Capítulo 38

Basta un poco de espíritu aventurero para estar siempre satisfechos, pues en esta vida, gracias a Dios nada sucede como deseábamos, como suponíamos, ni como teníamos previsto.

Noel Clarasó

Piacenza, 2008

Emilia, en la fastuosa sala del castillo, sentada frente al fuego, mientras aguardaba que volviera la empleada, se sentía en el Sahara. Se sacó el abrigo, después de la caminata y el frío que había pasado, esa habitación le parecía un horno. Si hasta le lloraban los ojos.

Pensaba que pediría un vaso de agua cuando escuchó que desde algún cuarto cercano llegaban las voces de la empleada y de alguien más. Seguramente, allí estaba el dueño de la casa.

En instantes, Bruna aparecía y le decía:

—El señor no la puede recibir. Está ocupado.

—¿Lo puedo esperar? —ella no había venido desde Florencia para irse así como así.

—No, no es que… está ocupado.

—Necesito hablar con él. ¡Es importante!

—Tendrá que ser en otro momento.

—No hay otro momento. Míreme, quién sabe cuándo podré regresar… —dijo mostrando su panza, haciendo uso de ese recurso que a ella le enfermaba que hicieran las mujeres. Insistió:

—He venido de muy lejos. Dígale…

La muchacha de cofia no sabía qué hacer ni qué decir. Era evidente que no podría despachar fácilmente a la chica.

—Mire, yo podría…

Y antes de que ella terminara la frase, desde la puerta que daba a un gran pasillo, apareció Benito Berni.

Emilia vio a este hombretón rubio de ojos claros que a pesar de su edad seguía erguido y sintió miedo. Parecía enojado; sus ojos celestes ardían.

—¿Se puede saber cómo entró a mi casa?

«Empezamos mal», pensó Emilia, y respondió con seguridad:

—Me hice anunciar por el portero eléctrico.

La joven empleada miró hacia abajo, esperando una reprimenda. Ella había sido la responsable.

Berni, sin saber si entrar en discusión por este asunto con su mucama o con la chica de ojos verdes por la insolencia de su aparición, decidió cortar camino y con un dedo en alto, señaló a Emilia y, en un grito, le recriminó:

—¿Y qué merda quiere usted…? ¡Dígame! No entiende que yo no la puedo atender.

Haciendo uso de toda su dignidad, con autoridad en la voz, Emilia dijo:

—Mire, señor Berni, no lo molestaría si no fuera necesario. Sucede que vengo porque necesito información sobre un cuadro que perteneció a mi familia… Es el retrato del maestro Fiore pintado por su mujer.

«¡Lo único que me faltaba!», pensó Berni. Después de tantos años invertidos para reunir su colección, era inconcebible que viniera esta chiquilla a decirle que la pintura pertenecía a su familia. Ridículo. Esa obra era de los Berni y de nadie más.

—Yo no tengo interés en vender ninguno de mis cuadros.

—Pero, entonces… ¿tiene ese cuadro aquí?

—No tengo por qué darle información. Viene a mi casa, entra, pide datos y ni siquiera la conozco.

Lo único que Berni deseaba era irse para seguir adelante con lo que había dejado inconcluso en su oficina. Esta chica y sus averiguaciones sólo entorpecían su plan. Esta ridícula mujer que ni siquiera era italiana —y que, cuando hablaba, además, tenía acento— había venido a interrumpirlo justo ahora.

Pero Emilia insistía:

—Pero es que ese pintor y su esposa Gina fueron los padres de mi abuelo, un italiano nacido en Florencia que fue adoptado por una pareja de argentinos.

Escuchar que se trataba de gente italiana y con un parentesco directo con ese Fiore, que por tantos años lo había acompañado desde el cuadro con la mirada, le hizo decir en tono un poco más benevolente:

—Tengo esa pintura, pero no estoy interesado en venderla.

—Es una pena, porque el deseo de los pintores Gina y Camilo fue que los dos cuadros estuvieran juntos. Mi familia tiene la imagen de Gina pintada por su esposo Fiore.

—Muy interesante. Pero no insista, no voy a venderlo.

—¿Puedo verlo al menos? ¿Me lo podría mostrar?

—¡No! ¡Mi casa no es un museo! —respondió con sorna.

—¡Señor Berni, me parece que no pido tanto! —explotó Emilia.

—No voy a soportar que grite —dijo Benito.

Pero viendo que si se ponía a discutir con ella no la acabarían, intentó sacársela de encima de manera más amable:

—Regrese en otra oportunidad… —dijo pensando que total él ya no estaría vivo.

Emilia decidió usar como último recurso el mismo que un rato antes le había dado resultado con la empleada. Estaba cansada y un dolor en el bajo vientre iba en aumento.

—Señor Berni, como verá, estoy a punto de dar a luz y no me será fácil regresar… Ni siquiera me siento muy bien.

—¿Y quién la manda a una mujer embarazada a salir a hacer averiguaciones y entrar a la casa de gente que no conoce? Creo que no tenemos más nada de qué hablar —dijo y caminando rumbo al pasillo buscó regresar a su estudio. Ya en la puerta de la sala agregó—: Bruna, acompañe a la señora hasta la salida —ordenó. Temía que la chica se le descompusiera en su casa. Lo mejor sería que ella se subiera a su auto cuanto antes y regresara por el mismo camino que llegó. Bastante le había complicado el día ya—. Adiós, señora Fernán —añadió saludándola por el apellido, como un gesto de buena voluntad.

Emilia, de pie en la sala, junto a la empleada que la miraba, pensó que ese hombre le daba tanta rabia que tranquilamente hubiera podido perseguirlo para pegarle en la espalda y se hubiera sentido satisfecha. Y eso que ella jamás había sido una mujer violenta.

Se sentía ofendida, indignada, enfurecida, alterada… Se sentía mal, descompuesta.

El fuego del hogar la ahogaba, la cabeza le explotaba.

A pesar del calor que la atribulaba, comenzó a ponerse el abrigo; debía retirarse. Dio dos pasos hasta la puerta y sintió un dolor punzante en el bajo vientre, tan fuerte como jamás en su vida había sentido.

La muchacha le vio la cara.

—¿Se siente bien, señorita?

—Sí, claro —dijo en un hilo de voz. Y con el trozo de dignidad que le quedaba se dirigió a la puerta.

Afuera, el viento helado le dio de nuevo en la cara. Miró el reloj. Faltaba más de una hora para que llegara el taxista a buscarla. ¡Carajo! ¿Qué haría? Sólo había estado adentro media hora. «¡Maldito viejo!», pensó. Y al recordar la conversación, el corazón le latió con más violencia y sintió que las fuerzas se le iban y que el dolor volvía hincándole el vientre. Mejor olvidarse de ese hombre. Y hasta del cuadro. Necesitaba regresar a Florencia.

Comenzó el descenso rumbo a la entrada en donde el taxi la esperaría. Eran muchos metros… ¡Cientos! Pero, gracias al cielo, en bajada. Jadeando, llegó a la garita del portero eléctrico que sonó justo a tiempo para hacerla pasar e hizo el último trecho que le quedaba con dificultad. ¡Por Dios, qué mal se sentía! ¿Sería algo que habría comido? ¿Sería el calor de la sala? ¿O tal vez la discusión con el viejo? O todo junto o… Una nueva estocada de dolor se le metió en las entrañas hasta doblarla. ¿O acaso… el bebé venía? Los pasos hasta el punto de encuentro con el taxi le costaron, pero al fin logró llegar. No había dónde sentarse; se apoyó contra un árbol. Le faltaba una hora y media de espera allí. No, no aguantaría, pero tenía que aguantar, no le quedaba otra posibilidad. El viento helado le pegaba en el rostro y el calor, ahora, se le había transformado en frío. Temblaba. Los dolores continuaban y ella miraba el reloj a cada rato. Decidió intentar dar con Fedele en el celular, pero estaba casi segura de que no la atendería. Él debía estar en lo peor del evento y creyéndola en su casa ni lo miraría. El mensaje en italiano diciéndole que Fedele Pessi no la podía atender le dio la certeza de que era así y que se tendría que arreglar sola.

Media hora después, Emilia ya había dejado tres mensajes en el móvil de Fedele y se hallaba sentada en un tronco caído. Sentía que la panza se le endurecía de una manera que le daba miedo. Cuando eso pasaba, el dolor le hacía fruncir la cara y cerrar los ojos con fuerza.

¡Ay, Fedele la iba a matar! ¡Ay, para qué había venido! ¡Ay, él tenía razón! ¡Ay, esa puntada dolió mucho! Se tomó la panza con ambas manos. Volvió a mirar el reloj y entonces comprobó que esos dolores eran contracciones y que eran muy seguidas. Eso no podía significar otra cosa que… ¡el bebé venía! ¿Qué hacer? No podía correr el riesgo de esperar que llegara el taxista. Ella no podía tener el niño ahí, lejos de todo, sola. ¡No! El terror la paralizó. Se hallaba sola; hasta al castillo lo veía lejos. Podría gritar hasta quedarse sin voz que nadie la escucharía. Pensó: «Tranquila, Emilia, tranquila. Hacé lo más razonable». A lo lejos, divisó la mansión que, a pesar de los malos tratos del dueño, le supo a cobijo. Era lo único civilizado en bastantes kilómetros a la redonda. Allí la podrían auxiliar.

Entonces, lo decidió: volvería a la casa y pediría ayuda. Necesitaba que llamaran un taxi… aunque quién sabe cuánto tardaría. Pero ese sería un problema distinto por resolver; ahora tenía uno más urgente: caminar los escarpados metros hasta la entrada donde estaba el timbre. Se puso de pie y el dolor otra vez la atacó. En cuanto mermó, empezó a subir la cuesta con mucho esfuerzo y sosteniéndose la panza. El dolor era cada vez más fuerte; las contracciones, más fuertes. Cuando la acometían, detenía la marcha, esperaba que pasaran y luego continuaba subiendo. Los metros que la separaban de la garita a Emilia le sabían a subir al monte Everest. El dolor traía de la mano al miedo. Un paso, dolor y miedo; otro más, miedo y dolor. Fedele, mi amor. Fedele, vení. Ojala su papá pudiera aparecer y ayudarla, pero él estaba muy lejos, todavía en Argentina. Entonces, Fedele.

Fedele, Fedele, Fedele.

Ya creía que iba a desmayarse y caer redonda en la explanada cuando vio el pilar del timbre. Acercándose, lo tocó y otra vez la misma voz femenina la atendió.

—Soy yo, Emilia Fernán. Vine de nuevo porque me siento mal, necesito ayuda.

Su frase y su voz habían perdido todo orgullo. La situación lo ameritaba.

Del otro lado, la muchacha dudaba. Sólo unos minutos atrás el lío con su patrón había sido grande y ahora la embarazada de ojos verdes le pedía ayuda. Emilia, ante el silencio, agregó:

—Escúcheme, esta vez no vengo por el cuadro, sino por ayuda. Me parece que mi bebé está por nacer.

Las palabras consiguieron su cometido: el portón de hierro se abrió de nuevo. Pero ella, al ver el trecho que le quedaba por delante, dudó. ¿Podría realmente subir caminado hasta la puerta principal? Por suerte, la muchacha salió de la casa y fue a su encuentro. La halló a mitad de camino y le tendió el brazo para ayudarla. Por el trayecto, también apareció la otra empleada que trabajaba con Bruna los fines de semana. Era otra muchacha más joven aún.

En pocos minutos, las tres ingresaron en la mansión y Emilia se sentó nuevamente en el mismo sofá. El fuego había mermado su intensidad, pero a ella le venía bien el calor; el rato pasado afuera la había congelado. Emilia trató de explicar el acuerdo con el taxi, pero sólo la chica más joven la escuchaba. Bruna había desaparecido en busca de su patrón.

* * *

Bruna fue al estudio de Berni y volvió a golpear igual que lo había hecho una hora antes. Berni se sobresaltó. Él había estado encerrado en silencio tratando de entrar en clima de nuevo para seguir adelante con su plan. Tenía la pistola justo frente suyo.

¡¡Madonna Santa!! ¿Qué quieren ahora?

Ese día, su casa parecía haberse vuelto loca.

Bruna fue al grano:

—La chica que vino antes, volvió. Me parece que está por tener el bebé.

—¿Quééé? —preguntó desde adentro.

—Sí, señor. Creo que necesita que la vea un médico.

Berni abrió la puerta.

—¿Y qué quiere que haga yo?

Ella lo miró… Se lo dijo con los ojos: médico, llevarla, ciudad, peligro…

—Yo no voy a ir a ningún lado. Que se vuelva con quien vino.

—Vino sola, esperaba que la buscara un taxi. Venga y véala.

Berni suspiró profundo. Parecía que el jarrón había llegado en el día equivocado. Fue a la sala tras la empleada y lo que allí vio lo impresionó. Esta mujer no se parecía en nada a la que había visto hacía una hora. Había que buscar a Massimo, el chofer.

A Emilia no le gustaba dar pena, pero esta vez sí que quería darla. Deseaba que la ayudaran. Por más que quiso ponerse de pie, no pudo; tampoco, explicar muy coherentemente la situación. Sólo había dicho dos o tres frases no muy inteligentes, pero no hacía falta mucho más para darse cuenta de qué era lo que allí estaba ocurriendo.

Berni caminaba por la sala como un león enjaulado.

¡Merda! ¡Hoy es sábado y el chofer no está! ¡Merda! Los taxis tardarán en llegar y una ambulancia, también.

Los minutos avanzaban, Emilia se retorcía de dolor y, aunque intentaba disimularlo, no podía. Tampoco le interesaba. Sólo esperaba que el hombre ya hubiera pedido ayuda.

Berni la miraba y exclamaba «¡Madre santa!», «¡Puttana Eva!», «¡Puttana madre!» e improperios similares que se agregaban a la larga cadena, algunos de los cuales, Emilia nunca antes había escuchado.

—Señor, tiene que llevarla a Piacenza… —se animó a indicar Bruna.

La otra empleada la respaldó:

—Sí, y ahora…

Él se tomó la cabeza entre las manos mientras caminaba como loco. Esto no se iba detener y si no hacía algo ya mismo la muchacha terminaría teniendo el hijo allí, en la alfombra de su sala y quién sabe qué podía pasar si esos sucesos se desencadenaban. Entonces, mientras miraba a Emilia, exclamó a viva voz:

—¡Voy a llevarla a Piacenza! Buscaré el auto. Ustedes, ténganla lista en la puerta y carguen una toalla, por las dudas.

Luego, salió hecho una exhalación. La vida tenía sorpresas y esta era una de ella. El día que había elegido para suicidarse y dar por terminada su existencia, lo pasaría ayudando a una parturienta. La idea lo impresionó, había esperado tanto ese día. Y ahora…

Emilia subió al Rolls-Royce ayudada por las dos mujeres. En esa siesta, al final, el sol hacía su aparición y él arrancaba el vehículo, con un rugido fuerte como jamás lo había hecho, inmediatamente tomaba el camino hacia la ruta a máxima velocidad.

Con el vehículo en movimiento y al lado de este desconocido, Emilia entraba en un su mundo de casi inconsciencia por el dolor. Ya no había espacio entre una contracción y la siguiente. Quería gritar, pero no lo hacía; le daba vergüenza.

Benito Berni manejaba concentrado en la ruta. El sol le hería los ojos, al menos ya había logrado alejarse de su casa casi un kilómetro. Todavía no se había cruzado con ningún auto cuando vio pasar un taxi en sentido contrario, debía ser el que la chica esperaba, y por un momento se vio tentado de tocarle bocina y exigirle que se hiciera cargo de esta situación que a él no le concernía. Pero dudó de que el hombre quisiera hacerlo. Además, si la bajaba de su auto, no sabía si no terminaría teniendo el niño allí mismo.

Nervioso, apretó el acelerador…

Dos kilómetros… silencio y dolor.

Tres kilómetros… silencio y dolor.

Cuatro kilómetros… quejidos y dolor.

Cinco kilómetros… un grito desgarrador y más dolor.

Seis kilómetros… un grito, diez quejidos, otro grito…

Emilia se metía las manos entre las piernas y sentía algo duro. ¡Era la cabecita del bebé!

¡Por Dios, iba a nacer! Se lo dijo:

—Ahí viene… Ahí viene.

Una fuerza, otra… y otra.

—Espere, debemos detenernos —dijo él al fin.

Benito Berni estacionó el auto al costado de la ruta, la chica necesitaba ayuda. Aunque no sabía muy bien qué clase de asistencia le daría, jamás había estado en semejante situación. De lo único que se acordaba era de una situación similar vivida con los partisanos siendo él un jovencito, pero esa vez no había tenido responsabilidad alguna. Se bajó del auto, dio la vuelta y abrió la puerta del lado del acompañante. Emilia se acomodó hacia él con las piernas abiertas.

Berni se quitó el saco y se arrancó los gemelos de oro; luego de guardarlos en el bolsillo, se arremangó. Sopesó la situación. Miró a Emilia.

Él había visto cientos de mujeres desnudas, muchas le habían mostrado sus partes íntimas, pero nunca en esta situación, con esta clase de intimidad. ¿Qué hacer? ¿Cómo actuar? ¿Tocar todo lo que hubiera que tocar sin prejuicio, sin pudor alguno? A su lado, Emilia no tenía esta clase de cuestionamientos; debía enfrentar cosas más graves… Sin ropa interior empujaba con todas sus fuerzas.

Entonces, él no supo de dónde, pero la sabiduría vino en su auxilio, la sapiencia lo condujo, su mente pensó lo que tenía que pensar y trajo pericia a sus manos, que las dirigió para que hicieran lo que se suponía que ellas debían hacer. La vida avanzaba sin pedir permiso y en este paso al frente cada uno hacía su parte: Emilia ponía el cuerpo; su bebé, el instinto; Berni, un poco de cordura a su trabajo y en pocos minutos una criatura llegaba al mundo llorando. Lo hacía en un lujoso Rolls-Royce negro que, con manchas de sangre, festejaba lo que creía que nunca le había sucedido a ninguno de su clase: había sido el lecho de un nacimiento. El mismo en el que, la última vez que había sido usado, Benito pensó lo triste que era su vida por la falta de niños en comparación con la de su hermana Lucrecia.

Benito se dio cuenta de que faltaba hacer algo; necesitaba cortar el cordón umbilical. Buscó con qué hacerlo en la guantera… una tijera, un alicate, algo cortante, pero nada. Es que de llevar estas cosas necesarias se encargaban sus empleados… ¡y los inútiles no habían puesto nada! Él debía encontrar algo con qué cortar, el bebé comenzaba a anemizarse y a sufrir. Emilia, que en medio de los dolores y emociones lloraba, vio lo que pasaba. Y le dijo con la voz queda:

—Una cinta… un hilo… lo que sea, busque algo, hay que atarlo —eran las primeras palabras después de ser madre.

Y él, desesperado, mirando el piso de su auto, se dio cuenta de que sus zapatos Ferragamo tenían cordones. Con rapidez, se sacó uno y con este ató el cordón umbilical del bebé. Urgente, buscó con qué taparlo; hacía frío y la toalla entera estaba ensangrentada. Se dio vuelta y del asiento trasero tomó el abrigo que había alcanzado a cargar y tapó al niño. Emilia ni lo miraba; ella sólo tenía ojos para esa bebé; era una niña, blanquísima, pelada, muy pequeña.

Benito Berni, aún anonadado, movido por una extraña fuerza que él había descubierto en ese momento que existía, se acomodó en el asiento y encendió el motor. Debía llegar cuanto antes a Piacenza, a la clínica más cercana. Se preocupó: habían tomado demasiado frío.

Manejaba, otra vez, concentrado en llegar lo más rápido posible, cuando escuchó unas palabras de la boca de Emilia. A sus oídos llegaron claras…

—Gracias… gracias, Berni.

Para él, fue música que se le metió por el oído y pasó directo al corazón. Esta chica le daba las gracias cuando, en realidad, era él quien tendría que dárselas; ella le había hecho vivir el momento más emocionante y bello de su vida, por ella había sido partícipe de esa magia; lo experimentado le había hecho olvidar todos los negros pensamientos y todas sus reflexiones sobre la muerte habían sido reemplazadas por las de vida. Unos minutos vividos y algo dentro de él había cambiado para siempre. Unas lágrimas amagaron salir de sus ojos. Hacía años que no lloraba y esta sería la primera vez que lo haría por una buena experiencia. Se refregó rápido los ojos con la manga. Claro que él podría haber llorado a mares y a Emilia se le hubiera pasado por alto porque su hija la tenía hipnotizada. Y preocupada. La bebé era muy pequeña y el desenlace, imprevisto y muy rápido.

A su lado, Berni, asombrado, conducía su Rolls-Royce. En su vehículo llevaba a estas dos mujeres y lo único que quería era protegerlas. Se sentía el padre, el hermano, el abuelo. Y mientras experimentaba estas nuevas sensaciones, no podía imaginar cuán cerca de eso estaba, ni cuántos hilos invisibles lo ataban a ellas y lo conducían inexorablemente a su viejo amor… Adela y a su hijo, ese que él ni sabía que alguna vez había tenido.

La ciudad se vislumbraba, Berni aminoró la marcha y, por un momento, Emilia se hizo un minúsculo espacio para observar algo que no fuera la imagen de su hija. Entonces, miró a ese hombre rubio y canoso que viajaba a su lado y se sintió embargada de una extraña sensación. Esta persona que la vida le había puesto en su camino para ayudarla, ¿era el padre de Fedele? Le miraba el perfil y lo encontraba bonito como el de Fedele; esa nariz recta, esos labios. ¿Sería verdad o era sólo su imaginación?

* * *

Un rato después, en la puerta de la clínica, Benito se bajaba apurado e iba en busca de ayuda. Necesitaban una camilla. Los paramédicos venían en auxilio justo cuando los últimos rayos de sol de ese día invernal que había comenzado gris, pero que había mejorado, se perdían por el horizonte. Todavía no eran las seis y ya quería hacerse de noche.

Emilia miró a su alrededor y cuando vio el último destello de luz recordó: ¡Fedele! Otra vez lo habría preocupado. Ella misma le pediría perdón por haberlo hecho. Esta vez, él había tenido razón en decirle que no fuera sola.

Emilia no imaginaba que pasaría bastante tiempo para que pudiera decirle esas palabras. Otras preocupaciones más graves se cernirían sobre ella y la mantendrían ocupada.