Capítulo 34
Un hilo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar ni la circunstancia. El hilo se puede estirar o enredar, pero nunca se romperá.
Sir Muse
Piacenza, 2008
Día 15
Benito Berni ese sábado se despertó temprano. Una pregunta le había hecho abrir los ojos de madrugada: ¿llegaría el jarrón ese día? Sin tener la respuesta, se bañó, se cambió y se presentó a desayunar en el comedor dorado, a pesar de que ya casi no lo usaba. La importancia del día lo merecía. Tomó únicamente café negro; luego fue a la sala y cerró la puerta. Intentando quitarle la ansiedad a la mañana, buscó el CD de Édith Piaf y lo puso en su equipo de música; quería escuchar «La vida en rosa», una de sus canciones favoritas. Le gustaba la letra y lo emocionaba escuchar la voz de Édith, de quien había sido amigo.
Pulsó play y la voz querida inundó la habitación. Subió el volumen casi al máximo y disfrutó del momento. Repitió la misma canción un par de veces y luego permitió que el CD avanzara por los siguientes temas. Sentado en el sillón, recordó la triste vida de Édith, quien, en algunas de las veladas que compartieron, le contó los pesares de su niñez. Su madre la había parido en plena calle y, como no podía mantenerla, la había dejado al cuidado de su abuela, quien le daba vino en la mamadera en vez de leche. Luego, vivió con su padre, pero al llegar la guerra, el hombre se vio obligado a entregársela a su propia madre, una mujer que regenteaba una casa de prostitución. En ese ambiente, entre mujeres de mala vida, se crió Édith hasta que su padre regresó. Vivió con él hasta los catorce años, momento en el que decidió independizarse y ganarse la vida cantando por las calles, lo que le permitió vivir sola en un hotel. Berni se sentía identificado con ella: una niñez sin padres y una independencia temprana los emparentaba, porque ambos tuvieron que hacerse cargo de sus vidas cuando todavía eran adolescentes. Aunque él no había terminado adicto a la morfina como ella, compartían la desazón de una vida arruinada. Creía que las marcas en la niñez eran las peores, las más difíciles de borrar o superar. Y esas viejas cicatrices eran las que los habían llevado a hacerse amigos. En su grata compañía, había charlado largo sobre ellas. Sólo que Édith, lastimada, se había ido demasiado pronto de este mundo. «La alcanzaré en breve… este mismo día», pensó, justo cuando se acababa la última canción.
Florencia, 1967
En la cocina de La Mamma tres empleadas preparaban la salsa. Una de ellas, con sus manos pequeñas y hábiles, picaba los tomates. Era Adela, quien ya hacía dos meses que trabajaba en el restaurante. Lo hacía pensando en la visita que haría esa tarde al negocio de antigüedades de Roma y, al mismo tiempo, disfrutando su tarea. Estaba aprendiendo a cocinar y empezaba a encontrarle el gusto de hacerlo. Ella, que creía que no era buena, se sorprendía al ver que sí lo era; hallaba placer en guisar, aderezar, condimentar, hornear y freír; había cierta paz en mantener las manos ocupadas entre alimentos y cierta alegría en lograr la meta de un sabor elegido, algo que no hallaba en ninguna otra actividad, ni siquiera en pintar. Las primeras semanas las había pasado llorando, pero ahora la vida comenzaba a tornársele un poco más cálida. Su carácter dulce y su bondad, más la delicada situación que estaba viviendo, habían hecho que todos los empleados del restaurante la quisieran, la ayudaran y la cuidaran. Compartía el día con sus compañeros y empezaba a forjar amistad con algunos de ellos; por la noche, solía compartir largas charlas con Rosa, las que iban desde historias de familia, consejos de vida y los informes que ella le daba a su tía sobre lo que acontecía en La Mamma. De salud, estaba perfectamente; su embarazo avanzaba bien y nunca había tenido ni una sola náusea o síntoma molesto. Ese bebé era bueno, sabía que se tenía que portar bien, solía decir ella. De Benito no había vuelto a hablar con nadie; no sabía nada de él, pero esa tarde pensaba aprovechar que era su día de franco para ir a Roma, al negocio de antigüedades, tal vez allí supieran algo de la fecha de regreso de Benito, o del lugar donde estaba en Francia para enviarle una carta.
En medio de estos pensamientos se dio tiempo para hacerle una propuesta al cocinero. Caminó unos pasos hasta donde estaba el hombre y le dijo:
—Podríamos poner en la salsa pomodoro los trozos de tomate un poco más grandes, creo que realzarían el sabor.
El hombre la miró sorprendido. ¡Al fin una de las ayudantes pensaba! Adela era diferente; andaría bien en la cocina. Tal vez, la idea de la chica fuera buena; le respondió contento:
—Sí, podemos probar.
Adela sonrió satisfecha.
* * *
Pasado el mediodía, Adela tomaba el tren rumbo a Roma. Había salido temprano, quería llegar con tiempo y no regresar muy tarde. Por el camino pensaba que ojalá estuviera la misma chica —aquella tan parecida a ella— que la había atendido con amabilidad luego de perseguir a un muchacho varias calles. Su cabeza organizaba el orden de las preguntas que le haría, se debatía entre si sería mejor o no revelarle quién era ella para que se decidiera a ayudarla.
Unas horas después, llegaba a la ciudad, caminaba unas cuadras y entraba al local.
La recibió un muchachito. Ella le explicó que quería saber cuándo regresaría Berni. Necesitaba verlo.
—Tendrá que hablar con Marina, ellos dos se escriben regularmente. Yo no sé nada, pero seguro que ella, sí. También se hablan por teléfono —deslizó.
A Adela la frase le dio mala espina. Benito hablaba por teléfono con esa chica y se escribía cartas mientras que con ella, que iba ser la madre de su hijo, nada. No le gustó. Le hizo doler el corazón.
Minutos después, aparecía Marina.
—Tal vez me recuerde… vine hace unos meses… —dijo Adela.
—Sí, buscaba a una persona…
—Un tal Paolo Benito, pero ahora busco a Benito Berni.
Marina la miró de arriba abajo; era evidente que Berni le había dado un nombre falso. Él tenía fama de mujeriego, pero jamás había pensado que se dedicara a engañar chicas buenas; y esta, lo parecía. La conquista de una muchacha así requería tiempo, esfuerzo y Berni no parecía alguien dispuesto a invertirlos. Mientras había salido con él, lo había tenido que compartir con otras mujeres, pero esta que tenía enfrente no parecía del tipo capaz de soportar eso. La chica le dio pena.
—Sí, sí, ya recuerdo, pero el señor Berni no está, se encuentra de viaje en Francia.
—¿Sabe cuándo regresará?
—Mire… ¿Cómo es su nombre?
—Adela… Adela Pieri.
—Mire, Adela, él siempre habla bastante conmigo, pero nunca me avisa sobre este tipo de cosas.
La frase tampoco le gustó a Adela.
—Cuando hable con él, ¿le podría preguntar si tiene fecha de regreso?
—Haré el intento, pero sospecho que no volverá pronto. Tengo la idea de que allá la está pasando de maravillas.
Berni le había dicho que estaba haciendo relaciones con los artistas de París, que toda la troupe se reunía en el cabaret Au Lapin Agile, donde se había hecho asiduo concurrente en su afán de encontrar los artistas adecuados para empezar la galería.
—Pero tiene que volver, ¿no…?
—No sé qué hará. Este negocio está en venta y allá él piensa dedicarse al arte.
—¡Ah! —dijo al borde de las lágrimas. La frase había sido una estocada para Adela.
Marina se dio cuenta y decidió ayudarla: sería más clara.
—A esta clase de hombres lo persiguen las mujeres. Para él es natural pasarla siempre bien donde sea que esté. —Y confidente, dijo—: Te daré un consejo: mejor olvídate de él.
Adela se sintió descubierta.
—Es que él…
—O si no, acostúmbrate a compartirlo, que es lo que hice yo mientras estuvo conmigo. Aunque, sinceramente, creo que esta vez lo hemos perdido. Allá lo han atrapado las artistas que pintan, las chicas del cabaret y quién sabe quién más.
Adela había quedado sin habla. No tenía qué decir, acababa de descubrir que esa chica tenía algo con él, probablemente, desde antes de que ellos se acostaran en el hotel de Florencia. Además, había otras mujeres; ella misma le había dicho que lo compartía. Y ahora Benito estaba en París pasándola de maravillas… Las noticias que acababa de darle la joven empleada se unían con la certeza de que él era el padre del hijo que llevaba dentro y sentía que se moría. Benito, se alejaba; su hijo, crecía. Y nada podía cambiarlo. La conversación había sido un puñal que le habían clavado en las entrañas. Dolida como estaba, sin dar explicaciones, saludó a la muchacha y se marchó. Ella no era esa clase de mujer que anda por lugares desconocidos pidiendo noticias de un hombre. Berni era muy diferente de lo que había creído.
En una hora, ya estaba arriba del tren rumbo a Florencia y por más que las lágrimas pugnaban por salir, ella no derramó ninguna. Se había acabado; él no las merecía. A ese negocio no volvería nunca más. La vida continuaba y ella debía pensar en la criatura que llevaba en su seno. Se acordó de que en unas pocas horas estaría en La Mamma y se sintió aliviada; allí tenía paz, y el sosiego, a veces, era una especie de felicidad. Más precaria, pero felicidad al fin. Y la única que por ahora podía ambicionar.
París, 1967
En el cabaret Au Lapin Agile de Montmartre, esa noche hacía su presentación una cantante nueva. Su voz melodiosa inundaba el salón en penumbra, iluminado únicamente por los pequeños veladores de colores distribuidos en cada mesa. Benito compartía la suya con los nuevos amigos que se había hecho en París; charlaba con la atractiva Dalida y esta se desahogaba contándole sobre las penas que la aquejaban y las constantes peleas con su pareja, explicándole que las rencillas los llevaban inexorablemente a una separación. Hacía un par de noches que conversaba con Dalida y con todo un grupo que, de una manera u otra, se dedicaban al arte. Mientras le llenaba la copa a Dalida, Berni le contaba que estaba a punto de abrir su galería de arte en la rue Durantin y ella, al escucharlo, se dio vuelta y llamó a su amiga Lorna Merci, una escultora en pleno auge. Cinco minutos y Lorna llamaba a Antoine Besnard, que era un pintor que empezaba a cotizar; y allí, en el famoso Au Lapin Agile y en medio de la música romántica, el sueño de Berni de la galería propia comenzaba a tomar forma. Dalida le daba algunas ideas y le prometía presentarle más gente. Ese italiano bonito de ojos azules que conocía desde hacía una semana tenía un aire de tristeza que le recordaba la suya. Como si una misma tilde se hubiera depositado en los casilleros que marcan el dolor y la melancolía, al igual que habían marcado los de ella. Si no fuera que su enamorado le ocupaba toda su cabeza, esa noche la hubiera pasado con el italiano. Si se lo tenía cerca, era inevitable no querer consolarlo quién sabe de qué negros recuerdos. Llegaba a la conclusión de que Au Lapin Agile, que había abierto sus puertas antes de 1900 y era el más antiguo de París, podía considerarse un lugar suficientemente especial, como para que uno pudiera encontrarse con cualquier personaje exótico o extraño como el atractivo Berni.
Las copas llenas de champagne tintineaban y Berni, ya ahogado por la canción melancólica, se preguntaba por qué cuernos la cantante no acababa ya con esa música triste. Miró casi enojado hacia el escenario. Y al hacerlo, recién allí reparó en la bella rubia platinada que se contoneaba suavemente enfundada en un vestido azul escotadísimo. La observo fijo hasta que la muchacha lo descubrió entre la gente. Entonces Berni decidió que en cuanto terminara el show la invitaría a tomar una copa. Le parecía atractiva, le gustaba y ya era hora de reemplazar a la pelirroja que había conocido hacía un tiempo. Estaba cansado de sus boberías de bailarina: que no tomaba alcohol, que no comía pastas, que debía dormir ocho horas… Llevar la vida que ella quería no era posible en París. Aquí la fiesta mandaba; y en Montmartre, todavía más. Había sido un acierto instalarse en este lugar.
Berni aún no lo sabía, pero la cantante platinada sería quien supliría a la pelirroja, esa última conquista hecha aquella noche en que, desesperado por Adela, casi se había vuelto a Florencia. Estas chicas serían dos de las muchas que en esos años formarían una frondosa lista de Amelies, Beatrices, Bibis, Camilles, Claudines y otras semejantes que se sumarían a través de su larga estancia en Francia mientras se dedicaba a multiplicar su fortuna. Porque muchas mujeres pasarían por el cuerpo de Benito, aunque una sola sería la que se mantendría firme en sus recuerdos, una de vestidos sencillos, ojos marrones profundos, voz dulce y especial, expresión ingenua e inclinación por la pintura. Y ahora, también, con gusto por la cocina, aunque él lo descubriría después de mucho tiempo.
Florencia, 1968
Adela caminó con esfuerzo los metros que había desde una punta a la otra en la cocina de La Mamma; sus casi nueve meses de embarazo le otorgaban un vientre voluminoso, pero a ella no le importó; quería darle una instrucción a las muchachas que en la mesa grande hacían la masa para la pizza.
Su hijo estaba pronto a nacer, pero por nada del mundo había querido dejar de trabajar. El cocinero se había enfermado y ella, gustosa, había tomado su puesto durante esos pocos días. Se había sentido preparada para hacerlo, aunque, por suerte, el hombre volvía al día siguiente. Era demasiada responsabilidad justo ahora que tenía el presentimiento de que su bebé nacería esa misma semana. Además de algunos dolorcitos extraños que empezaban a aquejarla.
De Benito Berni no había sabido más nada. Al negocio de antigüedades de Roma no había querido volver. Sentía que hacer ese papel de mujer despechada persiguiendo a un hombre le quitaba la dignidad, que era lo único que le quedaba. Y no la desperdiciaría.
Aunque con el paso de los meses, ya más tranquila y pensando que no era bueno que el niño naciera y creciera sin saber nada de su padre, y su padre, nada de él —¡ni siquiera su existencia!—, había decidido hacer de nuevo una visita al castillo de Piacenza. Claro que eso recién podría llevarlo a cabo cuando naciera la beba, porque estaba casi segura de que sería una niña. Iría con Rosa en brazos. Pensaba llamarla así en honor a su tía, que la había ayudado muchísimo en los últimos meses, desde cobijarla y permitirle trabajar en el restaurante, hasta realizar una silenciosa tarea de reconciliación familiar, la que había empezado ella misma aviniéndose con su primo Rodolfo, persiguiendo siempre la idea de acercar las partes. Y el resultado estaba a la vista: la relación con sus padres estaba mejor y, aunque nunca volvería a ser la misma, el acercamiento le permitía ver a su madre y a sus hermanas más seguido. Ellas habían visitado la casa de Rosa y Adela, la suya.
Las aguas se habían aquietado, las relaciones se recomponían tibiamente, pero algo era seguro: no volvería al hogar familiar. Así estaban bien y a ella, en verdad, le gustaba trabajar en el restaurante. Sólo a veces extrañaba el movimiento de la academia, o pasar horas mirando pinturas, o hasta ponerse a rayar un cuadro ella misma. Pensaba que alguna vez volvería a pintar, pero, por ahora, su energía y creatividad estaban puestas en la cocina de La Mamma y algo bueno había salido: dos o tres comidas habían abandonado su receta tradicional para incluir los cambios que ella había sugerido y un nuevo plato de su inventiva se agregaba a la carta de La Mamma: carne al vino ortrubo. Había surgido por obra de la casualidad y la necesidad un día en que faltaron un par de ingredientes y ahora era uno de los más pedidos por los comensales.
A su tía Rosa no le pasaba desapercibida la capacidad de la niña para la cocina. Por eso la dejaba dar los pasos que ella le iba pidiendo. Esa mañana se lo comentó:
—Quiero decirte, Adela, que ha sido una excelente semana para el restaurante contigo al mando de la cocina.
—Gracias, es bueno que haya salido todo bien, aunque también es una suerte que vuelva el cocinero.
—Pero si ha estado todo perfecto… ¿No te sentiste segura?
—No es eso, sino que temo que el nacimiento sea pronto.
—Me alegro de que no sea por inseguridad, porque he estado pensando que después de que nazca el niño, o la niña, como tú dices, podrías hacerte cargo de comandar la cocina y… hasta el restaurante mismo. Iba a proponértelo después, pero es mejor si ya vamos conversándolo.
—¿Yo sola?
—Sí. ¿Crees que te animarás?
—Me encanta la idea, pero no sé si tengo la capacidad para ese cargo.
—Sí, la tienes. Te lo digo yo, que tengo este restaurante hace más años de los que has vivido tú.
—Tía, a mí me parece perfecto, sólo que habría que esperar que nazca la beba.
—Eso mismo pensaba y también que crezca un poco, después de eso podrías comenzar.
Adela asintió y se levantó de nuevo para ver si el contenido de las ollas grandes estaba en su punto justo de cocción. Rosa fue tras ella y le dijo:
—Ahora ven, hagamos un descanso juntas, que yo estoy vieja y tú, embarazada. Necesitamos un té urgente. Lo tomaremos en el salón, en la mesa junto a la ventana, que a esta hora le da un sol precioso.
Rosa meditó. Lo tomarían en la misma mesa en la que tantos comensales habían disfrutado de su comida, donde tantos otros habían compartido sus secretos, como el argentino Juan Bautista Fernán con ella; la misma en que algunas parejas se habían terminado enamorando, como Gina y Camilo; la misma en la que Cecile y ella le habían regalado un hijo a esa pareja de argentinos que no podía concebirlo. Y al recordar los instantes vividos, se sintió vieja, muy vieja, y tuvo una revelación que, aunque no se la dijo a Adela, actuó en consecuencia. Porque, así como su sobrina tenía un presentimiento sobre el nacimiento de su hija, ella tenía uno más triste y más acorde a su edad: sentía que su existencia estaba llegando al fin y que su despedida sería en breve. Le dio pena, la vida era linda, pero también era hermosa para vivirla a pleno y ella ya no podía. Qué lástima no tener piernas ágiles para correr por el puente Vecchio como cuando era niña, qué pena no tener un cuerpo bello y ardiente para amar de nuevo a un hombre, ni tener el estómago fuerte para poder comer todas las delicias que se preparaban en la cocina de La Mamma. Si todos los que disfrutan estas cosas supieran el tesoro que tienen entre manos, no desperdiciarían su tiempo llorando por los rincones porque algo no salió bien, ni como ellos esperaban, sino que correrían por los lugares más lindos de la ciudad donde viven, amarían con fuerza a quien tienen al lado y comerían cada delicia con la pasión que se merece. Terminó su pensamiento mirando a Adela, y la vio tan joven e inexperta, que se lo dijo. Su sobrina, seguramente, no lo tenía siquiera en cuenta:
—Mi niña, la vida es linda más allá de lo que nos toque vivir, existe una felicidad por simplemente vivir y no hay que perderla nunca. Nadie debe quitártela. Disfruta de tus sentidos, que para eso están, ama con fuerza. Acuérdate de esto, trasmíteselo a tu hijo… perdón a tu hija —dijo sonriendo al recordar que Adela creía que sería una niña.
—Sí, tía, se lo prometo: se lo enseñaré a mi hija.
Rosa sonrió. Para ella, ese bebé era un niño. Por las dudas, venía barajando un nombre de varón; temía que, al final, ella tuviera razón y su madre sólo hubiera elegido uno de niña.
Y entre charlas profundas y consejos sabios, tomaron su té. Pero cuando Adela se puso de pie para continuar con su labor en la cocina, no pudo dar ni un solo paso; un dolor punzante le atravesó el vientre. La hora del nacimiento de su hijo había llegado. Ese que era de ella, una Pieri, y de Benito, un Berni.
* * *
Al día siguiente, después de una larga noche de dolorosas contracciones, nacía su hijo. El presentimiento del sexo le había fallado: era un varón, un niño precioso, de cabellos oscuros y ojos marrones como los de ella. Se llamaría Fedele, por sugerencia de su tía. Ni bien escuchó el nombre, le gustó. Fedele había llegado a este mundo para traer alegría y, felices, todos festejaban su nacimiento, desde la familia, que estaba más cercana que nunca, hasta los empleados de La Mamma, que se sentían tíos y tías de la criatura. Claro, menos el padre, que brillaba por la ausencia, porque ni siquiera sabía que adquiría la calidad de tal.
Adela todavía estaba en el sanatorio y Rosa ya programaba una gran fiesta en el restaurante para cuando Fedele cumpliera su primer mes. Previó que duraría un día completo. Comerían, bailarían y brindarían. Sería memorable, como la fiesta del casamiento de Gina y Camilo, que también se había hecho allí. Y tras la celebración, su sobrina Adela se haría cargo del restaurante. Entonces, ella podía dar por cumplida su labor en esta tierra.
La fiesta soñada por Rosa se haría tal como ella la planeó y una semana después, Adela tomaría posesión de su cargo en La Mamma. Pero su tía no llegaría a ver mucho más porque al segundo día de trabajo de Adela como regente y cocinera del lugar, la anciana partiría. Después de una vida plena, sabia y en armonía con su entorno, moría en paz, en su casa, rodeada de sus afectos, con un siglo como testigo de su influyente existencia. Todos la llorarían. En su testamento, legaba el restaurante a Adela; y la casa, al pequeño Fedele.
* * *
Era diciembre y Fedele ese día cumplía un año, él había resultado un niño risueño y buenhumorado al que todos en el restaurante amaban; andaba siempre jugando en la cocina metido entre las ollas gigantes y comiendo los tomates y zanahorias que estaban dentro del cajón de madera con los vegetales para ser usados en las comida del menú. Fedele era el orgullo y la felicidad de su madre; Adela jamás hubiera pensado que era tan lindo tener un hijo pero tampoco tanto el trabajo para atenderlo.
Ella ese fin de semana se preparaba para tres sucesos trascendentales: festejarle el primer año de vida a su único hijo, visitar Piacenza nuevamente después de haber pasado más de un año y medio de la primera vez que había ido; quería saber si tenían alguna noticia de Berni. Siempre pensaba en él, casi podía decirse que aún seguía enamorada de él, pero lo que determinaba esta nueva visita al castillo no eran motivos sentimentales, sino que era la pena de saber que Benito se estaba perdiendo de la vida de su hijo. Y Fedele, de tener un padre.
Lo tercero importante en la lista de sucesos es que se llevaría a cabo el cambio del cartel que desde que ella tenía uso de razón rezaba frente al restaurante con letras grandes y negras La Mamma; este sería reemplazado por uno que diría Buon Giorno. La frase la había elegido en referencia a que todos los días podían ser buenos si uno se lo proponía, y en honor a Rosa, cuya filosofía de vida estaba encerrada en esa frase. Ella había vivido su vida como si cada jornada pudiera ser un gran día donde todo lo que nos rodea estuviera allí para nosotros.
Adela se preparó, en menos de una hora partía el tren rumbo a Piacenza. Se despidió de su hijo; cuando aún no había nacido fantaseaba que iría con él pero ahora que tenía un hijo pequeño se daba cuenta de cuán imposible era esa idea. Lo dejó al cuidado de Mirna, una muchacha de su misma edad que trabajaba en el restaurante.
El viaje se le hizo corto; los recuerdos, muchos y, cuando menos se dio cuenta, había llegado y se encontraba subiendo por la calle que llevaba a la zona de los castillos. Hizo una curva y llegó a la colina empinada donde comenzaba el parque: los tacos altos de color blanco que se había puesto le molestaban, era un subida muy pronunciada, se los sacó y continuó la marcha descalza; ella, creyendo que existía la posibilidad, aunque remota, de que pudiera estar Berni, se había arreglado con esmero. Llevaba vestido nuevo de color blanco con florcitas celestes, el cabello largo y suelto. Parecía una muchachita y no la madre que era.
Llegó agitada pero aún así golpeó antes de calmarse. Sólo había alcanzado a ponerse los zapatos cuando le abrieron la enorme puerta de madera. Esta vez, era un hombre el que la atendió:
—Busco al señor Benito Berni. Necesito hablar con él.
—El señor se encuentra de viaje.
—¿Sabe algo de su fecha de regreso?
—Él está en Francia por tiempo indeterminado. ¿Es por algo importante? ¿Quiere decirme su nombre y cuando él hable o escriba le informamos sobre su visita?
—Mi nombre es Adela Pieri. Por favor, dígale que estuve aquí.
Era una frase corta pero importante. Le dejaba dicho claramente que había estado.
—Muy bien, señorita, se lo diré.
Adela le agradeció, saludó y se retiró. Meses pensando en este momento, una semana eligiendo el vestido y sólo había durado tres minutos. Pero hasta acá había llegado; ella había hecho todo lo posible, pero el destino, o Benito, o quién sabe qué, no había querido que ellos dos estuvieran juntos. Aquí se acababa. Si Berni quería estar en Francia, pues que se quedara allá con su arte, sus mujeres de cabaret, su vida parisina. Él era el que se perdía de disfrutar del bello hijo que habían tenido.
Tomó el tren de regreso y durante todo el camino hizo un duelo; tomó la decisión de tratar de no pensar más en Benito Berni, él no vendría. Ella estaba sola y enojada con él. Tal vez iba siendo tiempo de mirar a otro hombre, tal vez había alguno dando vueltas para ella.
Caminó desde la estación de trenes hasta su casa. Cuando iba llegando y sólo faltaban unos metros para quedar frente a la entrada del restaurante, se impresionó con lo que vio. El nuevo cartel que decía Buon Giorno fulguraba en lo alto. Los hombres que acababan de colgarlo bajaban las altas escaleras, y ella pensaba que la letra diferente y el color verde oscuro con una rosa roja a cada lado había sido un acierto, mostraba el nombre y el local como chic y moderno, que era lo que ella buscaba.
—¿Le gusta, señorita? —preguntó uno de los hombres, acomodándose el cabello rubio al ver que ella se acercaba.
—Me encanta, quedó perfecto. Gracias.
—Ahora… el frente pide pintura nueva. Si quiere, se lo puedo arreglar y pintar —le propuso con desparpajo.
—Es que es mucho trabajo para una sola persona. Le llevaría demasiado tiempo y no puedo atender a mis clientes con todo ese lío en la fachada.
—No estoy solo, ellos son mis empelados. Soy el jefe de la empresa que usted contrató para el trabajo.
—¡Ah! ¿Y cuánto tiempo le llevaría arreglarla y pintarla? —preguntó Adela que, en medio de sus líos personales, no se había dado cuenta de quién era quién. No era fácil criar a un niño pequeño, buscar al padre desaparecido y llevar adelante sola un restaurante.
—El tiempo que usted me pida…
Adela sonrió.
—Está bien. Queda contratado. Hagámoslo. ¿Cómo es su nombre?
—Carlos Pessi. Mucho gusto —dijo él extendiendo la mano.
—Adela Pieri —le respondió ella y, extendiendo la suya, agregó—: Empecemos hoy mismo. Lo quiero listo en diez días como máximo.
—En una semana no me verá más el pelo, se lo aseguro.
Adela frunció el rostro incrédula, era demasiado trabajo para hacerlo en tan poco tiempo. Y exclamó:
—¡¿Siete días?! Bueno, Carlos, probaremos si puede cumplir, aunque está difícil. Creo que lo veré por aquí un poco más que eso —dijo Adela. Y su frase se colgó del aire y quedó suspendida en la atmósfera como una profecía, porque Pessi se quedaría mucho más que siete días, aun más que siete meses: él se quedaría con ella exactamente siete años. Porque ese sería el tiempo que estarían juntos y casados.
El fin de semana, Pessi estaría presente en el cumpleaños de Fedele. Y de allí en adelante, en todos; hasta que, próximo a cumplir los ocho años, Carlos, el esposo de Adela, partiría de este mundo al caer de una escalera mientras trabajaba. En su entierro, Adela repetiría a sus hermanas mientras la abrazaban: «No tengo suerte con los hombres». Y este pensamiento, junto al dolor de las pérdidas de dos hombres, la llevarían a dedicarse sólo a su hijo y a su restaurante. Por años, esas serían sus dos únicas pasiones.
Al cabello rubio de Carlos Pessi lo olvidaría por completo sabiendo que ya no podría verlo jamás, pero no así al de Benito Berni, que por años lo vería en cada cabeza rubia de los hombres que caminaban delante de ella, haciéndole apurar sus pasos para comprobar que no pertenecía al rostro que ella creía. Hasta que, al fin, ya peinando canas, ella no lo buscó más.
Al castillo de Piacenza no volvió nunca. Había dejado dicho su nombre y el recado para que Berni le hablara. Si él hubiera querido hacerlo, lo habría hecho; era evidente que no le interesó. Y al negocio de Roma volvió muchos años más tarde, cuando, de vacaciones con Fedele por esa ciudad, después de haber tirado dos monedas —ya no tres— en la fontana de Trevi, recordó los viejos tiempos y se vio tentada de pasar por el local de antigüedades. Desde la vidriera, al ver adentro a un muchacho alto de bigotes, se animó a entrar. Y mientras Fedele, despreocupado, a su lado comía un helado, ella preguntó por Benito Berni. El vendedor le respondió que ese hombre había sido uno de los dueños anteriores, pero que poco sabía de él, porque desde entonces el local había pertenecido a tres propietarios diferentes. A Adela, la visita no le había servido para averiguar nada, pero sí para hablar con su hijo y contarle la verdad sobre su padre. Al salir del lugar, llevó a Fedele al lindo café ubicado frente a la fontana de Trevi y allí, sentados, le había relatado la historia de su vida. Sólo por seguridad obvió dos detalles: el apellido de Benito y el castillo en Piacenza. De todas maneras, si bien Fedele había entendido, mucho no le había impresionado lo que oyó. Su mundo de protección y felicidad estaba dado por su madre, sus tías, sus abuelos, sus amigos del colegio y los empleados de Buon Giorno, que lo mimaban como a un sobrino. Sólo en algunas oportunidades le pesaba no tener un hombre con quien jugar a la pelota, como tenían los demás chicos, y regresar de la escuela de la mano con él, igual que su amigo Víctor con su papá. Su abuelo estaba demasiado viejo para hacerlo y no tenía tíos.
Durante estos años, Adela había vivido por él y para él. Por eso, cuando Fedele, muy joven, le comunicó que se iba a Francia a estudiar, ella se deshizo en lágrimas. Ese país no le gustaba, le sonaba a pérdida definitiva, a dolor, a que se iría y no volvería. Ya le había pasado una vez con París, no quería dos; le tenía miedo. Pero Fedele era inteligente, muy independiente y con gustos claros. Ella misma lo había criado así y si quería alas para volar, se las daría y no haría nada para cortárselas; menos ahora, que decidía su futuro. Con besos y lágrimas lo despidió y ella se quedó viviendo para su restaurante. Esa primera vez, él fue y volvió con una chica de la mano, luego partió de nuevo a lugares lejanos y regresó varias veces con otras mujeres y sin ellas, hasta que con la última, Patricia, cuando parecía que había sentado cabeza y hallado su lugar en España, la desgracia tocó su puerta.
Y Adela volvió a llorar. Esta vez, por su hijo, por su mujer y por su nieto.
Después de mucho trajinar y dolor, Fedele había vuelto. La ciudad de Florencia, el restaurante, el patio de la casa y otros pequeños y grandes detalles lo habían traído de regreso. Había abandonado todos los progresos hechos en España y vuelto deshecho, herido de muerte, con un desconsuelo inmenso que Adela había temido que terminara por asfixiarlo. Pero Italia sanaba y los afectos, también.
Fedele, en medio de sus dolores, recién llegado a Florencia, buscando un rumbo a su vida, había estado a punto de comprar un restaurante. Pero Adela le dio Buon Giorno para que se hiciera cargo definitivamente. Él no se lo había querido recibir y ella había tenido que vendérselo para que lo aceptara. Ese fue el único modo de convencerlo porque Fedele era orgulloso. El restaurante le hacía bien. Ese salón lleno de gente apaciguaba sus recuerdos, esa cocina bulliciosa entretenía su mente dolorida. Y su madre lo sabía. Ella ya estaba grande para trabajar tanto y quería mudarse al mar Adriático, como siempre había soñado.
Además, confiaba en que su hijo saldría adelante de su dolor. Allí estaría bien porque en la sangre de Fedele corría el legado que Rosa Pieri les había dejado: todos los días podían ser un gran día; la vida era linda, más allá de lo que nos tocara vivir, había una felicidad por el solo hecho de vivir. Ella lo había aprendido y se lo había enseñado desde pequeño. Así tenía que ser.
* * *
Después de haber pasado más de un año en Montmartre, durante el cual había abierto su galería de arte —convertida en una de las más exitosas de París—, Benito Berni había vuelto a Italia para firmar los papeles de la venta del negocio que Marina había concertado con un comprador. Ella venía manejándole los asuntos comerciales y algunos de orden privado, como la decisión de ocultarle la visita de Adela. La mejor manera de salvar a Berni, pensó, era ignorar que la muchachita había venido tras él y no le dijo ni una palabra. Pero Benito, luego de cerrar la comercialización, había ido a Piacenza a pasar una semana. Y entre los controles de rutina y los recorridos que hizo por el castillo, su ama de llaves le dio el mensaje: una chica de nombre Adela Pieri había estado buscándolo. Al oír la noticia, Berni había quedado mudo, impresionado; jamás hubiera pensando escuchar ese nombre de boca de uno de sus empleados del castillo. Pero le bastó esta sola mención para que esa semana la pasara inmerso en los recuerdos que le llegaban envueltos en perfume de rosas, y esto lo llevara a que el día antes de partir nuevamente a Francia, se dirigiese a la calle de la Calza y, allí, frente a la casa, justo donde había funcionado la academia, camuflándose entre los troncos de los árboles y los postes, según la hora, había esperado a que Adela apareciera por la puerta de su vivienda. Pasó agazapado muchas horas, fumando, ansioso, un cigarrillo tras otro, desde la mañana hasta la noche, observando todos los movimientos de la vivienda, comenzando con las clases que allí se dictaban y terminando con las salidas y las entradas de las hermanas de Adela, de su madre y hasta del maldito Pieri. Pero a ella no la había visto en ningún momento. Adela no había aparecido. Cuando a las doce de la noche, cansado por la larga jornada de vana espera, las luces de la casa se apagaron, decidió marcharse. O Adela ya no vivía allí, o ella, realmente, nunca había existido y él se había imaginado todo. Caminó dos pasos. Atrás quedaban las huellas que atestiguaban que había estado en ese lugar buscando a Adela; las colillas de los cigarrillos fulguraban en el piso, esas que eran fruto de la manía que se le había pegado en París, la ciudad que lo esperaba porque la noche siguiente, él estaría entre sus luces nuevamente. Su tren salía por la mañana temprano.
Años tendrían que pasar para que él volviera a fumar un cigarrillo en Italia y muchos más para que él dejara de fumarlos en Piacenza, porque su salud se lo pedía, porque el médico se lo exigía. La vida era una sola; el cuerpo, el mismo; y el amor, también. Por eso, había que cuidarlos. Lástima que la lección a veces se aprendía demasiado tarde, meditaría Berni, a sus setenta y cuatro años.