traído al castillo una gran cantidad de cosas, había dejado instrucciones sobre cómo quería que mantuvieran la nueva decoración durante el largo tiempo que él estaría ausente. Adela la escuchaba y creía desmayarse no sólo por lo que decía, sino porque ante ella estaba la prueba de que Berni en verdad era Paolo: desde el pedacito de puerta que la mujer tenía abierta, alcanzaba a ver en el hall el retrato de Boldini, ese que tanto tiempo había estado colgado en la sala de su casa.
Después de las explicaciones de la empleada, mientras caminaba cabizbaja rumbo a la estación de trenes, justo en el punto en que comenzaba el descenso de la lomada, decidió regresar. Necesitaba saber todo y más. Ella tendría un hijo con la sangre de esa familia. Volvió a tocar la puerta y le rogó a la misma mujer que antes la había atendido:
—Necesito que me ayude. Quiero conocer la triste historia que sucedió en este lugar. Los Berni… son mis parientes —en cierta manera, era verdad; lo que había dicho no era una mentira. El hijo que esperaba sería el nieto de ese matrimonio que había muerto allí; esa criatura los emparentaría.
La mujer, sorprendida por el pedido, fue cautelosa; pero la mirada dulce de Adela y la emoción que trasuntaba, la convencieron de que la chica era inofensiva y le relató —completa aunque sin muchos detalles— la historia cruel de los Berni. Aun así, la sobria descripción de los acontecimientos a Adela le bastó para que le hiciera derramar dos lágrimas silenciosas, las que, después de darle las gracias a la mujer y, tras retirarse, se convirtieron en llanto copioso durante la bajada. Lloraba por todo: por ese niño rubio, que había tenido que sufrir tanto; por esa familia, que había quedado deshecha, y también, por su padre, que tenía la mayor parte de la culpa, y porque tampoco le quedaba claro cómo había sido posible que su familia conviviera durante tantos años con las obras de arte de los Berni. Pero, sobre todo, lloraba por ella, que, indefectiblemente, perdía a su amor en Francia, y por ese bebé, que tenía en su seno y que desconocía si alguna vez disfrutaría de tener un padre. Esperando el transporte a la vera de la ruta, Adela se prometió que buscaría a Berni una y otra vez hasta encontrarlo. Y ya arriba del bus, en camino a la estación de trenes, entendió una triste realidad: que esta vida, a veces, podía ser cruel.
En el tren a su casa, una idea venía a su cabeza una y otra vez: sería muy difícil continuar viviendo en su casa después de saber lo que sabía. Podía imaginarse residiendo con su familia, torturada por no estar nunca segura de decírselo o no a su madre, o si, de contárselo alguna vez a sus hermanas, que por ahora eran unas jovencitas, pero algún día serían adultas, como ella, con derecho a saber todo. Hacerle un gran escándalo a su padre no estaba dentro de sus planes, él después del ataque que había tenido no estaba para que ella le hiciera reclamos a viva voz que no llevarían a nada, aunque tampoco pensaba tratarlo como si nada hubiera pasado, no sería justo.
Adela se sentía en una situación difícil a lo que se le sumaba su estado de embarazo, ya que Benito Berni, en Francia, no lo sabía ni le interesaría saberlo porque de seguro no quería oír nombrar nunca más a un Pieri, incluida ella.
Una cosa era segura: no podía seguir en su casa como si esa historia no hubiera sucedido. ¿Pero qué hacer? ¿Irse? Bien podía hacerlo, iba a ser madre y ya no era una niña, tenía veinticinco años. ¡¿Pero a dónde?! Además, en su casa la necesitaban, pensar en la academia que había que poner en funcionamiento le daba la certeza de esto.
La cabeza le explotaba, tenía que pensar y rápido. En dos horas estaría en Florencia y todo tendría que estar decidido. Divagando entre estos pensamiento pasó gran parte del viaje pero para cuando llegó a su ciudad, al fin, tenía un plan. Era drástico pero creía que era lo mejor. Lo que acababa de decidir marcaría su vida para siempre.
Florencia, 1967
Cuando Adela llegó a Florencia, lo hizo llena de decisiones y resuelta a llevar adelante su plan. Lo primero que hizo fue hablar con Rosa. Sentadas en una mesa de La Mamma, que era donde había encontrado a su tía ese día, le contó todo lo que había averiguado en el castillo. Paolo Benito era Benito Berni, ya no tenía dudas. Él se había marchado a Francia por bastante tiempo. Su padre Rodolfo había sido quien había llevado a los alemanes al castillo el fatídico día; sin embargo, la tenencia de las obras de arte con las que ella había convivido en su casa era más que confusa… terrible. Y ella, por todas estas razones, no quería, ni podía vivir más en la casa con su padre; quería independizarse y cuánto más ahora, que estaba embarazada. Se sentía preparada para ello.
—Tía, necesito trabajo. ¿Usted podría tomarme en su restaurante? Voy a buscarme un lugar donde vivir y necesito mantenerme —dijo Adela mientras miraba el movimiento a su alrededor. Un hombre entraba un cajón con verduras, otro limpiaba el piso y una chica ponía los manteles sobre las mesas; la hora de la cena se acercaba.
—Cuenta con eso, mi niña. Para mí, será un gusto tenerte trabajando aquí. ¿Pero qué dirá tu padre? —la interrogó pensando que él podía oponerse al recordar que ellos estaban distanciados hacía años desde lo ocurrido con el cuadro de Fiore.
—No me importa; él no puede recriminarme nada.
Rosa pensó que las relaciones con su primo no podrían ponerse peor; ya estaban enemistados desde hacía mucho tiempo. Aunque le preocupó Adela.
—¿Pero dónde vivirás?
—Todavía no lo sé; ya buscaré.
—¿Y por qué no te quedas en mi casa hasta que se aclare un poco el panorama?
Adela la miró con cariño. Su tía era una buena mujer; ella misma lo había pensado, pero no se había animado a decírselo.
—¿En verdad usted haría eso por mí?
—Claro, ¿cómo no? Si vivo sola. Tengo lugar de sobra en la casa.
Adela se levantó, le dio un abrazo y se largó a llorar. Luego, ya más calmada, le contó que iría a ver a su familia para hablar sobre su decisión, y que en una semana, si estaba de acuerdo, vendría a instalarse con ella, empezando a trabajar en lo que fuera que se necesitara en La Mamma.
—No soy muy buena cocinando pero puedo limpiar, lavar platos o picar cebolla, o lo que se necesite —le dijo. Y a su tía le había caído bien.
* * *
Era pasada la medianoche cuando Adela llegó a su casa. Su madre, apenas la vio, le recriminó que había estado preocupada por ella, que ni siquiera sabía dónde se había ido, que no se lo había dicho cuando se fue. Sus hermanas ya dormían, pero su padre, intranquilo, también la esperaba despierto.
Adela, sin prestarle mucha atención a las quejas, le pidió hablar. Y encerradas en la cocina, las dos de pie contra la mesada, sin mucho preámbulo, le contó que estaba embarazada y que se iba de la casa, aunque no con Benito. Él ya no estaba en Italia.
Su madre lloraba, le exigía explicaciones de lo que estaba sucediendo; ella le decía que se iba por las mismas razones que ese día nefasto los dos hombres habían discutido y Benito se había ido de la casa de mala manera, pero que las aclaraciones del trasfondo del asunto se las tenía que pedir a Rodolfo, que ella no diría nada más, salvo que los motivos eran graves. «¡Ah! ¡Y el verdadero nombre de Paolo es Benito Berni!», aclaró y le agregó que, como fuera, él ya no estaba en el país, que no sabía nada del embarazo y que, por esa razón, ella no podía esperar nada de ese hombre.
Al escucharla, María pasaba por distintos estados: se asombraba, se hacía preguntas, por momentos, hasta se enojaba. Cuando María lloraba, a Adela le daban ganas de hacer lo mismo, aunque se contenía. Y por más que su madre le pidió, le rogó, le suplicó, que se quedase, ella siguió adelante. Ya había tomado su decisión.
Deshecha, María se sentó en una silla de la cocina para formarse la idea de lo que estaba pasando; no era fácil.
Adela fue a la sala. Allí se encerró con su padre. A él no le permitió quejarse por la hora en que había llegado sin avisar; no le dio tiempo. Pieri se hallaba sentado en el sofá, leyendo un libro.
—¡Papá, lo sé todo!
—¿Todo? —levantó la vista.
—Sí, fui a Piacenza, estuve en el castillo de Berni. Sé que usted llevó a los alemanes a ese lugar… Sé que la familia Berni murió ese día.
Rodolfo Pieri la miró durante un rato. Lo que jamás hubiera pensado que iba a pasar, estaba pasando.
Adela prosiguió:
—Y supongo que hay más, aunque no sé si quiero saber el resto, como, por ejemplo, qué hacían en nuestra casa los cuadros y los objetos de la familia Berni.
Pieri, al fin, abrió la boca:
—Yo creí que todos ellos había muerto cuando… Es verdad que hice mal muchas cosas, pero Berni… esperar tantos años para vengarse, venir acá y mentirnos…
—Cada uno de ustedes tiene sus culpas. Pero lo suyo es peor…
—Ya veo que Benito Berni te ha llenado la cabeza con esa vieja historia.
—No, papá, a él no lo vi. Se ha ido a Francia.
—Mejor. No deberías verlo nunca más.
—¡Mejor nada! ¡Yo debía verlo! ¡Nosotros teníamos una relación! ¡Y ahora entiendo por qué él no se animaba a formalizarla!
—Estate segura de que a él nunca le importó lo de ustedes. Estoy convencido de que no querrá vernos nunca más.
—Ojalá que sí, porque si no lo hace su nieto se quedará sin padre.
A Rodolfo Pieri le costó entender el significado de las últimas palabras; dudó, pero su hija le confirmó el desastroso sentido de «nieto» y de «padre»:
—Estoy embarazada de Paolo… ¡de Benito Berni!
A Pieri le había costado llevar adelante la conversación, pero la noticia de que sería abuelo fue demoledora. Porque reconocer con un hija las indignidades cometidas no era fácil, pero ver su vida arruinada por errores propios, era algo casi insoportable. No podía ser verdad lo que Adela le confesaba. ¿Acaso el maldito Benito Berni había incluido en sus juegos de venganza engendrar un hijo en el vientre de Adela? ¿Lo había hecho por desquite? Era una idea terrible, pero casi no le quedaban dudas de que así era. Creyó volverse loco. Pensó en viajar a Roma o a Piacenza y matarlo con sus propias manos y recordó que ella había dicho que no estaba en el país. Y por primera vez desde que el camión se había marchado con los objetos que había atesorado por años, se sintió con fuerzas. La rabia se las había hecho volver.
—Berni es un maldito, pero sé que actué mal. Ojalá, hija, puedas perdonarme.
—Papá, yo lo perdono… Pero tiene saber que me voy de esta casa.
—Eso es una ridiculez.
—No puedo quedarme aquí y el día de mañana tener que explicarle a mi hijo todo lo que pasó y que yo me quedé aceptando lo sucedido como si no hubiera ocurrido.
—¿Dónde vivirás? ¿Cómo harás para mantenerte?
—Trabajaré en La Mamma e iré a vivir con tía Rosa. Ya lo he hablado con ella.
—Pero… ¿y la academia?
—Antes de irme la pondré en funcionamiento. La abriré, pero sólo eso. De lo demás, tendrá que ocuparse usted. Así que vaya dejando esa silla y empiece a mantener de nuevo a su familia.
Rodolfo Pieri pensó que la conversación que había mantenido con su hija era una pesadilla. Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos en un intento de despertarse; pero no era un sueño, sino pura realidad. Entonces, al comprobarse despierto, sintió que las equivocaciones del pasado volvían por él; ese que él había creído enterrado hacía mucho tiempo.
Intentó decir algo, pero Adela dio la media vuelta y se fue.
Nunca pensó que su hija mayor fuera capaz de hacer algo como lo que había hecho. Tampoco hubiera pensado que Berni un día volvería del más allá. Sin embargo, allí, en el cuerpo de su hija estaban las pruebas de su regreso. Y al pensar en la sucesión de hechos que desencadenaron esta catástrofe familiar, sintió que la sangre le hervía. Se levantó y pegó con el puño en la mesa, una y otra vez. Atraída por el ruido, apareció María. Le exigía que se calmara y que le diera explicaciones.
* * *
Diez días después de la velada de las verdades, Adela se hallaba a punto de pasar la primera noche en la casa de su tía; se había instalado desde la tarde. Había llegado llorando y trayendo en la mano una valija con unas pocas ropas adentro. Para ella, lo peor había sido despedirse de sus hermanas. Las chicas lo habían hecho entre sollozos sin comprender muy bien qué pasaba porque Adela había dejado la explicación en manos de sus padres, quienes deberían decidir qué les dirían a ellas y al que preguntara. La última semana en su casa había sido extraña porque Pieri había vuelto a recobrar la vitalidad que le conocían y, juntos, habían inaugurado la academia que, ahora, humildemente, comenzaba a funcionar dentro de la vivienda, tal como lo hiciera cuando la fundó. Había sido raro trabajar con su padre como en los viejos tiempos, sabiendo que eran los últimos días en que lo hacía. Adela había decidido marcharse tras la revelación de los tristes sucesos en los que había estado envuelto su padre.
Finalmente, comenzadas las clases, el funcionamiento de la academia se había encauzado dentro de cierta normalidad y, si seguía ese curso, su familia podría continuar viviendo del mismo trabajo de siempre. A ella, ahora, le tocaba pensar en su vida y en el bebé que venía en camino. Casi a punto de dormirse en la cama del cuarto que le había dado su tía, Adela se preguntaba qué le depararía su vida en La Mamma. No lo sabía. ¿Vería nuevamente a Benito? Tampoco estaba segura. Pero a su corazón le prometió que no se daría por vencida en la búsqueda; era la única manera de poder seguir adelante y de querer vivir.
* * *
Esa misma noche, a Berni le costó dormirse en el departamento que había alquilado en Montmartre. Había decidido instalarse en ese lugar porque le parecía que viviría más tranquilo, le gustaba ver a París desde la colina donde estaba ubicado Montmartre, le encantaba saberlo lejos y cerca al mismo tiempo; además, era un barrio bohemio lleno de artistas de toda clase, ideal para concretar la apertura de una galería de arte. Había transcurrido una hora desde que se había acostado y la almohada le parecía dura; la cama, incómoda; la luz que entraba por las ventanas, demasiado fuerte debido a que todavía no había encargado el cortinado. Hacía frío. Su cabeza rubia se movía de un lado a otro. Despabilado, se levantó en calzoncillo y camiseta blanca y, apoyado contra la ventana, vio a través del vidrio la cúpula de la basílica del Sacré Cœur; se la observaba claramente iluminada por la hermosa y enorme luna de invierno; la imagen trajo a su memoria la última noche que había pasado junto a Adela en Florencia. Recordó la luna de esa noche mientras caminaban juntos hasta el hotel, los cabellos de ella sobre la cama iluminados por la luz de la luna, ellos amándose hasta el cansancio una y otra vez. Inundado por las emociones, se sintió morir; estaba a punto de llorar y listo para abordar el tren rumbo a Florencia en busca de Adela. Se vistió apurado y salió a la calle decidido; pero, afuera, el movimiento de la noche bohemia de Montmartre lo distrajo, lo calmó, lo atrapó; alguien le pidió fuego, dos borrachos que peleaban en la plaza du Tertre captaron su atención, también unas muchachas bonitas y ruidosas que salían vestidas provocativamente del cabaret donde hacían su show; una se acercó a preguntarle la hora y al escucharlo hablar le sonsacó de qué parte de Italia era; la pelirroja conocía Roma, había hecho un show allí durante un tiempo. Entonces, él se sintió agradecido por la charla que le daba.
Dos horas después, Benito y la chica tomaban un trago, charlaban y la invitaba a su departamento; los ojos claros de Berni, sus rasgos armoniosos y el aire de muchacho desprotegido y lastimado siempre lo ayudaban en sus propósitos con las mujeres. Mientras caminaban rumbo al lugar, Benito la tomó de la mano; necesitaba estar con alguien y no conocía otra manera de relacionarse con una mujer que no fuera esta. Él no quería amar, no debía, no podía. Se conformaba con el contacto físico. Él era un mutilado emocional desde aquel día en que cumplió diez años.