“La confiscación de la propiedad de los unitarios era un clásico instrumento de Rosas y un premio para los protegidos. A estas ventas asistían los miembros de la Mazorca, quienes arreglaban entre ellos la asignación de los artículos, propiedades y, ofertando por ellos, se aseguraban la posesión; los demás participantes eran ahuyentados por el solo temor de su presencia.”
John Lynch, Juan Manuel de Rosas
Al finalizar el año 44, Juan Manuel Beruti hizo constar en sus Memorias que, a pesar de la guerra contra Montevideo, Buenos Aires estaba “muy tranquila, aunque muy pobre de habitantes, por falta de gente del país que se halla emigrada”. Si bien el comercio estaba paralizado, se alegraba de que hubiesen cesado insultos y agravios, y dejado de lado embargos, confiscaciones y degüellos.
Durante la primera mitad de 1845, ni los Lezama ni Luz notaron la presencia del mazorquero que se dedicaba a seguirla disimuladamente. Por suerte para la empresa en que estaban inmersos —sacar a través del puerto a aquellos que querían exiliarse por “hacérseles incómodo vivir en su Patria”— su producción de visados y pasaportes falsos no llegó a ser detectada. Quizás eso se debiera a que Luz jamás llevaba consigo aquellos documentos: generalmente eran sus primos quienes, cuando no estaba Harrison, iban a su casa a retirarlos.
Por idea de Martín, los destinatarios no los conocían personalmente ni sabían sus nombres. La entrega nunca la hacía la misma persona, sino que la distribuían cada semana a través de diferentes colaboradores. Habían inventado un sistema con el cura de La Matanza —que pasaba por ser “federal neto”— y que ponía a la vista de todos, en el modesto atrio de su capilla, una caja cerrada con candado, cuya llave, para los feligreses, sólo él guardaba. La gente depositaba por la ranura un pedido de oraciones que les serían dedicadas en la misa diaria a nombre del suplicante; quien necesitara pasaportes, dejaba en la urna un sobre con los datos que debían constar en ellos, que luego les harían llegar por algún miembro del grupo, elegido por turno; de tal modo, variando las personas encargadas de recibir, entregar, retirar y distribuir, habían conseguido mantener eficazmente el anonimato.
En realidad, a pedido del mismo cura —que no descartaba despertar sospechas en algún momento—, Martín contaba con un duplicado de la famosa llave, que resguardaba el pulpero de su barrio a cambio de unas monedas semanales; era práctica corriente que gauchos, arrieros o morenas que desconfiaban de su hombre usaran la pulpería, a veces como montepío, a veces como banca, temiendo algún infortunio. Mediante un papel con un lema convenido, cualquier amigo o pariente podía retirar lo guardado sin problemas. Era un servicio que algunos comerciantes ofrecían a su clientela, pues los sin recursos no podían acudir a notarios y abogados.
El mazorquero Macías, apodado “el Degollador”, había quedado prendado de la belleza de Luz desde la noche en que la viera a la salida del teatro. Se molestó por la altanería con que lo despidió Harrison y desconfió del aquel zaparrastroso rengo que resultó ser su pariente.
Un instinto adormecido le desperezó el ánimo y se juró indagar sobre ella. Se quedó fumando en las sombras y luego, desde lejos, los siguió a caballo hasta averiguar dónde vivían.
Había reconocido al inglés como personaje habitual en las oficinas del Restaurador. Pero mientras cabalgaba al reparo de la arboleda se preguntó por qué nunca había visto a la mujer del gringo, siendo una criolla de tanto porte, en los salones de Palermo.
Ninguno de ellos —el que dirigía el coche, la escolta, los que iban dentro de él— había notado que los seguía. Y mucho menos que quedó al acecho, mientras las nubes que encapotaban el cielo iban plasmando sobre la tierra una oscuridad tan densa como el plomo.
Esperó hasta el alba para seguir al rengo, pero aquel rotoso al que la joven llamó “primo” no había abandonado la casa ni con el último canto del sereno. Decepcionado, tiró el cigarro que le quemaba los dedos y se retiró a su quinta, ganada con la sangre de tantos degollados.
Así, sin que Luz lo supiera, sin que Harrison lo notara —pues el mazorquero sabía hacer su trabajo—, la casa de la Recoleta pronto no tuvo misterios para él, ni las salidas ni los lugares habituales a los que ella se dirigía.
Mediado el año 45, Martín, Gonzalo y Luz pensaron abandonar la tarea de visados y pasaportes falsos ante la escasez de encargos, debido a los controles del gobierno.
Una tarde, Harrison dejó a Luz, acompañada por Gracia, en la puerta de la Librería de Ortiz y siguió hacia a su negocio.
Mientras el coche desaparecía por la esquina y ella se acomodaba la falda del vestido, Macías salió de un portal vecino y le impidió el paso. Sorprendida ante la audacia del mazorquero, lo miró detenidamente y sintió un escalofrío, pues no creía en las casualidades: reconoció al individuo que había maltratado a Gonzalo a la salida del teatro y que Harrison despidiera con firmeza. Ahora, demasiado cerca de ella, impidiéndole entrar a la tienda con el brazo apoyado en la pared, la miraba directamente a los ojos.
Reaccionando, dijo, cortante:
—Déjeme pasar —y agregó, haciéndole saber que recordaba su nombre—, Macías.
Él se atusó el bigote en punta, y mirándola de una forma que suponía seductora, dijo a media voz:
—No se encocore tanto, yo sé en lo que usté anda…
Pálida, pero sin la menor expresión, ella replicó:
—Yo también sé en qué anda usted.
Era una baladronada, pero en un segundo había intuido que semejante hombre debía tener mucho que esconder, y el recelo en sus facciones se lo confirmó.
En aquel momento Gracia, que había entrado a la librería, regresaba con el dependiente, un joven buen mozo y atildado, de aquellos que los federales llamaban “paquete de frac”.
—Doña Luz, la esperamos. El señor Ortiz tiene unos libros para usted —y, tomándola del codo, el joven interpuso su cuerpo entre el mazorquero y ella y la guió hasta el fondo de la librería, donde el dueño transpiraba de nervios.
Le ofrecieron asiento, esperaron unos minutos, el dependiente fue a ver si se veía al facineroso por las inmediaciones, y finalmente le sirvieron un vasito de agua para que se repusiera.
Cuando regresaron a la casa, Gracia obedeció a su ama y no comentó nada a Owen, pero preguntó, con la astucia propia de las mujeres en peligro:
—Y si el patrón se entera por ái, ¿no será peorcito?
—Me arriesgaré —respondió ella.
A pesar de que desesperaba por hablar con sus primos, decidió quedarse quieta, no mandar recados ni criados en busca de ellos, para no exponerlos. Cuando Harrison llegó aquella noche, preguntó, como de pasada:
—¿Conseguiste algo para Sebastián? —y al encontrar un libro bellamente encuadernado sobre la mesita, se puso a hojearlo—. Viaje de América por Chateaubriand —leyó, e inquirió sin mirarla—: ¿Todo bien?
Ella, que le servía el brandy del anochecer, le dio un beso en la mejilla.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Ha sucedido algo?
—En esta ciudad nunca se sabe —dijo él, sonriéndole y mirándola a los ojos.
Siguiendo un impulso, Luz lo abrazó, manteniéndolo cerca de ella unos segundos, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿A qué se debe tanta pasión? —dijo él suavemente.
—Te amo… ¡te amo tanto!
—Seguramente has hecho algo que me molestará, pero ante semejante confesión te absuelvo a ciegas.
La abrazó apretadamente, apoyando la barbilla en su hombro, ambos emocionados.
—Sabes que puedes contar conmigo, ¿verdad, mi amor? —le murmuró al oído.
Llorando, Luz asintió con la cabeza. Él la besó tiernamente en el cuello, apartándole el cabello, y la tranquilizó.
—Puedo esperar. Algún día me lo dirás.
Tristán y Amanda entraron a saludar al padre, y Luz les dio la espalda mientras se secaba las lágrimas con los nudillos.
Al día siguiente, Gonzalo y Martín llegaron temprano, pues se habían enterado por el joven de la librería de lo que había pasado la tarde anterior.
Luz se encerró con ellos en el estudio de pintura y hablaron largamente sobre Macías y cuánto podría saber.
—Estoy seguro de que no sabe nada —dijo Gonzalo—; de otra manera no estaríamos acá hablando y al cura de La Matanza le habrían despellejado la crisma en Santos Lugares.
—Yo tengo mis dudas… —terció Martín—; Rosas es impredecible. Mira lo que sucedió con el capitán Jimeno. Lo avergonzó a través La Gaceta, pero ya ven, lo dejó en libertad.
—Quizás sea una trampa para apresar a los que acuden a él… —reflexionó Luz
El capitán de Puerto, Jimeno, solía pasar a través del río a familias unitarias, pidiendo a veces, no dinero, sino sus propiedades —en ventas legales— muy por debajo del precio real. Descubierto por el gobernador, éste hizo publicar un artículo en La Gaceta Mercantil, denunciando el tema, pero sin interponerse en el “negocio”. Con aquello, casi todos los que deseaban cruzar el Plata dejaron de buscar su ayuda.
Los Lezama se quedaron a almorzar con Luz y cuando sus sobrinos fueron enviados a dormir la siesta se atrincheraron en el estudio para disponer un plan para que aquel hombre siniestro no volviera a sorprenderlos.
Mientras Gracia les cebaba mate, Gonzalo, a quien todavía le enfurecía que aquel asesino le hubiera puesto la mano encima, recordó haber visto al mazorquero cerca de una casa de citas, por la zona de los tambos.
—Es más, la semana pasada vi salir a ese hijo de puta de ahí más borracho que un tonel.
—Pondré vigilancia —decidió Martín.
Levantándose, Luz tomó una cartulina pequeña y con varios trazos hizo un retrato a carbonilla del hombre.
—Que no sea Gonzalo quien lo busque en la calle; ése tiene ojos en el pescuezo; podría reconocerlo y sospechar algo. Muéstrales este dibujo a tus espías. Pero, por favor, que sea hoy mismo. Tengo miedo por mis hijos y no quiero involucrar a Harri. Me siento mal por ocultarle lo de ayer.
—No temas por lo de los pasaportes; creo que, como dice Gonzalo, no tiene la más remota idea de lo que hacemos. Seguramente quiso asustarte con denunciarte como unitaria. Porque no se interesa por nosotros ni por tu marido. El problema es que se ha encaprichado contigo. Y créeme, eso es lo que más miedo me da —indicó Martín—. Así que no salgas ni te muestres por las ventanas, que si vigila la casa tenga que exponerse a ser visto. Y te juro que la va a pagar —aseguró—: Por ti y por lo que le hizo a Gonzalo.
—Eh, que a pesar de mi pierna puedo arreglármelas solo… —se fastidió su hermano.
—No te quejes; tendrás tu parte en el convite…
Dejaron la casa antes de que llegara Harrison.
Esa misma noche, sin que Macías se diera cuenta, los amigos de Martín comenzaron a seguirlo según la consigna: “Al enemigo, siempre sobre su rastro”.
Dos días después, Luz escuchó una algarabía en los bajos de las Barrancas, donde se juntaban las lavanderas. Vio una partida de policías que sacaban un cadáver del río y llamó a Gracia para averiguar si era un vecino. La correntada solía dejar en la pequeña ensenada los cuerpos que la Mazorca tiraba más arriba de la corriente, aunque esto, en los últimos tiempos, no sucedía tan seguido como años atrás.
Hizo entrar a los niños y a las criadas que andaban por los establos y esperó, impresionada, a Gracia, quien regresó temblando y balbuceó: “Es él, es él”.
—¿El mazorquero? —dijo, echando mano a la cruz que llevaba al cuello; quizás, pensó, sus primos lo habían matado al encontrarlo cerca de la casa, ya que ni Osorios ni Lezamas dejaban que otros lavaran sus agravios.
Pero la muchacha, con la voz trémula, la sacó del error:
—Es el mocito de la librería —susurró para que sólo ella la escuchara—. Lo acuchillaron por todos lados; parece que lo dejaron sin sangre…
Luz se dejó caer en un banco, temblando; el asesino, indudablemente, era Macías, y el haber dejado el cuerpo bajo su terraza era algo más que una amenaza: era también un mensaje.