Capítulo 5

Los recuerdos verdaderos parecían fantasmas, mientras los falsos eran tan convincentes que sustituían a la realidad.

Gabriel García Márquez, Doce cuentos peregrinos

Piacenza, 2008

Día 2

En la cocina del castillo del conde Berni, las empleadas sorteaban a cara o cruz con una moneda cuál de ellas iría a preguntarle al viejo si ya se hallaba listo para la cena. Para el hombre, el día había sido malo. Y ellas, que habían tenido que soportar más de una explosión de cólera, ahora que la comida estaba lista, no querían acercarse a su despacho.

Sentado en el sillón del escritorio, con la copa de vino en la mano, Benito Berni terminó su ritual nocturno de puntear los objetos de su lista. La cuenta regresiva que inexorablemente se llevaría su vida avanzaba y saberlo lo tenía más sumergido que nunca en sus recuerdos.

La mucama designada por la moneda salió de la cocina, tomó coraje y se presentó ante su patrón:

—Señor, la comida está lista. ¿Se la sirvo?

Él le respondió con otra pregunta:

—Señorita…, ¿piensa que esa lámina del puente Vecchio desentona con el resto de la decoración de la sala? —dijo señalando el dibujo que colgaba frente a él. Era uno de los pocos objetos que él había agregado a los adornos del castillo. Lo había comprado siendo muy joven y esa noche la imagen lo llenaba de recuerdos.

A la chica le sorprendió la pregunta y también, la amabilidad.

—No desentona y me parece muy bonita. Siempre es agradable mirar el puente Vecchio —dijo ella recordando cómo le gustaba caminar por el lugar de la mano con su novio. Luego, aprovechando el buen humor de su patrón, le preguntó:

—¿Le pongo la mesa en el salón dorado?

—Sí —dijo Berni y su mirada se perdió en la figura del puente… Más precisamente cuando corría 1954…

Florencia, 1954

Benito Berni se sintió extraño al caminar por Florencia después de una ausencia de largos años. Transitar por sus calles con veinte años le producía una serie de sentimientos encontrados. Se sentía satisfecho de haber podido vencer las estocadas del pasado y finalmente haberse animado a volver a este terruño. Regresaba con sus lisiaduras emocionales, las que le habían quedado de sus recuerdos traumáticos, pero asimismo sentía un gran placer de estar allí; oír todo el tiempo a su alrededor el idioma que había hablado de niño lo confortaba.

Después de la guerra, Italia había cambiado y Florencia era parte de ello. Porque lo único que realmente estaba igual tras los bombardeos era el puente Vecchio. Nadie se había animado a tocarlo por bello y antiguo. Ni los aliados lo habían bombardeado, ni los alemanes lo habían volado como habían hecho con todos los demás puentes de la ciudad en agosto de 1944, cuando, en el intento por retrasar el ingreso de los aliados, casi al final de la guerra, no habían dejado en pie ni siquiera el puente de la Trinidad, construido por Bartolomeo Ammannati a mediados del siglo XVI. Pero para Benito, lo más extraño era que por primera vez pisaba Florencia siendo adulto y todo lo que antes le parecía inmenso, ahora lo veía pequeño. No era para menos. Tenía barba rubia, medía más de un metro ochenta y parecía más grande de lo que en verdad era; se había convertido en un atractivo hombretón como lo había sido su padre. En eso, había salido a él. Lo vivido lo había hecho madurar más rápido y se notaba en su físico. Junto a los partisanos, había pasado más de dos años de lucha volando puentes, interceptando camiones, atacando alemanes; viviendo en cuevas, bajo los árboles, en las montañas; pasando frío y hambre; comiendo muchas veces raíces. En su afán de perseguir la victoria contra el odiado ejército germánico sufrió todo tipo de inclemencias, pero cuando todo hubo terminado y al fin los alemanes huyeron perdidosos, él, con apenas catorce años recién cumplidos y sin saber qué hacer con su vida, se dejó convencer por dos de los hombres del grupo rebelde y se marchó con ellos a la Unión Soviética atraído por las ideas comunistas. Pero después de más de cinco años de sacrificio, en los que tuvo al partido por dios, trabajó duramente noches y días en una fábrica de velas por unos pocos rublos, donde aprendió a hablar con fluidez el ruso, decidió regresar a Italia. Y ahora, de Rusia, sólo le quedaba el recuerdo de las largas horas de trabajo en medio de una alegre camaradería en la manufacturera y dos aprendizajes vitales: beber alcohol en exceso sin llegar a emborracharse y disfrutar del cuerpo de una mujer, porque las rusas, mucho más liberales que las italianas, le habían enseñado todo lo que un hombre necesitaba saber sobre sexo.

Caminaba mirando con interés los detalles de la ciudad cuando decidió sentarse en la plaza de la Signoria y descansar. Desde allí alcanzó a ver a una muchacha que vendía láminas dibujadas por ella misma. Eran de paisajes italianos y de lugares de Florencia. Se acercó para observarlas mejor: una del puente Vecchio le gustó mucho. Ese puente era el único lugar que recordaba con claridad de sus visitas de niño a Florencia. Le preguntó el precio y le pareció razonable; estaba bien hecha y la compró. Tenerla en sus manos lo hizo emocionar porque era la primera vez en su vida que compraba algo que no fuera ropa o comida. Compró un objeto, y no cualquiera. Este era parte del plan que comenzaba a urdir. Porque no había regresado a Italia a tientas y a locas, sino con un propósito: llenar el vacío que lo aquejaba. Tenía suficiente dinero ahorrado como para subsistir por unos meses y dedicarse a averiguar qué había sido de sus hermanas, qué había pasado con el castillo de su familia e interiorizarse sobre si, al morir, su padre había dejado otras propiedades.

Benito pensó que todos los conocidos lo darían por muerto. En un primer momento, había estado tentado de regresar a Piacenza para encontrar una punta de su investigación. Pero como no sabía qué podía encontrar allí, lo mejor sería que muy pocos se enteraran de su vuelta. No quería que nadie lo importunara preguntándole qué había sido de él. Decidió, entonces, encaminarse hacia Florencia porque tenía el débil recuerdo de que allí su padre visitaba a uno de sus notarios; él, incluso, lo había acompañado una vez durante la firma de los papeles de la compra de unas propiedades florentinas. Y también, porque estaba casi seguro de que Rodolfo Pieri, el profesor de pintura, había tenido allí una pequeñísima academia, o algo así, donde impartía clases de arte. El hombre siempre hablaba orgulloso de eso.

A pesar de los años transcurridos, a Benito no se le olvidaba Rodolfo Pieri. Pensaba encontrarlo como fuera.

* * *

Por la tarde, después de haberse pasado el día familiarizándose con la ciudad y visitando algunas dependencias de gobierno en su afán de lograr la información que buscaba, Benito se dirigió a la casa del notario de apellido Moncatti. En la estación de carabinieri, donde funcionaba la oficina de ayuda para los que buscaban seres queridos perdidos durante la guerra, le habían dado el dato de ese escribano. Buscando entre la cantidad tremenda de papeles que tenían, había surgido el nombre de una familia de escribanos, los Moncatti. El apellido figuraba en muchas de las transacciones que las familias nobles habían concretado en los últimos años. Benito, al decirle su nombre a la mujer que lo atendió en la oficina de gobierno, logró, además, que le confirmara su propia identidad con los datos del archivo. Ella le aseveró con certeza que Benito Berni era el conde de Ciccolo. Así figuraba Mario Berni en las escrituras; por lo tanto, también le correspondía a él ese título. Una situación más para aprovechar de su regreso a Italia, pensaba, mientras caminaba rumbo a la casa del notario, un tanto asombrado.

Cuando llegó a la casona del escribano, golpeó la puerta con el llamador de bronce. Un hombre pequeño, de bigotes, lo atendió. Benito se presentó por su apellido y de inmediato recibió un trato deferente.

Una hora después, el incrédulo actuario Marcelo Moncatti, quien todavía no caía en sí por la aparición del joven, le reveló que su padre, y antes, su abuelo, atendían los asuntos legales de la noble familia Berni. La suya, compuesta de notarios, siempre había estado al servicio de los condes de Ciccolo. Él administraba las propiedades de Florencia, mientras que su hermano Giuliano, las de Roma.

—Es un milagro que usted esté vivo, joven Berni. Pensamos que las únicas que se habían salvado eran sus hermanas Lucrecia y Lucila. La beba falleció en la misma semana que se la quitaron a sus padres.

—¿Está usted seguro? —preguntó, a pesar de que era lo que siempre había sospechado.

—Sí, la señora Campoli nos relató pormenorizadamente lo ocurrido aquel día. Mi hermano y yo, se lo aseguro, lamentamos mucho las muertes de sus padres.

—¿Qué sabe de la mujer de Campoli? —preguntó y la imagen de la esposa del jardinero vino a su mente con nitidez.

—Ella vive en la misma casa donde siempre lo hizo, dentro de la propiedad del castillo. La señora Campoli realiza tareas de manutención del inmueble. Como le expliqué, sus servicios son solventados con el dinero de la renta que generan las tierras de su padre. Las mellizas, claro, también reciben su beneficio.

Benito escuchaba y se sorprendía gratamente. La señora Campoli era una buena mujer y él la recordaba con cariño. Pero le costaba entender todos los hechos sucedidos en su ausencia.

—¿Mis hermanas fueron adoptadas por una familia en Bologna?

—Sí, por sugerencia de su tío. Para solventar su manutención, ellas reciben una renta mensual. Así lo decidimos con el notario de Piacenza. ¿Quiere que le haga una cita con las niñas? ¿Está preparado para un encuentro con ellas?

—No todavía; yo le avisaré. Además, aún no iré a Bologna. No quiero hacer de mi caso un circo y tener a todos detrás de mí pidiéndome explicaciones de qué fue lo que sucedió en mi vida.

—Sí, lo entiendo, no se preocupe. Pero le digo que ahora que sabemos que usted vive, también recibirá la parte que le toca de esa renta.

—¿Renta para mí?

—Así es.

—¿De qué monto?

—La suma no lo hará millonario, pero le permitirá vivir holgadamente, salvo que usted decida vender el castillo o alguna propiedad. En ese caso, tendrá que respetar, como bien lo supondrá, la proporción de sus hermanas.

—No estoy pensando en venderlo; tampoco en instalarme aquí. He decidió probar suerte en Roma. Quiero poner en esa ciudad un negocio de antigüedades.

—¡Excelente idea, joven Berni! Pero como sea, es una alegría saber que usted está vivo. Aquí me tiene a su disposición, como lo estuve para su padre. No dude en pedirme ayuda para lo que considere necesario.

Pensó que era una buena oportunidad para conseguir la información que buscaba:

—Hay algunas personas que conocía y me gustaría saber qué ha sido de ellas… parientes, amigos, profesores… —dijo la última palabra con aprehensión.

—Anóteme los nombres y esta misma semana le averiguaré los paraderos e información útil para rastrearlos —sugirió extendiéndole un papel. Y agregó—: Italia comienza a ponerse de pie después de la guerra y es muy importante que la gente pueda recuperar sus propiedades y reencontrarse con sus seres queridos.

Al despedir al muchacho con un apretón de manos, observó la lámina que Benito portaba en un rollo.

—Veo que le gustan los dibujos —dijo el notario.

—Sí, lo acabo de comprar. Es el puente Vecchio —contestó Benito.

—Lugar bello y querido para los florentinos.

—Sí, sobre todo porque es el único puente que los alemanes dejaron en pie antes de irse —señaló Benito con rabia, sin poder contenerse.

—Así es. Y es bueno recordarlo con pinturas y centrarse en lo que quedó, no en lo que ya no está. Es difícil vivir con odio.

—¿No cree que a veces el odio es necesario para subsistir?

El comentario del muchacho le dio pena; era demasiado joven para pensar así. Moncatti le respondió:

—El odio es el reflector que muestra los tristes sucesos de nuestra vida, esos que deberían ser confinados a la oscuridad del olvido.

Benito se quedó pensando, pero no le respondió. No opinaba igual; si él no tuviera sed de venganza, no tendría deseos de vivir. Si los tristes sucesos iban a parar al olvido, él no tendría ni una sola razón para vivir.

En pocos minutos, Benito caminaba por la calle nuevamente. Estaba conforme con la reunión; había salido mejor de lo que esperaba. Sus hermanas estaban vivas y bien cuidadas por una familia adoptiva, el castillo aún estaba en pie y custodiado por la señora Campoli. Él comenzaría a recibir una renta de las propiedades y le averiguarían qué había sido de Rodolfo Pieri. Porque no se olvidaba de la promesa que se había hecho a sí mismo; ese maldito hombre pagaría por lo que había hecho. Pieri había destruido su mundo y el de su familia; era el culpable de la muerte de sus padres. Había llevado a los asesinos a su casa y se había robado los objetos queridos que por años habían sido de los Berni… las copas de plata, la colección etrusca, los cuadros La pastora y El maestro Fiore y el retrato de Boldini… Se sorprendía cómo la mera evocación de Pieri le hacía aflorar a la superficie datos y detalles de esa época que por momentos creía olvidados. Entonces, también le vino a la memoria la frase del notario: «El odio es la luz que ilumina los tristes sucesos de nuestra vida que deberían ser confinados a la oscuridad del olvido». Pero él no quería olvidar, quería vengarse. Aunque no imaginó cuán caro sería el precio.