Capítulo 39
La vida es un negocio en el que no se obtiene una ganancia que no vaya acompañada de una pérdida.
Arturo Graf
Florencia, 2008
En Buon Giorno, el evento había acabado a última hora, como siempre, y Fedele casi a las cuatro de la tarde se había ido a su casa deseoso de ver a Emilia, de reconciliarse con ella, de pedirle perdón. La tormenta ya había pasado. Pero su enojo tenía que ver con una verdadera y sincera preocupación por ella.
En el restaurante, el equipo que se encargaba de la limpieza hacía su tarea cuando él cruzó el patio y entró a la casa. Le llamó la atención no encontrar a Emilia en la sala; la buscó en el dormitorio, tampoco; al fin, encontró su nota en la cocina y la leyó. Le decía que saldría a ver el departamento que había alquilado el padre, que no estuviera enojado, que ella ya había desayunado…
¿Cómo desayunado? ¡Si eran más de las cuatro de la tarde! ¿Desde qué hora faltaba Emilia en la casa? La historia de la preocupación del día anterior se repetía. ¡Qué Emilia esta! Tomó su móvil y vio tres llamadas perdidas. Intentó dar con ella en su teléfono, pero no pudo. Comenzó a hacer las mismas llamadas que había hecho el día anterior cuando había desaparecido por horas. Pero nadie sabía nada.
Fue de nuevo a Buon Giorno. Tal vez, alguien la había visto. Pero nada. Terminó hablando con Adela, que le sugirió que diera parte a la policía. Estaba a punto de hacerlo, cuando recibió una llamada en el celular:
—¿Señor Fedele Pessi?
—¿Sí?
—Le hablo del hospital de Piacenza.
—¿Sí? —esta vez lo dijo con miedo.
—Su esposa e hija se encuentran internadas aquí…
Fedele creyó caerse desmayado… Su esposa y… ¡¡su hija!! ¡Ya había nacido el bebé y era una niña! ¡Por Dios! ¡Y estaba en Piacenza! ¡¿Qué diablos hacía Emilia allá?!
No terminó de cortar, que ya se había cambiado de ropa y estaba arriba del auto. ¡La beba había nacido y en Piacenza! Emilia, Emilia… quería retarla… pero, también, abrazarla, decirle que la amaba, que lo sentía y que se apenaba por no haber estado con ellas. Quería ver al bebé, quería saber si las dos estaban bien. Durante la breve llamada que le hicieron de la clínica no le quisieron suministrar otros datos; para más información le habían pedido que se apersonara. Y eso lo preocupaba.
Las dos horas y media que manejó hasta Piacenza lo hizo sufriendo… Ojalá todo estuviera bien.
Pensando… esa niña lo tenía a él, pero también a Manuel.
Imaginando… el gran abrazo que le daría a las dos. La criatura ya estaba entre ellos.
Estacionó el descapotable rojo en la playa del sanatorio, se bajó apurado, y cualquiera que lo hubiese visto, hubiera pensado que se trataba de un playboy camino a su cita. Vestido de jean e impecable camisa celeste, bajando de semejante auto, pasándose la mano por el pelo buscando llegar bien peinado.
Cuando en la recepción se anunció como la pareja de Emilia, la joven secretaria llamó de inmediato al médico. Y de pie, junto al mostrador de la recepcionista, escuchó preocupado y atento lo que el joven facultativo le decía, mientras la secretaria no se perdía nada. Los movimientos de este hombre atractivo le interesaban sobremanera. Una pena que no estuviera libre, acababa de ser padre. Él ni cuenta se daba de lo que provocaba; estaba demasiado ensimismado en las frases del doctor:
—Señor Pessi, su mujer está bien. Sólo que, como perdió mucha sangre, le hemos tenido que hacer una transfusión y tendrá que permanecer aquí por lo menos un día más en observación.
A Fedele la noticia lo alivió, pero…
—¿Y la niña?
—Ella está en la incubadora… es muy chiquita, pesa 2,2 kilos. Y considerando que ha nacido en un ambiente sin asepsia, tendremos que tenerla muy controlada. Imagínese prematura y falta de asepsia no son poca cosa… Pero, además…
—Además, ¿qué? Dígame…
—Hay algo que no me gusta en su respiración, un ruidito… Pero no nos adelantemos, dejemos que pasen unas horas. Yo lo mantendré informado.
—¿Pero las dos están fuera de peligro, verdad?
—Sobre la niña, ya le dije: lo mantendré informado. Y respecto a su mujer… Sí, sí, está bien, sucede que los partos en la calle son muy duros…
—¿Quién la ayudó? ¿Cómo fue?
El médico le dijo lo que sabía y le aclaró:
—El señor que la trajo se quedó dando vueltas por acá, quería saber cómo evolucionaban las dos. Era un hombre de edad, muy alto, rubio de ojos claros. Creo que fue al café del hospital. Si lo encuentra, debería agradecerle; se portó muy bien.
—Lo haré. Ahora, ¿puedo ver a mi mujer?
—Sí, claro; y a la niña, también. Su esposa está en el primer piso, pero le advierto que recién se duerme y deberíamos dejarla descansar un rato —le explicó. Y señalando las escaleras le propuso—: Pero si quiere, lo acompaño al subsuelo. Allí están los prematuros y podrá ver a la niña.
Esa palabra a Fedele no le gustó. «Prematuros» le sonaba a peligro, pensó mientras seguía al doctor.
Cuando llegaron al pasillo, a través del vidrio, Fedele vio varios cubículos transparentes con bebés. ¿Cuál era la beba de Emilia?
El médico le indicó:
—Señor Pessi, su hija es la de la punta —dijo señalando la que a Fedele se le antojó la más pequeñita de todas las criaturas. Luego, se marchó y lo dejó solo.
Fedele miró y esa imagen de desprotección total que tenía ante sí se le unió a las palabras que acababa de escuchar y se sintió impactado. Esa bebé, más allá de que tuviera un padre biológico, sería su responsabilidad y él velaría por ella. Esa bebé viviría en este país, que era el suyo. Él amaba a su madre y ese amor le haría amarla también a ella. La miró, pequeñísima, casi podía caber dentro de su mano grande. Era blanca, casi roja de tan blanca; y su manito, del tamaño de un bombón. Se quedó embobado contra el vidrio, observándola durante largo rato. Era inevitable no acordarse del nacimiento de Carlo. Y al recordarlo, lejos de entristecerse —porque esto era demasiado tremendo para no estar feliz—, se sintió agradecido de que la vida le diera la posibilidad de criar otro niño desde tan pequeño, aunque este no tuviera ni una gota de sangre suya. Eso era lo de menos, al lado de lo tremendo que era tomar la responsabilidad de amarlo y criarlo, porque eso era lo que sucedería. Él amaba demasiado a Emilia como para que ocurriera otra cosa. Esperaba que ese tal Manuel Ruiz no se le interpusiera en sus planes; no ahora, después de que había estado desaparecido durante todo el embarazo.
Pasado un rato, en el que se había enternecido por completo, con las pupilas llenas de la imagen de ese cuerpito frágil e indefenso y ese rostro angelical que él empezaba a encontrar parecido a Emilia, decidió subir y esperar a que su mujer despertase. Fedele subía por las escaleras cuando se dio cuenta de que no había avisado nada a nadie, ni siquiera a su madre. Sacó su móvil y desde allí mismo hizo algunas llamadas cortas. La primera, a Adela; la segunda, a sus amigos Víctor y Adriano; la tercera, a Buon Giorno. Sobre el final de la conversación, su madre le anunció que viajaría a Piacenza. Y aunque Fedele se opuso, diciéndole que era demasiado lejos, ella insistió. «¡Como si yo no supiera cuán lejos queda Piacenza!», pensó Adela, sin atreverse a preguntarle a su hijo cómo y por qué Emilia estaba en esa ciudad cuando se desencadenó el nacimiento. Pero él, a los apurones, mientras subía los escalones, le contó que ella había salido tras la pista del cuadro de su familia y que, por suerte, alguien la asistió y la llevó a la clínica… que si no… Pero no le dio mucha más información; tenía una larga lista de personas a quienes avisarles de la novedad y quería ver a Emilia. Pero Adela, antes de cortar, le dijo que al día siguiente, con el último tren de la tarde, estaría en el hospital.
Cuando concluyó con los llamados, Fedele se preguntó quién le avisaría a Manuel Ruiz. Él no podía, no sabía dónde encontrarlo, no tenía el número de teléfono… por suerte. Se avergonzó de sus pensamientos. Pero era así: no lo quería.
Ya en el primer piso, a punto de sentarse en el banco del pasillo, junto a la puerta de la habitación de Emilia, Fedele vio a un hombre mayor, rubio, de ojos claros. ¿Sería el que ayudó a Emilia? Se acercó, se presentó, le preguntó.
Sí, era él. Y en pocas palabras, le narró la experiencia vivida esa tarde. Claro, la parte empírica que se podía contar; la emocional, no, porque cómo describirle a un joven desconocido que ese día él había estado a punto de suicidarse y que la chica de ojos verdes había venido para salvarlo, que el nacimiento de su bebé le había cambiado la manera de ver las cosas, la visión de la vida. Fedele le agradeció y Berni le dijo que se marchaba y que, si no le molestaba, volvería al día siguiente para ver cómo seguían «las chicas». Como al pasar, comentó que estaba cerca, a unos pocos kilómetros de su casa. Fedele lo saludó estrechándole la mano, levantando las cejas. Berni, al extenderle la suya, hizo un gesto idéntico. Pero ninguno de los dos se percató.
Eran las diez de la noche cuando, finalmente, Fedele pudo entrar al cuarto de Emilia. Una enfermera le había hecho una seña autorizándolo. Ella aún dormía. Se sentó a su lado. Tenía puesta la bata blanca de la clínica y el cabello dorado, desparramado, cubría la almohada. Estaba pálida y respiraba con cierto esfuerzo. En el brazo tenía conectado el suero. Emilia, su querida Emilia, esa mujer que había venido desde tan lejos para acompañarlo, para darle la cuota de felicidad que le faltaba, para hacerle ver que la dicha completa era posible aun después de vivir una tragedia. Quería decirle que la amaba, que él cuidaría de ella y de su hija, que la había visto allá abajo, tan pequeñita, que era linda, parecida a ella y que no se preocupara, que todo estaría bien, que se irían de allí con la niña en brazos y que la harían dormir junto con ellos, en la casa de al lado de Buon Giorno, que con el tiempo ella jugaría en ese patio, junto a la planta de jazmines, y que…
—Fedele…
—¡Emi…! ¿Cómo estás? ¿Cómo te sentís?
—Bien… —repuso adormilada—. ¿Y la bebé?
—En la incubadora, creo que bien…
—Es preciosa, ¿viste? —dijo ella con el rostro endulzado.
—Sí… bella.
—No sabés… fui a ver el cuadro y cuando estaba en el castillo me empecé a sentir mal.
Ella le contaba lo sucedido con todos los detalles, los buenos y los malos. Le relataba los miedos que había pasado.
—Pensaba en vos y me desesperaba por que vinieras…
Fedele la escuchaba y sentía que moría de amor por ella. Le daba pena no haber podido estar ahí.
Le narraba cómo Berni la había ayudado y, entonces, mirando a Fedele vislumbraba cómo su mundo se ponía patas arriba. ¡Ese hombre podía ser el padre de Fedele y ninguno de los dos lo sabía! Berni parecía una buena persona, aunque la primera percepción había sido nefasta. Pero visto con nuevos ojos, después de lo que vivieron juntos, ya no pensaba lo mismo, sino lo contrario. Le daban ganas de preguntar, de intervenir sobre el asunto de la supuesta paternidad, pero no se atrevía. Tampoco era momento para hacerlo.
Emilia pasó un rato largo relatándole sus peripecias hasta que le trajeron una sopa. La enfermera había dicho que después de comerla debería volver a dormir y que el señor podía quedarse y él decidió dormir en el sofá del cuarto, al lado de la cama de Emilia, en vez de ir a un hotel. Antes comería algo en el barcito del hospital. Cuando salía de la habitación en busca de un panino, ella le preguntó:
—¿Le avisaste a Manuel?
A él le dolió que ella lo nombrara. Ese hombre era un intruso.
—No, no sé el número.
—No importa, yo me encargo. Alcanzame la cartera del placard; ahí está mi celular.
Fedele se la alcanzó y se fue. Estaba afuera del cuarto cuando escuchó la voz de Emilia y se quedó pegado a la puerta.
—Hola, Manuel… Ya nació… Sí, yo tampoco lo puedo creer. Es preciosa. ¿Parecida…? Hum… no sé…
Y Fedele ya no quiso escuchar más, cada palabra era una bofetada. No había manera de escapar de esta situación inevitable. ¿Podría él soportar eso?
Una hora después, los dos dormían en el mismo cuarto. Ella, en la cama; Fedele, en el silloncito. Pero a ambos los unía un idéntico sentimiento: Dios mío, que todo salga bien.
* * *
La mañana fue tranquila. Emilia desayunó lo que le trajo la enfermera y Fedele, tras despertarse, darle un beso y preguntarle cómo había sido su noche, se fue a ver a la beba. Al cabo de un rato, regresó con la noticia de que todo seguía igual. Luego, se dedicó a hacer otras llamadas. Avisó del nacimiento a más amigos y dio órdenes en el restaurante. Mientras tanto, Emilia bajó y tuvo un rato de amor con su hija; la tocó todo lo que la dejaron, pero para ella no fue suficiente. Tantos cables, tanto control, la preocupaban. Había algo que a su corazón de madre no la dejaba tranquila. Además, le habían dicho que sólo podía ver a su hija en ciertos horarios.
Volvió a su cuarto apesadumbrada y el resto del día se lo pasó dormitando y preguntando por la bebé. A su lado, Fedele cuidaba su descanso, pero cuando se hicieron las cinco de la tarde, se preparó y fue a la estación de trenes a buscar a su madre.
Tras la partida de Fedele, entró la enfermera y le sacó sangre a Emilia. A los pocos minutos, ya en el horario de visita, llegó Benito Berni. Ella lo recibió contenta. Al fin y al cabo, había pasado el momento más importante de su vida junto a él y lo cierto era que, si Berni no la hubiera socorrido, quién sabe qué hubiera pasado.
—¿Cómo sigue la bebé? —preguntó él con interés.
—Igual. En un rato el doctor nos dará el parte médico.
—Es que es tan chiquita —dijo Berni recordándola.
—Sí, es que nació antes de tiempo… Vio cómo son estas cosas… ¿Usted, tiene nietos?
—No, ni hijos —le aclaró de entrada para evitar más preguntas incómodas y decidió cambiar de tema—. ¿Su marido no está?
—Fue a buscar a su madre a la estación de ferrocarril. Adela viene de Ancona —dijo el nombre femenino a propósito.
A Emilia le pareció que Berni pestañeó más rápido. ¿Fue así o sólo le pareció a ella?
—Ah… viene de lejos —respondió él.
Emilia decidió hacerle la pregunta que le quemaba la boca: ¿conocía a Adela Pieri? Ese hombre ya no era un extraño y sintió la suficiente confianza para hacerlo.
—Discúlpeme, Berni, ¿puedo preguntarle algo?
—Sí, claro.
—¿Usted conoce a alguien de nombre…?
Emilia, a punto de decir el nombre de Adela, no pudo terminar la frase. La enfermera había abierto la puerta y desde allí le anunciaba:
—Tiene más visitas. Llegó el señor Manuel Ruiz.
Berni, sintiéndose un extraño, decidió marcharse. Se excusó, la saludó y, ya con Manuel adentro del cuarto, alcanzó a decir:
—Emilia, si no le molesta, mañana vuelvo…
—Venga cuando quiera —le dijo ella sin mirarlo porque la figura de Manuel captaba toda su atención.
Se saludaron con un beso emocionado. Él le traía un ramo de flores.
—Emilia, no lo puedo creer… Decí que vine antes a Italia. Ni que lo hubiera presentido. Me dijeron que para verla tengo que esperar el horario de visita.
—Sí, sí…
Y como si fuera un viejo amigo a quien no veía desde hacía mucho tiempo —aunque dos días atrás habían compartido el almuerzo—, ella le contó cómo había sido la aventura de romper bolsa y dar a luz en un Rolls-Royce. Pero entre ellos había una gran distancia. No existía cercanía, ni complicidad.
Manuel estaba conmovido. Había tenido un hijo y actuaba y hablaba en consecuencia a esta emoción:
—Emilia, estuve pensando mucho en nosotros. Creo que nos debemos una oportunidad. Pensá que tenemos una hija.
—Ay, Manuel…
—Yo, a vos, te quiero. A veces, puedo estar metido en otras cosas, como el tema de la beca, pero mi sentimiento por vos, está siempre. ¿Sabés? Nunca en mi vida hubo una mujer más importante que vos.
Eso era verdad, pensó Emilia, pero lo demás era una locura.
—Manuel, sos el padre de la beba… pero que nosotros sigamos…
—Pensalo, yo te propongo que volvamos. En dos meses termino de rendir y nos instalamos los tres en Argentina.
Fedele, que recién llegaba y estaba abriendo la puerta, alcanzó a escuchar la última frase y se desfiguró.
El encuentro fue fatal. Ambos se fulminaron con la mirada y, aunque nadie dijera nada, ellos dos enseguida supieron quién era cada cual. Se saludaron fríamente. Emilia los observaba. Adela, detrás de la figura de Fedele, también. Nerviosa, se acomodaba el cabello castaño que le caía sobre la cara. Su hijo le había explicado la situación.
Hablaron del nacimiento y detalles del sanatorio, pero el ambiente seguía tenso. El aire podía cortarse con cuchillo.
Después de los tres o cuatro comentarios poco felices que se dijeron los dos contrincantes frente a las mujeres que permanecían mudas viendo la riña verbal, la enfermera les avisó que las visitas podían pasar un ratito a ver a la beba. Entonces, la extraña pareja formada por Adela y Manuel partieron a conocerla.
Fedele y Emilia, al saberse sin compañía, se dijeron lo que pensaban con sinceridad.
—Fedele, no seas así con Manuel. Está solo, en otro país…
—¡Pobrecito, claro! ¡Ay, Emilia, no me pidas pavadas! Escuché lo que te decía cuando entré y no oí que le respondieras que no.
—Cómo iba a responderle, si justo entraste vos con tu mamá.
Estaban a punto de empezar una discusión cuando tocaron a la puerta.
Era el médico. Vino especialmente a explicarles que la niña no estaba bien, que había tenido un retroceso. Pensaban que era un virus que había afectado los órganos respiratorios. La pasarían a otra sala de la nursery, a un sector aislado, y ya no la podrían ver.
Emilia se abrazó a Fedele y comenzó a llorar. Pero el médico aún no había terminado:
—También tengo otra mala noticia: usted, Emilia, no se podrá ir. Los últimos análisis de sangre muestran sus glóbulos rojos muy bajos.
Las dos novedades preocuparon a Fedele; pero al escuchar la de su hija, Emilia se quebró. Lloraba en sus brazos cuando Manuel y Adela regresaron y se enteraron de las malas noticias. Hacia el final del horario de visita, Manuel se lamentaba por la complicación que sufría la beba y porque ya debía retirarse, a pesar de haber llegado hacía sólo un momento. Para colmo de males, dejando a Emilia con el italiano. Adela, por su parte, se entristecía igual, pero se quería quedar, deseaba hablar con Emilia, que le diera detalles acerca de cómo ocurrió el nacimiento y, sobre todo, si había llegado hasta el castillo. Pero los ánimos no estaban para eso. Ya le contaría Emilia, cuando estuvieran tranquilas; o Fedele, al día siguiente, si sabía algo, porque esa noche ella y Manuel se organizaban para instalarse en un hotel ubicado a pocas calles del hospital.
En media hora, esa mujer y ese muchacho que se acababan de conocer, se marchaban. Adela, que pensaba que lo mejor era no molestar, consolaba a Manuel diciéndole —un poco en español, otro poco en italiano— que mañana sería otro día, que, tal vez, todo estuviera mejor.
* * *
Esa mañana, Berni se levantó optimista. Era la segunda vez que se despertaba así. Desde el día del nacimiento de la beba, algo dentro de él había cambiado. La noche que había vuelto a su casa después de dejar a la chica argentina y a la criatura en el sanatorio, vio en su escritorio las huellas de lo que había estado por hacer y las encontró absurdas; mirando la pistola se sintió ingrato por muchas razones: alguna vez, su madre había sufrido como Emilia Fernán para alumbrarlo; alguna vez, él también se había abierto paso a la vida como esa beba poniendo toda su fuerza para poder nacer y que, con la fortuna de su lado, lo había logrado. Porque no era fácil ni común nacer. Él lo había visto con sus propios ojos. La irrupción de un nuevo ser humano en este mundo era un momento mágico, como el que él, al comienzo de su existencia, había tenido. Sólo que al no quedarle grabado en su memoria consciente, lo había despreciado. Sin embargo, la experiencia de revivirlo a través de Emilia le había cambiado la visión de todo. Un cúmulo de emociones profundas lo había sacudido. Y tan importante había sido el golpe que, ahora, estaba alistándose para visitar la clínica. Creyó que acompañar a Emilia y conocer cómo seguía la historia de esa criatura le daba fuerzas para desterrar viejos y negros pensamientos. Por eso, quería saber cómo evolucionaba. Pero al mismo tiempo, porque esa bebé y su madre le interesaban. Era extraño, pero compartir ese momento había creado un vínculo férreo y él no estaba acostumbrado a tenerlos. Por primera vez poseía sentimientos fuertes y no los rechazaba, como solía hacer.
Era como si su cabeza fuese una computadora y el parto le hubiese reseteado todos sus pensamientos, como si al reiniciarse, en lugar de centrarse en la muerte, su mente se concentrara en la vida.
Después de quitarle las balas, Berni guardó la pistola de su padre en la caja fuerte. Ya no quería tenerla a mano.
Con la mente despejada, decidió desayunar bien y luego partir. Fue a su placard y en una especie de festejo íntimo, porque se sentía bien consigo mismo después de mucho tiempo, tomó uno de esos conjuntos que Dior le había enviado al comienzo del invierno y que aún no había estrenado, eligió un pantalón de vestir, un sweater de hilo celeste como sus ojos y se miró al espejo. Se sentía bien y quería verse bien. Además, ese lugar estaría lleno de gente y a él todavía le costaba un poco relacionarse. Mejor si estaba bien vestido. Disfrutar del acto de cambiarse le resultó raro, pero cuando se puso perfume, y le dio placer, se sintió más raro aún.
Desayunó café con una sfogliatella, algo que hacía años que no comía. Se sentía lo suficientemente optimista como para hacer cosas diferentes. Las habían preparado en la cocina para que se las llevara a Emilia. En el castillo, todos sabían el desenlace de la historia de la joven que había llegado preguntando por un cuadro; hasta en Piacenza se hablaba de ello. ¡Porque pensar que el conde Berni hubiera atendido un parto en su Rolls-Royce era extraordinario! ¡Una historia que merecía ser contada!
Eran las diez y media cuando partió silbando a bordo de su Jaguar. El Rolls-Royce aún no se lo habían entregado; seguía en manos de la gente del lavadero donde Massimo lo llevó a limpiar.
* * *
Esa misma mañana en el hotel donde estaban instalados Adela y Manuel, cada uno se preparaba en su cuarto con esmero y pesadumbre. Manuel, porque quería presentarse lo mejor posible para impresionar bien a Emilia y porque, inevitablemente, se medía con Fedele, a quien veía más que cuidadoso con su aspecto. Aunque por otro lado, sintió pena al pensar que había dejado en suspenso su vida en Estados Unidos para cruzar el Atlántico y comprobar que todo iba irremediablemente mal.
En el otro cuarto, Adela, apesadumbrada, se afligía por Emilia, que le hacía acordar a su propia experiencia de madre, al amor que ella le había tenido a Fedele cuando bebé. Frente al espejo, podía imaginar cuánto estaría sufriendo esa chica. Con el secador y el cepillo en cada mano, se hacía el brushing. La clínica se llenaría de visitas y ella deseaba hacer quedar bien a su hijo. Por eso, elegía su mejor jean, botas altas y una camisa blanca bordada. Taco y vestido no pensaba ponerse, no había traído, ni siquiera tenía en su casa. Ella era bastante hippie para vestirse y Fedele ya lo sabía.
Adela y Manuel habían desayunado en el hotel y ahora caminaban hacia el sanatorio. Era cerca, cuatro calles. Hablaban poco; él no sabía italiano; ella, casi nada de español. Encerrada en lo íntimo de sus pensamientos, mientras caminaba con las manos en los bolsillos de su abrigo color tiza, Adela no dejaba de impresionarse al saberse en esa ciudad, a pocos kilómetros del castillo que tantos años atrás había visitado y al que nunca había vuelto. Pero los problemas actuales no la dejaban ensimismarse demasiado en los recuerdos, sino que le hacían apurar el paso. Temprano, en el horario de visita de la mañana, podrían estar tranquilos con Fedele y Emilia; después, vendrían amigos y conocidos porque, a la mañana de un lunes, ¿a quién podía ocurrírsele ir? A nadie, se respondía equivocada.
A pocos metros de allí, Berni estacionaba su Jaguar y se bajaba silbando, tal como lo había hecho durante todo el camino, porque para él, a pesar de la llovizna, el día se presentaba lindo. Y su alma, sin estridencias ni intranquilidades, le permitía disfrutarlo a pleno.
En la clínica, Fedele cuidaba a Emilia. La había ayudado a bañarse y a desenredarse el pelo; ahora le ponía azúcar a su té y manteca a sus tostadas. La miraba y sentía que la amaba con todas sus fuerzas, aunque no se lo decía. Ella no estaba para amores; lo único que tenía en su cabeza era a la beba, a la que ya comenzaban a llamar Clarissa, que era el nombre que les gustaba.
Eran las diez y media cuando Adela y Manuel entraron a la clínica y saludaron a Emilia y a Fedele, que aguardaban al médico para que les diera el informe sobre la beba. Aguardaban, con ansias, buenas noticias y el permiso para volver a verla.
Pero cuando la puerta se abrió no entró el facultativo, sino Víctor y Adriano. El primero, de la mano de su novia. Los dos amigos habían decidido dejar de lado sus ocupaciones y viajar a Piacenza para abrazar fuerte a Fedele. Todos besaron a Emilia que, sensible y llorosa, se puso contenta de verlos. Mientras los hombres contaban pormenores del viaje y la chica conversaba en voz baja con Emilia, Manuel se sentía incómodo y ajeno. Emilia tenía una vida propia que era desconocida para él, aunque no para Fedele.
Al ver la multitud que formaban las visitas, Fedele fue hasta la puerta y desde allí le hizo una seña a Víctor para que se acercara. Cuando lo tuvo cerca, le dijo despacio:
—Somos demasiados, salgamos un rato afuera.
—¡Es que ese Manuel no la deja ni a sol ni sombra! —susurró Adriano.
—¡Sí, ya sé! ¡Es un p…! —le contestó Fedele al tiempo que le hacía una seña a Adela para que saliera con ellos.
Víctor los siguió y los cuatro se sentaron en el banco del pasillo. Fedele, sintiéndose relajado y en confianza, empezó a contar con lujo de detalles cómo había sido el nacimiento. Sin avisarle nada, Emilia había viajado en tren a Piacenza para rastrear datos del cuadro de su familia en un castillo de Piacenza. El dueño, un hombre mayor de nombre Benito Berni, al ver que se sentía mal, decidió trasladarla al hospital pero terminó asistiéndola en el parto… ¡a la vera del camino y en su auto!
Adela escuchaba el relato con atención creyendo que se desmayaría. ¡El castillo…! ¡Berni…! Pero cuando realmente parecía que se caería, no pudo hacerlo porque a espaldas de Fedele, pero de frente suyo, una imagen del pasado se acercaba caminando con aplomo hacia ella. Después de lo que había escuchado de boca de Fedele, Adela sabía que era de verdad y no un espectro de su imaginación. Esa misma imagen que alguna vez había amado, ahora caminaba con esos pasos grandes que en otra época de su vida fueron su locura; y la miraba con esos ojos azules que había creído que nunca más vería y que en tiempos lejanos la devoraron; ahora se acercaba más y más y ella veía cómo las nieves del tiempo habían plateado sus sienes… y un poco más… que unas líneas desconocidas marcaban la piel de su rostro. Sólo su porte imponente era idéntico.
Fedele se puso de pie.
—Mamá, él es Benito Berni, de quien te estaba hablando. —Y mirando a Berni le dijo—: Ella es mi madre, Adela… Adela Pieri.
Ella también se puso de pie, pero temblando. Esto no podía ser verdad. No.
Benito la miraba y tampoco decía nada. ¿Adela Pieri? ¡Adela Pieri! Adela…
Se observaban con los ojos y con el corazón.
Berni, que gracias al nacimiento de la beba, llevaba dos días aflojando la dura coraza que por años había llevado, sintió que el interior se le resquebrajaba entero, se le partía en mil pedazos.
—Adela…
Ese cuerpo delgado, esa nariz respingada, ese pelo castaño, era ella. Sólo su piel estaba diferente, unas pequeñas líneas rodeaban sus ojos marrones y algunas surcaban su frente. Era una copia de su Adela, tal como si la hubieran envejecido en una película.
—Benito… —dijo ella al fin.
Y él le reconoció la voz, esa que tantas veces se había imaginado relatándole cosas bajo la pérgola y volvió a repetir:
—Adela…
Fedele los miraba y no entendía qué era lo que estaba pasando. ¿Acaso ellos se conocían? ¿O esa ridícula forma de repetir sus nombres era el saludo que se iban a dar? Víctor se puso de pie y vino a salvarlos. Mientras le estrechaba la mano a Berni, lo felicitó por la audaz actuación.
Fedele, inquieto al ver tanto silencio molesto, intentó hacer un comentario sobre la salud de Emilia, pero no terminó la frase porque llegaba el médico. Tenía noticias.
El facultativo entró al cuarto y todos lo siguieron. Incluidos Adela y Berni, que apenas podían caminar de la emoción, al sentir que al entrar por la puerta sus codos se habían rozado. Dentro de la habitación, fue tremendo para Adela mirar a Fedele muy cerca de Benito y comprobar que con idéntica estatura eran los dos más altos de la sala; también, que tenían los brazos cruzados sobre el pecho en igual forma; y, que cada tanto, ambos abandonaban esa postura y se pasaban la mano por el pelo como señal inequívoca de que estaban nerviosos. Claro, cada uno por su propia razón, pero nerviosos; ella los conocía muy bien. Podía haberse quedado horas mirando esa magia, pero la voz del doctor la volvió a la realidad. Él los ponía al tanto de la salud de la reciente madre.
—Los análisis de Emilia han dado bien —dijo y mirándola a ella agregó—: Si todo sigue como hasta ahora, mañana te daremos el alta y podrás irte.
—¿Y mi hija? —preguntó ella, inquieta. Clarissa era lo único que le importaba.
—La bebé seguirá aislada en la nursery. La infección continúa, pero como en medicina, dos más dos no son cuatro, hay que esperar y no desesperarse.
Emilia lloraba otra vez en brazos de Fedele.
El grupo se retiró. Todos creyeron que lo mejor era dejarlos a ellos dos tranquilos y que fuera Fedele quien la consolara. Manuel, que no terminaba de encontrar su lugar en ese cuarto, también se iba e, incómodo, decidía salir a la calle a dar una vuelta. No aguantaba más tanto italiano junto. ¡Y encima ese Fedele, que se creía el dueño de Emilia! Aunque, la verdad, era ella la que le daba los permisos para que él fuera la estrella en todo.
En la puerta, las visitas se despidieron. Víctor, su novia y Adriano volvían a Florencia; era día laborable y sus trabajos los esperaban. Parecía que Berni también se marchaba pero acercándose a Adela y juntando valentía, le dijo:
—¿Vamos a tomar un café?
Adela guardó silencio hasta que al fin respondió:
—Puede ser… ¿En el barcito de aquí?
—No, vamos afuera. Este encuentro merece más que un café en el bar de un hospital. Hay uno lindo a dos calles de aquí.
Adela lo miró a los ojos; eran igual de azules que siempre. Claro que iría.
—Vamos —le dijo decidida.
Salieron a la calle y el viento frío les dio en el rostro. Adela metía, otra vez, sus manos en el abrigo; y Berni, en su piloto azul. Caminaban por Piacenza como si fuera lo más normal del mundo. A nadie parecía llamarle la atención esta pareja de gente grande que iba muda uno al lado del otro. Avanzaron así las dos calles y para Adela fue un alivio entrar al bar; era evidente que Berni seguía igual de introspectivo. Él también sintió lo mismo porque durante el camino había pensado en decir al menos quince frases y ninguna le había parecido la adecuada.
Pidieron dos espresso y se sacaron los abrigos. El sweater celeste que estrenaba Benito nunca pensó que viviría tanta emoción en un solo día después de haber permanecido sin estrenar en el cajón del placard unos tres meses. La camisa blanca y bordada de ella cumplía su parte haciendo resplandecer el rostro de Adela, ese que Berni no paraba de mirar.
—No puedo creer que hayas sido vos quien ayudó a Emilia en el parto —le dijo Adela con sinceridad.
—Es que ella vino a mi casa en busca de un cuadro… y se sintió mal —dijo perdiendo la mirada en lo sucedido ese día. Pero sin explicarle los detalles; seguro que Adela ya los sabía a todos.
Adela pensó unos segundos y decidió decírselo; peor para él si se enojaba:
—Es que ella estuvo preguntándome sobre esa pintura y fui yo quien le habló de Piacenza…
—¿Vos le dijiste? —preguntó incrédulo.
—Sí… es que lo buscaba porque fue de su familia.
—Nunca pensé que vos… —dijo Berni con una mueca que casi fue una franca sonrisa.
—Lo siento —se disculpó ella acomodándose nerviosa el mechón de cabello marrón que le caía sobre el rostro.
—No lo sientas. Estuvo bien que se lo dijeras; si no, no estaríamos aquí y yo no habría pasado por la experiencia de un alumbramiento.
A Adela le gustó lo que oyó. Sólo un hombre sensible podía decir algo así. No lo hubiera esperado de Benito. Tal vez había cambiado. Los hijos y los años cambiaban a las personas.
—¿Qué ha sido de tu vida? ¿Tenés familia? —preguntó ella.
—No, no tengo a nadie. Ni esposa, ni hijos. Sólo una hermana —se lo aclaró de entrada, como siempre hacía.
—¿Vivís en el castillo? ¿Esa es tu casa?
—Sí, desde hace unos años. ¿Y vos? Ya veo que te casaste y tuviste un hijo. Es un buen hombre ese Fedele Pessi. Me cae bien.
A Adela el corazón le latió con violencia y le pareció que el rubor que le subió al rostro fue tan fuerte que Berni lo había notado.
—Me casé hace mucho y sólo lo estuve siete años, después quedé viuda.
Poco, pensó Benito. Y agregó:
—Yo, al fin, viví gran parte de mi vida en Francia.
Y ese fue un tema que vino a salvarlos de tener que hablar de más intimidades. Él le contó de su galería de arte, de que su trabajo en los últimos tiempo ya no lo satisfacía más y por eso había vuelto a Piacenza.
Adela le contó de sus años en el restaurante de Florencia, de su vida actual en Ancona, de sus caminatas en el mar, de su atelier, de sus hermanas que vivían en un pueblo cercano. También de la muerte de su nieto en Atocha y la de sus padres acaecida años atrás. Ella nombraba a Rodolfo Pieri y a Benito Berni parecía querer atacarlo un escozor, pero no llegaba a hacerlo del todo, porque la charla estaba demasiado interesante y la compañía, por demás agradable. Era como si el alumbramiento hubiera partido su vida en dos, una parte antes y otra, después de este, así como alguna vez le había pasado con el terrible día de su cumpleaños número diez. Escuchaba comentarios sobre el padre de Adela y se daba cuenta de que algunos nombres y situaciones ya no le causaban ni una sola sensación, ni buena ni mala.
Benito y Adela llevaban casi dos horas de charla donde la tensión del principio había dado paso a una extraña familiaridad. Aunque habían hablado mucho de todo, no habían tocado los temas más dolorosos y nada se habían dicho del sufrimiento de Adela cuando él, años atrás, se marchó; tampoco de por qué él nunca le contó de la muerte de sus padres y de la participación de Pieri en el triste suceso; ni se conversó de su obsesión por juntar los objetos; mucho menos, de Fedele… ese hijo que habían tenido juntos.
Pero a Adela le había gustado conversar con este hombre, con quien tenía una historia inconclusa. El encuentro había sido agradable. Benito, a su lado, sentía que la vida se le desbarrancaba pero no le importaba, le gustaba. ¡Qué placer escuchar de nuevo esa voz cálida y particularmente afónica contándole menudencias a su lado!
El tiempo se les pasaba volando y se les acababa. Adela debía volver a la clínica. Caminaron juntos otra vez; sólo que en esta oportunidad no había silencio, sino charla animada. En la puerta del hospital, al despedirse, Benito le prometió que volvería al día siguiente. Ambos se sorprendían del acontecimiento que había motivado este reencuentro.
* * *
Adela entró al hospital y fue al cuarto de Emilia. Allí, tendidos en la cama, ella y su hijo dormían; él la tenía abrazada. En verdad, Fedele la quería mucho, pensó, y sin hacer ruido, se retiró. Mejor, dejarlos descansar.
Se sentó en el banco del pasillo y a solas consigo misma, meditó en el encuentro que acababa de tener en el bar. Jamás había pensado vivirlo a estas alturas de su vida, menos allí, ese día y por la razón de un cuadro, la famosa pintura del maestro Fiore. Esa que había tenido en su casa tanto tiempo y que Benito se había llevado como venganza.
Esa pintura que, Adela sin saberlo, esperaba hacía años reencontrarse con la otra que estaba en Argentina. Esa que había sido pintada por la joven y bella Gina con sus manos llenas de amor y guiada por el deseo de su corazón de no separarse nunca de Camilo, su marido. Ese cuadro que haría todo lo que tuviera que hacer para encontrar su dúo, su par; incluso, unir a esos dos viejos enamorados que habían sido Adela Pieri y Benito Berni.
Para Emilia y Fedele, ese día fue triste; pero para Adela, más turbador que otra cosa. Después del reencuentro, las horas transcurridas en la clínica las llenó de recuerdos y melancolía.
En su casa, a Berni una idéntica remembranza lo invadía. Esa noche, mientras le servían la comida en el salón dorado, él se llenaba de deseos de compartir la cena con Adela Pieri, conversando de viejos tiempos, de trivialidades dichas por la voz melodiosa de ella.
Rodeado de los objetos que había perseguido por años y liberado de la idea de suicidarse, Berni disponía de las veinticuatro horas del día para lo que se le diera la gana. En este caso, recordar a Adela y quererla cerca. Tuvo una idea y pensó llevarla adelante. Tomaba un trago de su copa de ortrubo y el vino le daba claridad para hacer realidad sus deseos.
* * *
Al día siguiente, Benito Berni se levantó muy temprano y antes de las nueve de la mañana se presentó en el hospital de Piacenza. En la recepción, pidió que llamaran al señor Pessi, necesitaba hablar con él de forma urgente.
En minutos llegó Fedele con cara de sueño, pero a Berni le pareció que estaba mucho más repuesto que la última vez que lo había visto. Durante la noche, él se había ido a bañar al hotel de Adela y ella le había comprado ropa interior y una camisa azul, que ahora estrenaba. Porque Fedele, cuando llegó a Piacenza, lo hizo con el apuro del caso y nunca pensó que terminarían quedándose varios días en ese lugar. Por suerte, pensó, esa mañana a Emilia le daban el alta, aunque él sabía que visitar a la bebé desde Florencia sería todo un trastorno, algo por solucionar. Pero aun así, se sentía aliviado de que, al menos, Emilia estuviera bien.
Berni y Pessi se saludaron con cariño, comenzaban a apreciarse; más ahora para Fedele, que su madre le había contado que se conocían de jóvenes, de la Academia Pieri.
Benito, después de preguntarle si había alguna novedad y de recibir como respuesta que todo seguía igual, decidió ir al grano:
—Mire, Pessi, le traigo una propuesta.
—Sí, dígame.
—He pensado que si hoy le dan el alta a Emilia sería una buena idea que se instalen todos en mi casa. Florencia está lejos para que viajen todos los días.
La propuesta tomó de sorpresa a Fedele, que recién se despertaba.
—¿A su casa…?
—Sí, al castillo. Allí tengo lugar de sobra. Imagine que hay toda un ala para huéspedes, serían siete cuartos disponibles para ustedes.
—Le agradezco, Berni, pero por más que tenga lugar, me parece que sería una molestia demasiado grande.
—No, para nada, mis empleadas nos ayudarían con todo, además… yo la conozco a su madre desde hace mucho… ella es una persona querida para mí.
—Sí, me dijo que se conocen desde jóvenes.
—Entonces, no lo piense más.
—Mire, Berni, tendría que consultarlo con las mujeres porque, además, están por llegar los padres de Emilia que, en principio, iban a parar en Florencia… Pero con este acontecimiento…
—Con más razón, ellos también podrían hospedarse en mi casa.
—No sé…
—Consulte, por favor, igual que al señor Manuel Ruiz.
—A él, pregúntele usted, yo no tengo tanta confianza para eso. Mire, allí llega —dijo señalando a Manuel, que en ese momento entraba por la puerta principal y se acercaba al médico en busca de noticias. Berni asintió con la cabeza. Charlaron dos palabras más y se despidieron.
Benito se acercó a Manuel con la propuesta y él de inmediato le respondió que no tenía problema. Ese hospital comenzaba a marearlo, a asfixiarlo. Pero mucho de eso tenía que ver con la triste noticia de que su hija no seguía bien. Eso era lo que el médico acababa de decirle. Su estadía en Italia no estaba siendo lo que había creído que sería; la única simpática con él era una joven enfermera colombiana que había descubierto y con quien había mantenido un par de agradables charlas.
La propuesta de Berni fue circulando entre los invitados. En un principio, fue considerada como una locura; pero al pasar las horas, ya no lo pareció tanto y comenzó a ser aceptada por todos. Emilia pensaba que, instalada allí, residiría mucho más cerca de su hija que si volvía a Florencia. Además, ese hombre mayor que venía todos los días a ver cómo seguían ella y su hija y les traía delicias hechas en su cocina, comenzaba a sentir como alguien de la familia.
Fedele terminó aceptando. Estaba seguro de que sería lo más práctico y, al fin y al cabo, en esto Emilia tenía la última palabra. Para Adela las razones eran más complejas e importantes: dormir en esa casa significaba romper la maldición que con Berni los había separado, era empezar una etapa diferente, en donde la frustración y la aflicción que había sentido ante el odio existente entre su apellido y el de Berni, al fin podrían ser derrotadas. Pero además, había otro motivo para aceptar trasladarse a ese castillo —uno que ni ella misma se permitía reconocer—: tener cerca a Berni le seguía gustando. Ese hombre mayor era una copia sensible y madura del Benito Berni que ella había conocido. Claro, que los años también habían pasado para ella.
Para moverse con libertad, Berni le había dicho a Manuel Ruiz que ponía a su entera disposición el Jaguar; el Rolls-Royce ya estaba de vuelta en el castillo. Además, también estaban disponibles la 4x4 y el Citroën último modelo.
Era casi el mediodía cuando en la recepción del hospital el doctor despidió al grupo diciéndole que el próximo parte sobre la salud de la criatura lo daría a última hora de la tarde. Consternada y al borde de las lágrimas, Emilia pensó que a esa hora su padre y Vilma estarían llegando. ¡Por Dios, cómo los necesitaba! ¡Que llegaran ya de una vez! Pensaba que si no fuera por Fedele, que se había convertido en el pilar de su vida, en esos días ella se hubiera derrumbado. Porque observar a su hijita llena de cables la había acongojado, pero que no se la dejaran ver, la desesperaba, la llenaba de impotencia. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar. Se bañaba y comía sólo por obligación y los interrogantes que ella había tenido sobre Adela y Berni ya no le interesaban en lo más mínimo, porque nada, nada que no fuera Clarissa, le importaba. Aún no se habían marchado y Fedele ya comenzaba a preocuparse por ella porque, una vez fuera de la clínica, habría que ver cómo hacer para que Emilia comiera.
* * *
Eran las dos de la tarde y Adela, Manuel, Fedele y Emilia ya se habían instalado en el castillo. Pero Ruiz no había sacado ni el cepillo de dientes de su bolsito y el lugar ya comenzaba a caerle mal: Emilia y Fedele dormirían en el mismo cuarto y a él no se le olvidaba que a su hija sólo la había visto una sola vez y, para peor, seguía grave. Italia y los italianos le caían muy mal.
Almorzaron todos juntos unas piatina de forma rápida y sin mucho protocolo; luego, descansaron un rato.
Tras levantarse, Emilia y Fedele partieron a la clínica; y Manuel, en el Jaguar, se dirigía al aeropuerto de Florencia a buscar al padre de Emilia y su mujer.
Adela y Benito se quedaron en el castillo. Él aprovechó para guiarla por algunas de las salas de su mansión. Y ella, caminando con sus botas altas por la alfombra roja de vivos negros, se impresionaba no sólo por lo imponente que era cada una de las cámaras sino porque allí, entre las delicadas obras de arte, estaban algunos de los objetos con los que ella había convivido de niña en su casa. Ante el Tiziano quedó estupefacta. Ella, que desde niña había sido criada en la admiración de los clásicos, se consideraba una privilegiada por estar, en vivo y en directo, frente a la obra de un exponente de la escuela veneciana. Imaginaba cuánto lo hubiera disfrutado su difunto padre y se le hacía inevitable pensar qué hubiera dicho si supiese que ella estaba allí, paseando en ese castillo, entre esos objetos.
Con el último sol de la tarde, Benito la llevó a caminar por el parque y allí, bajo la arboleda de la punta, mientras conversaban tonteras y Adela lo veía hacer algunos de los gestos de Fedele, se preguntaba si tendría el valor de decirle que él era el hijo de ambos. Tal vez, más adelante… ¿Y si hablaba ahora? No, claro que no. Su cabeza pensaba estas cosas pero su boca hablaba de lo bien que le hacía el yoga y cuánta energía le daban las caminatas por la playa. Benito, como siempre, quedaba atrapado en esos simples relatos que tanto disfrutaba y en esa voz que había amado y que ahora, si le preguntaran, diría sin dudar que nunca había dejado de amar. ¿Qué era el tiempo al lado del amor? Nada, sólo un suspiro. Igual que al lado del odio. Él había conocido a ambos y podía decir que el tiempo pasaba pero que los sentimientos quedaban; sólo que había que saber cuál elegir porque él se daba cuenta de que el odio sólo le había traído infelicidad. Pensaba que en algún momento tendría que pedirle perdón a Adela porque ella, al fin y al cabo, también había sufrido las nefastas consecuencias de ese sentimiento que lo había acompañado férreamente en sus peores años; porque ella, justamente, lo había conocido en su peor época. ¿Se lo diría ahora o más adelante? No lo sabía.
* * *
Fedele y Emilia entraron a la clínica tomados de la mano. Él la observaba tan triste y sufrida, que se le partía el alma; nunca la había visto tan callada y cabizbaja; no le conocía esta faceta taciturna, pero ahí estaba para protegerla y sostenerla. Ella, a su lado, pensaba en el apoyo incondicional que había recibido de Fedele. En estos días, él la había cuidado como nadie, la había ayudado a bañarse, le había cortado la carne de la comida. Incluso, hasta temiendo que se resfriara, había salido apurado a comprarle un secador de pelo —porque el de ella estaba en Florencia— y la muda de ropa que ahora llevaba puesta: un jogging y zapatillas. Aunque ella, de tan triste, podría haberse puesto una bolsa de arpillera y le hubiera dado lo mismo.
A la hora exacta en que el médico daría el parte, se presentaron frente a la nursery. De pie, apoyados contra la pared del pasillo, mientras Fedele la tenía abrazada, esperaron cinco minutos. El doctor aún no llegaba, pero a Fedele los movimientos que vio no le gustaron. Dos enfermeras los miraron y cuchichearon; otro de los facultativos pasó al lado y los saludó rápidamente, como queriendo escapar de preguntas incómodas. Entonces, él tuvo la certeza antes de que ella lo sospechara, antes de que nadie se los dijera: Clarissa ya no estaba entre ellos, ella habitaba en el mismo mundo que su hijo Carlo, en el de los ángeles. ¿Cómo tomaría la noticia Emilia? ¿Cómo lo soportaría? Se movió incómodo sobre sus propios pies, como si un veneno letal le estuviera atacando el cuerpo. Él trataba de pensar que estaba equivocado cuando llegó el médico y sus tristes palabras fueron la evidencia de su premonición: la niña ya no estaba con ellos, había partido de este mundo.
Él escuchaba la explicación y Emilia se derrumbaba en sus brazos al son de una cadena de «¡No! ¡No! ¡No!» dicha en un grito largo y lastimero. Emilia, que seguía de pie, había apoyado la cabeza en el pecho de Fedele. Pero con el hipar del llanto se había deslizado más abajo aún, a la altura del ombligo de él. Y allí, como si un gran mazazo le hubiera bajado la cabeza, ya no quería levantarla. No podía… Él intentaba incorporarla y ella no se lo permitía. Al abrigo de la camisa azul comprada el día anterior, Emilia lloraba el llanto de madre y pronunciaba los «¡No! ¡No! ¡No!» una y otra vez. Otra vez y una.
Porque ese bebé que ella al principio no había deseado, pero que había aprendido a amar con el correr de los meses, se había ido para siempre. Ese bebé que Manuel no había querido, pero que ella y Fedele sí, ahora, teniendo en Florencia un cuarto decorado con ositos amarillos, listo para recibirlo, no lo usaría nadie, porque Clarissa no estaba y las ilusiones de cargarla junto a Fedele y sentirse invencibles con esa hija en brazos se rompían, se desintegraban. Y cómo dolía… El interior de Emilia se desgarraba y Fedele, con su mujer en brazos —aunque por ella quería ser fuerte—, también lloraba. ¡Puttana madre! ¡Merda! ¿Por qué la vida era así? ¿Por qué? Te abría la mano y te daba por un lado, pero te la cerraba y te quitaba por el otro.
Emilia, mi amor. Emilia, mi vida. Emilia, dulce Emilia. Él sabía bien por el calvario que ella estaba pasando. Él ya lo había vivido, sólo que esta vez, al menos, la tenía a ella para consolar. La otra…, la de Atocha, no había tenido a nadie. Lloraba por Clarissa, que no conocería el sol, ni el mar, ni los abrazos. Lloraba por él, que se había hecho ilusiones pero, por sobre todo, por Emilia; cuando poniendo todas sus fuerzas consiguió incorporarla, colocarle la cabeza a la altura de la suya, la abrazó con todas sus fibras. Y allí, en el pasillo de la nursery, frente a una de las enfermeras, que también lloraba ante la escena que ofrecía la pareja, Fedele le dijo lo único de valor que tenía para decir:
—Te amo —se lo dijo tomándole la cara entre las manos y la besó mientras las lágrimas de los dos se confundieron.
Media hora después, salían de la clínica. Eran otros; nunca más volverían a ser los de antes; una capa más se unía a las otras que Fedele tenía en su haber de sufrimiento. Para Emilia, era la primera de esta clase. Pero la vida era así: un cúmulo de cosas buenas y malas y había que tomarla toda o dejarla.
Fedele la llevó abrazada hasta el auto y en el estacionamiento le abrió la puerta y la ayudó a subir. Luego, abrió la suya y se marcharon del hospital. Los trámites del entierro los haría él, después. Emilia no estaba para enfrentarlo; apenas si tenía fuerza para respirar.
* * *
El descapotable rojo llegó al castillo y se estacionó cerca de la entrada. Adela y Berni, que habían escuchado el auto, salieron a la puerta para recibirlos. Pero les bastó ver el rostro de Fedele para saber lo que había sucedido. Fedele bajó, dio la vuelta y abrió la puerta de Emilia. Y mientras la ayudaba a poner un pie en el piso, Adela fue al encuentro de los dos. Los alcanzó a mitad de camino antes de que llegaran al ingreso y los abrazó. Los tres, unidos en un abrazo, lloraban desconsoladamente. Más sigiloso, por detrás de Adela, fue Berni que, al ver tanto dolor, se conmocionó. La muerte siempre era inmensa y horrible. Entonces, a sólo centímetros de los tres, sintió cómo una de sus propias manos se extendía y se posaba tímidamente sobre el brazo de Emilia; luego, ya más seguro, estiró la otra y la dejó en el hombro de la chica; quería consolarla, quería confortarla, quería aligerarle la carga, quería… quería que sintiera su afecto. Se hallaba concentrado en la tremenda y nueva experiencia de descarga de energía, del cariño que salía de sus manos y en cómo el cuerpo de ella respondía serenándose, cuando el brazo fuerte de Fedele lo tomó de improviso y lo arrastró entero y sin permiso a ese cúmulo de abrazos y apego. Benito jamás se hubiera podido soltar; tampoco lo deseaba; le gustaba querer y ser querido. Y entonces, los cuatro se quedaron unidos y llorando por un rato. Por primera vez, Benito experimentaba algo como lo que estaba ocurriendo en ese instante, porque jamás en la vida había confortado a alguien, nunca antes se había animado a querer a alguien como para consolarlo. Sumidos en ese compartir, una nube de cariño los envolvió y los hizo invencibles. El amor se manifestaba en todas sus dimensiones. El amor era fuerte, muy fuerte. Sanaba, cobijaba y él lo aprendía allí, junto a Adela, a la chica argentina y a ese hombre grandote que, cuando quería, podía ser dulce como un niño y que a él cada día le caía mejor porque era una versión de sí mismo pero buena y mejorada.
* * *
Dos horas después, llegaron Manuel, Fernán y Vilma y se enteraron de lo sucedido. Miguel y su esposa se trabaron en un abrazo infinito con Emilia que extendieron a Manuel quien, confundido, no sabía bien qué tenía que hacer. Sólo había visto a esa hija una vez, no había estado durante el embarazo de Emilia y hacía muy poco había expresado por primera vez el deseo de querer criarla. Y Emilia, a pesar de haberle dado un beso y un abrazo, no parecía casi registrarlo.
Fernán, al ver a Fedele quebrado como estaba, también lo abrazaba. Aún no se lo habían presentado, pero esto bien valía por un saludo. Manuel miraba a Fedele y no podía entender cómo este hombre italiano que no tenía ni una gota de sangre de esa niña estaba tan mal.
Un rato después, Berni dio las órdenes necesarias para que el cocinero del castillo preparara una comida para todos. Sus mucamas no salían de su asombro; años sin recibir visitas y la casa ahora estaba a lleno total. Los nacimientos eran mágicos y los niños venían siempre con un pan bajo el abrazo. Cuánto más en este caso, ahora que Clarissa ya era un angelito.
* * *
A pesar de la tristeza, todos se sentaron a la mesa del comedor dorado y, salvo Emilia, probaron las pizzas del cocinero de Berni. Ella jugueteaba con su tenedor en el plato. Fedele, a su lado, le pedía que comiera e intentaba darle los trocitos más tentadores con su propio tenedor.
Para distender la mesa, Fernán y Vilma, que hablaban perfectamente el italiano, les contaron a los presentes detalles del agitado viaje. Incluso, en un momento de confesión e intimidad, deslizaron que se habían conocido estudiando el idioma.
Una hora después, cuando Emilia descansaba en una de las habitaciones, Fedele y Manuel iban a la clínica a realizar los trámites de defunción. Sería mejor que ella reposara. Todavía le faltaba enfrentar la sepultura, que, por sugerencia de Benito, habían decidido hacer en el antiguo cementerio —a mitad de camino entre el castillo y Piacenza— donde estaban enterrados Aurelia y Mario Berni.
En el descapotable, camino al hospital, los dos hombres viajaban en el más completo silencio hasta que Manuel lo rompió para pedirle a Fedele que lo acercara a la oficina que Alitalia tenía en la ciudad de Piacenza. Le parecía que lo más sensato sería intentar cambiar el pasaje y regresar a Estados Unidos mucho más pronto de lo planeado. Claro que antes tenía que pasar por Florencia para buscar sus cosas.
No habiendo un hijo de por medio, Manuel veía difícil que él y Emilia llegaran a algo. No, por ahora. Y menos que menos, en Italia y con el italiano cerca. Aunque a estas alturas, Fedele no le caía tan mal; parecía un buen tipo. Tal vez, incluso, hasta lograra hacer feliz a Emilia. Al menos, más que él.
Adela, en la casa, miraba a Berni, con qué solvencia y practicidad se encargaba de los grandes y pequeños detalles, como eran las llamadas por teléfono al cementerio, la organización de la comida, la nafta en los autos y se preguntaba cómo hubiera sido pasar esta experiencia traumática si no hubiera estado él junto a ellos. La vida era sorprendente y siempre nos prodigaba asombrosas experiencias; algunas, agradables, como este reencuentro; otras, espantosas, como la pérdida sufrida.
Tras una emotiva, triste y corta ceremonia, Clarissa era sepultada en el cementerio de Piacenza.
* * *
Dos días después, el Jaguar y el descapotable partían desde el castillo a Florencia. En el primer vehículo, iba Benito al volante y a su lado, Adela; en el asiento trasero, Manuel. En el otro, iban Emilia y Fedele junto a Vilma y Fernán. Habían aceptado la propuesta de Berni de llevarlos, ya que tenían demasiadas valijas y ellos eran demasiados para hacerlo de otra forma. El último día, antes de partir, entre tantas idas y venidas, Berni había alcanzado a mostrarles el cuadro del maestro Fiore a Emilia y a su padre. Pero había sido algo rápido y con pocos comentarios. Los últimos acontecimientos los mantenían sumidos en otra cosa. Las prioridades habían pasado a ser otras y a nadie parecía importarle una pintura cuando se estaba sufriendo. Mientras almorzaban, antes de partir, el grupo había planeado volver a reunirse. Cuando los ánimos estuvieran mejores, volverían al castillo a visitar a Berni.
Al llegar a Florencia, lo primero que harían sería pasar por el apart de Manuel. Debía buscar sus cosas y partir al aeropuerto en pocas horas; había logrado adelantar el vuelo a Estados Unidos. Los padres de Emilia se instalarían directamente en el departamento que tenían alquilado y Adela se alojaría con Fedele y Emilia un par de días para acompañarlos; pocos, dos o tres, para no molestarlos, aclaraba ella, siempre medida y cuidadosa. Claro que aunque no molestara, ella no hubiera permanecido más de una semana porque con Berni había quedado en que en diez días él la visitaría en su casa de Ancona. Se había entusiasmado con ver ese mar del que tanto hablaba Adela y quería caminar por esa playa mientras charlaba con ella. Muchos asuntos habían quedado pendientes y en el castillo no habían alcanzado a hablar de situaciones pasadas e importantes, como cuando él, enojado con Rodolfo Pieri, se marchó de Florencia con los cuadros y demás objetos… Y la abandonó.
* * *
Cuando el grupo llegó a Florencia, todos tuvieron mucho que hacer: desde cosas simples, como bajar las valijas de los autos, despedirse y alcanzar a Manuel al aeropuerto para que llegara a tiempo a tomar su avión, hasta ayudar a los padres de Emilia a instalarse en el departamento. Pero pasadas estas corridas, la vida real tomó la conducción de los acontecimientos. Y para Emilia significó recibir una bofetada, porque llegar a su casa y ver el cuarto con la guarda de ositos, fue un dolor tan inmenso para su corazón, como el que sintió cuando vio dando vueltas por la casa las últimas ropas de embarazada que había usado. Parecía que donde más se notaba la aflicción de lo sucedido era en esas pequeñas cosas. Pero allí estaba Fedele para acompañarla y mimarla con sus detalles: le traía las películas recién estrenadas del video o las revistas en español que encargaba en un kiosco. También ayudaba el buen humor de Adela, que la entretenía con las historias de sus hermanas y sobrinas. Ella, además, cocinaba para todos porque durante su estadía no permitió que Fedele trajera comida de Buon Giorno, sino que todos los días la preparaba para el almuerzo y la cena. Había descubierto los gustos de Emilia y organizaba las comidas en base a verduras y pescado para lograr que ella comiera. Pero, por sobre todo, quienes cumplían un papel fundamental en la recuperación emocional de Emilia eran su padre y Vilma. La pareja iba a la casa todas las tardes y se instalaba allí hasta altas horas de la noche, cenaban y luego departían en largas y animadas sobremesas. Poco a poco, entre todos, lograban que Emilia comenzara a realizar cosas normales, como jugar una partida de naipes o sentarse en el sofá a comentar con Vilma los últimos chismes que ella sabía sobre los actores, las modelos y demás personajes de la farándula nacional. Y como una tibia devolución de gentileza, Emilia se animaba a relatarle la comidilla rica y jugosa de los jugadores argentinos de fútbol radicados en Italia.
Una de las medidas tomadas en la lucha contra la tristeza fue cerrar la puerta del cuarto del bebé y no abrirla más. Reincorporarse a la vida después de una pérdida grande no era fácil, pero los afectos ayudaban. Y mucho. También, el trabajo. Por eso, pasados unos días, Emilia había comenzado a escribir algo que le habían encargado en la revista. Al volver del restaurante y verla sentada frente a la computadora, Fedele se había puesto contento. Era una señal de normalidad y de que las cosas se iban encauzando. Emilia, poco a poco, se recuperaba y él cada día la amaba más.
Y juntos, empezaban a escribir un nuevo capítulo de su vida.
Dos meses después
Esa mañana de viernes, antes de retirarse de Buon Giorno, Fedele dio unas últimas instrucciones. Era temprano, pero no se quedaría a trabajar; tampoco estaría el fin de semana para ayudar porque había decidido tomarse los tres días. Él, Emilia y sus suegros partirían con rumbo al castillo de Benito Berni. Adela que, saldría en tren de Ancona, se les uniría allá. Era una visita especial que le debían a Berni. Después de los días que pasaron en su casa, sólo habían vuelto la tarde que fueron de visita al cementerio. En esa oportunidad, sólo habían compartido un té y nada más. Pero ahora que las tristezas mermaban, querían pasar un tiempo más largo en el lugar. En los peores momentos, Berni había sido generoso y sería agradable pasar unos días amenos y distendidos con él en ese lugar hermoso. Aun Emilia estaba entusiasmada y preparaba las valijas con ilusión. En ese castillo vivía aquel hombre que la había ayudado y se había preocupado por ella el tiempo que pasó sufriendo, había albergado a su familia y colaborado con todo lo que necesitaron en esos tristes días. Las inquietudes sobre si Berni era, o no era, el padre de Fedele se las dejaba a Adela. Emilia no quería hacer ninguna investigación, ni preguntar algo que pudiera entorpecer las relaciones afectivas que en este momento le daban fuerza para seguir adelante. Adela estaba bien así; Fedele y ella, también. ¿Para qué meterse en cosas que no le concernían? Lentamente, comenzaba de nuevo a ver la vida en colores después de dos meses de haberla vislumbrado sólo en negro.
Al verse seleccionando y cargando algunas de sus mejores prendas, Emilia se daba cuenta de cómo el tiempo ayudaba a olvidar viejos dolores. Hacía poco que había vuelto a arreglarse como antes y eso mejoraba su semblante. En el castillo, en un entorno fino y sofisticado, la esperaban algunas veladas elegantes. Por eso eligió un vestido negro y otro tostado. También puso en el bolso un jean y entonces se dio cuenta de que ya usaba toda la ropa previa a su embarazo; hasta su cuerpo volvía a la normalidad; también su vida sexual comenzaba poco a poco aunque las dos primeras veces que habían intentado hacer algo con Fedele resultó un poco doloroso, pero la tercera había salido mejor. Faltaba, de todas maneras, para que fuera como antes. Pero Emilia había querido reanudar la vida íntima en cuanto pudo. La cercanía de Fedele le hacía bien y él ya estaba desesperado por ella. La buscaba y ella no lo rechazaría; no, teniendo a Fedele cerca de otras mujeres todo el día en Buon Giorno. Lo amaba, él era de ella y de nadie más, pensó.
* * *
Por su parte, en su casa, Adela se preparaba apurada. En una hora salía el tren de Ancona rumbo a Piacenza y aún no terminaba de hacer la valija. Había preparado demasiada ropa para llevar y ahora no le entraba en la maleta. Ella, que siempre había sido informal para vestirse, esta vez, hasta había cargado un par de tacos altos, un pantalón formal y un vestido nuevo para estrenar en el castillo; pero claro, fiel a su estilo, largo al piso y de muchos colores. En el último mes, una locura se había apoderado de su vida y a sus sesenta y cinco años parecía que ella y su viejo amor de juventud, Benito Berni, comenzarían una relación. Aún no lo habían hablado abiertamente, pero él había venido a visitarla a Ancona cuatro veces, habían cenado juntos, caminado por la playa y charlado mucho. Pero lo que parecía una sucesión de situaciones sencillas, no lo había sido tanto porque él, en una cena, le había dicho que aún la amaba; en la caminata le había dado un beso en la boca y la había llevado todo el trecho de la mano; y en las charlas le había pedido perdón por los dolores que le podía haber causado en antaño. Claro que ni él, ni ella, habían entrado en detalles de esos viejos sucesos. Berni, porque ya no quería hablar de esas cosas y ella, porque conversar de eso la llevaba inevitablemente a contarle que juntos habían concebido un hijo… Fedele. Y la realidad era que ella no se sentía preparada para tanto, no todavía. Estar con él, a esta edad, le hacía sentir un vértigo casi insoportable que, suponía, tenía que ver con el viejo miedo de que Benito volviera a desaparecer de su vida y con que él era un multimillonario con todas las letras. Porque Berni, aunque estuviera mayor, podía tener en su castillo la mujer que se le antojara. Además, lo más importante para ella era que si le contaba lo de ese hijo que habían tenido juntos, terminaría afectando la vida de Fedele, a quien veía más en paz que nunca: le gustaba su trabajo, económicamente le iba más que bien y Emilia se convertía, poco a poco, en el amor de su vida. Porque Fedele se llevaba bien con Berni y lo apreciaba… pero si se enteraba de que él era su padre y que la había abandonado después de muchas noches pasadas juntos y nunca más había vuelto ni siquiera para saber cómo estaba… ¿Cómo lo tomaría? ¿Esto podía arruinar la incipiente relación que entre los dos hombres se venía gestando? ¿Podía dañar a Fedele? Preguntas sin respuestas, pero como el amor no tenía edad y ella, casi, estaba enamorada de nuevo, se preparaba para la visita al castillo como si fuera una cita. Ese día había ido a la peluquería a hacerse el color y el corte de siempre, carré, derecho al hombro.
* * *
Ese viernes, dentro de la cocina del castillo de Berni, en Piacenza, el cocinero y sus ayudantes trabajan sin cesar para preparar los menús que se harían en los próximos días. El conde les había explicado que tendrían huéspedes alojados en la casa por tres días completos: viernes, sábado y domingo. Los empleados se organizaban y las carnes comenzaban a ser desfrizadas; las pastas, amasadas; y los carpaccio y antipastos, elaborados.
En el resto de la casa, las empleadas limpiaban desde temprano con la consigna que su patrón les había dado: que la casa estuviera impecable. Sus invitados dormirían allí tres noches. Había ordenado que el cuarto grande de la punta fuera para la joven pareja; el azul del ventanal, para el matrimonio Fernán; y el pequeño, en el pasillo, muy cerca del suyo, para Adela; la señora que venía sola. Él también tenía sus planes de hombre. Venía dando tímidos pasos en una relación con Adela porque ella era demasiado delicada y dulce como para avasallarla, pero ya era tiempo de pasar una noche juntos. Soñaba con recuperar lo que alguna vez había sentido con ella en la intimidad de Florencia. ¿Sería así o era algo imposible de recuperar? ¿A su edad eran más importantes los sentimientos o la piel? ¿Un cuerpo joven lo era todo? Él, que había tenido tantas mujeres, pero que una sola se le había metido en el corazón, se preguntaba: ¿qué sentiría al estar con ella a esta edad? Además… ¿Saldría todo bien? ¿Él haría el papel de hombre como correspondía? ¿Su cuerpo se portaría como debía? Creía que sí, algunas señales le daban esas certezas. Rememoró que la última vez que había estado con una mujer había sido cuatro años atrás, en Roma, con una muy joven escultora. El encuentro había sucedido en sus últimas épocas de normalidad porque luego había sucumbido en su debacle emocional y ya no le había interesado nada, ni siquiera las mujeres.
Todavía no eran las doce del mediodía cuando el descapotable rojo se estacionó en el parque del castillo y el dueño de casa salió a recibir a sus invitados. Las dos parejas saludaron con cariño a Berni y todos se pasaron el parte de algunos últimos acontecimientos de sus vidas, como los paseos que había hecho el matrimonio Fernán. Fedele calculó que en media hora debería buscar a Adela, que llegaba en tren.
* * *
Dos horas después, todos juntos almorzaban en el comedor dorado, charlaban de lo hermoso que Berni mantenía el parque, de algunas especies exóticas que lo distinguían, y él les comentaba que hubiera querido armar afuera este almuerzo, pero que los días, aún fríos y ventosos, no se lo habían permitido. Ese invierno no acababa más; aun así, él había organizado algunas actividades, y les dijo:
—Espero que hayan venido con ánimo de aventuras… porque tengo pensadas algunas.
—¿Y esta vez, qué nos llevarás a hacer, Benito? —preguntó Vilma.
—Si se animan, podemos ir de cosecha, tengo los limoneros, naranjos y mandarinos cargados de frutas.
—¡Qué hermoso! Claro que quiero ir. Llevaré la máquina de fotos —dijo Emilia.
—¿Siempre dan tantos frutos? —preguntó Vilma.
—Sí —respondió Berni, orgulloso. En el castillo, muy pocos años habían faltado las frutas.
—Lo que a mí me gustaría en estos días es ver el cuadro del maestro Fiore con detenimiento. Durante la primera visita, apenas si le dimos una rápida ojeada —pidió Miguel Fernán, que planeaba una conversación a solas con Berni. Tenía una idea que aún no había compartido con nadie, ni siquiera con su mujer y quería transmitírsela al conde.
—Claro. Yo también había pensado lo mismo. Además, me gustaría que nos instaláramos un buen rato arriba para mostrarles tranquilo mi pinacoteca.
—Sí, yo aún no he visto su Tiziano y es algo que realmente querría ver. Uno tiene pocas oportunidades de ver uno —dijo Vilma.
—Será un gusto complacerla, Vilma.
El grupo conversaba distendidamente. Se reían, comían el carpaccio de salmón… pero si alguien, con una cámara, se hubiera acercado a sus rostros usando el zoom hubiera observado algunos detalles imperceptibles.
Los ojos de Fedele brillaban al posarse en Emilia. Y hallándola mucho mejor, fortalecida casi por completo, se sentía feliz. Le servía vino mientras le decía al oído algo acerca del escote del vestido que, insinuante, mostraba sus senos. Buscaba despertar el deseo en ella; esa noche la quería en sus brazos.
Los ojos de Berni también brillaban. Él, en la punta de la mesa, al lado de Fedele, usaba casi la misma táctica. Le servía vino a Adela, le tocaba la mano, la buscaba con los ojos.
La mirada de Vilma se mostraba sagaz, sus ojos sobre Fedele y Benito eran certeros y observaba en detalle y con disimulo mientras pensaba: «Los genes son los genes». Ella, a estas alturas, tenía claro lo que estaba pasando. Adela le había contado la mitad de su historia, pero ella había sacado sus propias conclusiones: esos dos hombres tenían en común demasiadas cosas.
Los ojos de Fernán estaban diferentes porque él miraba a su hija y se sentía al borde de derramar lágrimas de felicidad. Al fin la veía compuesta y al lado de un hombre bueno que la amaba. Claro que él se pasaba rápido la mano por los ojos; ni loco se largaba a llorar delante de todos para que no pensaran que era un viejo gagá.
Adela, en sus ojos, también tenía un fulgor especial, pero el de ella era el del amor. La mirada azul de Benito parecía querer desnudarla y eso, a ella, le gustaba. Los interrogantes que había traído sobre el futuro y la posibilidad de hablar con la verdad se le habían olvidado por completo. ¿Qué podía recordar, si en ese momento sólo sentía la mano de Benito sobre la suya?
Comieron la carne con papas y la macedonia de frutas y después de tomar el café en una larga y agradable sobremesa decidieron aprovechar la tibieza del sol para ir tras la cosecha que Benito había propuesto recolectar. Partieron con bolsas y un par de canastos, caminaron los doscientos metros hasta donde estaban los frutales y entre risas, chistes y ejercicios juntaron una gran cantidad de limones, naranjas y mandarinas.
—Berni, te voy avisando que me llevaré una carga importante de esta cosecha para hacer los pai de limón y naranja en Buon Giorno —le advirtió Fedele.
—Sí, pero sólo si me prometes mandar uno.
—No es necesario. Si te parece bien, te hago uno hoy mismo.
—Buena idea… Y mañana lo comemos de postre.
Llevaban casi dos horas cortando fruta, riendo, descansando sentados en el césped, cuando al ver las bolsas y las canastas llenas decidieron regresar a la casa. Allí, dejaron la cosecha en la cocina y algunos, capitulando, fueron a dormir una siesta tardía.
Adela decidió descansar y Fedele le exigió a Emilia que hiciera lo mismo. Fernán y Vilma se decidieron por la caminata bajo la arboleda que no habían podido hacer porque se entretuvieron en los frutales.
Benito, al verse solo con Fedele, lo invitó a tomar un lemonchello sentados en la galería donde daban los últimos rayos de sol de la tarde; conversando, ambos habían descubierto que era una de sus bebidas preferidas. Berni buscó una botella nueva y dos copas; volvió, se sentó y las llenó; brindaron por la vida. Mientras lo saboreaban, Fedele le refería lo extraordinario que era el lemonchello de Amalfi; en ese lugar habían tomado unos riquísimos con Emilia; también le contaba que estaba probando fabricarlos con su gente en Buon Giorno para darle a sus clientes uno de alta calidad.
—¿Funciona bien el restaurante? —preguntó Berni interesado.
—Sí, muy bien… Excelente, diría.
—Cuánto me alegro. ¿Hace mucho que te hiciste cargo? —Adela le había contado algo sobre su vuelta de España por la desgracia de Atocha, pero no todos los detalles sobre el momento en que tomó la conducción de Buon Giorno.
—Hará casi cinco años… parece mentira.
—Pero antes también trabajaste en lo mismo, ¿verdad?
—Sí, de chef en España, Bélgica, Francia, Argentina… También de otras cosas, pero siempre dentro del rubro.
—Has hecho muchas cosas para ser tan joven.
—No creas, Berni, que porque no tengo canas soy un chico. No te engañes… —dijo riendo Fedele.
—Viejo soy yo, que tengo setenta y cuatro, pero vos…
—Un jovencito no soy. ¿Cuántos me das?
—Treinta y seis… treinta y siete, cuanto mucho.
—¡¡Gracias!! —dijo riendo—. Pero no… nací en el 68.
Benito sonrió. De todas maneras, se lo veía muy joven. Él, por ese año, estaba en… El calendario de 1968 vino a su mente y los recuerdos, también: el negocio de antigüedades, Pieri… Adela… el amor…
¿Cómo que Fedele había nacido en 1968, si él y su madre, unos meses antes…? Recordó los meses de loca pasión entre Adela y él en el hotel de Florencia y una duda se le hizo carne. No, no podía ser, era una locura.
—¿Naciste en 1968?
—Sí. ¿Ya conocías a mi madre por esos años, verdad?
—Sí.
—Entonces, recordarás cuándo nací yo y que al año siguiente mi madre se casó con Pessi.
—¿Pessi?
—Claro, mi padrastro… Un gran hombre de quien tengo buenos recuerdos aunque muy pocos, ya que murió demasiado pronto.
A Benito esta información no terminaba de entrarle en la cabeza: 1968… Pessi… padrastro. No sabía si preguntar abiertamente o no… Se decidió por lo primero:
—Entonces, ¿Pessi no era tu padre?
Fedele se asombró. Si Berni conocía a su madre desde hacía mucho, ¿cómo es que no sabía este tema?
—Pensé que lo sabías. Mi madre jamás escondió su historia. Yo no conocí a mi padre. Él la dejó estando embarazada… Entiendo que él ni siquiera se enteró de que ella lo estaba. Pero en poco tiempo apareció Pessi y se casó con él. Yo tenía… a lo sumo, un año.
—A ver, a ver… ¿Ese hombre la dejó en 1968, vos naciste en ese año y ella enseguida se casó con Pessi? —Berni encadenó las preguntas.
—Sí… ¿Y, vos, desde cuándo la conocés?
Ya le había entrado la duda.
Le costó responderle. Al fin lo hizo:
—De antes… Pero como viví varios años en Francia, hay detalles de su vida que me los perdí.
—Ah… Y… bueno, son las cosas del pasado. Cada cual tiene el suyo… ¿Vos, te casaste alguna vez?
—No —dijo Berni con voz queda.
—¿Nunca tuviste hijos?
—No…
Fedele, al escuchar el tono de voz de Benito, decidió acabar con el tema. Era evidente que Berni no quería hablar de su vida personal. Ese hombre, aunque grande, todavía era pintón y, encima, millonario. Podía imaginárselo de joven viviendo la vida loca entre los artistas de París y se le ocurría que debió haber sido un gran mujeriego. Y bueno, él mismo lo había sido hasta que sentó cabeza cuando conoció a Patricia, y ahora, estando con Emilia, tampoco miraba a nadie. Era cuestión de encontrar a la mujer adecuada. Absorto en estos pensamientos, la voz de Berni lo sacó de sus cavilaciones.
—Me voy a recostar un rato…
—Sí, claro —le respondió. Y cuando lo miró, lo encontró cansado, como si le hubiera pasado un ciclón por arriba. Es que la tarde se había hecho larga, pensó, y se sirvió otra copa de lemonchello. La tomaría y luego iría a despertar a Emilia. Estaba hermoso para dar una vueltita por el parque antes de que oscureciera.
A Berni le había costado caminar hasta su cuarto. Los pies se le habían transformado en plomo. Pero una vez que llegó, cerró la puerta y se tiró en la cama mirando el techo. Pensaba y sentía un gran nudo en la garganta. ¿Acaso podía ser verdad que Fedele fuera su hijo? No le encontraba otra explicación a lo que había escuchado. Fedele había nacido en el año en que él estuvo con Adela. Sacaba la cuenta y hasta los meses coincidían. Además, ella no era una chica que hubiera estado con otros hombres antes de él y recordó cómo Adela había perdido la virginidad en el hotelcito de Florencia. Acordarse de ese momento, junto al pensamiento de que Fedele podía ser su hijo, le nublaron la vista. Él… que siempre había creído que no tenía a nadie. Él… que siempre se había sentido solo.
Y él… que en ese tiempo había sido un necio al no reconocer el verdadero amor. Se tuvo rabia, se dijo: «¡Tonto! ¡Retonto!». Pero también le dio rabia Adela. ¿Por qué nunca lo había buscado? ¿Por qué nunca le había contado? Podía ser que en esos años él visitó muy poco Italia y había pasado muchos en París. Era cierto, pero, de todas maneras, hacía dos meses que con Adela tenían una nueva relación. ¿Por qué no se lo había dicho? ¡Qué injusta! Si él hasta le había pedido perdón en las largas charlas que habían tenido. No podía creerlo. Él se había perdido de tener y de disfrutar un hijo durante estos años y tenía casi toda la culpa, pero Adela, aunque en menor parte, también tenía la suya. Estaba enloquecido. Pensaba en Fedele y su mente formaba una imagen exacta de su figura. Entonces, empezaba a encontrarle parecidos consigo mismo. Los colores eran los de Adela, pero la nariz, la sonrisa, la altura, los gestos… ¡Por Dios! Iba a volverse loco. ¡Fedele Pessi su hijo!
Estuvo un rato con la mente enardecida hasta que decidió darse un baño. Necesitaba pensar con claridad. En dos horas se serviría la cena y él, en ese estado, no podría articular palabra.
* * *
Las primeras oscuridades avanzaban y, en el comedor dorado, las mucamas ponían la mesa con todos los protocolos: manteles blancos de lino bordados a mano; en el centro, velas y flores recién llegadas de la florería, y, para cada comensal, dos platos de porcelana china sobre el posaplato de metal; a un lado, cuatro tenedores; al otro, dos cuchillos y una cuchara; arriba, un tenedorcito junto a una cucharita; en el margen superior izquierdo, un platito para el pan con su propio cuchillo pequeño, y, acompañando el conjunto, tres copas de cristal: una para agua, otra para el vino y la última para el espumante, bebida que no era el champagne francés. No había que confundirlo porque los italianos podían llegar a enojarse; ellos tenían una enorme rivalidad por este tema con los franceses. Espumante versus champagne, y claro, según ellos, el primero era superior.
Las mujeres, que habían visto los movimientos de las empleadas en la organización de las mesas, se arreglaban en sus cuartos a más no poder para la cena. Era evidente que la velada sería formal. Vilma elegía su mejor vestido y le exigía a su marido que se pusiera traje.
—¿No ves que estamos en un castillo? —le insistía.
Y Fernán, aunque le parecía ridículo, aceptaba, pero sin corbata, para no entrar en una discusión.
Adela, que consideraba que su vestido de colores era demasiado sport, optó por un jean y una camisa de seda roja. Un castillo no la amedrentaría; ella sería fiel a su eterno estilo. Pero se maquilló con esmero y se calzó las botas altas.
Emilia terminaba por ponerse el vestido negro y escotado, que le hacía lucir sus cabellos dorados, más claros y brillantes que nunca. El conjunto enloqueció a Fedele; la buscaba, pero ella lo contenía diciéndole: «¡Faltan cinco minutos para la hora pactada. No podemos!».
Fedele y Berni lucían prendas parecidas: pantalón oscuro y camisa clara para los dos. La ropa de ambos era de la misma marca, Ferragamo, su preferida.
Según lo convenido, a las nueve todos estaban sentados a la mesa y dos empleadas servían el antipasto: carpaccio de salmón. Berni daba la orden y todos comenzaban a comer. Adela, a su lado, le sonreía coqueta, pero él la miraba serio. Ella no podía haberle ocultado que Fedele era su hijo. No después de que la visitó en su casa en cuatro oportunidades, y no después de haberse dejado besar por él. Cuando terminaran de cenar, hablaría con ella; ahora no era momento para escenas, ni reproches y había que comer. Pero después, ardería Troya, porque, en verdad, estaba enojado.
En medio de charlas informales la cena avanzaba y el primer plato se servía: gnocchi de sémola con aceite de oliva, albahaca y tomates cherry; Berni hablaba poco, muy poco. Adela lo notó. ¿Qué había pasado durante la siesta?
Emilia, feliz, disfrutaba de la comida, del momento y de la compañía de sus seres queridos. Todos en esa mesa lo eran… porque a su suegra cada día la quería más y Berni era como un padre. Fedele le sonreía a su mujer y conforme a su costumbre, divertido, le tocaba la pierna bajo el mantel. En esta ocasión, ella, exultante y de buen de humor como estaba, ni siquiera se molestaba en fulminarlo con la mirada, como solía hacer cuando esto sucedía, sino que, por el contrario, le sonreía.
Una joven empleada de cofia y delantal traía el segundo plato: las tres diferentes clases de pescado que el cocinero había elaborado, cada una, con su propia salsa. Los comensales lo elogiaron y se abrió una interesante conversación sobre comidas y costumbres.
—Me han dicho que los argentinos tienen la costumbre de comer asado y de tener la casa siempre abierta para los amigos —señaló Adela.
—No sé si es una costumbre nacional, pero a mí me encanta hacer el asado y recibir amigos —respondió Fernán, quien se consideraba un gran asador y mejor anfitrión.
—En general, en Argentina somos muy amigables —señaló Vilma.
—Acá, en Italia, somos un poco más cerrados porque para nosotros primero está la familia y después viene todo lo demás —aclaró Fedele.
—No creo, Fede, que se trate de costumbres de países, sino, más bien, que está relacionado con lo que se hereda en cada casa. Para mí, también, lo más importante es la familia y no soy italiana —aclaró Emilia, quien sentía que en su vida tenía las dos prioridades pero, si tenía que elegir, se inclinaba por la familia.
Adela la apoyó:
—Yo opino igual que vos, Emilia. Cuando uno ve algo que da resultado y hace bien, trata de transmitírselo a los hijos. Yo misma le transmití a Fedele algunas costumbres mías.
Berni, al escucharla, sintió que era un buen momento para abrir la boca e hizo una de sus pocas intromisiones en lo que iba de la noche:
—Espero, Adela, que le hayas trasmitido a tu hijo las buenas y no las malas… porque… si no, pobre Fedele.
En la mesa, el comentario sonó feo y extraño. Pero la charla discurrió tras la idea de que las costumbres familiares son más fuertes que las que se transmiten como país.
La conversación, apasionada, que giraba sobre las economías de Argentina e Italia fue interrumpida por la llegada del tiramisú y el budino al cioccolato.
Los platos de los exquisitos postres se vaciaron en minutos y dio lugar a una sobremesa de café en la que se enzarzaron por la nueva ley que Berlusconi estaba a punto de aprobar y mantenía en vilo a muchos italianos.
—¿Y qué opinás, Fedele, de la ley que algunos italianos quieren sancionar para darle total inmunidad al presidente? —preguntó Fernán. Él ya lo había hablado con Berni mientras recolectaban mandarinas y no habían logrado ponerse de acuerdo.
—Más que una ley de inmunidad creo que será una de impunidad. Porque permitirá mentir y engañar sin tener que responder por lo que se hace.
—En todos los países los políticos son iguales de mentirosos. Dicen que harán una cosa y cuando suben al poder terminan haciendo otra —dijo Emilia.
—Los políticos no son los únicos los que engañan y ocultan cosas… —intervino Berni con voz teatral—. ¿No es verdad, Adela? —preguntó mirándola abiertamente. Y entonces, al resto de los invitados le quedó claro que algo estaba sucediendo entre ellos dos.
Para Adela, que estaba absorta en sus pensamientos, la frase fue como un balde de agua fría y sólo alcanzó a responder:
—Supongo… aunque no sé a dónde querés llegar.
Fedele pensó: «¿Qué le pasa a Berni?». Se lo preguntó:
—¿Sucede algo, Berni? —el hombre ya lo tenía harto. Parecía que había tomado de más. Esta noche algo le pasaba, le fallaba la cabeza. Era la segunda vez que agredía a su madre gratuitamente.
Berni le respondió:
—Nada, la verdad es que no me siento bien. Ha sido un día agotador. Les ruego que me disculpen, me iré a descansar porque si no, terminaré diciendo algo que no debo.
Dicho esto, se sacó la servilleta de la falda, la dejó sobre la mesa y se puso de pie. Agregó:
—Señores, por favor, quédense de sobremesa todo lo que deseen. Yo, realmente, me siento mal. Permiso.
Luego, se retiró dejando a todos pasmados. Se hicieron dos o tres comentarios, pero enseguida Adela y las parejas comenzaron a levantarse de la mesa y a dispersarse. Vilma y Fernán se dirigieron a sus aposentos. Ellos no habían descansado a la tarde; la caminata los había agotado. Además, el ánimo festivo se había ido.
Adela se dirigió a la zona de la galería que estaba vidriada. Desde allí se veía el parque iluminado, pero sin pasar frío. Se sentó en uno de los silloncitos del juego de mimbre dispuestos en el lugar. Necesitaba meditar sobre lo que había sucedido durante la cena. Benito estaba enojado con ella. Al parecer, él pensaba que ella le había mentido o que lo había engañado o… ¿Acaso él había descubierto que…? ¿Cuándo? ¿Cómo? Si hasta que se fueron a los frutales habían estado bien y Berni estuvo a su lado todo el tiempo. Tenía que haber sido cuando ella se tomó una siesta.
Repasaba mentalmente los acontecimientos de la jornada tratando de hallar una explicación a la reacción de Berni, cuando se le acercaron Fedele y Emilia y se sentaron en los silloncitos junto a ella.
—¿Se puede saber qué le pasaba a Berni? —preguntó Fedele y afirmó—: Estaba enojado con vos.
Emilia a su lado también aguardaba ansiosa la respuesta. Ella creía saber qué podía estar sucediendo.
—Fedele, ¿pasó algo durante la siesta? —le peguntó Adela iniciando su investigación.
—No, nada.
—¿Qué hicieron los que no fueron a descansar?
—Los Fernán, caminaron, y yo, me quedé charlando con Berni de todo un poco y de pavadas.
—¿De qué hablaron?
—Del restaurante, de los lugares en donde viví, de Francia. ¡Qué sé yo…! De pavadas, del parque, de los frutales, del lemonchello, de mi edad… de que no me daba la edad que tengo… tonteras. ¿Por qué preguntás?
—¿De tu edad, Fedele…? —dijo Adela sin hacer caso de la segunda pregunta.
—Él no podía creer que nací en el 68… nada…
Fedele le dijo dos o tres frases más sobre la conversación y Adela, que lo venía intuyendo, tuvo la certeza. Emilia, a su lado, también. Adela aspiró fuerte, muy fuerte, como si quisiera meterse dentro todo el aire de la galería y luego lo soltó en un largo suspiro. Benito lo había descubierto. Él sabía que Fedele era su hijo. El pasado que creía enterrado, volvía. Y en esta oportunidad, la abrazaba con fuerza y no le permitía liberarse. Y allí, sentada frente a ese verde que le pertenecía al padre de Fedele, se dio cuenta de que hasta acá había llegado con su secreto. Era tiempo de sacarlo afuera, quitarle el polvo, sacudirlo. Si no, encerrado y sin oxígeno, podía echarse a perder. Ella jamás había ocultado su propia historia y si no había dado más detalles cuando Fedele era chico, había sido por la seguridad de su hijo. Luego, todos esos acontecimientos habían quedado lejanos, perdidos en el tiempo, sin necesidad de desenterrarlos, pero las viejas relaciones que ahora reverdecían y las nuevas que nacían, los volvían cercanos. La hora había llegado. Además, en su vida todo estaba en orden, para qué arriesgarse a oscurecer la estabilidad que le había llevado muchos años y dolores lograr. Si bien al principio había pensado en guardar el secreto para proteger a su hijo, en los últimos tiempos había madurado que hablaría de este tema con Fedele. Pero no así, aquí, apurados, con la presión sobre ella, porque, si no hablaba ahora, se arriesgaba a tener una desavenencia con Fedele y él era la luz de sus ojos, su único hijo, al que amaba profundamente. La voz de Fedele le llegaba lejana, él insistía:
—Berni tomó de más o ese viejo está realmente loco…
Adela se dio vuelta, miró a Fedele, sus rasgos armoniosos, un hombre hecho y derecho que alguna vez a ella le había cabido en el regazo para acunarlo y cuidarlo por las noches; ese hijo que ella había criado prácticamente sola. A su lado, la chica de pelo dorado y ojos verdes, llena de cariño, los miraba a ambos. Adela necesitaba hablar y no más tarde, sino ahora mismo. Se sintió segura para hacerlo. Emilia era como de la familia y, justamente, por ella Berni había entrado de nuevo a sus vidas. Adela abrió la boca y las palabras le salieron con esfuerzo:
—Fedele, hijo…, Benito Berni es tu padre, ese del que alguna vez te hablé.
Un silencio espectral inundó la galería.
—Mamá, qué decís… ¿Berni? ¿Benito Berni? —la miró incrédulo.
—Sí. El lío de la mesa se armó porque él se enteró de que vos sos su hijo durante la charla que ustedes tuvieron en la siesta.
A Fedele se le confundían las ideas. ¿Cómo… cómo?
Al fin dijo en un grito:
—Pero… ¿por qué no lo me dijiste antes?
—Nunca fue necesario. Yo no lo había vuelto a ver desde que se fue, cuando vos todavía no habías nacido…
—Pero… él es un conde… ¿Cómo merda…?
—Te conté la historia que hubo con tu abuelo… con las obras de arte.
—Por eso el abuelo… Berni era… —articulaba Fedele tratando de hilvanar viejos relatos con personajes actuales.
Entonces, rememorando, Adela ponía en su boca detalles para ayudarlo a recordar, esos que, con los años, a Fedele se le habían borrado. Pero que a ella, la protagonista, no.
Ella hablaba y por momentos Fedele la interrumpía, hacía preguntas y Adela se las respondía. Emilia, al lado de ellos, seguía muda, se sentía una simple escolta, una dama de compañía que había sido convidada por la vida a estar allí; y mientras oía lo que Adela decía, ella no podía creer que fuera el cuadro de Camilo Fiore el que había logrado todo esto porque si ella no hubiera ido a buscarlo a La Mamma, a Buon Giorno, ese día que fue, ahora no estarían esta madre y este hijo hablando estas cosas, y, mucho menos, ella sería la mujer de ese hombre que tenía enfrente. Pensaba en su abuelo Juan Bautista, el hijo de los pintores, y en su abuela Abril que, tantas veces, ya de anciana, le había insistido para que fuera a buscar la pintura, tal como si quisiera empujarla hacia su destino. Entonces, con la imagen de ellos dos en la retina casi podía sentir su presencia allí. Abril y Juan Bautista Fernán ayudando a desentrañar la parte triste de esta historia, la que, ahora, ya no lo parecía tanto porque Emilia había visto cómo Berni miraba y trataba a Adela. Lo de esta noche, estaba segura, había sido sólo una explosión de cólera que se solucionaría muy fácil si su suegra así lo decidía.
Fedele seguía en shock.
—La verdad… ¡Esto es increíble…! —decía pasándose la mano por el pelo como cuando estaba nervioso.
—Hijo, lamento que te hubieras enterado así… que hoy yo tuviera que hablar por la presión de la situación que se desató… y no tranquilos y en casa… como correspondía.
—Bueno, mamá…, la vida es una sola. No hay que desaprovechar los momentos. ¿Quién sabe si alguna vez se hubiera dado esta conversación? Pero es raro tener cuarenta años y saber que tengo padre…
Adela se puso de pie y fue por detrás de Fedele, que seguía sentado e inclinándose le abrazó la espalda. El rostro de ambos quedó mirando el parque, las miradas, una al lado de la otra, con los ojos fijos en los pinos. Fedele subió sus brazos y con sus manos grandes tomó las de su madre; era su señal de que todo estaba bien. A Adela, al comprender lo que esto significaba, dos lágrimas le cayeron por sus mejillas. Una etapa se cerraba completamente. Estuvieron así un buen rato hasta que ella les dijo que se iría a la cama y se retiró. A Emilia le dio pena ver su figura delgada alejarse por el salón, las botas altas parecían pesarle para caminar y la camisa de seda roja, demasiado estridente para su estado de ánimo triste.
Adela, encerrada en la tranquilidad de su cuarto, al caer en la cuenta de lo que había pasado, comenzó a llorar. Había hablado con su hijo con la verdad, pero Berni no tenía ningún derecho a tratarla así. Muchos años atrás, él la había dejado sola y el sufrimiento había sido mucho, demasiado. Gracias a Dios, la vida y ella hicieron las paces y los acontecimientos importantes habían salido bien, pero podrían haber salido muy mal. De todas maneras, su existencia había sido solitaria y mucho tenía que ver con la relación que ellos habían tenido. Se secó las lágrimas con el pañuelo. Ya no quería llorar más por Berni. En su vida ya había llorado mucho por él; se sintió enojada, dolida. Iría a verlo. Esta era la noche de las verdades y no permitiría que él tirara una bomba como la que había arrojado sobre la mesa y después desapareciera tan tranquilo. Por su culpa, ella había tenido que hablar a los apurones con Fedele. Era injusto.
Abrió la puerta de su cuarto, caminó por el pasillo unos metros y enseguida estuvo frente al cuarto de Berni. Golpeó.
—¿Sííí…? —se oyó desde adentro.
—Soy yo, Berni —le respondió llamándolo por el apellido.
Benito, todavía vestido con la ropa de la cena, le abrió y ella pasó. En la habitación sólo los alumbraba la luz del velador que, desde la mesita de noche, lanzaba destellos amarillos. Adela, al ver que Berni estaba a punto de hablar, le ganó de mano:
—No deberías haberme tratado de esa manera en la mesa, no tenías derecho…
—Es que enterarme así, Adela… Desde nuestro reencuentro he ido varias veces a tu casa y hemos hablado mucho y nunca me dijiste nada, no me diste ni un indicio.
—No tenías derecho a enojarte porque el que me dejó fuiste vos. Yo crié sola a Fedele, yo hice frente a las caras llenas de prejuicios por mi embarazo, que en esa época no eran pocas… yo me fui de mi casa por tu culpa. No tenés derecho…
—¿Te fuiste…? —preguntó incrédulo. Ella nunca se lo había dicho.
—Sí… cuando me enteré de lo que había pasado y me di cuenta de que mi padre era el culpable de tu dolor, decidí no quedarme allí para no ser su cómplice. Me marché estando embarazada.
—Adela…
—No podía criar un hijo tuyo en una casa donde te habían dañado de esa manera. Mi tía me recibió en la suya, me dio trabajo en su restaurante… y el resto de la historia ya la conocés. Sufrí mucho por tu culpa, así que, ahora, que te enojes y me hagas hablar con Fedele de apuro como tuve que hacerlo… —con las últimas palabras, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Hablaste con él?
—Sí, Fedele ya lo sabe. Le dije que eras su padre —ahogó el llanto y fue terminante.
—¿Por qué nunca me dijiste…?
—Benito, nosotros nunca nos dijimos muchas cosas… Por ejemplo, que vos jamás me quisiste de verdad, si no, no te hubieras ido así, o al menos, habrías vuelto. Yo vine a este castillo cuando recién nació Fedele, dejé mi nombre y vos nunca…
—Yo fui a buscarte a tu casa.
—¿Cuándo?
—Una vez, apenas me dijeron… —él se defendía aunque sabía que ella tenía razón.
—Si me hubieses amado, me hubieras buscado más —Adela, llena de tristes recuerdos, lloraba y las palabras ya no le salían.
Benito Berni se acercó y la abrazó. Ella, aunque tiesa, se lo permitió. Y él, mientras la tenía atrapada en sus brazos, le habló despacio al oído, casi en un susurro:
—No es verdad que no te haya querido. Sí, te quería, pero estaba enfermo. Ahora estoy sano y viejo, pero al fin te lo puedo decir tranquilo… te quiero, Adela.
Adela levantó el rostro y lo miró. Los ojos azules de él no tenían edad y en ese momento la observaban con sinceridad. Entonces, en medio de esa mirada, él aprovechó que ella había bajado la guardia e hizo algo que había querido hacer desde que esa mañana Adela había llegado al castillo: le tomó el rostro con las manos y la besó en la boca. Lo hizo cerrando los ojos con fuerza y mientras sus labios se pegaban a los de ella casi pudo sentir el aroma a rosas que en otros tiempos era el de Adela y que ahora se confundía con el perfume de Armani que ella se había puesto para la cena.
El tiempo no era nada. Él, a su edad, así, pegado a ella, con los ojos cerrados, sentía que era el mismo Benito del zaguán, el mismo. El amor no sabía de arrugas y de años. Tampoco le importaba aprender, sino que, desprejuiciado, se abría paso a los empujones en ese cuarto del castillo de decoración impecable. Adela, a su lado, temblaba igual que cuando se besaron aquella noche en el hotel de Florencia.
En esos besos, Benito recibía las respuestas a todas las preguntas que se había hecho esa mañana sobre si podría o no podría, sobre si era más importante la piel o el amor. Y sus manos de hombre grande desprendían con el cuidado aprendido con los años y de muchas blusas, el primer botón de la camisa roja, el segundo… Adela agradecía la luz tenue y salvadora del velador prendido en la mesa de noche. La enorme cama de acolchado floreado, carísimo, los esperaba ansiosa. En ella no había amor desde que Aurelia y Mario Berni se habían amado.
* * *
Mientras tanto, en la galería, Fedele y Emilia se levantaban de los silloncitos, abandonaban el lugar y se dirigían tomados de las manos a su cuarto. Al alejarse de ese bello y teatral lugar, con el parque todavía acompañándolos de lado, la figura que los dos conformaban de espaldas parecía ser la de una pareja en el final feliz de una película: ella, con el cabello claro y largo, contorneándose con su vestido negro que revelaba sus buenas formas, dando pasos lentos con sus tacos altos y brillantes, y él, a su lado, fuerte, elegantísimo, caminando con su buen porte. Pero si la cámara hubiera captado con el zoom sus rostros, hubiera mostrado otra realidad, hubiera descubierto el cimbrón marcado en sus gestos y miradas. Porque la noticia era inmensa aun para un hombre con toda una vida armada como la de él. Emilia, a su lado, sufría por su amado.
Dentro del cuarto, Fedele se tiraba en la cama boca arriba y, cruzando los brazos por detrás de la nuca, la impecable camisa blanca se le arrugaba completamente. Pero ni se daba cuenta, todavía seguía en shock. Tenía un padre, el conde Berni. Ese millonario snob y excéntrico era su papá. Tantas veces, aun de adulto, había deseado tener uno.
—Emilia, te juro que todavía no lo puedo creer…
—Tener un padre es algo bueno y no malo… Miralo de ese lado. No sé cómo habrá sido Berni de joven, pero ahora parece un buen hombre…
—Lo sé. El pasado es el pasado, pero no deja de impresionarme.
Y ella, viéndole la mirada perdida, le daba pena, porque por momentos veía en esos ojos negros, profundos y aterciopelados como los de su madre, un destello de tristeza de niño que ha pasado la niñez sin padre; y en ese cuerpo de hombre fuerte capaz de mover una casa, un halo de desprotección. Entonces, Emilia quería consolarlo como fuera, quería hacerle olvidar todas las tristezas como él lo hacía con ella cada vez que se acordaba de Clarissa. Y con ese pensamiento se le acercaba, se le ubicaba al lado y comenzaba a sacarse la ropa con cuidado, despacio, muy lentamente, hasta que sus movimientos cadenciosos y sensuales captaban la atención de Fedele que, al ver los pechos desnudos de Emilia y la cola less roja, abandonaba sus cavilaciones y tiraba por la borda cualquier tristeza antigua, grande o pequeña, porque aquí estaba el hoy, el presente urgente, llamándolo. Se incorporaba, se sentaba en el borde de la cama, le ponía las manos en la cintura y con la boca ubicada justo a la altura del ombligo, se lo besaba.
—Bonita mía, sos lo mejor que tengo en la vida.
—Y vos, lo mejor que tengo yo… Te amo, Fedele.
—Yo también te amo.
Emilia, frente a él, se agachaba y hacía el intento de sacarse los zapatos altos. Pero él le pedía que no lo hiciera, que se los dejara puestos, porque…
«Y, sí —pensó Emilia—, a Fedele le gusta con los zapatos puestos.» No era la primera vez que se lo pedía.
—Quiero amarte con los tacos puestos… —le explicaba mientras, apurado, se sacaba la ropa, la dejaba tirada en el piso y se volvía a sentar en el borde del lecho mirándola con deseo y decisión: esta noche, Emilia no se le escaparía.
—Vení —le dijo mientras ella, que todavía tenía algunos miedos en su reciente reinicio sexual casi los perdía del todo, lo escuchaba ronco de deseo.
—Vení, que te va a gustar, te lo prometo.
Cuando ella todavía permanecía indecisa, él la atrajo hacia sí con un movimiento certero.
Emilia se sentaba en su falda y Fedele se olvidaba por completo de quién era hijo, cuándo había nacido y hasta de cómo se llamaba porque se extraviaba en esos ojos verdes que miraban los suyos con amor y pasión, mientras su cuerpo de hombre, allí, en el borde la cama, hacía, deshacía, inventaba, creaba y destruía y volvía a crear en la piel amada de la mujer que gozaba como hacía mucho que no lo hacía.
El zoom de la cámara se alejaba de ellos y subía más y más alto, más allá del techo del castillo y veía que en dos cuartos de la mansión las dos parejas se amaban y que en el tercero, una argentina de nombre Vilma lo ponía al tanto a su marido de lo que había pasado esa noche, porque ella estaba segura de que Fedele era hijo de Berni y que él y Adela terminarían juntos. Su esposo la escuchaba estupefacto porque, si eso era cierto, el conde Berni y él eran consuegros y alguna vez podían llegar a ser abuelos del mismo nieto.
Y Fernán no se equivocaba, sino que acertaba, porque esa noche la vida se instalaba de nuevo en el seno de Emilia. En medio de los suspiros de ella y de Fedele, se sujetaba con fuerza a ese cuerpo cuyos genes festejaba que estaba en Italia. Cuyas marcas epigenéticas le decían que había vuelto y que este era su lugar, que aquí sería feliz porque su sangre pertenecía a Italia.
A Fedele, las suyas le decían que, aunque todas las mujeres del mundo eran lindas, una sola le llenaba el corazón. Muchas podían haberlo atraído, pero una sola retenerlo.
Fedele tenía la que quería y eso lo hacía feliz. A pocos metros de ese cuarto, Berni pensaba lo mismo.
* * *
A la mañana siguiente, el grupo se levantó y desayunó en el comedor dorado. Un destello de complicidad velaba los ojos de todos; algunos, por las noches de amor vividas; otros, por lo que sabían. Ninguno hablaba abiertamente de nada, sino que simplemente dejaban que el día transcurriera y disfrutaban el buen momento. Recién a la tarde, cuando estuvieran todos tranquilos en la pinacoteca, hablarían de los lazos descubiertos, de los amores recuperados y de las nuevas esperanzas.
Porque esa tarde, mientras Fernán y Vilma estuvieran hipnotizados mirando el Tiziano, con Emilia, a su lado, dando explicaciones de algunos detalles, Berni se le acercaría a su hijo y al verlo tranquilo frente a otras obras que habían captado su atención, le diría:
—Sé que es tarde, pero me alegro de haberte conocido. Me hace sentir orgulloso saber que tengo un hijo como vos. Adela hizo un gran trabajo, lamento no haber estado allí para ayudar. Lamento ser un viejo que ya no podrá hacer mucho en tu vida.
Al decir la última frase, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Pero Fedele, sin pronunciar una sola palabra, le decía todo en un abrazo.
Adela, a su lado, también lloraba. Emilia, desde la punta del gran salón, aún hablando del Tiziano, sonreía, sabía lo que ese abrazo significaba.
* * *
Pasada la emotiva tarde, esa noche, en la mesa de mimbre de la galería, tenía lugar una cena informal. Allí, mientras comían la pizza con la mano, conversaban relajados. Cada tanto se escuchaba tintinear la campanita que estaba sobre la mesa. Al cabo de unos minutos, dos empleadas de uniforme negro y delantal de encaje, anticipándose al pedido de Berni, traían botellas de espumante en sus correspondientes fraperas. Los brindis eran muchos; había demasiado para festejar.
Las voces resonaban alegres y multiplicaban su eco por algunos rincones… El castillo era feliz, la dicha se había instalado allí desde hacía dos días, y sus paredes ahora exudaban felicidad, como hacía mucho que no, más precisamente desde el día en que Benito tenía nueve años. Había tenido que pasar mucho tiempo para que esto sucediera, había tenido que vivirse mucho dolor, y alcanzar mucha inspiración para realizar las buenas acciones necesarias para que esto aconteciera. Pero al fin, el premio estaba a la vista. El cuadro del maestro Fiore había ayudado con su influjo dando su toque. Ese mismo cuadro que esa noche era el único incómodo en el lugar porque él aún quería ir al encuentro de su Gina, que lo esperaba ansiosa desde hacía mucho en algún lugar remoto de la tierra. Ojalá alguien pensara en él, como él había pensado en ellos. Ya iba siendo tiempo.
El hombre joven
Hoy el hombre joven está inquieto, lleno de sorpresa y desazón; se mira el rostro en el pequeño espejo, se acerca un poco más, necesita reconocerse, mirar lo que ya conoce casi de memoria; con su dedo índice se toca el borde de sus ojos… mide las líneas del tiempo… pero casi no las haya, aún. Su mirada rigurosa inquiere sus cabellos, pero no, no hay todavía canas. Se observa de nuevo, olvidando la imagen y dejando viva sólo la inquietud que brota de su interior y, entonces se ve, se examina: enfrente, en ese cristal, hay un niño viejo. Porque él, que nunca tuvo padre, hoy se ha enterado de que tiene uno. ¡El hombre joven tiene padre!
¿Por qué no llegó antes, cuando aún lo aguardaba? ¿Por qué no vino cuando lo esperaba, cuando lo lloraba, cuando todos los demás lo tenían?
¿Lo llegaré a amar? ¿Disfrutaremos, juntos, de charlas, de comidas y de abrazos?
Y estos interrogantes traen de la mano otros más profundos y terribles y, juntos, hacen una ronda que lo cerca hasta ahogarlo.
¿Hasta cuándo la intolerancia le robará personas y afectos? ¿Hasta cuándo se interpondrá entre él y la felicidad? Llámese nazismo, Atocha o el nombre que lleve inscripto; ella, maldita y perversa, le ha quitado demasiadas cosas y ya no la quiere en su vida, en ninguna de sus formas, ni siquiera en las más pequeñas. Mirándose en el espejo se promete a sí mismo rechazarla en todo tiempo, forma, lugar y situación que se le presente, aun cuando se le ofrezca tentadora como mujer desnuda, conveniente como la salud. La intolerancia es destrucción, es daño, pérdida, decadencia, estropicio y ruina; y él lo sabe bien; lo ha herido dejándolo en carne viva en demasiadas ocasiones.
Entonces, a punto de renegarse por el dolor que le produce la injusticia, una sabiduría propia del alma que ha sufrido viene y se para junto a él, le susurra al oído verdades y lo obliga a abandonar el espejo, lo hace vestirse apurado, acordonarse los zapatos y salir a la calle porque, allí, en su ciudad, en su lugar de trabajo, en el trato diario es donde va a darle batalla a la maldita; allí es el campo de lucha y él va a pelear como sabe, como ya lo ha hecho en otras ocasiones.
Muchos interrogantes aún aguardan su respuesta, pero él ya no tiene desaliento, ni desazón… El hombre joven, simplemente, hará su parte. Se centrará en vivir de la mejor manera y que venga lo que tenga que venir.
Porque una verdad surge inconmovible: el encantamiento está en dejar fluir la vida y que venga lo que tenga que ser, nada más emocionante, nada más bello; la magia de la vida, que le dicen; ese río que arrastra y nos lleva a donde ni siquiera soñamos.
Siete meses después
El descapotable de color rojo serpenteaba la ruta de Florencia a Piacenza, dentro de él Emilia se inclinaba con esfuerzo para poner un CD de música en el estéreo. El cinturón de seguridad abrochado y su panza de siete meses de embarazo no le permitían moverse en el habitáculo con total libertad; pero ella quería que Fedele escuchara la canción de Caetano Veloso; su hermano Matías, que esa semana había venido a visitarla desde Brasil, se lo había traído, y ahora se deleitaba escuchándolo porque era en español. Emilia ya había gastado el CD doble que había conseguido por pocos euros y que traía «Como uma onda», esa versión en vivo cantada a dúo con Lulu Santos la emocionaba. Quería contagiarle el gusto por Caetano a Fedele, así como alguna vez se lo había contagiado por la Bruni, y él, a ella, por Laura Pausini.
—Emi, ¿cómo vas?
—Bien, bien.
—¡Mirá que le dije a Berni que cuando vos cumplieras los siete meses de embarazo no íbamos a venir más! Él sabía que no viajarías más en auto por la ruta hasta que el bebé naciera. Pero no sé qué le pasó que nos pidió que fuéramos.
—Bueno, para los siete meses falta una semana. Y la verdad es que ya tenía ganas de verlo.
—En realidad, acepté porque me daba pena. Cuando habló por teléfono, dijo que era por algo importante —reconoció Fedele.
Desde que el padre de Emilia se había marchado hacía ya medio año, ella se había apoyado mucho en Berni. Fernán recién volvería a Italia para el nacimiento de su nieto. Porque este bebé era un varón. La ecografía se los había mostrado claramente. Y por miedo a repetir el error pasado, Emilia había decidido no salir de la ciudad hasta que la criatura naciera.
Mientras ella le contaba sobre las impresiones que habían intercambiado con Poletti, su jefe, sobre el enfoque que había adoptado para el artículo que estaba escribiendo, Fedele la interrumpió:
—Volveme a contar de ese correo que recibiste…
—¡Ah, sí, cierto que no te terminé de contar!
—¿Era de España?
—Sí, de la gente de El País, quieren hablar conmigo por una columna que les gustaría que haga. Parece que mi nota «La memoria del cuerpo» causó revuelo. Ojalá se dé.
En el vehículo, entre charlas y canciones, los minutos se pasaban volando y el viaje a Piacenza se les hizo corto. Antes de que a Emilia se le hincharan los pies, como últimamente le sucedía si estaba mucho tiempo sentada, ellos llegaron al castillo.
Fedele estacionó en la puerta y Berni salió a recibirlos; los miraba mientras ellos caminaban hacia él. Arribaba la chica de ojos verdes que le había salvado la vida el día del nacimiento de Clarissa; esa bebé a quien le llevaba flores todos los domingos. Pero lo más increíble de todo era que llegaba con su hijo: Fedele, ese hombre al que en los últimos meses había aprendido a querer y a conocer. Pero el éxtasis total estaba relacionado con algo más: en pocos meses, Fedele lo haría abuelo. Él, que jamás había tenido a nadie, ahora, orgulloso, podía decir que tenía novia, hijo y, muy pronto, un nieto. Un familión.
Novia, porque Adela se nombraba a sí misma con esa palabra porque, según ella, para ser pareja tenían que vivir juntos todo el tiempo y ellos no lo hacían, sino que Adela venía al castillo y se instalaba allí una larga temporada, un mes o más, y luego, al cabo de unos días, a Berni le tocaba el turno de visitar la casa de Ancona. Pero Benito, a lo sumo, se quedaba diez días porque —repetía— era el tiempo que él aguantaba sin su castillo y sus objetos queridos. Aunque, poco a poco, en Ancona había encontrado algunos placeres que cada día se le hacían más necesarios: le encantaba caminar por la playa con Adela de la mano o encerrarse en ese pequeño atelier donde ella pintaba sus cuadros y donde él, tímidamente, empezaba a pintar los suyos. El gusto por el arte era algo que los unía, pero para encerrarse allí, a trabajar con ella, sólo le exigía una condición: que no le pusiera música de los Beatles, sino de Vivaldi. Y Adela lo condescendía, ya que él, por ella, también había hecho concesiones importantes. Benito había empezado a acompañarla a sus clases de yoga que, según comprobaba Adela, le hacían bien, lo volvían más relajado y le mejoraban el humor, y ya no le dolían más las rodillas.
A veces, cuando Berni le proponía que se mudara a Piacenza, Adela le respondía en broma que eso haría dentro de un año, cuando estuviera más viejito. Y Berni le retrucaba que, así como lo veía, muchas chicas jóvenes querrían estar con él. Los chistes, a veces, se subían de tono hasta que alguno se enojaba de verdad y entonces el otro iba y lo sacaba del enojo con un abrazo o con palabras cariñosas. Lo cierto es que ellos, a su manera y a su edad, habían encontrado su propia fórmula de la felicidad, la que Emilia y Fedele le veían en el rostro a Berni ese mediodía en que recién llegaban y los saludaba con una sonrisa. Se abrazaban y los invitaba a entrar:
—Pasen, pasen, ya creíamos que no llegaban a tiempo para comer los tallarines que tu madre amasó.
—Comida de madre —dijo Emilia y sonrió al recordar su vieja y primera nota en Italia.
En minutos entraron a la cocina, saludaban a Adela, que los recibía con una fuente en las manos y vistiendo un largo vestido de colores. Les pedía que se sentaran, porque comerían allí, en la cocina, sin tanto protocolo. Ella había cocinado toda la mañana y había hecho desaparecer por un rato al séquito de empleadas de Berni.
Sentados, mientras comían en la mesa de mantel a cuadros, Emilia les contó lo bien que se sentía y ellos festejaron con exclamaciones de regocijo. Luego, la conversación entre Fedele y su padre giró a la cuestión de los autos porque Berni, por sugerencia de su hijo, también se había comprado un descapotable. Las mujeres, ajenas a este mundo de caballos y cilindradas, se hicieron caras cómplices de fastidio, pero ellos ni lo notaron. Ni siquiera cuando se dedicaron a hablar de alimentos orgánicos, una pasión que compartían ambas.
Habían terminado de comer y llevaban un buen rato haciendo lo que todas las familias hacen, cuando Berni decidió hacer lo que no todas pueden:
—Sé, Emilia, que no pensabas viajar más, pero si los hice venir al castillo es por algo importante. Quiero que me acompañen.
Los tres se pusieron de pie. Adela sonreía; ella estaba al tanto de lo que iba a hacer su hombretón de ojos azules.
Berni los hizo caminar y los llevó hasta donde estaba el cuadro de Fiore. Y frente a él, les dijo las palabras que esa pintura había esperado durante un siglo:
—He decidido darles este cuadro —y mirando a Emilia agregó—: Sé que para vos, Emi, es muy importante. Sé que soñabas con que estuviera en tu familia.
Ella observó la pintura, se dio vuelta y le respondió:
—No, no. De ninguna manera lo puedo aceptar.
—Emilia, me he pasado años juntando objetos para darme cuenta, a mi edad, de que por más que tengan valor sentimental o valgan millones nada se compara con el afecto. Así que te lo doy de todo corazón —y mirando a su hijo, le pidió—: Ayudame, Fedele, a que lo reciba.
Fedele, que hasta el momento no había dicho nada, intervino a su favor:
—Me parece que es un hermoso regalo y creo que deberías recibirlo.
—¡Claro que sí! —dijo Adela.
Emilia miró a Berni y a Adela durante un rato. Luego, asintió con la cabeza, no podía hablar, estaba muy emocionada; sabía cuánto significa el cuadro para Berni, era parte de la colección de objetos que él amaba, lo único que le había quedado de la que fuera su familia cuando niño.
—Por favor, Fedele, tomá de allí y yo tomaré de aquí —le pidió Berni y entre los dos descolgaron el cuadro de la pared y lo depositaron en el piso. Benito le pasó un paño. Luego, entre los dos hombres lo sacaron por la puerta principal rumbo al auto. Las dos mujeres lo vieron salir por la misma puerta que había entrado y salido otras veces, pero en esta ocasión, todos los que lo que lo rodeaban, tenían el rostro lleno de felicidad y ventura. Berni y Fedele lo colocaron en el asiento trasero del descapotable.
Un ciclo se cumplía, una verdad bíblica se hacía realidad… El amor cubrirá multitud de equivocaciones.
* * *
Esa noche Emilia y Fedele volvieron de Piacenza y entraron a su casa. Cuando Fedele estaba bajando el cuadro, sonó el teléfono y ella atendió; era una llamada desde Argentina, era su padre. Le contaba detalles sobre el plan concebido junto con Berni, de los correos que habían intercambiado para acordar darle los cuadros. Y como sabía que ella ya tenía el de Fiore, le avisaba que la pintura de Gina iba camino a Italia y le daba instrucciones sobre dónde debía buscarla. Le explicaba el porqué de la decisión: esos dos cuadros tenían que estar juntos y el mejor lugar era la casa de ella y Fedele. Ellos habían sido quienes lograron unirlos y quienes tenían una de las puntas de la nueva generación, porque el pequeño que crecía en el seno de Emilia era quien tendría, en el futuro, la responsabilidad de mantenerlos juntos. Emilia escuchaba a su padre y otra vez lloraba. ¿Por qué le había tocado a ella ese honor? ¿Por qué? No lo sabía, pero estaba contenta. No se daba cuenta de que le tocaba justamente por eso, porque le daba felicidad el cuidar los tesoros de su familia. Porque su familia era lo más importante para ella, así como lo había dicho en esa cena en el castillo la noche en que Berni se había enojado con Adela. En los clanes unidos por lazos de sangre, que eran las familias, siempre uno, o tal vez dos, eran los encargados de guardar la memoria de los que habían pertenecido a ellas, de atesorar los buenos recuerdos, de mantener viva la memoria del amor, el cariño y los sacrificios que por esa familia se habían hecho. En esta estirpe, esa era Emilia Fernán, como así en la nueva y pequeña familia de Fedele le tocaría a él, porque la Providencia pensaba que lo haría bien. Berni depositaba también en sus manos toda la historia de su linaje.
El hombre joven
El hombre joven hoy se ha quedado sin palabras porque «árbol de vida es el deseo cumplido» y él siente que descansa bajo ese árbol fuerte… siente que hoy, él y árbol se confunden y son uno mismo. Porque ha comido su fruto… su deseo se ha cumplido.
No existen letras, vocablos, ni frases para describir lo que siente cuando mira esa cunita que tiene al lado, ese nido de cobijas blancas donde descansa boca abajo un osito panda, que no es otro que su propio hijo vestido de tal. Camilo, ese bebé que ha llegado hoy a la mañana dejando exhausta a su madre que duerme bajo los ojos vigilantes del hombre joven, quien, con cuatro ojos, los cuida a ambos en la quietud y la soledad de ese cuarto donde él se siente rey en medio de su reino.
El panda se mueve inquieto e insinúa un llanto fuerte que queda en suave quejido porque el hombre joven lo ha tomado en brazos y lo acuna… Duérmete, mi niño, duérmete, mi sol… Lo pega a su rostro, lo huele: es suyo, suyo, suyo… Y ya está aquí.
Lo mira, lo observa de cerca. Su naricita, la boquita, sus manitas… todo él es desprotección y entonces lo apoya contra su pecho… Duérmete, mi niño, duérmete, mi sol… ¿Se puede amar tanto a alguien a quien recién se conoce? Sí, se puede. Ser padre es eso y más…
Viejos recuerdos se le confunden con nuevas vivencias. Un nombre antiguo con uno novel… Carlo, Camilo. Camilo, Carlo. Y una promesa rancia se vuelve nueva en el abrazo que le da a su panda: «Te voy a querer, te voy a amar, te voy a cuidar, te voy a dar todo. Vas a ser feliz, te lo prometo». Duérmete mi niño, duérmete mi sol…
El hombre joven hoy se ha quedado sin palabras porque la dulzura hecha carne está entre sus brazos y tiene su misma piel, su misma sangre y unos ojos tiernos que lo hacen soñar con un mundo mejor, con que todo es posible, con que el ser humano es bello; la naturaleza, sabia y la vida, feliz… Duérmete, mi niño, duérmete, mi sol… Sueña, hijo mío, descansa, que aquí estoy yo para velar tu ensueño… Duérmete, mi niño, duérmete, mi sol… que mañana tú verás el sol, el mar, el cielo y descubrirás los abrazos; también, el pan recién horneado y los amigos. Duérmete, mi niño, duérmete, mi sol…
Una realidad surge inconmovible una y otra vez: él está aquí.
Duérmete, mi niño, duérmete, mi sol. Duérmete, pedazo de mi corazón… Canta hoy el hombre joven con el alma. La voz le ha fallado, su boca tiene gusto a sal.
Piacenza, castillo Berni, 2014
Fin de semana de primavera.
Viernes.
Es mediodía del viernes y el parque del castillo reboza de belleza, no sólo porque es primavera y todo está verde y lleno de flores, sino porque cada rincón del lugar se ha adornado con mucho esmero. Hoy, en la mansión Berni, hay una gran fiesta. Varias mesas largas han sido armadas bajo los robles de la parte más cercana de la arboleda. A cada tronco de esos árboles los rodea una cinta blanca que da varias vueltas y remata en un enorme moño. Allí será la comida, en esa mesa de manteles celestes que ahora se vuelan con la brisa y que arriba lucen cientos de copas, de fina vajilla y arreglos florales de jazmines naturales. La comida que han hecho los cocineros bajo la supervisión del dueño de Buon Giorno espera caliente en la cocina del castillo a que se dé la orden de ser servida. Fedele, entre los invitados, atento, controla todo. Se pasa la mano por el pelo, los nervios y la felicidad se le mezclan. Hoy sus padres se casan. El novio tiene ochenta años; la novia, setenta y dos. Y él quiere que todo salga bien, que el evento sea inolvidable, quién sabe cuántos años de vida les quedan a esos dos ancianos. Mira el altar y se emociona; recuerda su propio casamiento en este mismo lugar cuando Camilo, su hijo mayor, que ahora tiene cuatro, recién cumplía un añito. Sus ojos controlan todo, que los mozos se preparen, que Camilo que no se trepe a un árbol porque desde que llegaron se ha subido a varios y él lo ha tenido que bajar, que sus mellizas, que recién cumplen dos años, no coman demasiado pasto. Hoy le toca todo a él porque Emilia está descompuesta. Ella no se lo dice, pero él sabe, está embarazada otra vez y a él le encanta.
Carlo y Clarissa, dos hijos perdidos, son demasiado. Y a él y a su mujer nunca les parecerán muchos los que vengan a formar parte de esta familia. Para cualquiera es locura, pero para los que han pasado una desgracia así, no. Si son cuatro, estará bien; si son ocho, también. Él y Emilia quieren llenar la casa de niños. La busca con la mirada y la encuentra: Emilia, sentada en una silla, charla con un grupo de mujeres y, entre todas, la ve brillar. Sus ojos se pierden en esas manos queridas, en esa sonrisa franca… pero no pueden quedarse todo lo que desean porque por la puerta de la mansión salen de la mano los novios. Él, de impecable smoking; y la novia, de largo vestido hippie de color blanco. «La vida en rosa», de Édith Piaf, se escucha a todo volumen. La letra de la canción que suena en francés no puede ser más acorde a la situación.
LA VIE EN ROSE
Des yeux qui font baiser les miens,
Un rire qui se perd sur sa bouche,
Voilà le portrait sans retouche
De l’homme auquel j’appartiens.
Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas,
Je vois la vie en rose.
Il me dit des mots d’amour,
Des mots de tous les jours,
Et ça me fait quelque chose.
Il est entré dans mon coeur
Une part de bonheur
Dont je connais la cause.
C’est lui pour moi. Moi pour lui
Dans la vie,
Il me l’a dit, l’a jure pour la vie.
Et dès que je l’aperçois
Alors je sens en moi
Mon coeur qui bat.
Des nuits d’amour a ne plus en finir
Un grand bonheur qui prend sa place
Des ennuis des chagrins, des phases
Heureux, heureux à en mourir.
Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas,
Je vois la vie en rose.
Il me dit des mots d’amour,
Des mots de tous les jours,
Et ça me fait quelque chose.
Il est entré dans mon coeur
Une part de bonheur
Don’t je connais la cause.
C’est toi pour moi. Moi pour toi
Dans la vie,
Il me l’a dit, l’a jure pour la vie.
Et dès que je l’aperçois
Alors je sens en moi
Mon coeur qui bat.
LA VIDA EN ROSA
Ojos que hacen bajar los míos
una sonrisa que se pierde en su boca
he aquí el retrato sin retoques
del hombre a quien pertenezco.
Cuando él me toma en sus brazos
y me habla bajito,
veo la vida en rosa.
Él me dice palabras de amor,
las palabras de todos los días
y eso me hace sentir algo.
Él hace entrar en mi corazón
una parte de felicidad
de la que yo conozco la causa.
Él es para mí. Yo soy para él
para toda la vida
me lo ha dicho, lo juró por la vida.
Tan pronto lo vi
entonces sentí en mí
mi corazón que latía.
Las noches de amor interminables
una gran felicidad toma su lugar
las penas, las tristezas, las fases
felices, felices hasta morir.
Cuando él me toma en sus brazos
y me habla bajito
veo la vida en rosa.
Él me dice palabras de amor
las palabras de todos los días
y eso me hace sentir algo.
Él hace entrar en mi corazón
una parte de felicidad
de la que yo conozco la causa.
Tú eres es para mí. Yo soy para ti
para toda la vida,
me lo ha dicho, lo juró por la vida.
Tan pronto lo vi
entonces sentí en mí
mi corazón que latía.
Sábado
En la casa de al lado de Buon Giorno hay un gran movimiento. De por sí, sus propietarios son una familia ruidosa, pero cuánto más hoy, que están de mudanza. Las mellizas arrastran sus mantitas; es su manera de ayudar. Su hermano mayor, Camilo, mientras las adelanta cargado con una caja llena de autitos, les repite: «Esto es ayudar». Emilia mira a su alrededor. Por un lado, le dan ganas de llorar de melancolía al ver que se van; pero por otro, se siente aliviada de que, al fin, han logrado meter todas sus cosas dentro del gran camión de mudanza. La casa nueva los espera aunque estiraron la estancia todo lo que pudieron. No quería marcharse porque en ese hogar han sido en verdad muy felices. Le apena irse, pero los niños ya no entran en los cuartos y además, Sofi con su esposo e hijos pronto vendrán a visitarlos y podrán parar con ellos. Adela y Benito les han insistido mucho para que vayan a vivir al castillo con ellos, diciéndoles que allí sobra el lugar; pero por ahora no lo harán, aunque, quién sabe, tal vez más adelante, en unos años… porque si continúan teniendo hijos, no habrá casa lo suficientemente grande para ellos. Emilia sonríe al pensarlo. En el bolsillo tiene una cajita de test de embarazo. Se la ha comprado el viernes, pero no ha tenido tiempo de hacérselo. Ayer, casamiento; hoy, mudanza. Pero no importa; son todos sucesos felices y se relaja, a pesar de que otra vez ve a las mellizas con la boca negra de comer pasto y tierra del patio.
Fedele se acerca, le da un beso en la boca y le dice con su habitual buen humor: «Let’s go». Y ella le da la mano, lo acompaña, como siempre han hecho el uno con el otro.
Domingo
Emilia abre los ojos y a su alrededor ve las paredes del cuarto que está estrenando. El rostro armonioso de Fedele descansa sobre la almohada al lado de ella. Hoy es un día de suerte. Ella no tiene náuseas y los niños, a pesar de que son las nueve, todavía duermen. Emilia y Fedele, temprano, han podido amarse sin prisa y con pasión, como les gusta. Fedele ha quedado exhausto y se ha dormido. ¡También… viernes, casamiento; sábado, mudanza; y domingo, sexo a las ocho de la mañana! Emilia sonríe. Mira el rostro de ese italiano que ama con locura desde que lo conoció. Él se mueve en la cama; ella agudiza su oído. ¿Alguno de los niños llora? ¿Alguno se ha despertado? No, se responde aliviada. Mejor para lo que quiere hacer. Se levanta despacio. No quiere despertar a Fedele; desea que descanse. Camina descalza y va a la sala. El gran ventanal muestra decenas de cajas por el piso que esperan ser ordenadas. Pero lo que ella quiere ver está sobre la pared. Son los dos cuadros del matrimonio Fiore, uno al lado del otro; y ellos, mirándose uno al otro, como si realmente pudieran verse. Es un dúo en el sentido más completo de la palabra, son una verdadera belleza de lo bien hechos que están. Emilia sonríe conforme y se retira. Podría quedarse un largo rato observándolos, pero el test de embarazo la espera.
Las dos pinturas disfrutan de su nueva casa. Gina y Camilo se miran. Al fin juntos, al fin.
Fin