Capítulo 2
Buenos Aires, 2008
Si alguien mirara desde arriba, más precisamente desde el techo del cuarto, o desde más arriba aún, vería a una joven pareja desnuda, tendida en una cama, donde el pelo claro de él se confunde con el oscuro y largo de ella. Pensaría, entre otras cosas, que se están contando intimidades y profundidades después de hacer el amor. Pero si en la mano tuviera una cámara y acercara el zoom buscando un primer plano, constataría una realidad muy distinta.
Emilia pensaba esto de la imagen que ella misma conformaba con Manuel en ese momento y jugaba al juego que le gustaba: imaginarse la manera en que Dios debía mirar el universo, acercándose cuando algo le interesaba como si tuviera la lente de una cámara, aproximando el zoom hasta ver los detalles, igual que si la escena estuviera bajo la lupa. Sólo que esta vez, el juego se le antojaba cruel porque en esa cama estaban ella y Manuel, ella y el hombre con quien compartía la vida desde hacía tres años. Y no se contaban intimidades, mucho menos se decían ternezas.
—¡Estados Unidos! —exclamó Emilia abriendo desmesuradamente sus ojos verdes mientras se incorporaba en la cama. Lo que acababa de escuchar la había sacado del letargo en que se hallaba.
—Sí, Estados Unidos —respondió Manuel que, acostado a su lado, cruzó los brazos sobre su pecho desnudo y sin vello, resignado a comenzar una discusión.
—¡Una beca! ¡Nunca me contaste que enviaste una solicitud! —protestó Emilia mientras traía el acolchado desde la punta de la cama para taparse. Escuchar a Manuel contar tan livianamente sus planes de irse a otro país le hacía no querer estar desnuda delante de él. Aunque Manuel también lo estuviera, porque recién acababan de hacer el amor.
—Es que Martincho envió un formulario a la universidad de Arizona y me propuso que hiciera lo mismo. ¡Qué sé yo! Lo hice de manera casi inconsciente, para acompañarlo… jamás pensé que me aceptarían.
Manuel era cambiante, pero esto se pasaba de la raya. Emilia sentía ganas de llorar. La noticia la desarmó. Mirar el rostro de él entusiasmado con vivir un año en Estados Unidos la desencajaba. Manuel nunca le había dicho nada de ese plan, ni de esa solicitud a la Arizona State University, ni tampoco de querer irse. Si había alguien que siempre había estado interesada en visitar o trabajar en otros países era ella. Y si no lo había hecho fue porque existía la relación con Manuel. Llevaban tres años juntos, viviendo un poco en el departamento de él, un poco en el de ella, pero siempre juntos y pensando que en cualquier momento alquilarían uno más grande para los dos. Así que no entendía cómo, de un día para otro, el hombre con el que había pasado los últimos tres años de su vida, le estaba planteando un cambio tan radical… Esto sí que no se lo esperaba; se sentía traicionada. ¿Qué pasaría con ellos? ¿Qué pasaría con su relación? Los últimos meses habían sido malos. Sí, la pareja no estaba en su mejor momento. ¡Pero irse un año!
—¿Cuánto hace que lo sabés?
—Me llegó el mail de aceptación hace tres días.
—¡Tres días! ¡¡Me lo podrías haber dicho antes!! O por lo menos hoy, antes de que hiciéramos el amor.
—No quise arruinar el momento.
Él solía ser ciclotímico. A veces quería algo y al poco tiempo lo dejaba de lado.
—¿El momento…? ¿Te preocupás por el momento? Estás arruinando el día, la semana… —estaba por decir «Mi vida», pero su amor propio se lo impidió, y sólo agregó—: Decime, Manuel, ¿realmente querés irte a Arizona por tanto tiempo?
—A ver, Emilia, querer, querer… no sé, pero es una gran oportunidad. Dicen que a esa beca se presentan cientos por año y que me hayan dicho que sí a mí es una oportunidad que no puedo despreciar. Tengo treinta y cuatro años. No quiero seguir dando clases de historia en la universidad de por vida. Esto me abre puertas para escribir el libro que siempre quise.
Sí, pensó Emilia, «tus» clases de historia, «tu» libro, «tus» treinta y cuatro años. Yo tengo treinta y tres años, soy periodista y no hace tantos rechacé la oportunidad de ir trabajar a España al diario El País por vos, Manuel. Y a punto de poner este pensamiento en palabras se detuvo: ella era la única culpable de esa decisión. Cuando surgió la posibilidad, debería habérselo propuesto a Manuel, pero no lo hizo. Y ahora debía cargar con aquella elección. Se calló, pero nombró el meollo del asunto.
—¿Y nosotros? ¿Qué va a pasar con nosotros? —interrogó sin disimulos.
—Y nosotros la seguimos por Skype.
—¿Por Skype…? ¡Ay, Manuel, no seas ridículo!
—Bueno, claro que también vendría a Argentina…
—¿Cuándo? ¿Cada cuánto? —preguntó nerviosa. Sin darse cuenta, se deshizo el rodete con las manos. Siempre que estaba ansiosa lo hacía.
—Cada tres meses… o cuatro —la voz poco convincente de Manuel agregó—: Parece que no estuvieras contenta… Esto es una oportunidad.
—Es que para nosotros, esto es lo mismo que cortar.
—No es lo mismo. Pero ya veo que querés empezar a discutir de nuevo como lo venimos haciendo todos los días durante las últimas semanas. La verdad, Emilia, que me pone mal que seas tan egoísta y que no te alegres por mí.
—¿Que yo sea egoísta? ¿Que no me alegre? ¿Qué mujer se alegraría de que su pareja se vaya un año a vivir a diez mil kilómetros? —No esperó la respuesta y volvió a recogerse el pelo en un rodete.
—Lía, pero si somos sinceros, tenemos que reconocer que hace mucho que no estamos bien. Cada vez tenemos menos en común.
—¡Ah! ¿Es eso? Entonces no pongas la excusa de la beca. Querés que la acabemos y esta es tu escapatoria perfecta —se soltó el pelo otra vez.
Emilia hubiera querido agregar que era él quien cada vez tenía menos cosas en común con ella, y no al revés; que era él quien en los últimos meses se venía alejando, pidiéndole espacios. Pero fue Manuel el que habló:
—Creo que la separación nos permitirá ver mejor las cosas… La verdad, yo no estoy dispuesto a dejar oportunidades por esta relación que viene en caída libre. No sé, necesitamos espacio y mi viaje nos vendrá bien.
—¡Listo! ¡Está todo dicho! —reconoció Emilia. Y al hacerlo, sintió deseos de llorar desconsoladamente. Pero otra vez su amor propio vino en su auxilio; se levantó con rapidez envuelta en el acolchado de flores y, al llegar a la puerta del baño, lo dejó caer al piso y entró desnuda. Allí dentro se miró el rostro en el espejo. Sus ojos verdes estaban más claros que nunca, como le pasaba cuando estaba a punto de quebrarse emocionalmente. Pero no se pondría a llorar delante de él. No, señor. Se observó de nuevo. Su cabello oscuro lucía revuelto. Lo peinó con la mano y volvió a recogerlo en un improvisado rodete. Se puso una remera blanca que encontró colgada al lado de la toalla y se alegró de que fuera bien larga. Era extraño, pero lo que Manuel le acababa de decir la ponía tan a la defensiva que hubiera querido cubrirse con una túnica larga hasta el piso para que no le viera ni los tobillos. Hasta le molestaba estar descalza. No se podía estar desnuda frente a un traidor; aunque este fuera Manuel Ruiz, su Manuel, el hombre que quería y de quien estaba enamorada. Al pensarlo, ya no pudo contenerse: dos o tres lágrimas resbalaron por sus mejillas. Se las limpió rápidamente y en minutos estuvo fuera.
En la cocina encontró a Manuel con el jean y la camisa a cuadros puestos; él también se había vestido.
—Me parece que lo mejor es que me vaya.
—No hace falta… No salgas en ayunas, tomate un café.
—No es necesario. Entiendo que estés enojada.
—Tomemos un café… —esta vez, su voz sonó a súplica. Y agregó—: ¿Cuándo te irías a Estados Unidos?
—En una semana. Las clases están comenzando ahora. Así que no puedo demorarme más.
—Una semana… —dijo y otra vez le volvieron las ganas de llorar.
Se levantó, preparó la cafetera y puso los dos individuales que habían comprado el fin de semana en San Telmo, hacía un par de días, cuando fueron a pasear. ¿Cómo había hecho Manuel para maquinar todo un viaje y seguir viviendo lo más tranquilo?
—Mirá, Emilia, yo…
—No digas nada —los ojos de ella se pusieron más verdes que nunca.
—Lo que quiero decirte es que en cuatro meses yo estaría viniendo y veríamos cómo estamos. Claro, además, nos vamos a escribir y hasta nos podemos hablar, aunque es complicado por lo caro, ¿viste?
Emilia no le respondió, sirvió café en dos tazas y puso unas galletitas en la mesa.
Muy campante, Manuel tomó el paquete y se comió tres, una detrás de la otra. Eran las que tenían pepitas de chocolate, sus preferidas. Observándolo, Emilia pensó que ya no necesitaría comprarlas más; total, a ella no le gustaban. Tampoco compraría alfajores, ni todas esas cosas dulces que él siempre andaba buscando por la alacena de la cocina y que odiaba tener porque se las terminaba comiendo ella, cuando ni siquiera le atraían. Encima, engordaban.
—¿Querés que te cuente…? —preguntó él. La voz lo delataba. Era imposible no darse cuenta de que estaba entusiasmado con el viaje. Emilia lo conocía demasiado.
—Contame —aceptó ella.
Y los siguientes cuarenta minutos se quedaron sentados a la mesa hablando de cómo haría su partida, del pasaje, de cómo se organizaría para subalquilar el departamento mientras no estuviera y trató de explicarle el complicado trámite para obtener su licencia laboral en la Universidad de Buenos Aires. Ninguno de los dos quiso tocar nuevamente el tema de qué sucedería con ellos como pareja; hablarlo podía quebrar la precaria paz en la que se habían instalado por ese breve momento. Emilia no deseaba llorar delante de él y Manuel no quería irse preocupado, ni con cargo de conciencia.
Pero antes de una hora, él se retiró y ella comenzó un llanto largo que duraría hasta la noche. Para Emilia, esa había sido la despedida, porque por más que Manuel la visitaría dos veces durante la semana siguiente y hasta harían el amor una vez más, ella lo sentiría distante, con su mente y su corazón puestos en otro país. Aunque por momentos le había parecido que él aún la amaba y que sólo era un chico para quien el viaje era un juguete nuevo; por otros, lo había sentido lejano y diferente. Manuel era así, inconstante.
* * *
Cuando Manuel se marchó la mañana de ese viernes triste y gris, Emilia, que había pedido el día en el trabajo —porque con esa cara de llanto no podía escribir ni una línea—, se quedó toda la tarde en pijama, sentada en el sillón, meditando acerca de qué haría con su vida. Necesitaba hacer algo durante esos meses, si no, ¡se volvería loca! Los ojos azules y el pelo claro de Manuel la acompañaban en todo momento. Los veía en cada mirada de igual color que la observaba y en cada cabeza rubia con la que se topaba en la calle. Pensaba que tendría que hacer un cambio porque la tristeza la embargaba. Sin embargo, una idea consoladora se instalaba en su mente: ellos se habían querido y saberlo la salvaba de sumergirse por completo en la oscuridad más absoluta.
Tomó el último sorbo de su café cuando escuchó el portero eléctrico. Su amiga Sofi venía a hacerle compañía. Ella era incondicional para todo, desde unírsele en la oficina, donde ambas trabajaban para hacerle frente a Marco, el jefe de la revista, hasta para ponerle el hombro si había que llorar por amor. Pero en este momento, por más buena voluntad que pusiera, estaba muy lejos de comprender lo que ella sentía. Sofi acababa de regresar de su luna de miel y estaba en plena etapa de felicidad. Emilia recordaba cómo sólo un mes atrás habían estado bailando en ese casamiento con Manuel, y ella, entre romántica y divertida por las copas de champagne que había bebido durante la noche, le había preguntado:
—¿Y a nosotros, nos ves casados?
Él respondió:
—El matrimonio no es para todo el mundo, ni para todas las épocas. Y no siempre tiene que ver con el amor.
Con esa ridícula respuesta se tendría que haber dado cuenta de lo que pasaba. «¡Qué estúpida había sido!», se reprochaba Emilia, echándose la culpa de todo. Estaba en plena fase de autocompadecimiento cuando la puerta se abrió.
—Ey, ¿qué es esto? ¿Un velorio? —dijo la voz jovial de Sofía.
—Y… más o menos.
—Pero sirvió para que no fueras a trabajar. Así que, Emilia Fernán, querida amiga, quiero felicitarte por la decisión. ¡No puedo creer que hayas faltado! ¡Muy bien! Vas mejorando.
Sofía creía que esto era un verdadero milagro; su amiga, una especie de Sarmientito que nunca faltaba, siempre cumplía con todo y era exigente al máximo con ella misma.
—Es que realmente me sentía fatal.
—Me imagino. Pero ahora, cambiate, que vamos a dar una vuelta.
—No, no tengo ganas.
—Es que tengo que darte un notición y si estás acá, encerrada, en vez de bueno, te va a parecer malo.
—¿Quééé? ¿Cuál noticia?
—Haceme el favor, Emi, sacate ese pijama y bajemos a tomar algo al barcito de la esquina.
Con pocas ganas, Emilia comenzó a sacarse las pantuflas. No podría negarse; su amiga no se daría por vencida.
En minutos estaban abajo, sentadas frente a frente, pidiendo un té chino y un café.
—Escuchá, no me digas que no. Antes, dejá que te explique.
—¿Qué te traés, Sofi…?
—Hace un par de días lo volví loco a Marco con una propuesta para una serie de artículos. Y él me dijo que lo iba pensar y que me respondería. Lo hizo hoy.
—¿Qué le propusiste? —Emilia sabía que a su jefe no le gustaba nada que no naciera de su propia iniciativa.
—Le pedí que reflotáramos la idea de hacer la producción sobre los restaurantes europeos.
—¿Cuál?
—La que queríamos hacer sobre «comida de madre» versus «platos sofisticados» en España e Italia.
—¡Ah, sí! ¿Y qué dijo?
—Que sí, que quiere que le demos ese enfoque. Además, que en lugar de la notita tonta con la receta de siempre, quiere que para la sección Cocina hagamos una superproducción que combine la gastronomía europea con las secciones de Viajes y Turismo.
—Pero, ¿cuál es el notición? —Emilia, en su estado, era inconmovible.
—Que decidió que una de nosotras viaje a Italia y España. Y claro, como yo soy una señora casada, te toca a vos.
—Ah, Sofi, lo hiciste a propósito.
—Un poco… —puso cara de inocente.
—Pero yo no tengo ganas de ir.
—¡Claro que irás! ¿Para qué querés quedarte acá, llorando por los rincones? ¡Tenés que ir a buscar algún amor allá!
—Yo no quiero ningún amor. No por ahora.
—No me digas nada. Ya lo pensarás. Hay un par de días. Dale, ahora, contame cómo fue la despedida.
—Fatal.
—Bueno, ahora tenés que dedicarte a disfrutar un poco de la vida.
—¿Disfrutar? ¿Mientras Manuel no está?
Sofía no entendía por qué su amiga era tan propensa a negarse a gozar de la vida. Pensaba que Emilia era demasiado estricta consigo misma y eso era justamente lo que le traía problemas con los hombres. Siempre comiendo lechuga para no engordar, matándose en el gimnasio para estar firme y quedándose en la oficina después de hora para tener todo listo, superando toda exigencia. Ni hablar del departamento, que lo tenía como un hotel, brillante y limpio a más no poder, con cada cosa en su lugar y todo muy bien decorado.
—Dejame darte algunos consejos de cómo permitir que la vida simplemente transcurra —dijo Sofi riéndose. Ella jamás se quedaba fuera de hora, siempre tenía unos kilos de más y odiaba hacer gym. Pero era feliz.
El mozo sirvió el café para Sofi y el té chino para Emilia. Le agradecieron, se retiró y ellas, retomando la charla, conversaron como lo hacen las mujeres cuando se necesitan unas a las otras.
* * *
Frente al espejo del baño, Emilia se recogió el cabello en una coleta. Lo solía llevar así por comodidad y más en un día en el que debería afrontar un viaje de doce horas. El pelo le llegaba recto casi hasta la cintura. Jamás se hacía nada, ni siquiera un tono más claro porque las tinturas no iban con su inclinación ecológica. Se puso brillo en los labios y se dedicó a la valija: agregó dos pantalones de jean, una bikini por las dudas y la cerró con esfuerzo; llevaba bastante ropa. Para esa fecha, de día y con sol, en Europa haría calor; pero de noche todavía estaría fresco. Era una maleta bien grande. Planeaba quedarse un par de meses. Las notas pautadas con Marco también servirían para las ediciones italiana y española de la revista. La idea de publicarlas al mismo tiempo en Argentina y en las versiones europeas la entusiasmaba porque, sin dudas, era también una excelente oportunidad profesional. Su jefe le dijo: «Llevó su tiempo que nos atiendan, pero fue sencillo convencerlos. El tema les interesa y les gustó mucho la nota que hiciste sobre los sabores y lugares de Buenos Aires». Era gracioso que justo ella, que no tenía ninguna inclinación especial por la comida, escribiera sobre manjares y otras delicias. Odiaba cocinar y comer era un trámite. Si por ella fuera, viviría a pan y queso. Porque cuando no tenía hambre, no quería ponerse a cocinar; y cuando lo tenía, le faltaba paciencia para hacerlo, así que realmente no se explicaba cómo era que sus notas sobre este tema le habían salido tan bien. Incluso, había recogido muchos y buenos comentarios. Sería porque, a pesar de que se trataba de comida, desarrollaba los temas de sus artículos con sentimiento, con pasión.
La nueva perspectiva profesional era muy alentadora, pero seguía desgarrada por la partida de Manuel. En los últimos días había recibido de él dos correos bastante cortos; en uno, le decía que había llegado bien; y en el otro, le contaba pequeños detalles de la estadía y le prometía que, en cuanto estuviera más tranquilo, harían Skype. Ella le había respondido contándole de su viaje, pero él aún no le había escrito sobre la noticia. Y ahora que se iba, ni siquiera tenía la certeza de saber si Manuel estaba al tanto de que ella estaría viviendo en Europa los próximos meses. Esta idea le dolía, la hacía sentir aún más lejos de él. De su grupo de amigos se había despedido la noche anterior con una cena en la casa de Sofía; de su hermano mayor, Matías, que vivía en Brasil, con una larga llamada. Y ahora esperaba a su padre, que vendría con su mujer, para llevarla a Ezeiza. Le daba pena pensar que, si su madre o su abuela estuvieran vivas, seguramente le estarían dando un buen consejo con respecto a qué hacer con Manuel. Hacía casi diez años que había perdido a Irene, su madre; y dos, a su abuela Abril, quien había muerto a los ochenta y nueve años. Y, claro, todavía las extrañaba. Una de las cosas que haría en este viaje sería cumplir con un eterno encargo que le había hecho su abuela en las oportunidades que la había visto empacar sus valijas rumbo a Europa: averiguar sobre un cuadro que fuera de la familia de su amado marido Juan Bautista. Entre las muchas obras de la pinacoteca, la abuela siempre había ponderado el retrato de la madre de Juan Bautista, un cuadro pintado en Italia que tenía tras sus espaldas una larga historia. Solía decir, además, que a esa pintura le faltaba otra con la que hacía juego. El padre de Emilia tenía en su casa ese cuadro con la imagen de la mujer vestida de rojo. Pero, según la abuela Abril, faltaba el retrato del hombre. Aparentemente, los padres de su abuelo Juan Bautista, ambos pintores italianos, se habían retratado uno al otro con la idea de que los dos cuadros estuvieran siempre juntos. Se decía que ellos se habían amado mucho. Y era una pena que la familia aún no hubiera logrado unir las dos pinturas. Esta vez, ella iba a Europa con tiempo y trataría de averiguar el destino del cuadro del hombre, ese del que tanto le había hablado su abuela.
Controló que en la cartera estuvieran el pasaje y el pasaporte. Y mientas lo hacía, atendió el portero eléctrico; era su padre. Cuando abrió la puerta, él le sonrió. En lugar de venir con su mujer, había llegado con su propio hermano.
—Vamos, hija, vine con tu tío para que nos ayude con las valijas. Vilma no podía venir; está dando clases en el instituto. Te mandó sus saludos.
—¡Pero si tengo una sola! ¡Qué raro ustedes dos juntos, no puede ser! —dijo Emilia sonriendo y estampándoles un beso a cada uno. Su padre y su tío eran mellizos y siempre se las arreglaban para andar juntos por la vida, ya de sea de trámite, de paseo o haciendo favores.
Su tío le retrucó:
—¡Ey, Emi! ¿Qué más querés? ¡Tenés dos hombres para hacerse cargo de tus bártulos! Que, por lo que veo, son bastante grandes —la enorme valija roja refulgía bajo sus ojos.
—Es que son varios meses —se justificó. Pero su voz sonó con pena al recordar lo largo que se harían sin Manuel.
Su padre, que estaba al tanto de la situación a través de una llamada informativa que le había hecho Emilia, al verla triste, le cambió de tema.
—Aquí te anoté el nombre del pintor del cuadro que debés buscar: se llama Camilo Fiore. Y el nombre del restaurante, La Mamma. Allí, tal vez, alguien tenga alguna pista.
—¿Qué fue lo último que te dijo la abuela Abril cuando habló con vos de este tema?
—Que desde ese restaurante, una mujer de nombre Rosa les avisó que el cuadro estaba en Florencia, en manos de una familia adinerada, pero que cuando estaban a punto de recuperarlo, se desató la guerra y perdieron las comunicaciones. Cuando retomaron los contactos, esta mujer, Rosa, ya había fallecido.
—¿Hicieron contacto con otra gente?
—Intentaron un poco más. Pero imaginate que tus abuelos, Abril y Juan Bautista, tuvieron que dedicarse a la crianza de un par de mellizos y de cuatro niños más. ¡Todo un familión! Y si a eso le sumás los cargos políticos que tuvo tu abuelo… No había tiempo para andar preocupándose por un cuadro perdido en medio de la guerra.
Por la memoria de su abuela y el cariño que le tenía, Emilia haría las averiguaciones necesarias. Por otro lado, también se ponía contenta, porque la pesquisa la tendría entretenida en algo más que no fuera su trabajo. Era una manera inteligente de estar alejada del correo y del teléfono, esperando en vano noticias de Manuel.
—Bueno, vamos… —escuchó decir a su padre.
Ella afirmó con la cabeza, y antes de cerrar con llave el departamento, dio una última mirada a los objetos familiares del living; sus ojos se posaron en el portarretrato que estaba sobre el mueble y mostraba una pareja en el Tigre. Manuel y ella, sonrientes, hacía dos meses, durante el último fin de semana largo, en el que pasaron unos días preciosos, llenos de pasión. ¿Cómo se podía cambiar tan pronto? Una punzada le hizo doler el estómago y cerró la puerta con fuerza.
Ya en el auto, su padre y su tío se la pasaron dándole indicaciones del cuidado que debería tener en el aeropuerto de Fiumicino y en el metro de Roma e insistiéndole que no se olvidara de comer y que se alimentara bien, porque ya bastante flaca estaba. Lo hacían tal como si ella fuera una niñita o como si nunca hubiera vivido sola o estado en Europa. Ella se los permitió con una sonrisa, necesitaba un par de hombres que la quisieran bien. Y a veces, el amor de padre y de tío consolaba y era lindo sentirse niñita, sentirse hija y no sólo una mujer independiente. A los treinta y tres años, lo sabía muy bien.
En el aeropuerto, una vez que se despidió de ellos, subió al avión y se instaló en su asiento, junto a la ventanilla. Cuando despegó, vio por el vidrio cómo los árboles se hacían pequeñitos y el suelo argentino quedaba lejos, cada vez más lejos. ¿Qué le depararía este viaje? ¿Algo emocionante? ¿O sólo sería extrañar? «¿Cambiará algo en mi vida?», se preguntó sin imaginar que, a su regreso, todo y más, habría cambiado para ella. Porque regresaría siendo otra, una mujer completamente diferente en todas las áreas de su vida, aun las inimaginables.
Si alguien de arriba, desde muy alto, hubiera observado lo que no se ve, pero que existe, hubiera descubierto hilos invisibles entre esta morocha de pelo largo y ojos verdes y ese rubio que se hallaba del otro lado del Atlántico ordenando su ropa y sus libros en el nuevo departamento de la Arizona State University. Hubiera visto, también, los hilos que la unen con dos hombres italianos: uno, mayor, renegado de la vida; y otro, joven, vital y lleno de esperanza.
Si hubiera alejado la lupa, o si la cámara hubiese tomado un plano alto y abierto, hubiera visto a estos tres hombres influenciando la vida de Emilia de una manera tan decisiva que nos asustaría. Tres individuos, tres maneras de tomar la vida, tres existencias que influirían para siempre en la de ella.
Por suerte, la lente bajó y se concentró en Emilia, en el habitáculo del avión, más precisamente en la azafata que le preguntaba: «¿Carne o pasta, señorita?». Entonces, una oleada de normalidad y trivialidad inundó el aire.
* * *
En cuanto Emilia llegó a Roma, tomó el tren que la llevaría a Florencia. La idea era instalarse allí y visitar primero los restaurantes del norte. Luego, recorrería los del sur y, finalmente, los de España. Era un plan por demás emocionante, pero de sólo pensarlo ya sentía cansancio. Sobre todo, después de haber pasado la noche en el avión. Había dormido poco, el hombre del asiento de al lado había roncado por horas y el menú le había caído mal.
Pero el tren era excelente y en menos de dos horas, en las que disfrutó de un bello paisaje, había llegado a Florencia. Su compañera de asiento, una joven francesa, le había dado las instrucciones necesarias para llegar. Emilia manejaba ese idioma a la perfección, al igual que el inglés, pero se lamentaba de que del italiano sólo entendiera las palabras que sonaban parecido en español.
Para pasadas las tres de la tarde ya se hallaba instalada en el lugar que la editorial le había conseguido sobre la calle Borgo San Jacopo. Era una hermosa propiedad antigua que había sido subdividida dando paso a cuatro departamentos. Uno, era el de ella. Todos llevaban a un gran hall en cuyo extremo había una puerta doble de madera tallada de, al menos, unos quinientos años, que comunicaba a la calle. Emilia agradeció la buena suerte de que el lugar fuera en planta baja; sería más cómodo que andar subiendo y bajando escaleras. Miró a su alrededor: sólo era un cuarto con una cama doble, un bañito, una cocina con su mesa y sus sillas. Junto a la ventana de cortinas moradas, había un sofá de igual tono y una mesita. Todo bien pequeño, como era clásico en Europa, pero confortable y agradable como para pasar un par de meses. Las alacenas se mostraban impecables, y el baño, también. Con eso, a ella le bastaba.
Emilia ordenó la ropa en el placard; tenía la idea de salir a hacer unas compras para aprovisionar la heladerita del lugar, pero como aún no terminaba de juntar fuerzas para hacerlo, buscó reponerse tendiéndose un rato en la cama para descansar; la realidad fue que terminó quedándose dormida por un par de horas. Cuando despertó, había caído la noche y le pareció que lo mejor era dejar las compras para el día siguiente. Pensó que debía ir a cenar, pero todavía se sentía un tanto descompuesta. Buscó su notebook; quería abrir su correo. Tal vez, su jefe le había dejado alguna instrucción o, tal vez, Sofía, o su padre… ¿A quién quería engañar? Ella sólo quería ver si Manuel le había escrito. Pero cuando abrió el correo lo constató: no lo había hecho. Había, sí, un correo de Sofía, otro de su padre pidiéndole que avisara cómo había llegado y uno referido a su trabajo, en el que le anunciaban que el lunes debía reunirse con el jefe de redacción italiano; por suerte, el hombre le había escrito en inglés. Mientras respondía el correo, pensó que recién era viernes por la noche, por lo que tendría todo el fin de semana para reponerse del viaje. Y eso le mejoró el ánimo.
Decidida a no salir a la calle, se contentó con las galletitas que le habían quedado del avión. Las comió mientras respondía los correos e ingresaba a Internet buscando datos. Era la madrugada cuando se dio cuenta de que llevaba dormida varias horas con la ropa puesta y la luz prendida. Por la ventana aparecían los primeros rayos de claridad del día.
* * *
Temprano, se dio un baño, se vistió y salió a la calle. Fue al negocito de un chino que, en un local de dos por dos, tenía todo lo que podía hallarse en un supermercado. Compró lo indispensable y volvió al departamento. Mientras acomodaba las provisiones, comió una manzana y decidió salir: almorzaría en alguno de los lugares que sería objeto de su nota. También, si podía, quería averiguar de algún gimnasio. Era demasiado tiempo para estar sin hacer una rutina.
Se puso un pantalón de jean, una camisa blanca y sandalias tostadas de taco bajo y se recogió el pelo en una coleta. Caminaba por la calle Santa María, intentando decidir en qué lugarcito de su lista almorzaría cuando recordó que por esa zona debería estar el restaurante La Mamma, el lugar que le había anotado su padre y en el que podrían darle información sobre el cuadro. Decidió matar dos pájaros de un tiro y buscar el lugar; pero tras veinte minutos de infructuosa búsqueda, desistió. La Mamma no estaba por ningún lado y ella se estaba sintiendo mal del hambre.
Ingresó a Buon Giorno, uno de los restaurantes que estaba entre los recomendados. El lugar era luminoso, con estilo sencillo, pero cuidado. Emilia escribiría entre sus apuntes que era uno de esos salones que hacían sentir al comensal en la cocina de su propia casa. Le pareció perfecto. Sería uno de los que representaría a la «comida de madre» versus los «platos sofisticados» de su nota. Contenta con el lugar, se ubicó en una mesa junto a la ventana. Desde el mostrador, el encargado le hizo un saludo amistoso y le sonrió. «Lindo italiano», pensó Emilia, mientras lo observaba: rasgos armoniosos, pelo castaño, ojos oscuros, amplia sonrisa; estaba a punto de devolverle el saludo cuando el mozo se le acercó y le entregó la carta. Sin pensarlo mucho, eligió una ensalada de verdes y quesos y un agua mineral.
Mientras esperaba su plato y tomaba su copa de agua, recorrió el lugar con la vista. Un par de veces sus ojos se posaron en el encargado, quien, invariablemente, le sostenía la mirada con una sonrisa. El atractivo hombre de unos treinta y ocho o treinta y nueve años era un simpático seductor, que ratificaba la fama bien ganada de los italianos. En Buenos Aires jamás serían estas las reglas. El misterio —y hasta la histeria— era lo común; no esas sonrisas francas y simpáticas. Por un momento pensó: «¿Y por qué no?». Tal vez aquí hubiera un italiano apuesto y agradable, como este encargado. Al fin y al cabo, era una mujer soltera y, para peor, despechada. Podía mirar a quien quisiera.
Con el plato sobre la mesa, decidió concentrarse en la comida y olvidarse de todo; pero bastó probar un bocado para recordar que la última vez que había comido ese plato había sido con Manuel, en un restaurante de Puerto Madero. Comió el segundo bocado y no pudo evitar rememorar las palabras de aquella cena. Durante el postre, él le había contado que una compañera de trabajo quería irse a Estados Unidos con una beca. Y recordó, también, cuánto le había llamado la atención que la nombrara tanto. ¡¡Por Dios!! ¿No sería que…? No, no podía ser. Lo pensó una y otra vez.
Su mente actualizó imágenes, conversaciones. ¡Cómo olvidar el día en que le dijo que se iría! La cámara se acercó… era una pareja que acababa de hacer el amor y el hombre decía: «beca», «Estados Unidos», «Martincho».
Habían pasado cinco minutos y ella seguía sacando conclusiones nefastas. Sólo había probado dos bocados, su plato seguía lleno y otra vez se sentía descompuesta. Quería irse.
Llamó al mozo y pidió la cuenta. La comida estaba intacta. El hombre se la trajo de inmediato y le preguntó en italiano:
—¿I formaggi non vanno bene?
—No, no… Los quesos están buenos —dijo ella.
—¿Desidera cambiare l’insalata?
Emilia, que no entendía bien todo lo que el hombre le decía y que se sentía a punto de desmayar y hasta nauseosa, se levantó intempestivamente y se dirigió a la puerta. En ese estado, alcanzó a ver que el encargado la observaba nuevamente, pero esta vez, serio. Temerosa de pasar el bochorno de caerse allí mismo, en pleno restaurante, apuró aún más su andar sin volverse a mirarlo y se marchó. En la calle, agradeció la bocanada de aire fresco. Sentía que el aire la volvía a la vida. ¡Carajo! ¡¿Es que Manuel iba a estar en cada uno de los momentos de este viaje?! ¡Y ella que pensaba que en Europa podía escapar de él!
* * *
Ya en el departamento, buscó su computadora. Le escribiría a Sofía para contarle sus sospechas de que Manuel había viajado tras otra mujer. Si bien no estaba segura de nada, descargarse la haría sentirse mejor. Lo hizo, pero tras apretar «Enviar» no se sintió mejor, sino peor. Resolvió hacer lo que había pensado que haría recién en una semana: hablarle a su padre. Necesitaba su voz cariñosa.
Un par de minutos y tenía comunicación.
—¡Hola, papi!
—¡Emilia! ¡Qué sorpresa! No pensé que hablaríamos tan pronto. ¿Qué hora es allá? ¿Estás bien?
—Sí, pa, todo bien, acá es el mediodía. Era para avisarte que ya me instalé y todo está en orden.
—Me alegro… ¿Necesitás algo de Buenos Aires?
—No, este… No, pero… ¿Ustedes no han tenido noticias de Manuel…? Digo, porque ya veo que él se comunica con Argentina y yo estoy acá.
—No, hija, no habló.
—Bueno, nada, sólo eso, quedate tranquilo que acá los tanos me tratan de diez.
—Claro, como corresponde, no te olvides de que mi padre era italiano —dijo refiriéndose a Juan Bautista, quien había sido adoptado por argentinos, pero era hijo biológico de los pintores italianos Camilo Fiore y Gina, la mujer cuya imagen con vestido rojo colgaba en el cuadro ubicado en la sala de su casa. Juan Bautista se había encargado de que el padre de Emilia, su hijo, se interesara por la cultura latina y aprendiera a hablar el italiano. De hecho, Miguel Fernán, luego de enviudar, mientras perfeccionaba el idioma, conoció a su segunda mujer, Vilma, que ahora le daba clases particulares de italiano.
—Papá, si pasa algo importante, te hablo; lo mismo vos. Ahora corto porque sale carísimo.
—Chau, hijita. Te quiero.
—Yo, también. Besito.
La voz familiar y cariñosa la había hecho sentirse mejor. Ahora, sólo necesitaba dormir un rato. Cuando lo hiciera, seguro, vería todo de otra forma. Se tapó hasta el cuello, descansaría una horita. Esperaba conciliar el sueño.
En pocos minutos, estaba profundamente dormida y, contrariamente a lo que había pensado, pasarían varias horas hasta que despertara.
* * *
Eran las siete de la tarde y Emilia ya no sabía qué pensar: había dormido un montón y seguía con sueño, se sentía mal del estómago y casi no había comido. El malestar ya le preocupaba. Se hallaba aquí, lejos de todo, y de todos, y al día siguiente debía trabajar. Manuel no se había comunicado y cada vez que pensaba en eso se sentía descompuesta. Tenía que superarlo o tendría problemas graves.
Se levantó. Iría a la farmacia para conseguir algo parecido a la Buscapina o al Sertal. Había visto una grande en la misma cuadra del negocio del chino; aunque debía apurarse para llegar antes de que cerraran. La tarde del sábado avanzaba.
Llegó al lugar justo a tiempo. La farmacéutica, una señora mayor de cabellos blancos, estaba a punto de cerrar, pero con una seña le permitió pasar y la saludó de forma simpática en un cerrado italiano. Al escucharla, Emilia pensó que sería complicado explicarle los síntomas y que le entendiera que necesitaba lo más parecido a un Sertal. Intentó con el inglés:
—Please, I need… Sertal.
La mujer le sonrió confundida y le dijo en italiano:
—¿Me repite, por favor?
Emilia intentó en italiano: «vomito», «pancia»… Le hizo señas de asco por la comida y se tocó el ombligo hasta que a la mujer, muy concentrada en sus gestos, se le iluminó el rostro. Se dio vuelta y del estante que tenía a sus espaldas extrajo una caja y se la entregó. Emilia extendió las manos, pero al tomarla y ver lo que decía, comprendió. Y sonriendo, le dijo:
—Oh, no, no, no… —la mujer le estaba dando un test de embarazo.
—I’m not pregnant. I have only nausea… ¡No estoy embarazada, sólo tengo náuseas!
La mujer la miraba y asentía con la cabeza mientras decía: «Sí, sí, sí».
—No, no, usted no me entiende —e insistía, mitad en inglés y mitad en italiano—: It can not be… I… I only had morning sickness… ¡Vomito! ¡Solo la mattina! ¡Sólo en la mañana!
Y mientras decía las últimas palabras, sintió que en su interior una duda se transformaba en terror. Y que el cielo raso de la farmacia se caía sobre su cabeza, encima de su vida entera.
—No, no, no, no, no, no, no… —dijo.
Y pensó: «Sí, sí, sí… ¡Nooooooooo! Sí… Podía ser…».
Y ante sus ojos, como una película, aparecieron los besos en la cama de la cabaña del Tigre durante aquel fin de semana largo, las caricias de los días previos a la partida y todo lo demás. A pesar de no estar bien, Manuel y ella jamás habían dejado de tener sexo.
La farmacéutica sacó de un cajón una tira de Maalox e intentó intercambiarla con la caja del test de embarazo que Emilia todavía sostenía en sus manos. Y por un instante, Emilia sostuvo una lucha interior: no sabía si devolvérselo y hacer como si la duda no existiese, de que todo era un malentendido de idiomas, o quedárselo y tener que enfrentar la posibilidad… la terrible posibilidad de que su existencia podía partirse en dos. La nueva perspectiva marcaría un antes y un después. La resistencia de la mano de Emilia, que no dejaba de apretar la caja del test mientras tenía los ojos fijos en ella, hizo que la facultativa exclamara en italiano:
—¡Madonna Santa! ¿Lo quiere o no? ¡Si ha estado con un hombre, puede estar embarazada! Decídase.
Emilia, que no había alcanzado a entender, pero que ya había tomado una decisión, aceptó el test y la tira de Maalox. Le entregó tres billetes y se marchó sin esperar los dos euros de vuelto. Tampoco percibió que, desde la caja, la mujer le indicaba que esperara la moneda.
En minutos caminaba las dos calles más largas de su vida, y al mismo tiempo, las más cortas. Porque, por un lado, quería llegar urgente al departamento para hacerse el test; pero, por otra, deseaba demorarse para no enterarse nunca si estaba o no embarazada.
Ni bien abrió la puerta del departamento, sus dedos nerviosos rompieron sin paciencia la caja del test. Rumbo al baño para resolver la duda, miró la computadora y le pareció ver que marcaba la llegada de un mail. ¿Y si era de Manuel? Abandonó el test y miró bien. ¡Sí, era un correo nuevo! ¡Sí, era de Manuel! Desesperada, lo abrió. ¿Y si le decía que la extrañaba? ¿Y si ella estaba embarazada y se lo contaba y Manuel se ponía a festejar? ¿Y si ellos dos se…?
Las letras saltaron a su vista y dejó de soñar:
Hola, Lía, ¿cómo has estado? Yo, por aquí, muy bien. Ya me he acostumbrado al campus. Es un lindo lugar y hay varios argentinos, aunque en general todos los estudiantes son muy abiertos y agradables. La verdad es que me hice de un grupo bárbaro, con el que me voy este fin de semana de visita al Gran Cañón. Nos queda cerca y dicen que es una experiencia única. ¡Estaremos sin teléfonos y computadoras por tres días! Esa es la condición para la excursión que haremos, la que será todo un aprendizaje. Bueno, Emilia, espero que estés bien y que estos tiempos te sirvan para pensar como me están sirviendo a mí. ¡Cierto que ahora estarás en Europa! ¡Qué sorpresa me dio la noticia! Cuando puedas, contame un poco de eso. Te dejo porque ya me pasan a buscar. Un abrazo.
Manuchi
El mail no era muy alentador. Era evidente que casi se había olvidado de que ella le había contado que estaba en Europa. Lo único bueno era la firma. Había puesto «Manuchi», como le decía ella de forma cariñosa. Nadie más lo llamaba así. Un tanto descorazonada, miró la caja del test y volvió a su propio drama. Seguía con náuseas. Y eso que, en lo que iba del día, sólo había probado dos bocados de la comida de Buon Giorno. Sentada frente la compu, tomó la valentía para lo que le tocaba hacer. Jamás había pensado que esta situación sucedería aquí y de esta manera. Alguna que otra vez, había fantaseado con este escenario. ¿Qué mujer no? ¡Pero no así! Manuel viviendo en un país; ella, en otro… ¡Y con un futuro incierto! ¿Y si realmente estaba embarazada? Bueno, no era una niña: tenía treinta y tres años, disponía de un buen trabajo y podía enfrentarlo bien. Pero no sin Manuel; sin él, no quería. Se sintió desbordada, con su vida en descontrol y con ganas de llorar. Se levantó y se encerró en el baño.
* * *
Una hora después, Emilia se hallaba sentada en el borde de la cama, frente al espejo. Tenía la tirita del test en la mano. Desde que había salido del baño, la dejaba y la tomaba una y otra vez y se decía a sí misma en voz alta: «¡Es sí! ¡Es, es, es…! ¡Carajo! ¡Estoy embarazada!». No sabía si ponerse contenta o tirarse por la ventana. Esto sí que no se lo esperaba. Embarazada. Embarazada. Embarazada. La cabeza le explotaba. ¿Qué hacer? ¿A quién contarle? ¿A su padre y su familia? No, por ahora. ¿A Manuel? Él estaría un fin de semana largo sin comunicación. Además… ¿cómo lo tomaría? Ni siquiera le había puesto «Te quiero» en ninguno de los últimos tres correos. Pensó en Sofía. No, seguro que la retaría, le diría de todo. Y por ahora, no estaba para eso. ¿Y si volvía a la Argentina? ¿Qué ganaría con eso? Perderse de hacer las notas, quedar mal en el trabajo, justo cuando más necesario le sería. Y además, todavía faltaba mucho para que naciera. Porque ese bebé nacería; ella jamás haría otra cosa. No era una adolescente para escapar de lo que le tocaba, aun cuando le tocara sin un hombre al lado.
Se miró a sí misma con detenimiento en el espejo grande del cuarto, como queriendo reencontrarse con la Emilia que ella conocía y vio las sandalias bajas de color tostado: casi no usaba taco, era alta y le gustaba la practicidad. Las uñas pintadas a la francesita: lo hacía por Manuel, que le encantaba; y sin embargo, él estaba a muchos kilómetros sin importarle nada de ella, menos sus francesitas. Vestía jean y camisa blanca: amaba la sobriedad. Era delgada, su peso nunca le había dado trabajo. Comía siempre de dieta y hacer gimnasia era sagrado, pero ahora estaba delgadísima. Llevaba sólo un anillo y un par de aritos de brillantes que nunca se quitaba. Se maquillaba poco, tenía pecas pero no le interesaba; eran parte de su personalidad. Y cómo no reconocerlo: su buena piel y sus ojos verdes heredados de la abuela Abril, siempre la habían ayudado. Miraba en el reflejo del espejo todos los detalles y se daba cuenta de que ahora no importaban. Ni siquiera habían servido para conservar el amor del hombre que quería y del cual ahora esperaba un hijo. Se sintió negativa. Ella, que siempre se había preocupado de estar bien, de desarrollar el intelecto estudiando y capacitándose, de ser mejor en lo emocional —«No hacer mal a nadie y hacer el bien a todos», era su lema—; ella, que siempre se exigía en todo, ahora se hallaba en medio de una situación que, en lo inmediato, la desconcertaba. «Mi vida, tal como la conocía, despistó. Es un vuelco», pensó. «Y lo mejor es que comience a dominarlo.» Era inevitable que hubiera un cambio grande, así que intentaría que, al menos, le sirviera para vivir diferente; tal vez, incluso, mejor. Intentaba pensar de manera valiente, pero estaba muerta de miedo.
Dejó la tirita sobre la mesa de luz, se sacó la ropa y se puso el pijama. Todos los pensamientos la ponían a la defensiva y la llenaban de adrenalina. Tenía que parar la cabeza, distraerse. Prendió la tevé. Y así, con el aparato prendido, estuvo varias horas, mezclando noticias e imágenes con el pensamiento que le rebotaba como un eco: «¡Un hijo! ¡Un hijo!». Hasta que a las tres de la mañana, finalmente, se durmió.
* * *
A varios kilómetros de allí, en un castillo de Piacenza, un italiano, un hombre mayor, se despertaba. Su noche tampoco había sido buena, pero las razones de sus desvelos eran muy diferentes a las de Emilia. Sólo que a él y a Emilia, sin saberlo, los unían los hilos invisibles de la vida.