Capítulo 4
Florencia, 2008
Al día siguiente del gran descubrimiento, Emilia se despertó cuando era casi el mediodía. Se sentó en la cama y lo primero que hizo fue una arcada; las náuseas de la mañana se hacían presentes. Se preparó un té con azúcar que le sentó de maravillas, mucho más que el té chino que siempre tomaba. «Un cambio más para incorporar», pensó. Y con la taza en la mano, tomó una decisión: ella no podía seguir con los pensamientos que la llenaban de ansiedad. Aún tenía por delante dos meses, o más, e intentaría que la estadía fuera buena. No se la pasaría pensando en qué hacer con su vida. Por lo menos, no buscaría estos pensamientos adrede; si venían, ya vería. Pensaba dejar que la vida transcurriera, deslizarse suavemente por los días, como nunca lo había hecho antes, sin tener el timón todo el tiempo en alerta. Además, tenía que reconocer que, con lo que le tocaba vivir, no le quedaba otra cosa por hacer. Y en ese momento, necesitaba pensar en ella, cuidarse, precisaba comer. Hacía cuarenta y ocho horas que lo único ingerido era una manzana y dos bocados de comida. Pensó en Buon Giorno y le pareció una buena idea volver. El lugar le había gustado y les debía una disculpa. Sobre todo, porque sería uno de los lugares que nombraría en su nota.
Se puso un vestidito claro y suelto, se maquilló un poco y, más tranquila, salió a la calle. El sol de primavera estaba precioso. Florencia bullía como día domingo, día de paseo de los que allí vivían, y no sólo de turistas en la calle; se notaba. Cruzó el puente Vecchio y disfrutó del río a esa hora. Todo le sabía diferente: iba a ser madre. De repente, se dio cuenta de que le interesaban cosas que antes no le llamaban la atención. Por ejemplo, ahora quería ver la cara de las mujeres que llevaban niños. ¿Se las veía felices? ¿Eran más jóvenes o más grandes que ella? ¿Todas tenían un hombre al lado? ¡Cómo podían cambiar los intereses de un día para el otro! Los cochecitos de bebé despertaban su interés, acababa de descubrir que venían distintos modelos; antes, nunca se había dado cuenta… ¡Lo había de tres ruedas, de cuatro y hasta de seis!
Ensimismada con los nuevos descubrimientos, sólo supo que había llegado a Buon Giorno cuando estuvo frente a la puerta.
El lugar estaba lleno, pero el mozo la reconoció y le buscó un sitio tranquilo, alejado de los grandes grupos de familias y amigos. Era domingo y, entre todos los comensales, ella parecía ser la única que ocupaba una mesa en solitario. Había llegado tarde, así que, por suerte, en breve todos terminarían sus postres y empezarían a irse. Aun así, le pesó la soledad y la situación. Pero, ¿qué hacer? Era lo que le tocaba vivir. Tomó la carta y cuando vino el mozo, le hizo el mismo pedido: ensalada de verdes con queso y agua mineral. El hombre la miró sorprendido; ella pedía lo mismo que ayer había dejado sin comer. Pero no dijo nada. Además, tenía claro que el idioma los dividía; la chica de los ojos verdes no hablaba italiano. Y a él, el inglés lo hacía renegar demasiado para intentar una conversación fluida.
Emilia esperaba su pedido cuando, inesperadamente, se acercó a su mesa el italiano que regenteaba el lugar. Lo vio aproximarse sonriendo. Era lindo. Tenía sonrisa de publicidad. Vestía jean y chomba polo color rojo. Era alto y muy grandote.
—Signorina… ¿Posso darle un suggerimento? ¿Lei parla italiano?
—In English, please. O en español, ¿será mucho pedir? —dijo Emilia.
—Certo che no. Si tengo que elegir, prefiero hablar español. Y más, con una porteña. ¿Sos de Buenos Aires, no?
—Sí, ¿cómo te diste cuenta? ¿Tan mal hablamos? —sonrió contenta de poder entenderse.
—Viví allí algunos años, otros tantos en España y me doy cuenta de inmediato quién es quién.
—¡Uy! Buenos Aires está tan lejos ahora… ¿Así que viviste ahí? —la pregunta de Emilia contenía la nostalgia por su tierra, por sus afectos.
—Sí, fui chef del Hotel Plaza. Soy el dueño de Buon Giorno. Mi nombre es Fedele Pessi —dijo extendiéndole la mano.
Emilia le estrechó la suya:
—Mucho gusto. Un honor que me atienda el chef y el dueño —dijo sonriendo.
—Ya casi no hago de chef, pero sí me ocupo de la elaboración de los platos. Es la parte que más gusta. Por eso es que vengo a hacerte una sugerencia…
—¿Una sugerencia? Sí, te escucho.
—Ayer viniste y, según entiendo, no te gustó la ensalada.
—Ah, no, no… —se sintió descubierta—. Es que me tenía que ir, tuve una urgencia.
—¿De verdad?
—¡Sí! —insistió ella.
—Bueno, me dejás más tranquilo. De todos modos, hoy es domingo, es día de pastas y te cuento que han hecho la lasagna bajo mis estrictas directivas. ¿Por qué no la probás?
—Hum… No sé…
—¿No te gustan las pastas?
—Sí, me encantan, pero… me acostumbré a no comerlas porque engordan demasiado. Y sin pensarlo mucho, pido ensaladas porque son livianas.
—¡Olvidate de eso! Estás en Italia, el lugar para disfrutar de los sentidos, incluido el del gusto. Comer también es una emoción.
A Emilia la frase le gustó, era acorde con lo que venía pensando que iba a escribir. Le pareció una buena premonición, sobre todo, porque venía del dueño con quien ella necesitaba hacer contacto para la nota.
—¡Adelante, entonces! ¡Pidamos una lasagna! —exclamó decidida.
—No te arrepentirás, signorina… —dijo esperando el nombre.
—Emilia Fernán.
—¿Apellido español, verdad?
—Sí —dijo ella. No iba a ponerse a explicarle que su abuelo Juan Bautista Fernán había sido ciento por ciento italiano y que el apellido español era sólo por los padres adoptivos, que eran argentinos. No daba.
—Bueno, Emilia, siéntete bienvenida a Buon Giorno —dijo haciéndole una reverencia graciosa—. Ahora me voy tranquilo: porque la ensalada de ayer no la comiste, pero no porque el queso estuviera malo. Además, me retiro contento: porque pedirás lasagna. ¿Te agrego una copa de vino?
—Hum… —frunció la nariz. Casi nunca tomaba alcohol. Y ahora, en su estado, no debería. Pero por una sola copa no pasaría nada, pensó.
—Está bien, una de tinto.
—Perfecto, Emilia —dijo Fedele haciendo un chasquido con los dedos.
Emilia se sintió contenta. Al fin, un poco de charla con alguien agradable. Ni hablar de que el italiano era lindo. Pensar que ayer lo había mirado y hasta había imaginado que estaría bueno conocer a alguien así. Ahora lo conocía, sí; pero ella era una mujer que pronto sería madre; no estaba para mirar hombres, ni buscar amores, como le había dicho Sofi cuando le propuso viajar. Más bien tenía que intentar salvar la relación con Manuel. Físicamente, pensó, el italiano era todo lo contrario a Manuel. Era morocho y de ojos marrones, sus cejas estaban muy pobladas y tenía una boca grande de sonrisa blanca. De altura, eran más o menos iguales, pero el italiano era indudablemente más fuerte. Cuando caminaba, parecía que todo el piso se movía a su paso. Imaginó la diferencia entre los brazos de Manuel y los de él. Y sorprendida, pensó: «¿Qué hago comparando a estos dos hombres de esa manera? Emilia —se dijo a sí misma—, eres una ridícula. Estás embarazada».
En pocos minutos, el mozo le acercó el plato y el vino. Y Emilia, que hacía años que no comía lasagna, ya que en pasta lo más audaz que pedía eran unos fideítos —como solía llamarlos—, se sintió con los sentidos desbordados. El aroma de la salsa de tomates maduros por el sol, los toques de especias con el predominio de la albahaca, el panqueque tierno, el queso aromático, el pan recién horneado y la copa de vino que la acompañaba… la emocionaron y terminó recordando los platos de su niñez. El italiano tenía razón: comer era una emoción. Fuera que llevaba más de dos días sin alimentarse bien. Probó el primer bocado y el sentido del gusto le dijo que había sido acertado regresar a Buon Giorno. Sin lugar a dudas, ese sería el restaurante representativo de la comida de madre florentina. «Más bien, comida de padre», dijo pensando en el italiano porque, había que reconocerlo, era atractivo. Lástima que su vida, fuera un lío en este momento, y no estuviera para romances de ninguna clase.
* * *
Hacía un buen rato que Emilia había terminado de comer y el lugar ya estaba más tranquilo. Tomaba un té digestivo cuando el italiano apareció de nuevo.
—¡Uy, al fin se calmó un poco el bullicio en Buon Giorno! ¡Parecía una boda! Mira, te traje esto. Pero como ya he visto que sos de las que no se dan con los gustos, te serví sólo la mitad de una porción. ¡Tienes que probarlo! —dijo mientras ponía sobre la mesa un platito con un trocito de tiramisú.
—Oh, no, no —dijo Emilia, como si viera al diablo.
—Tenés que probarlo; lo hice yo —dijo extendiéndole la cuchara.
A Emilia le hizo gracia la capacidad de alternar el acento español con el argentino. Se resignó, había comido como un puma, como decía su amiga Sofía cuando se zafaba demasiado con la comida, y ahora no iba a ponerse mojigata por un pedacito de tiramisú. Lo probó. Estaba exquisito. Mientras lo saboreaba, el italiano la miraba sin quitarle los ojos de encima, quería ver si le había gustado. Pero estaba claro que también la miraba ella. Emilia se daba cuenta.
—¿Y…? —preguntó inquisitivo.
—Riquísimo. Todo ha estado muy rico, he disfrutado mucho la comida —dijo comiéndose de un bocado el trozo de postre que quedaba.
—Yo sabía que te gustaría. Estás en Italia, tenés que relajarte, dejarte llevar por los sentidos y disfrutar de todo.
—Hoy lo hice a pleno —dijo soltando una risita.
—Me alegro. ¿Estás paseando?
—No, vine por trabajo. Soy periodista…
Él hizo gesto de sorpresa y preguntó:
—¿Y para quién escribís?
Emilia estaba por empezar a contarle cuando la chica que hacía de maître, se acercó a Fedele y le dijo algo en italiano. Él se puso de pie:
—Disculpame. Lo siento, el trabajo me llama. Vuelvo en unos momentos. Si seguís aquí, continuamos la charla.
Emilia terminó de tomar su té y pensó que ya era hora de marcharse. El italiano seguía entretenido tras bambalinas. Lo había visto entrar y salir apurado de la cocina, pero no les faltaría ocasión de charlar; quería reportearlo para su nota. Tenía pensado volver al día siguiente a Buon Giorno.
* * *
Ya en su departamento, a pesar de la noticia que pesaba sobre ella, Emilia durmió una siesta muy tranquila; por la noche, también le fue fácil conciliar el sueño. La comida le había caído de maravillas y luego, por cena, sólo había tomado un té con galletitas. Había quedado satisfecha con el almuerzo como hacía mucho que no lo estaba.
* * *
El lunes, luego de su sesión de náuseas de la mañana, Emilia partió temprano para la sede de la editorial italiana de su revista.
Sentada frente a Franco Poletti, el director de la publicación, pensó que los italianos tenían una manera distendida y alegre de ver la vida. Lo cual, dada su situación, le venía muy bien. El hombre le propuso que disfrutara de las notas, como si diera un verdadero paseo por esos restaurantes y lugares. Le parecía que sería bueno que los lectores captaran eso. Se lo decía mitad en inglés, mitad en italiano y un poco en español. Él mismo se reía de la mezcla. Pero Emilia le respondió que lo entendía perfectamente, convencida de que si había algo que le sobraba a los italianos eran palabras y gestos. La reunión había sido buena; la experiencia, agradable. Salió contenta. Luego, por cortesía, una secretaria la llevó a conocer las dependencias de la editorial. Aunque no tendría que trabajar allí, ya que lo haría en su departamento, quiso conocer las oficinas. La idea era enviarles por mail las entregas parciales de la nota. Poletti le aseguró que la editarían bajo la premisa de la mirada de una extrajera frente a las dos opciones de «comida de madre» o «plato sofisticado». El departamento de arte se encargaría de producir las fotografías.
De la editorial partió directo al restaurante de Florencia que deseaba probar ese día. Era uno especializado en mariscos.
Ubicada en el glamoroso salón, a través de la ventana veía el puente Vecchio y las joyerías circundantes. Era un lugar caro y refinado. Decidió encuadrarlo en platos sofisticados. Al lector le tocaría elegir qué era lo que prefería. Ella sólo le daría la información y escribiría sobre la parte sociológica del asunto: que cada uno decide dónde comer de acuerdo al momento que está viviendo y termina eligiendo el lugar donde quiere y necesita ir a comer. Las elecciones de un restaurante se hacen mucho más profundamente que pensando sólo en la comida, las luces y los manteles. «Es todo un sentimiento», pensó. Y eligió para su almuerzo una ensalada de mariscos.
* * *
Por la tarde, sentada en el improvisado escritorio que había armado en la mesa de la cocina del departamento, disfrutaba de hallarse enfrascada en su texto. Concentrada en su escrito, se olvidaba del tema que una y otra vez volvía a su mente: ¡estaba embarazada!
Se dedicó con ahínco y trabajó varias horas hasta que estuvo satisfecha con los primeros párrafos. Recién allí se percató de que su reloj marcaba las nueve de la noche, que estaba cansada y que la ensalada de mariscos había desparecido de su estómago. Estaba lista para comer algo sustancioso y lo primero que vino a su mente fue Buon Giorno. Salió a la calle con la cabeza llena de su nota, pero cuando la maître le abrió la puerta del lugar y ella vio que estaba tranquilo, se relajó. Decidió olvidarse de sus tribulaciones y centrarse en la comida. Como buen lunes, no todas las mesas estaban ocupadas. Frente a la carta, mientras decidía qué comería, la chica que la había hecho pasar se acercó con un plato humeante de risotto y le dijo en un español trabado:
—Dice el signore Pessi que esto es para usted, que lo pruebe, pero que si no lo quiere, lo llevo de vuelta a la cocina y se lo cambia por lo que desee.
La sola imagen del arroz y los calamares fue irresistible. Pero el aroma la terminó de decidir:
—Déjelo, por favor. Gracias.
La chica sonrió y agregó:
—Y también le envía esto —señaló y dejó una panera con pan caliente y un florerito con un jazmín enorme y perfumado. El florero llevaba pegado con cinta un papelito doblado en dos.
—Muchas gracias —dijo Emilia y mientras la chica se retiraba, leyó el escritito. Contenía sólo una frase: «Disfruta con todos tus sentidos». Le pareció muy adecuada al momento; tanto, que la guardó en su cartera. Luego, se dedicó al risotto. Era un plato que ella no pedía; si lo había comido dos veces en su vida era mucho, pero ese día se había tentado. Estaba riquísimo, igual que el pan recién horneado que desparramaba aroma. Se sintió feliz. Comió disfrutando el momento, aspirando el perfume del risotto que se entremezclaba con los del jazmín y el pan.
Minutos después, Fedele Pessi llegó a su mesa con una taza de té humeante, el mismo té de jengibre que ella había pedido el domingo.
—¿Este es el que te gusta, verdad? ¿Me permites sentarme un minuto?
—Sí. Justamente quería hablar con vos —dijo Emilia. Y señalando el té, agregó—: Gracias, ya veo que conocés mis gustos.
—Un placer. Para eso estoy en este restaurante, para hacer feliz a los que vienen. Ahora, dime, periodista, ¿de qué quieres hablar?
—De algo relacionado con mi trabajo. Estoy haciendo una nota sobre comidas, lugares y platos.
—Uy, eso es cosa seria. Se merece un café. Disculpa —dijo, y dándose la vuelta, le indicó al mozo que le trajeran un café.
—Quiero nombrar tu restaurante y reportearte.
—Me encanta que lo nombres… Pero, ¿reportearme a mí?
—Serán sólo tres o cuatro preguntas. Lo haré con los tres restaurantes que más me gusten. Tengo pensado visitar varios más. Pero ya está decidido que el tuyo será uno de esos tres.
—¡Qué honor! Me parece bien, pero te digo algo: a mí lo que me importa es que la gente se vaya contenta de mi restaurante. No creo mucho en las cosas que escriben ustedes, los periodistas.
—No será la típica nota del estilo que creés. Llevará por título «Delicias de madre versus platos sofisticados».
—¿Algo así como «Manteles a cuadros versus vajilla de cristal»?
—Sí, pero más profundo —dijo Emilia. Y comenzó a contarle su idea, mientras a él le llegaba el café.
La explicación dio paso a otros temas como dónde estaba parando ella, desde cuándo estaba en Florencia y para qué revista escribía. Él le contó que, mientras vivió en Buenos Aires, lo hizo en un departamento de la calle Aráoz. Emilia le comentó que eso era a sólo cuadras de donde estaba el suyo. Pero lo que ella no le dijo fue que eso también era cerca de lo de Manuel. Claro que Fedele había estado allí hacía siete años, lo cual, era toda una vida, ya que después de su experiencia porteña había vivido en España.
Quedaron en hacer la nota al día siguiente. Ella traería su grabador y él debería prepararse mentalmente, le aclaró riéndose. Mientras se despedían, Emilia le agradeció el papelito y la flor.
—Te lo escribí muy en serio. Y también muy en serio te corté el jazmín de mi jardín porque creo que debes darte un permiso para disfrutar más de la vida. Apuesto a que comiste ensalada en el restaurante donde almorzaste.
¡Era verdad! Se sintió descubierta, pero lo disimuló:
—Te responderé con otra pregunta: ¿cómo que tenés un patio aquí?
—Sí, vení, pasá. Miralo antes de irte.
Emilia observó a su alrededor. La última pareja de comensales se retiraba.
—¿Por qué no? Vamos.
Salieron. La noche estaba hermosa, tibia, veraniega y el jardín era verde, tenía canteros con plantas de especies aromáticas. «Seguro que las usan para cocinar en el restaurante», pensó Emilia. El aire, que olía a albahaca y menta, se mezclaba con las flores de la planta repleta de jazmines.
—¡Qué lugar precioso! ¡Sos un privilegiado!
—Era lo que extrañaba cuando vivía en Buenos Aires y en España. Esta es una de las poderosas razones por las cuales regresé y puse mi restaurante. Aquí también está mi casa —señaló una construcción antigua cubierta de hiedra verde con una hermosa puerta tallada que también daba al patio.
—¿De verdad? ¡Qué belleza!
—Sí, también tiene salida a la calle. Esto y el restaurante me trajeron de regreso a Florencia.
—Algún día tenés que contarme esa historia. Presiento que debe ser interesante.
—Mucho más de lo que crees. Ahora, toma, llévatelos a tu departamento —cortó dos jazmines y se los entregó.
En la puerta, antes de despedirse, Emilia le recordó que al día siguiente harían la nota.
Ella se iba feliz. Había sido una bella noche, sentía que había comido como si estuviera en su casa y charlado con un amigo. Sus sentidos estaban más vivos y despiertos que nunca. Fedele tenía una filosofía de vida que se percibía en su restaurante todo el tiempo. Los clientes lo notaban y ese era el secreto de su éxito. Claro que cuando se llevaba una existencia tan plena y feliz como la de Fedele era fácil, pensaba Emilia. Porque para ella no lo era tanto. Recordó su estado y se tocó la panza, que estaba más chata que nunca. Y aunque no halló nada, tuvo la certeza de que allí estaba, que latía y que en poco tiempo se notaría.
* * *
Al día siguiente, a pesar de haber cenado risotto, Emilia se levantó temprano, sin náuseas y de buen ánimo, al punto tal que se le presentó un interrogante: ¿y si el test de embarazo se había equivocado? Esa mañana compraría uno nuevo. Pasaría por la farmacia antes de visitar el próximo restaurante.
Así lo hizo; fue a la misma; pero esta vez la atendió una muchacha joven. Mientras le entregaba el test, Emilia notó que la observaba con detenimiento, como buscando en su rostro la alegría o la preocupación que le provocaría lo que estaba por comprobar con esa caja.
En el baño del departamento, las dos líneas de color lila se marcaron con más nitidez que durante la prueba del sábado y le dieron la certeza de que su estado era real. Estaba embarazada, no había vuelta atrás. En cierta manera y para su sorpresa, esta vez miró con alivio las rayas. Ya no había dudas, no había incertidumbres, ni vacilación, ni titubeos; indefectiblemente, su vida iba en una dirección y no había manera de cambiarla. Ella ya no era más la dueña absoluta de su existencia; ahora, otra, indefensa, dependía de la suya. Se enterneció ante la idea. Ella y ese pequeñín, unidos para siempre. ¿O sería una pequeñita? Lo que fuera era una razón poderosa para que cuidara más que nunca su trabajo, así que decidió hacer lo mejor posible lo que le tocaba hacer durante esa jornada. Ese mediodía, visitaría dos restaurantes.
* * *
Para la tarde ya tenía la conclusión sobre los restaurantes visitados. Los dos eran buenos y del tipo «comida de madre», aunque sólo probó un bocado de los menús que le sirvieron porque se reservaba para comer a la noche en Buon Giorno, que era donde más a gusto se sentía. Hasta ahora, ninguno alcanzaba el status de Buon Giorno. Pero lo que más le gustaba era algo que no sabía describir y que le hacía sentir como en su casa.
Caminaba rumbo al departamento cuando un negocio llamó su atención. La elegante puerta de vidrio tenía grabado Salone El Porteño. Era una peluquería y la nostalgia de ver escrita la palabra que significaba su ciudad, la detuvo, le dio curiosidad. A través del vidrio, contempló el interior del salón con varias clientas haciéndose atender. Lavados de cabeza, pintura de uñas, y secadores de pelo estaban a la orden del día. Sintiéndose atraída por ese mundo femenino que, según rezaba el cartel, le hacía suponer que estaba en manos de un compatriota suyo, se dejó tentar e ingresó al lugar. Antes, jamás hubiera hecho eso; ahora, ya no iba negarse a lo que quería; por lo menos, no de la manera indiscutible y categórica con la que siempre lo había rechazado. Comenzaría con un pequeño acto; se haría algo diferente en el pelo. Y si tenía suerte, la atendería alguien de Buenos Aires.
Dejó la acera y un minuto después estaba sentada, rodeada de un universo de voces italianas que se mezclaba con la voz del coiffeur, que le hablaba en español. El hombre, de unos cuarenta años, muy conversador, le contó que era de Buenos Aires, que estaba instalado en Florencia hacía cuatro años y que le iba excelente. La vida no lo había tratado bien y después de haber intentado en España, finalmente en Florencia había encontrado su lugar en el mundo.
—¿Así que sos periodista? ¡Qué bien! La ciudad de Florencia es tan cosmopolita, que ayer atendí a una periodista japonesa y hoy te atiendo a vos. Pero cómo se nota que sos argentina, porque ese pelo hasta la cintura no lo tiene cualquiera. Es típico de las argentinas; lo tienen largo y bien cuidado sin importar la edad. Bueno, decime qué te hago.
—Quiero un cambio —alcanzó a meter un bocadillo Emilia.
—¡Upa! Cuando las mujeres vienen pidiendo eso es porque algo grave está pasando en su vida. ¿Es así? ¿Te corto las puntas?
Y ella, que estaba buscando un cambio y un lugar donde confesarse, respondió muy campante, como si le dijera la hora:
—Estoy embarazada. Cortame rebajado y bastante.
—¡¡Felicitaciones!! ¿Segura? Mirá que vas a dejar de parecer una argentina y te vas transformar en una francesa.
—Segura. Quiero un cambio. También me voy a hacer una iluminación bien clara.
—¡Guau! ¡Cómo estamos, eh! —exclamó sonriendo.
El hombre buscó los implementos y mientras hacía su trabajo con las manos, ella se animó a poner en palabras lo que hasta ese momento sólo eran pensamientos interiores. Le contó a ese perfecto desconocido toda su vida. Así eran las mujeres en la peluquería.
Un par de horas después, cuando se miró en el espejo, le gustó lo que vio. Su pelo seguía largo, pero ahora, rebajado en capas y con una buena cantidad de reflejos dorados. Su cabeza probaba las tinturas por primera vez y le sentaban. «¡Bienvenidos los químicos!», pensó, rebelde. Rubia no estaba, pero algunos destellos claros resaltaban sus ojos verdes y mostraban sus pómulos altos. Era la misma de siempre, aunque radiante.
—Estás luminosa.
—Sí, es verdad. Me gusta.
Emilia le contó algo más sobre cómo había dejado Buenos Aires y antes de retirarse, el hombre le propuso:
—Vení cuando quieras. Pasás y te tomás un café. Siempre es bueno charlar con argentinos.
Ella le agradeció y se marchó. Le había hecho bien la sesión de peluquería y psicoanálisis. Esa tarde se sentía otra. A veces, los cambios interiores empezaban por uno exterior. ¿De dónde había sacado eso? Sí, ya se acordaba: de una nota de la revista para la que trabajaba.
Cuando llegó al departamento, se sacó los zapatos y descansó un rato. Se preparó un té y escribió las impresiones que le habían dejado los dos restaurantes que había visitado donde probó las comidas. Luego, mientras caía la noche, decidió arreglarse un poco más para cenar en Buon Giorno. Su nuevo corte de pelo lo requería. Esa noche le haría el reportaje a Fedele Pessi.
Se maquilló los ojos y se pintó de rojo la boca, eligió un vestido negro a la rodilla algo escotado y se calzó las únicas sandalias altas que había traído. Y partió a la cena contenta; ya tenía hambre.
Cuando llegó y la maître la hizo pasar, se preocupó. El lugar ya estaba lleno, había demasiado bullicio para el tipo de charla que deseaba tener y supuso que esa noche Pessi estaría ocupado.
Antes de ubicarla, la maître le aclaró:
—El señor Pessi la espera —e hizo una seña a uno de los mozos para que llamaran a Fedele, quien apareció al instante.
—¡¡Madonna Santa!! Casi no te reconozco. ¡Qué cambio! Me encanta, te queda muy bien. ¿Será un signo de algo que viene de adentro? —preguntó inquisitivo. A él le gustaba la mujer arreglada, sofisticada. Y la argentina que hoy tenía enfrente era la sofisticación en persona.
Ella sonrió… idéntico comentario que la revista. ¿Habían leído lo mismo? Pero sólo respondió:
—Ya veremos. Por ahora, vengo preparada para reportearte según lo convenido. ¿Lo podremos hacer? Porque veo que Buon Giorno está repleto.
—Sí, pasá, hice preparar una mesa en el patio para nosotros. La noche está linda para estar bajo la luna con una periodista de tacos altos hablando de comidas —dijo haciéndole un guiño.
Emilia se rio divertida y sacudió la cabeza. Fedele era gracioso, se movía con soltura en las conversaciones y esa noche él también se había vestido diferente para la ocasión: llevaba pantalón de vestir —en lugar del jean que siempre le había visto— y camisa manga larga de color celeste.
Se sentaron. La luna brillaba. A Emilia le bastó escuchar los grillos y aspirar el aire cálido veraniego para sentirse transportada al patio de la casa de su abuela Abril y revivir las cenas que solían armar en su casona cuando ella era una niña. Sólo que la mesa que Fedele dispuso bajo la planta de jazmín era más chica; el mantel, de color bordó; y dos velitas brillaban en el centro. Las flores del jazmín perfumaban el aire. El azahar llegaba en oleadas intensas, entremezclado con el aroma de las especies de los canteros que los rodeaban. Al fondo, el limonero se adivinaba entre las sombras iluminado sólo por una decena de luciérnagas que jugaban su juego de luces. Contra el muro, una dama de noche mostraba su única flor.
Emilia la miró. Había algo en esa planta… algo que la emocionaba…
Él se dio cuenta de que la observaba.
—¿Viste? Salió para vos… Hacía años que no florecía.
Emilia sonrió. Tal vez, era verdad aquella frase de «Todo tiene que ver con todo más de lo que uno cree».
—A mi abuela Abril le encantaba esa planta —le aclaró mientras uno de los mozos se acercó con una botella de vino en la mano. La noche avanzaba; las decisiones, también.
—Hum… —dijo ella, que había pensado pedir agua mineral.
Él observó su titubeo:
—¡Al menos tenemos que brindar! —se anticipó.
—Está bien —dijo Emilia. Él tenía razón y ella no podía explicarle por qué se negaba a tomar alcohol. Tampoco daba.
—¿Y de comer, qué vas querer? —preguntó Fedele. Era su manera de agasajarla; para él, la comida era un sentimiento.
—Había pensado cenar sólo una ensalada. Necesito reportearte y no pensar tanto en cosas ricas.
—¿Una ensalada? ¡No, qué triste! Esta noche, este patio y la reunión informal que tendremos exigen otra cosa. Signorina, ¿tengo posibilidades de convencerla de que comamos una pizza juntos?
—¡¿Una pizza?! —Emilia no esperaba esa propuesta.
—Masa casera bajo mis estrictas instrucciones más los secretos de un chef que ha trabajado en una pizzería de Buenos Aires.
—¿No era que habías trabajado en el Hotel Plaza?
—¡También! ¡Y en muchos lugares más! Pero en pizza… ¡soy un especialista!
Emilia sonrió. Este hombre tenía una forma de ser que haría hablar hasta las piedras. Siempre estaba de buen humor y tenía una forma dulce de decir las cosas que ella no podía negarse; menos cuando sonreía de esa manera.
—Bueno, que sea pizza para los dos, entonces.
—La felicito signorina Emilia Fernán —dijo él en tono de broma y le extendió la mano. Ella le respondió ofreciéndole la suya y sintió el apretón de una mano grande, fuerte, que la estrechaba con cuidado. Le gustó la sensación del contacto con su piel.
Fedele sirvió el vino, elevó la copa y propuso:
—¡Por la vida!
—¡Por la vida! —dijo Emilia. Y haciendo chocar el cristal, no pudo evitar pensar que no había nadie mejor que ella para brindar por eso. Llevaba una nueva dentro. Y al recordarlo, apenas si probó el vino.
Luego, conversaron dos o tres palabras sobre cómo había sido el día de ambos y Emilia sacó el grabador.
—¿Empezamos?
Él asintió con la cabeza mientras bebía un trago de su copa.
—Fedele, ¿por qué tener un restaurante?
—Porque me encanta agasajar a la gente y hacer sentir bien a las personas con la comida.
—¿Estudiaste para chef? ¿Dónde?
—Sí, en Francia, donde viví dos años.
—¿Te has dedicado a otras cosas o siempre has tenido restaurantes?
—Hice varias cosas, pero casi siempre relacionadas con la comida. Por ejemplo, trabajé en el mercado de París. Así me pagué los estudios de chef —dijo sonriendo—. Deberías haberme visto vendiendo pescados.
Emilia sonrió. Se lo imaginó joven, hablando en francés. Era un hombre interesante.
—¿En qué otros lugares trabajaste de chef?
—En hoteles de Roma, Barcelona y Buenos Aires.
—¿Qué creés que debe tener un restaurante para que sea exitoso como Buon Giorno?
—¡Buena comida! Hecha con amor. Comida de madre, como decís vos.
—¿Cuándo empezaste con Buon Giorno?
—Antes de que sea mío, este restaurante fue de mi madre. Mientras ella estuvo a cargo, participé muy poco; sólo ayudaba, pero nada más. Claro, era muy joven. Luego, me fui a recorrer el mundo durante algunos años, y cuando regresé, me hice cargo yo. Hace ya bastante que es mío y que está bajo mi completa responsabilidad. Pero siempre estuve cerca.
—¿Fue de tu madre? ¿Y ella vive? —preguntó Emilia interesada.
—Sí. Ella es viuda y reside en una ciudad que da al mar Adriático, en Ancona.
—O sea que Buon Giorno tiene una larga historia.
—Tan larga, que eso es un capítulo aparte. Pero si querés, un día te la cuento.
—Claro que quiero. Tenés que prometerme que lo harás.
—Sí, pero como ese día te contaré secretos de mi familia, ya no podrás traer tu grabador, ni poner la historia en el reportaje.
Emilia soltó una carcajada y exclamó:
—Está bien, pero… una última pregunta: la pasión por cocinar, ¿se hereda?
—Sí, imaginate que en este momento se están abriendo dos franquicias de Buon Giorno; una en Roma y otra, en Milán —respondió en el momento en que recibía la pizza que llegaba de manos del mozo.
Mientras servía las porciones, Fedele hizo de periodista:
—Ahora me toca preguntar a mí… ¿Por qué te has cortado el pelo?
Ya imaginaba Emilia una pregunta así. Lo había visto mirarla todo el tiempo.
—Porque entré a un salone y me encontré con un peluquero porteño.
—¡Ah! —esta vez fue él quien soltó una carcajada—. ¡Mirá que son insólitas las mujeres! Como sea, ha sido un acierto: te queda precioso —dijo y se inclinó hacia atrás para verla en toda su dimensión—. Me gusta tu pelo y con esos ojos verdes pareces Kate Moss… Te ves fatalmente sexy —dijo y sus ojos se posaron con descaro sobre su boca.
Ella se ruborizó. En esos ojos había visto deseo. No estaba acostumbrada a los halagos de forma tan directa. Un argentino los hubiera dicho de manera más velada.
Pero como si nada, Fedele pasó de los labios de Emilia a centrarse en la pizza que ambos degustaban con cubiertos. Hasta que él propuso comerla con la mano. Y al hacerlo, ella lo siguió.
La pizza, los jazmines, la noche hermosa, la luna, las velas, la compañía agradable… Por primera vez en mucho tiempo, Emilia se olvidaba de sus pesares y preocupaciones. Se sintió agradecida porque, buscando La Mamma, había encontrado este restaurante y había conocido a un hombre como Fedele, alguien capaz de convencerla de comer pizza en vez de ensalada, de reírse en vez de llorar, de charlar en vez de meterse para adentro, de animarla —sin saberlo— a usar tacos en vez de zapatos bajos… Porque se los había puesto por él.
Durante las horas que pasaron juntos, charlaron de todo: de libros, de música, de las decisiones, de la vida. En dos oportunidades, la maître se había presentado a solicitarle indicaciones; lo hacía en italiano, pero Emilia alcanzó a entender que Fedele le daba algunas instrucciones y le pidió que no los interrumpieran. Se notaba que Fedele era un apasionado por su tarea. Una extraña mezcla de un artista de la comida, una especie de bohemio lleno de ideales, pero con mente para los buenos negocios, porque el lugar funcionaba más que bien y lo veía dirigirlo con autoridad y firmeza.
Cuando Emilia miró la hora y dijo que se marcharía, ninguno podía creer lo rápido que había pasado el tiempo. Fedele la despidió en el patio; él todavía debía pasar por la cocina antes de volver al salón. Buon Giorno aún estaba repleto. Junto a la planta de jazmines le dio dos besos, uno en cada mejilla, y le tuvo una mano entre las suyas más tiempo de lo normal, mientras le insistía:
—Sé que vas a visitar más restaurantes, pero vení mañana, que te espero con una sorpresa para el almuerzo.
Se despidieron y Emilia caminó las seis calles que la separaban desde Buon Giorno a su departamento. Lo hizo despacio, sintiéndose libre y feliz, como hacía mucho que no se sentía. Sólo cuando abrió la puerta de su casa y encendió la luz, vio la computadora y el mundo se le vino abajo de nuevo. Todavía no había mail de Manuel y ella estaba embarazada. En cambio, había un correo de Sofía; le decía que acabara con las paranoicas elucubraciones, que el viaje de él no era por una mujer. Su amiga le mandó las últimas noticias de la oficina y le recalcó que la pasara lindo, que no pensara más en Manuel. Claro, qué otra cosa podía aconsejarle, si no sabía que estaba embarazada, que ella llevaba dentro suyo un hijo de Manuel y que su vida estaba unida con la de él para siempre.
Decidió que hasta que le viniera el sueño, aprovecharía para compaginar el reportaje. Mientras intentaba armar algo en su computadora con lo grabado, ingresó un mail en la bandeja de entrada de su correo. Miró bien. ¡Era de Manuel! Lo abrió desesperada.
«Si es urgente, podemos intentar hacer Skype a las doce de la noche de Italia», decía. En pocas líneas le contó que acababa de regresar del Gran Cañón y que ese mismo día empezaba las clases. Emilia miró su reloj. Faltaba más de una hora para eso. La diferencia horaria era un lío. Volvió a leer el mail buscando algo más que denotara el estado de ánimo de él. Era inestable y podía estar de buen humor o no. Pero no halló nada que le permitiera sacar una conclusión, aunque el escrito bastó para hacerla entrar en un estado de ansiedad tal que se le hizo difícil hilvanar ideas coherentes para armar el reportaje. Y mientras esperaba a que se hiciera la hora, se levantó de la silla una y mil veces, se tomó cinco tazas de té verde y releyó el correo siete veces. Conclusión: las doce de la noche se habían pasado por diez minutos, ella sólo había escrito una frase y estaba más histérica que nunca. ¿Cómo se le decía a un hombre que estaba embarazada cuando la última vez que estuvieron juntos él le había dicho que no estaba seguro de quererla? No podía estar en peor situación. Continuaba eligiendo las palabras con las que le explicaría… cuando escuchó la señal de su compu. Era Manuel, al fin. Lo aceptó, pero la transmisión de Skype era mala. Comunicarse estaba complicado y la imagen de Manuel se negaba a salir por la pantalla. Al menos, escuchaba su voz. Decidieron eliminar la pantalla y entenderse como si fuera una llamada normal. Ahora lo oyó claro:
—¿Cómo estás, Emilia?
La voz masculina y querida retumbando clara en el departamento le hizo dar un vuelco a su corazón.
—Bien. ¿Y vos? ¿Cómo te fue en el Gran Cañón?
—Espectacular. Pero llegué muy cansado y acá se lleva un ritmo de estudio tremendo. Los yankees son superexigentes. ¿Y a vos, cómo te está yendo en Italia? ¿Estás haciendo notas, verdad?
Ella le explicó durante unos minutos sobre su trabajo, pero lo cierto era que mientras lo hacía de forma verborrágica y nerviosa, sólo pensaba en qué frases usaría para darle la noticia importante. Finalmente, fue Manuel quien insistió sobre el verdadero motivo de la charla:
—¿Y? Contame… ¿Qué es lo importante que me querías decir? ¿Había algo por hablar, no? —al fin de cuentas para eso se había tomado la molestia de programar la charla en medio de las clases y a los apurones.
—Sí.
Silencio total.
—¿Estás ahí, Emilia?
—Sí.
—Te decía que me cuentes… ¿De qué querías hablar…?
—Mirá, Manuel, creo que estoy embarazada —dijo sin rodeos. No tenía sentido ponerle adornos a la noticia.
Ahora, el silencio total fue de él. Hasta que al fin explotó:
—¿Cómo que creés? ¿Esa era la noticia?
—Bueno, la verdad es que no lo creo, estoy segura. Sí, esa es la novedad.
Silencio… Más silencio… Hasta que:
—Pero… ¿cómo embarazada? ¡Si yo estoy acá!
—¡¡De antes, Manuel!! ¡De antes! ¡No seas infantil!
—¿No te habrás equivocado? Si vos tomabas pastillas.
—Sí, tomaba, pero acordate de que cuando fuimos al Tigre nos las olvidamos. Y no, no me equivoqué: ya me hice el test dos veces.
Otra vez silencio. Era evidente que Manuel estaba en shock. Al fin dijo:
—Emilia, me matás con esta noticia. Si había algo que no esperaba era esto —hizo un nuevo silencio y luego continuó—: ¿Y qué vas a hacer?
A Emilia la frase la lastimó. Significaba que consideraba este embarazo algo solamente de ella y que, además, Manuel creía que existía una posibilidad de que no naciera. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Por suerte, no habían podido conectar la cámara y no la vería. Le respondió quebrada y enojada:
—Nada, tenerlo. ¿Acaso hay otra opción?
—¿Tenerlo así como así?
—Sí.
—No sé. Un hijo es para toda la vida Y vos sabés que nosotros dos no estamos… No somos… Vos y yo, cuando me vine a Estados Unidos, nos dimos un tiempo.
—Ya sé. Comprendo perfectamente. Pero creí que tenías que saberlo.
—Mirá, para mí, en este momento de mi vida, esto es una locura. Jamás me imaginé vivir algo así —señaló él.
—Entiendo, yo tampoco. Pero, ¿qué querés que hagamos? Así están las cosas —añadió Emilia.
—¿Hacer? Yo tengo aquí para varios meses más. Por ahora, no voy a regresar a Argentina.
—Manuel, yo ni siquiera estoy en Argentina. ¿O ya te lo olvidaste?
—No, no…
Con el desconcierto en que la charla lo había sumido, era evidente que sí.
—Pero si querés, podés venir a Italia —se animó a proponer Emilia.
Él no lo dudó ni un instante:
—Imposible, Emilia, estoy en medio del curso. El presentismo es determinante.
—Si querés, puedo ir yo.
—¿A Arizona…? ¿Para qué?
—Para hablar.
—Acá, en la universidad, todo el día es estudio. Y no serviría de nada.
Tenía razón. Las opciones que le propuso eran ridículas.
Manuel continuó:
—Además, ya te dije: no sé qué quiero hacer de mi vida, salvo lo que estoy haciendo ahora acá.
—Entonces, no tenemos más de qué hablar —dijo ella terminante.
—No te enojes. No te estoy diciendo que me voy a borrar, no. Yo puedo ayudarte…
—¿Ayudarme…? Yo quiero un hombre a mi lado. Si no estás seguro de eso, olvidate de todo.
Emilia respondía con dureza, pero lo cierto era que hacía minutos que estaba al borde de las lágrimas. El gusto de su boca era salado y tenía un nudo en la garganta que casi no le permitía pronunciar bien la frase.
Un nuevo silencio se hizo presente hasta que Manuel propuso:
—Lo mejor será que nos tranquilicemos y hablemos de nuevo en un par de días. Necesito hacerme a la idea. ¡Pero, ojo, eh! ¡No me estoy borrando!
—Como quieras —dijo secamente Emilia y cortó primero, apurada. Quería llorar.
Y lo hizo desconsoladamente. La charla había salido mal. Aunque no esperaba otra cosa de él, era difícil aceptarlo. Así se la pasó gran parte de la noche y en varias oportunidades estuvo a punto de escribirle a Sofi y a su padre para contarles todo. Pero se contuvo: aún no se sentía preparada para eso. ¿Quién sabe qué barbaridad podía aconsejarle su amiga si se enteraba de que estaba embarazada y qué ataque de locura podía darle a su padre si se lo decía por mail? Lo mejor sería dejar pasar unos días más.
Era la madrugada y ella, tirada en la cama, aún lloraba cuando recordó que por la mañana debía entregar en la editorial lo que ya tenía escrito. Y entre lágrimas hizo un esfuerzo por dormirse. Sería una semana dura y decisiva, aunque no sospechaba cuánto. Su imaginación jamás hubiera podido volar tan lejos. Su corazón se hallaba demasiado lastimado para hacerlo.
El hombre joven
El hombre joven se despierta. Es martes. Abre la ventana de su cuarto y el aroma de la ciudad de Florencia lo envuelve. Aspira con los ojos cerrados y puede identificar en el aire la mezcla del olor a flores de primavera junto al del yeso de las construcciones modernas y al de los ladrillos de las antiguas. Hasta él también llega el aroma del pan recién horneado de la panadería de la esquina y hasta una nota de gasoil de algún automóvil fuera de punto. Y sí… el aroma de Florencia es esto y mucho más. Y a él siempre le había encantado.
Va al baño y se lava la cara. Se mira en el espejo. El día será difícil. Se acerca a la cómoda y realiza su ritual de todas las mañanas. Cada persona tiene los suyos; algunos dan fuerzas; otros las quitan. Aunque esos dos rostros sonrientes ya no estén en este mundo, él siente que se carga de energía cuando besa los dos portarretratos. Aunque sólo sea un beso y una caricia hecha con el dedo índice a ese pedazo de vidrio que recubre las dos fotos, a él le sirve; es su liturgia de recordar y siempre será así.
Se dirige al placard y elige su mejor traje. Se saca el pijama celeste de pantalones cortos y se pone la camisa blanca.
Él, que siempre estaba entre creer y no creer, esa mañana irá a misa, porque después de la desgracia, al revés de otros, ha empezado a creer. Tiene que haber un Dios, tiene que haber un lugar de luz donde reencontrarnos con los que se han ido de este mundo. Su esposa Patricia y su hijito Carlo no pueden estar vagando por la nebulosa o simplemente haber dejado de existir; han sido personas demasiado bellas como para eso. Toma la invitación con la mano; allí está la hora y mira para confirmarla. Pero la realidad es que la sabe de memoria, la tiene grabada desde el día en que le entregaron la esquela. Volver a leerla le da un pequeño, tonto y esperanzador regocijo. Es recordar una vez más que ellos existieron, es pensar que otros también los recordarán, que no olvidarán que alguna vez Patricia y Carlo estuvieron aquí.
La muerte. ¡La muerte! La muerte… Hay que saber lidiar con ella. Y su manera es honrando la vida.
Sobre el cartón blanco, las letras saltan a su vista dándole la caricia del recuerdo, la única que tienen los que sufren ausencias perennes.
«La iglesia de la Santa Croce los espera el martes 11 de marzo, a las 9 horas, a la misa por los muertos en Atocha.»
Abajo se lee la larga lista de 192 nombres entre los que están los de su esposa Patricia y de su hijo Carlo.
A los 1858 heridos no se los nombra; ellos, aunque con sus heridas de toda clase, tienen la ventura de todavía estar aquí, con sus seres queridos, disfrutando del sol.
Toma su café despacio, como preparándose para una batalla. Pero lo cierto es que esa mañana ya se ha desatado y ahuyenta los fantasmas como puede. Ensañados, le llenan la cabeza con interrogantes. ¿Ella y su hijo habían sufrido? ¿Habían llegado a tener miedo? ¿Patricia había tenido tiempo de abrazar a Carlo antes de…? Se tapa la cara con las dos manos; hoy es el día difícil del año.
Termina de tomar el fuerte líquido negro de su taza y sale a la calle. Por ellos dos continúa con la vida, por ellos dos sigue adelante. Esa es su manera de recordarlos, de revivirlos.
* * *
Dos horas más tarde, el hombre joven baja las escalinatas de la iglesia. Ha dejado gran parte de su peso interior dentro del antiguo edificio, ha aprendido a hacerlo después de sufrir mucho. La vida continúa, nunca igual, pero continúa. Él la honra con esfuerzo y ganas; es su manera de enfrentar la desgracia. «Cada cual tiene la suya y cada uno hace lo que puede», se dice a sí mismo mientras parte a su trabajo. Allí lo esperan.