Capítulo 3
Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego.
Mahatma Gandhi
Piacenza, 2008
Día 1
Benito Berni, en su castillo, esa mañana se levantó antes de que despuntara el alba y desde temprano se dedicó a juntar y ordenar papeles. Había citado al notario para darle instrucciones. Quería dejar todo listo para cuando él ya no estuviera en este mundo. Sólo tenía quince días para organizarse. Después, todo habría acabado.
Y ahora, siendo ya la hora del almuerzo del día uno, sentado frente al notario en el sillón de su escritorio, fríamente le daba las instrucciones de lo que quería que hiciera cuando él partiese a mejor vida.
—Señor Berni, usted me dice que quiere hacer un museo de su castillo. Pero no hace falta que nos apuremos tanto. Si ese proyecto se hará recién cuando usted fallezca, podemos realizar los trámites con tranquilidad.
—Uno nunca sabe cuándo llega el momento de partir.
—Es verdad, pero admitamos que usted está espléndidamente.
—Señor Magani, le pido, por favor, que se limite a cumplir mis deseos, que para eso le pago. Aplíquese cuanto antes a hacer los papeles necesarios para que esta casa, cuando yo ya no esté, sea intocable, para que nadie pueda sacar ni un ladrillo, ni una copa, nunca.
—Sí, claro, como usted diga. Le traeré los pliegos.
—Acelere las gestiones, redacte los papeles que debo firmar y tráigalos cuanto antes.
—Así lo haré —dijo el notario. Pensó que Berni era un hombre extraño y cascarrabias. Algunos decían que había vuelto a armar la casa de sus padres sólo por venganza. Era evidente que ese lugar era su santuario y quería asegurarse de que cuando estuviera muerto, nada fuera cambiado de sitio. Un loco.
Dos o tres frases y los dos hombres se despedían en la puerta principal. Berni, agotado por la mala noche, decidió pasar por alto el almuerzo e irse a descansar. Suicidarse y que, después de muerto, todos cumplieran lo que él quería, no era tarea sencilla, pensó sarcásticamente. Intentó subir a sus aposentos, pero a mitad de la escalera de mármol, su rodilla no le permitió seguir y tuvo que aguardar un momento en el descanso de la escalera cubierta por la alfombra roja de vivos negros. Y allí, mirando los oscuros dibujos, fue asaltado por sus visiones del pasado. Primero, las rechazó; no quería hundirse en los recuerdos, necesitaba estar lúcido para organizar lo que se avecinaba. Se esforzó por pensar sólo en los trámites, pero no pudo librarse de las remembranzas. Esa alfombra roja de arabescos negros era la misma… la misma…
Piacenza, 1943
Aurelia y su hijo Benito empujaron el cuadro de Tiziano que acaban de descolgar de la sala, y al apoyarlo en el descanso de la escalera, el marco se atascó en la alfombra roja, los hilos negros del arabesco se enredaron y quedaron prendidos al marco.
—¡Merda! —exclamó Aurelia.
—¡Mamá! —la retó su hijo.
—Perdón… —dijo ella sintiéndose culpable. Durante los últimos tiempos tenía que enfrentar cosas muy diferentes de las que estaba acostumbrada, por lo que los improperios más de una vez salían de su boca sin que ella se diera cuenta. Estaba volviéndose una mala influencia para el lenguaje de sus niños.
—Va a ser imposible que hagamos esto nosotros dos solos —dijo la mujer después de intentar levantar el cuadro. El marco pesaba demasiado.
—No, mamá. Contemos hasta tres y lo movemos juntos. Papá me enseñó que así se mueven las cosas pesadas. Cuando cambió de lugar el cofre que tiene en su escritorio, lo hicimos así.
Aurelia se enterneció y suspiró. Los primeros rayos de sol ya entraban por las ventanas. Había querido hacer este traslado en medio de la oscuridad de la madrugada, pero la tarea había resultado más complicada de lo imaginado. Pronto las mellizas despertarían y faltaba poco menos de una hora para que la servidumbre se presentara, como cada mañana, en su aposento para que les impartiera las instrucciones del día.
Decidió darle una oportunidad al plan de su hijo.
—Uno, dos, tres… —contaron juntos y la pintura salió del atasco. Tomándola cada uno de una punta, la subieron escaleras arriba con esfuerzo y la ingresaron al cuarto de Aurelia. En la frente del delicado rostro femenino caían dos gotitas de sudor.
—Ven, ayúdame —le pidió a su hijo.
Benito se acercó, y con cuidado, los dos empujaron la cama de ella. En el piso de madera, luego de sacar la alfombra, quedó descubierta una tapa disimulada. La abrieron. Era un escondite secreto que, Aurelia explicó, ni la servidumbre sabía que estaba allí.
—Este será nuestro secreto —dijo ella en voz baja.
—Sí —respondió Benito encantado, sin saber qué era lo que más le gustaba: si estar al tanto de que allí había un escondite o creer que su madre lo consideraba lo suficientemente grande como para compartir con él lo que acababan de hacer.
Una vez que escondieron el Tiziano, volvieron la cama a su lugar y taparon la zona con una alfombra, tal como estaba antes. Luego, sonriendo cómplices, exhaustos, se tendieron en la cama boca arriba. Descasaban cuando un ruido extraño se escuchó en la ventana. Aurelia, inmóvil, agudizó el oído. ¿Era su imaginación? No. Otra vez el sonido… «Toc… toc…»
Madre e hijo se sentaron en la cama… «Toc… toc…»
Benito se levantó de un salto y ella intentó detenerlo agarrándolo de las ropas, pero no alcanzó a sujetarlo.
—¡No, Benito…! ¡No!
El niño apoyó el oído al postigo y escuchó atento por unos instantes.
—Son piedras, mamá. Alguien está tirando piedras —dijo y pegó los ojos a una rendija.
Y luego de unos segundos, que para Aurelia parecieron eternos, él exclamó:
—¡Es papá! ¡Es papá! ¡Te lo juro!
* * *
Media hora después, el cuarto matrimonial de Aurelia exultaba de algarabía. Las mellizas correteaban alrededor de la cama queriendo atraparse, Benito intentaba captar la atención de Mario Berni, a quien no le alcanzaban los ojos para mirar a cada integrante de la familia. ¡Qué largo tenían el pelo las niñas y qué parecidas estaban! ¡Cómo había madurado Benito! ¡Qué bonita era la beba…! Y Aurelia, en camisón y con el cabello revuelto, estaba más hermosa que nunca. ¡Qué felicidad estar en su cuarto! ¡Qué limpio era todo, qué sucio estaba él y qué peligrosa se veía la granada en ese cuarto de terciopelo lleno de niños! A pesar de haberla depositado sobre un mueble alto, bien arriba, donde sólo llegaban sus manos, era un objeto que no tenía nada que ver con su casa.
Aurelia, que mientras acunaba a la pequeña, miraba el cuadro, no entraba dentro de sí misma de tanta felicidad. Su marido había regresado sano y salvo. Sólo que ahora habría que ver cómo continuaban con la vida, porque por toda Italia los alemanes estaban tomando prisioneros a los soldados italianos y deportándolos a Alemania. Finalmente, una de las mellizas atrapó a la otra y ambas soltaron un chillido fuerte.
—¡Ragazze! —exclamó su madre sobresaltada. Ni siquiera la servidumbre se había enterado del regreso de Berni. Por seguridad, necesitaban, urgente, un plan a seguir. Pensó que debería reunir a todos sus empleados en la sala para pedirles que tuvieran extrema discreción hasta ver qué sucedía en la ciudad y cómo se desenvolvían los acontecimientos. Pero la idea no le terminó de gustar. Entre ellos había algunos fascistas acérrimos y eso, a la larga, pesaría más que el cariño que le tenían a su familia. No era descabellado suponer que alguno terminara delatando a su esposo. Precisaba hablar de esto con Mario ya mismo. Su esposo, dominado por idénticos pensamientos, le ganó de mano:
—Aurelia, necesitamos hablar…
—Sí —respondió ella quedamente.
Florencia, 1943
Esa misma mañana, mientras los Berni festejaban, muy cerca de allí, Rodolfo Pieri se acomodó la ropa y pensó: «A lo hecho, pecho». Acababa de salir de una nueva reunión con los alemanes y sentía que su suerte había sido echada, porque si bien había intentado no comprometerse tanto, ellos no andaban con medias tintas. Puesto a decidir, había primado su ambición y lo había hecho por el bando alemán. Esperaba no arrepentirse. No creía que sucediera porque las noticias que se oían no eran alentadoras para los italianos. El Estado Mayor había quedado formalmente disuelto, y las tropas, desorientadas y confundidas. El rey Víctor Manuel III y el primer ministro Badoglio, junto a otros altos funcionarios y amigos, habían huido de Roma en siete coches. La ciudad había capitulado y si bien el ejército alemán había autorizado un gobierno provisional encabezado por el general italiano Carlo Calvi di Bergolo, ese efímero acuerdo había sido cancelado; los soldados italianos, desarmados, y Bergolo, finalmente, detenido. Poco a poco, Roma se transformaba en el centro logístico clave para alimentar el frente. Los alemanes habían copado la ciudad con un costo exiguo: un centenar de bajas y quinientos heridos; mientras que entre las fuerzas italianas, la cifra ascendía a seiscientos muertos; la mitad, civiles.
En Piamonte, los alemanes habían neutralizado rápidamente las tropas italianas presentes; en Milán, el comandante de la plaza, general Vittorio Ruggero, había intentado negociaciones, pero después de dos días, cuando parecía que había logrado un acuerdo, los alemanes ocuparon Milán y deportaron a Ruggero y a sus soldados a Alemania.
Para Rodolfo Pieri, cada una de estas desalentadoras noticias había sido un motivo más para aceptar la tarea encomendada por los oficiales nazis, cuyo primer paso comenzaría al día siguiente. Los oficiales le habían exigido hacer un recorrido por los lugares indicados en la lista que les había entregado. Primero, irían a una casona, en Parma; y luego, a tres castillos de Piacenza. Sería sólo el comienzo porque dedicarían una semana entera a la labor de requisa; pero Rodolfo, que había escuchado algunos comentarios entre ellos, estaba convencido de que desde el principio harían confiscaciones. El grupo de oficiales nazis con el cual él se relacionaba partía esa misma noche a Verona. Allí, después de una breve resistencia, la guarnición y su comandante, el general William Orengo, habían sido desarmados y deportados por las fuerzas germánicas, las que ahora detentaban el poder del lugar. Por la mañana, Rodolfo iría con su propio vehículo.
Piacenza, 1943
En el castillo de los Berni, la mañana siguiente a la llegada del padre, la familia entera se hallaba desayunando en la cocina, algo inusual en ellos, que siempre lo hacían en el comedor dorado. Pero las cosas habían cambiado drásticamente de un día para el otro y, priorizando la seguridad, la servidumbre había sido despedida por dos días. La idea era darse ese tiempo para ver cómo se desenvolvían los hechos. Habían prescindido de todos, menos de Campoli, el jardinero, y de su mujer, personas de edad media y sin hijos, incondicionales y de suficiente confianza. El matrimonio estaba al servicio de los Berni desde siempre; de hecho, Campoli había sucedido a su padre, que había sido el jardinero del castillo en el pasado. La idea era que la mujer ayudara a Aurelia con las tareas de la casa y con los niños. Pero, aun así, estaba claro que en breve tendrían que hacer regresar a sus empleados. O toda la familia debía irse del castillo. Vivir en ese lugar, sin ayuda, era imposible. Por eso, evaluaban una partida inminente hacia la casa de la montaña, del mismo modo en que lo había hecho el cuñado de Berni.
Mientras terminaba la leche de su taza, Benito no dejaba de mirar la pistola que su padre llevaba prendida a la cintura. Desde que había llegado, no se la había quitado un solo momento. A cada movimiento de Berni, el arma se sacudía con él, lo acompañaba en un oscilar que a su hijo se le antojaba encantadoramente hipnotizante.
Terminado el desayuno, y dormida la beba, los Berni, junto al jardinero y su mujer, comenzaron la tarea conforme lo habían planeado la noche anterior: dedicarían la jornada a esconder en el sótano de la caballeriza las obras de arte más importantes de la noble familia. La cuadra quedaba a unos metros de la casa y era donde ya habían sido escondidos la granada y el uniforme del ejército italiano de Berni.
Los alemanes venían quitándole sistemáticamente las obras de arte a toda Europa. ¿Por qué no lo harían con ellos también? Mejor era prevenirse. No costaba nada, sólo un poco de trabajo, que harían entre todos.
Durante las primeras dos horas de labor, Mario Berni y el jardinero habían introducido en el sótano de la caballeriza varias de las pinturas y ahora se ocupaban de meter en un baúl algunos objetos pequeños; luego, lo bajarían al subsuelo. Aurelia había tenido que dejar por la mitad el embalaje de la colección de las copas de plata, la caja había quedado abierta en la sala, y las niñas ahora jugaban con ellas, mientras Benito las retaba e intentaba concluir la tarea que había empezado su madre. La beba había requerido tomar su leche y Aurelia se hallaba en su cuarto con la pequeña.
Junto a los tres niños, la mujer del jardinero envolvía con tela los cuadros: El maestro Fiore, de Gina Fiore; El carpintero, de Manguardi, y el retrato hecho por Giovanni Boldini. La colección completa de estatuillas etruscas ya estaba dentro de un par de cajas de madera, al igual que la escultura de Neptuno; la sala principal comenzaba a verse vacía y un desorden similar al de una mudanza se hacía presente por todos los rincones.
En la cabelleriza, Mario Berni cerró con fuerza la tapa del cofre y el ruido que hizo se confundió con el de un motor de auto que venía de afuera; aun así, algo dentro de él, propio de quien ha vivido los últimos días bajo tensión, lo puso a la defensiva. Se detuvo en su tarea y aguzó el oído. ¿Acaso podía ser un auto? El ceño fruncido del jardinero le confirmó que sí, que alguien entraba a su propiedad en ese momento. Constató que la pistola estuviera en su cintura.
A sólo metros de allí, se veía un camión Mercedes Benz del ejército alemán, un Volkswagen Kfz 82 y el vehículo particular de Pieri; los tres suspendieron su marcha. Habían llegado a donde querían: el castillo de los Berni. A Rodolfo Pieri el corazón la latía con violencia, tal como le había sucedido dos horas antes frente a la casona de Parma, cuando los propietarios lo habían mirado con desprecio luego de que el grupo de alemanes les incautara cuatro de sus obras.
Dos alemanes se bajaron del camión y se dirigieron rumbo al castillo; los otros dos se quedaron sentados dentro de este; mientras que el conductor del VW Kfz 82 y su compañero, sin moverse de sus asientos, discutían y marcaban un mapa.
Mientras Rodolfo Pieri avanzaba con los dos alemanes, intentó explicarles quiénes vivían en ese lugar, pero no les interesó. Apenas captó su atención cuando mencionó que Berni era soldado y que era probable que hubiera muerto en la guerra. Los alemanes lo escuchaban cuando de la caballeriza aparecieron dos hombres que hicieron que los nazis dejaran de prestar atención a la explicación y se pusieran en alerta dando gritos y amenazas. Los que habían quedado en el camión y en el VW Kfz 82, advertidos por las voces, comenzaron a descender y acercarse a sus compañeros.
Con un golpe de vista, Rodolfo Pieri se dio cuenta de que el hombre grandote y rubio era Berni; y el pequeño y mayor, uno de sus empleados. Jamás había imaginado que Berni estuviera de regreso en la casa. Intentó dar una explicación para calmar a los soldados, pero sólo le salió un tartamudeo que se perdió en medio de la parafernalia de gritos en alemán que iba en aumento; exigían, bajo amenaza, que Berni y Campoli se arrodillaran en el piso con las manos en alto.
Tras la sorpresa, a Mario Berni, la imagen de esos hombres metidos en su propiedad, le desbocó el corazón. Él se había trenzado con ellos en los combates que libró en las ciudades, los había visto cara a cara en Salerno cuando mataron a su amigo Ferrante Gonzaga, pero descubrirlos dentro de su parque, a sólo metros de su mujer y de sus hijos, lo volvió loco, lo descontroló y automáticamente puso la mano en la pistola, dispuesto a desenfundarla. Mientras lo hacía, escuchó, lejana, la voz del jardinero que ponía el brazo sobre el suyo y le decía:
—¡No, Berni, no!
Al ver los movimientos de los hombres, los militares sacaron sus metralletas y comenzaron a disparar. Cinco segundos y las ráfagas los alcanzaron. En medio de la balacera, Berni disparó su pistola un par de veces e hirió en el brazo a uno de los que recién llegaba. Campoli, el jardinero, regresó a la caballeriza y manoteó la granada.
—¡Ríndanse! ¡Ríndanse! —gritaban los alemanes.
Tendido en el suelo, Berni se arrastraba con la intención de regresar a la caballeriza. La exigencia alemana le recordó el momento en que su amigo Ferrante Gonzaga se enfrentó a la muerte, en Salerno. Y en medio de la locura del tiroteo, se conmocionó aun más cuando en su memoria resonó la respuesta: «Un Gonzaga nunca se rinde». La frase contenía el mismo espíritu con que su padre le había inculcado acerca de la valentía… el honor… el coraje… Entonces, lo pensó: él no dejaría que sus hijos vieran cómo se rendía ante el enemigo y cómo lo llevaban prisionero para deportarlo. No, no y no. Siguió disparando y volvió a herir a un oficial, pero también fue herido otra vez. Perdía mucha sangre cuando se dio cuenta de que ya no le quedaba una munición. Y entonces, en medio de las balas que le seguían llegando, se puso de pie como pudo… Uno, dos, tres… fueron los impactos que dieron de lleno en su pecho, mientras sus ojos miraban el parque querido y su boca decía la misma frase que había dicho su amigo Ferrante al morir:
—¡Un Berni che non si arrende mai, merda! ¡Paese e il re o morte! —al hacerlo, cayó al suelo con la camisa completamente manchada de rojo.
El alemán del brazo herido se lo apretaba contra su cuerpo, mientras los otros seguían gritando, disparando con vehemencia en dirección de la puerta de la caballeriza cuando, inesperadamente, Campoli apareció con la granada en la mano. Y sin darles tiempo a refugiarse, con un movimiento certero le quitó el seguro y la lanzó con fuerza contra los atacantes. Una tremenda explosión despidió a dos de los soldados por el aire junto con trozos de tierra y pasto.
Dos de los alemanes resultaron heridos. Uno, muy malamente, porque la pierna había sido seccionada a la altura de la rodilla; el otro se tapaba los oídos y se agarraba la cabeza. Pero los dos que quedaron indemnes, aunque algo atontados por la onda expansiva, continuaron disparando sus metralletas hasta darle a Campoli.
Un minuto después, el hombre que había servido por tantos años a los Berni también quedaba inconsciente en el suelo, desangrándose.
Desde la ventana de su cuarto, Aurelia no podía creer lo que veía. La imagen terrible le semejaba una pesadilla de esas que había tenido cuando su marido estaba en el frente. Sus ojos miraron los cuerpos ensangrentados y tirados en el suelo; más allá, a los alemanes sanos arrastrando a los dos heridos rumbo al vehículo. Ella, con una violencia desconocida, dejó a la beba tendida sobre la cama y se dirigió rumbo a la escalera. En el parque, frente a la sangrienta escena, Rodolfo temblaba como una hoja y se preguntaba una y otra vez en qué momento se había desatado este horror que lo rodeaba.
Cuando Aurelia, desesperada, estaba a punto de bajar los escalones, su hijo Benito los subía en busca de su protección. En ese instante, los soldados del VW Kfz 82 ingresaron a la casa con violencia. Sus gritos de forajidos provocaron un gran caos en la sala. Mientras las mellizas lloraban detrás de la pollera de la señora Campoli, los dos alemanes subían por las escaleras para enfrentar a la mujer que, en la puerta del cuarto, permanecía aferrada a su hijo. La zamarrearon exigiéndole que les dijese si había más hombres en la casa. «¡¿Por qué están escondiendo todo?! ¡¿Dónde lo ocultan?!», gritaba, enardecido, el militar más joven que, apuntándola con el arma, le molestaba lo evidente: que en esa casa estaban embalando los bienes preciados para esconderlos y protegerlos de las fuerzas del Führer. «¡¿Dónde está lo que falta?!», insistía en su idioma el joven irritado. Aurelia lloraba; no sabía ni siquiera qué le estaba preguntando. Lo único que deseaba era que ese hombre se quitara de su camino para poder salir al parque a socorrer a su marido.
En medio de esta escena, se escuchó el ruido del motor del camión que se marchaba apurado llevando a los heridos. Al oírlo, exasperado por la mudez quejosa de Aurelia, el oficial exclamó indignado:
—¡¡Si usted no habla, señora, lo hará el muchacho!! —y tomando a Benito del brazo, lo obligó a bajar la escalera.
Al comprender lo que estaba pasando, Aurelia pegó un grito desesperado y se abalanzó sobre el hombre que se llevaba a Benito. Durante el forcejeo, el niño se soltó y escapó escaleras arriba, rumbo a los cuartos. Aurelia, que seguía prendida al alemán, recibió una feroz bofetada. Pero en lugar de apartarse, se aferró con más fuerza al hombre y ambos trastabillaron y rodaron por la escalera de mármol, escalón por escalón, hasta quedar tendidos en el piso. El hombre se levantó, pero Aurelia, inconsciente, no respondía a los llamados de la señora Campoli. Impaciente, el militar sacó a los empujones a la mujer y a las mellizas. Y a punto de marcharse, decidió regresar y ver si encontraba al niño que había escapado hacia la planta alta. Buscó en uno de los cuartos, en dos, y hasta en tres, pero ese lugar era un endiablado laberinto. En medio de su apuro, un bulto sobre la cama lo distrajo: un bebé chillaba a viva voz.
—¡¡Mierda!! ¡Malditos italianos llenos de niños! —exclamó y pensó en lo ridículo que eran al querer enfrentar al ejército alemán rodeados de niños. Odiaba esta parte de la contienda, llena de civiles. Pero así sería esta semana y algunas más. En Italia, el frente eran las ciudades y en ellas estaba la gente.
Tomó a la pequeña como si fuera un paquete y luego se la entregó a la mujer de Campoli, que ya estaba arriba del VW Kfz 82 junto a las mellizas que lloraban sin consuelo. Miró a su alrededor, se subió al vehículo y arrancó con ímpetu.
Habían transcurrido unos minutos y el castillo Berni y su parque se hallaban en el más absoluto silencio. En la confusión, nadie había pensado en Rodolfo, ni en cuál era su papel; ni siquiera él, que seguía en el mismo lugar, a metros de los cuerpos de Berni y de Campoli. Una bandada de pájaros que surcaba ruidosamente el cielo celeste, ajena a la desgracia, lo sacó de su ensimismamiento. Entonces, se dirigió a la puerta principal del castillo. Con pasos vacilantes, ingresó a la casona y vio a Aurelia tirada en el piso; junto a su cabeza ya se había formado un gran charco de sangre. Sintió cómo una arcada le subía del estómago a la garganta. Tuvo deseos de llorar; se sentía culpable; odiaba la guerra. Cerró con fuerza los ojos buscando despertarse de un mal sueño. Pero al abrirlos, allí estaba otra vez la muerte mostrando su cara. Se quedó petrificado durante un largo rato, media hora; tal vez, cuarenta minutos… La más rotunda calma lo circundaba. Se habían llevado a todos y los demás estaban muertos, pensó equivocado. Decidió irse. No podía hacer nada, salvo estar agradecido de que a él no lo hubieran tocado y que su familia estuviera sana y salva en su casa de Milán. Casi había llegado a la salida cuando algo lo hizo dar la media vuelta y volverse. Miró a su alrededor evitando posar los ojos en el cuerpo de Aurelia. Entonces, los vio: ante él estaban todos los objetos que habían quedado embalados. Con la certeza del hombre calculador en el que se había convertido, supo que serían saqueados por ladrones o por los propios alemanes que regresarían por el botín más tarde o al día siguiente. Una idea vino a su mente. Y lo que al principio le pareció una locura, luego no lo fue tanto. Sus oscuras ambiciones le dieron forma: ¿y si se llevaba algunas piezas? Pasados los primeros minutos de duda, y convencido de que así lo haría, organizó mentalmente cómo cargar los objetos elegidos. Puso manos a la obra e introdujo en el vehículo la colección de estatuillas etruscas, las copas de plata y los cuadros El maestro Fiore, La Pastora y el retrato hecho por Boldini que tanto le gustaba. Con cuidado, hizo lugar también para la escultura de Neptuno y para tres pinturas más que había visto en el pasillo. Revisó algunos cuartos más, incluido el de Aurelia y su marido, donde husmeó hasta en el ropero con la esperanza de hallar joyas. No tenía caso dejarlas allí; nadie las aprovecharía. Se tranquilizó diciéndose que, total, nadie lo veía, que nunca nadie se enteraría, sin jamás imaginar que, bajo la cama matrimonial, la tapa del escondite secreto se abría unos centímetros, los necesarios para que los ojos celestes de Benito vieran los gastados zapatos marrones de su profesor de pintura, su calva incipiente y reconociera su caminar pausado, sus manos blancas casi femeninas husmeando en el placard de su madre. Esa hendija, incluso, le permitió escuchar lo que decía: «Piensa, Rodolfo, piensa con claridad qué es lo que conviene llevar».
La tarea le demandó casi dos horas porque también requisó la caballeriza, de donde sacó algunos objetos valiosos. Cuando se marchó, nervioso, lo hizo con el auto casi repleto. Sabía que tomaba un riesgo, pero no más del que había pasado un rato antes entre granadas y tiros; ni tampoco más del que tomaría en los próximos días porque en cada lugar que visitaran existiría la posibilidad de que sucediera algo similar a lo que había pasado esa mañana. Amén de que la gente comenzaría a identificarlo, a señalarlo y a odiarlo. Pero ahora, era tiempo de subsistir y hasta de lograr algún beneficio extra si se podía. Cuando la guerra acabara, serían días de calma. Entonces, ya se ocuparía de lo demás. La guerra era mala y convertía a las personas en otra clase de individuos muy diferentes de lo que hubieran sido si nunca se hubiera desatado. Cada persona era un potencial asesino o ladrón, u otras cosas peores. Pero algún día la disputa acabaría, los sucesos de esos años serían olvidados y la normalidad teñiría los días. Cuando la vida retomara su cauce, tendría en su casa ese retrato de Boldini que tanto le gustaba y ya nadie se acordaría de nada, pensó, otra vez, equivocado, mientras arrancaba su vehículo.
* * *
En el castillo, una vez que Benito se supo solo y seguro, encerrado en el escondite, se largó a llorar. Por su cabeza pasaban ríos de sentimientos: miedo, angustia, dolor, terror, eran cataratas que lo inundaban; un centenar de preguntas se agolpaban en su interior. ¿Dónde estaban todos? ¿Su padre había muerto en esa terrible explosión que se escuchó? ¿Y su madre? ¿Qué había pasado con ella? ¿Sus hermanas? ¿Se los habían llevado? ¿Volverían esos hombres a su casa? ¿Por qué el profesor Pieri había llevado a los alemanes a su hogar? ¿Por qué se había robado las cosas de su casa si ellos eran amigos? ¿Era toda la gente mala?
Durante varias horas, Benito estuvo encerrado, turbado, y acosado por incertidumbres y miedos, hasta que se hizo la tarde y decidió salir. Sigiloso, abrió la portezuela del escondite y salió de abajo de la cama; luego, fue directo a mirar por la ventana. En el parque estaban tendidos los cuerpos de su padre y el de Campoli. Las ganas de llorar lo ahogaron. Temblando, salió del cuarto y buscó bajar las escaleras. Pero desde arriba, antes de comenzar a hacerlo, alcanzó a ver el cuerpo de su madre. Ella estaba tendida con sangre a su alrededor. La dolorosa imagen le produjo un cimbronazo en su tierno interior. Había llegado a pensar que su padre podía estar muerto. La explosión y los tiros se lo habían hecho suponer… ¿Pero su madre…? No, no. Lloró con llanto de niño mientras bajaba algunos escalones. Al verla, no se atrevió a bajar más peldaños, ni a salir al exterior, sino que volvió corriendo sobre sus pasos y se metió nuevamente en el escondite. ¿Quién iba a cuidar de él si sus padres estaban muertos? ¿Dónde estaban las mellizas? ¿Y si los alemanes volvían y querían matarlo? ¿Y si el maldito profesor de pintura los traía de nuevo? Pensó en el hombre y recordó cómo se había robado las cosas de su casa. Imaginó cuánto se enojaría su madre al enterarse. Y al hacerlo, se dio cuenta de que no se enojaría porque ella estaba muerta. La idea de que todo su mundo de felicidad y familia se había derrumbado para siempre no entraba en su cabeza de niño. Trataba de que cupiera, pero era imposible. No había suficientes palabras, ni suficientes experiencias en su cerebro para entenderlo. Todo su cuerpo se convulsionó, y ahí abajo, en la oscuridad vomitó, y tembló durante un largo rato. Luego, sintiéndose incapaz de enfrentar la realidad, ni de comprender qué pasaba, ni qué pasaría, ni cómo superaría la situación, se quedó inmóvil en el escondite, aterrorizado, durante horas. Y más horas y más horas.
Permaneció allí hasta que el sol se fue, volvió a salir y volvió a irse. Así estuvo durante dos días hasta que, muerto de sed, salió empujado por el último hilo de supervivencia que le quedaba.
Cuando lo hizo, la luz de la habitación le lastimó los ojos. Después de tanto encierro y oscuridad, le costó ver su propia imagen reflejada en el espejo grande del cuarto de su madre. Pero una vez que su figura se le hizo nítida, sintió vergüenza. Observándose con detenimiento, reparó en los rasguños de su cara que él mismo se había hecho en un asalto de locura. Los ojos lucían hinchados y rojos por tanto llanto; el pelo, despeinado; la camisa estaba abierta y sin botones porque él mismo se los había arrancado de tanto tironeárselos en un ataque de susto. Y lo peor y más vergonzoso: sus pantalones y sus piernas mostraban las huellas —algunas secas, otras aún húmedas— de haberse hecho encima todas sus necesidades durante los dos días de encierro. Las sólidas y las líquidas eran palpables y lo impregnaban de mugre y olor. El terror lo había tenido sujeto y si allá abajo logró respirar fue sólo porque el cuerpo lo hacía sin que él necesitara pedírselo. Todo lo demás había quedado en suspenso.
Así, en ese estado calamitoso, bajó las escaleras y dándole una última mirada al cuerpo de su madre que seguía inerme, con sus rulos rubios manchados de sangre, fue a la cocina y tomó agua hasta saciarse. Luego, abrió la puerta y salió al parque. No quiso acercarse al cadáver de su padre, sino que una vez afuera, corrió, corrió y corrió. Lo hizo hasta alejarse del castillo, hasta llegar a un camino que no conocía, hasta trepar a una montaña que jamás había pisado, hasta encontrar desconocidas extremidades del río que limpiaran su vergüenza, hasta que el lugar y el paisaje fueron lo suficientemente extraños como para hacerlo sentir seguro. Y tendiéndose bajo un árbol, lloró y lloró desconsoladamente durante horas hasta que se durmió como no lo había hecho desde la última noche en que había estado en su cama, como no lo hacía desde que tenía nueve años, porque en medio de los encierros y el terror, él había cumplido los diez. Sólo que nadie había estado con él para recordárselo.
Por la tarde, Benito fue encontrado por un grupo de partisanos, quienes no necesitaron demasiadas explicaciones para darse cuenta de que el niño había sufrido la terrible experiencia de haber perdido a sus padres. La guerra era dura con todos los italianos y él no era la excepción.
Benito los dejaba creer lo que ellos creían: que era uno de los muchos damnificados por los bombardeos. Pero en su interior se prometía a sí mismo volver para vengar a sus padres de los alemanes, volver y buscar a sus hermanas, volver y vengarse de ese maldito profesor que había llevado la desgracia a su casa y que se había robado las cosas de su familia. Estaba con la gente correcta para poder hacerlo. A su lado, los partisanos planeaban un ataque a los alemanes que ocupaban el pueblo cercano. Ellos lo ayudarían a vengarse. Pero antes necesitaba hacer una cosa: crecer… Pensó en eso, y al hacerlo, aceptó el primer bocado de pan. No había ingerido nada desde aquel desayuno que había tomado cuando todavía los Berni eran felices. Lo hizo sin hambre, sólo por la necesidad de querer ser fuerte para enfrentar a sus enemigos. Un pensamiento de venganza se instalaba en él y lo marcaba, le dejaba su huella de manera indeleble en su joven cerebro, como un líquido que penetra en una ranura, como una poción que entra en una lastimadura, en esa que le habían dejado. El veneno se le metía dentro de una manera que difícilmente alguna vez pudiera librarse de él.