“Algo mejor ocurre en 1845. Mientras la escuadra franco-británica apresa a nuestros barcos frente a Montevideo, Rosas en lugar de las represalias de cajón, cuenta el inglés Mac Cann ‘alivió la situación de los comerciantes extranjeros —casi todos ingleses— liberándolos de impuestos’.
‘Ser inglés entonces; ¡qué pichincha!’, confiesa el sobrino de Rosas, Mansilla.”
Luis Franco, Antes y después de Caseros
Muchos años antes de que los británicos firmaran con Rosas el “Tratado de no Intervención” —comprometiéndose a no proteger, colaborar o conspirar con los unitarios contra el gobernador de Buenos Aires—, habían firmado otro con la entonces naciente República del Uruguay, donde se obligaban a apoyar su territorialidad y en caso de ser invadidos por potencias extranjeras, a intervenir.
Las acciones de Rosas y Oribe, además del bloqueo del Uruguay —en detrimento también de Paraguay, Misiones, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe— obligaron al Foreign Office a cumplir lo pactado en los años 20, y plegarse al bloqueo del puerto de Buenos Aires. Se dio entonces un raro caso: mientras el Foreign Office respaldaba al presidente uruguayo —Fructuoso Rivera— los ingleses residentes en la otra orilla del Plata apoyaban a Juan Manuel de Rosas.
La noche en que Martín y Gonzalo decidieron ir tras Macías, Luz se desveló rogando que nada les sucediera.
Brian había ido a una reunión de ingleses para tratar el espinoso tema del bloqueo y al despedirse con un beso le advirtió que no lo esperara despierta, pues llegaría muy tarde.
Desde la ventana del dormitorio, con las luces apagadas, pero insomne, Luz contemplaba la luna sobre el paño de la noche bordado de estrellas.
Estaba rezando las Estaciones Mayores de las Llagas de Cristo —las más preciadas por las Almas del Purgatorio— mientras murmuraba “Eterno Padre Mío, te ofrezco las llagas de Nuestro Señor…” cuando escuchó ruido de cascos y voces amortiguadas en el camino de los establos. Corrió descalza, el cabello sujeto con una redecilla y en deshabillé, hasta la ventana que daba al patio. Quedó azorada y retrocedió para no ser vista; era el coche de Brian.
Como pillada en delito, regresó al dormitorio con el estómago desmadejado y la boca seca. Se sentó en la cama, incapaz de pensar claramente; peor aún… ¡incapaz de inventar algún cuento para justificar su estado de nervios!
Escuchó a los perros recibiéndolo, la puerta del escritorio, ruido de abrir y cerrar cajones. Cada sonido marcaba una actitud tan normal de su esposo que comenzó a tranquilizarse: no parecía enterado de nada.
Dio un profundo suspiro, tomó un trago de agua, quitó el cobertor de la cama y se recostó como si estuviese esperándolo; hasta tuvo tiempo de tomar un libro mientras lo oía subir la escalera y abrir la puerta con sigilo.
Al ver la lámpara encendida, Harrison se detuvo en el marco, sonriendo.
—Parezco un marido infiel que regresa esperando encontrar dormida a su mujer —bromeó; cerró sin ruido para no despertar a los niños y se acercó a ella aflojándose el lazo de la camisa. Mientras se quitaba los gemelos, se sentó a su lado, se sacó los botines y, contrariando su costumbre, los lanzó lejos de la alfombra: estaban embarrados. Luz presintió algo extraño, pero él se comportaba con tanta naturalidad…
¿Y si llegaban sus primos, como habían dispuesto, qué haría? ¿Confesarle la verdad, reconocer que le había mentido, que le había ocultado la amenaza del mazorquero? ¿Confesar, a aquel hombre generoso y protector, que lo había engañado —como antaño con su hermano Fernando, ahora con sus primos— para conspirar contra el gobierno?
—Ha sido un largo día —dijo él, pasándole un brazo por la cintura y sentándola sobre sus rodillas.
“Si me mira a los ojos no podré mentirle…”, pensó ella; se dejó abrazar, maldiciendo para sus adentros ese carácter suyo, que siempre la metía en líos y en cosas que él no aprobaba. Brian dijo algo en tono tranquilizador y, desconcertada, le preguntó:
—¿Qué dijiste…?
—Que todo acabó: Macías está muerto, el joven de la librería ha sido vengado, pero tus primos… —no alcanzó a terminar la frase porque Luz, en un segundo, pasó del propósito de enmienda a la furia.
—¡Maldito gringo taimado, me has tenido engañada, me has espiado, me has hecho seguir, me…!
Intentó golpearlo en el rostro, pero él, divertido, le aferró los puños con fuerza y la mantuvo abrazada.
—Miren quién habla de engaño y de mentiras —se burló—. La reina de las astucias, la emperatriz de las aventureras… —mientras la mantenía sujeta, la besó en el cuello y le advirtió—: No discutas conmigo; te perdono si me perdonas —y, recostándola en la cama, la mantuvo entre sus brazos hasta que sintió que se calmaba.
Al rato, ella preguntó, todavía resentida:
—¿Y Martín y Gonzalo?
—Tan molestos como tú, pero vivos. Si te suelto, ¿prometes no arañarme?
Reteniendo una sonrisa, y tranquilizada al saber que sus primos estaban a salvo, le contestó:
—Lo dejaré pasar por esta noche.
Apilaron varios almohadones, ella buscó la botella de whisky y los vasos y se acomodó para escuchar los acontecimientos que habían llevado a Harrison hasta las ruinas donde el destino había alcanzado a Macías y sus hombres.
—Mi intención era acabar personalmente con él —confesó—, pero Martín se me adelantó unos segundos.
Luego de contener un bostezo, la provocó:
—¿Alguna pregunta que no pueda esperar hasta mañana? —y ante su silencio, reconoció—: Estoy cansado; no tengo edad para andar conspirando en medio de la noche.
Se durmió sin darse cuenta. Luz dejó en el suelo la botella y los vasos, lo cubrió con la manta, le acomodó el pelo con los dedos, lo besó en la frente y, luego de apagar el velador, se acostó abrazada a él.
Los acontecimientos de aquella noche habían comenzado días antes, cuando James Olivier, enterado de lo que había pasado en la Librería de Ortiz, citó a Harrison en su casa para interiorizarse de lo sucedido. Harrison quedó conmocionado, pues ignoraba el hecho y comentó a su amigo el encuentro con Gonzalo a la salida de teatro y la intervención de Macías. Cambiaron ideas y decidieron que el asunto era alarmante debido al resentimiento contra los británicos por la presencia de la Armada.
Harrison le confió que quizás hubiera un peligro mayor: sospechaba que su esposa y sus primos habían estado fraguando la catarata de pasaportes que denunciara La Gaceta Mercantil y quizás Macías los tenía vigilados.
Esa noche, al llegar a su casa, esperó que Luz se confiara a él, pero ella guardó silencio, como si nada enturbiara su vida. No la interrogó: era mejor dejarla volar a su antojo, que ya regresaría, como siempre, a él.
Fingiendo que dormía, sabiendo que tampoco ella podía conciliar el sueño, se puso a pensar cómo detener al mazorquero, que había cruzado el límite de lo tolerable. Y aunque lo encontró varias veces en Palermo, lo saludó sin expresión en el rostro, como hacía con la caterva que formaba aquel “ejército de las sombras”.
Sucedió en esos días que, por un descuido del mazorquero, Owen lo reconoció —en las cercanías de la mansión— como el sujeto que le había sostenido la mirada al patrón frente al teatro. Aquello despertó la suspicacia del galés, que puso a trabajar a algunos de sus hombres alrededor del parque, observando las furtivas maniobras de Macías. Cuando ya no tuvo dudas de lo que acontecía, se presentó en la oficina para que la señora no supiera lo que tenían que tratar.
Harrison quedó perturbado y decidió poner guardias ocultos en los techos con la excusa de que no quería ser sorprendido por los buques franceses subiendo por el brazo del río.
Aunque sin evidencias, seguía sospechando de ella y sus primos por el asunto de los pasaportes, y le aterraba pensar que los habían descubierto; sin embargo, se dijo, si ése fuera el caso estarían siguiendo a Gonzalo y Martín, circunstancia que Olivier, con su red de “confidenciales”, le aseguró que no sucedía.
Y una tarde que Luz y los niños salieron a andar a caballo por San Isidro entró en su cuarto de pintura y revisó cuidadosamente su gabinete hasta que descubrió en el fondo de una caja —que parecía contener sólo flores de papel— una escarcela de pana y en ella, una serie de diferentes plumas. Sin embargo, faltaban los sellos; siguió buscando hasta que, disimulado dentro de un pote de polvo de oro, descubrió un frasco de tinta “de uso oficial”.
Desde aquel día en La Severa, cuando intentó sincerar a los Lezama sobre el tema, y no logró sonsacarles palabra, la desconfianza lo tenía a maltraer. Aunque en apariencia todo se veía normal, aun las actividades de Luz, pensó que aquello no significaba nada: ella era demasiado inteligente para dejarse atrapar.
—Debería trabajar para el Foreign Office —masculló mientras cerraba los cajones cuidadosamente. Pero una pregunta inesperada lo dejó sin respiración: ¿Y si Macías no sabía nada de los conjurados, si sólo estaba prendado de Luz? ¿A qué se atrevería aquel asesino tan eficaz que había sido recompensado con una quinta demasiado valiosa para su condición?
Mientras bajaba las escaleras, pensó que tendría que pedir ayuda a Olivier para protegerla. Su habilidad de mediador entre convenios y capitulaciones le indicó que si no habían sido descubiertos en tantos meses fue porque habían ideado un exitoso método de trabajo.
Adelantándose a lo que pudiera suceder, pidió a Olivier que averiguara dónde vivía el mazorquero, cuál era su rutina diaria y a quién daba cuenta de sus actos. Mandó a Owen que tomara nota de sus amistades, a qué mujeres trataba, y si tenía alguna querida. Fue un trabajo tan meticuloso que llegó a saber dónde compraba sus cigarrillos y la marca de caña que bebía. Y en medio de esa red de espías advirtió que los Lezama estaban haciendo lo mismo, aunque con menos cuidado. Intuyó que —una cosa era complotar, otra muy distinta espiar— Macías terminaría por descubrirlos.
Y una tarde, sentado en su escritorio revisando una lista de faltantes, la pluma en la mano y la vista fija en la alta ventana, sintió que la flema británica de la que hacía gala se quebraba ante el deseo de matar al hombre que había puesto los ojos en su mujer.
Cuando volvió en sí, una mancha negra se ensanchaba sobre el papel secante; limpió la pluma con prolijidad, rasgó la lista en varios pedazos y la tiró al cesto de papeles.
Se levantó, tomó la capa y el bastón y fue a encontrarse con Olivier. Tenían que hacer algo pronto, o el mazorquero les ganaría de mano.
Ante dos vasos de jerez, su amigo pensó en involucrar a los Lezama para atraer a Macías y sus secuaces a un terreno que, de antemano, los hombres de Olivier tuvieran controlado.
—No les va a gustar —reconoció—, pero es mejor que ignoren la maniobra, pues de otra manera ese criminal podría desconfiar y cambiar sus planes.
El caso de una inglesa que tuvieron que rescatar por los techos y trasladar a uno de los buques de Su Majestad les dio la idea para convencerlos de que participaran en un hecho semejante.
Fue así como Martín y Gonzalo se encontraron aquella noche en las ruinas, y cuando se disponían a entrar descubrieron la presencia de los mazorqueros. Creyéndose traicionados, Gonzalo gritó a su hermano que saltara sobre la grupa del caballo y huyeran, pero éste, amartillando la pistola, dijo entre dientes:
—No me voy sin matar al condenado.
Macías, seguido por varios hombres armados con facones y algunas pistolas, se adelantó profiriendo palabras soeces, pero al oír el zumbido de las boleadoras todos se detuvieron, tratando de adivinar de dónde venía aquel sonido.
Martín, con el brazo pegado a la pierna para ocultar el arma, no esperó que se abrieran para rodearlos: levantó la mano y disparó a la cara de Macías sin el mínimo escrúpulo, paralizando con aquella acción a sus seguidores.
—Pistola mata puñal, decía el Payo —murmuró, e iba a recargar el arma cuando los interrumpió un grupo de jinetes embozados y cubiertos con capas que, saliendo del manto de tinieblas, se acercaban al galope.
Asombrado, observó aquel tumulto iluminado desde atrás por el farol de la esquina, con las crines de los caballos azotando el aire y sin que se oyera ningún sonido: traían los cascos envueltos en arpillera.
Gonzalo sintió un escalofrío, recordando aquellas historias de un ejército de soldados muertos que vagaban por el mundo buscando combatir eternamente, pues sólo el temblor de la tierra le decía que aquello tenía cuerpo y peso, y no era una alucinación.
En un instante se interpusieron entre los mazorqueros y ellos, que no tuvieron tiempo de intervenir; desconcertados, oyeron al que los dirigía dar órdenes en inglés.
Detrás de la partida desconocida vieron llegar el coche que los había llevado; dos hombres de capa y sombrero se apearon: eran Olivier y Harrison. Martín comprendió lo que había sucedido, y en un momento de furia pensó en golpearlo, pero se contuvo. Gonzalo se tiró del caballo, sujetándose de las crines, y todavía con las boleadoras en la mano se fue encima de los ingleses, acusándolos de haberlos engañado.
Harrison no retrocedió, pero no intentó defenderse; se mantuvo en silencio hasta que el otro le dio la espalda con un ademán iracundo y fue por su caballo.
Perseguidos por los embozados, desde las ruinas donde se habían guarecido, llegaban los insultos y los aullidos de los mazorqueros mezclados con el disparo de las armas.
Martín reaccionó fríamente:
—¿Pensaba sacrificarnos?
—¿Me cree capaz de eso? —preguntó Harrison, intrigado.
Martín se encogió de hombros y enfundó la pistola.
—Con los ingleses nunca se sabe —respondió.
—Nos enteramos de que Macías pensaba emboscarlos, pero desconocíamos el lugar, así que Olivier le hizo llegar el soplo de que ustedes vendrían acá a encontrarse con alguien. Lo engañó usándolos de señuelo… —y agregó—: No podía arriesgarme: iba a raptar a Luz cuando acabara con ustedes.
Mientras la tropa que mandaba el escocés perseguía a los que huían por el monte, Olivier se acercó a hablar con aquél.
En un aparte, Harrison reconoció a Martín:
—Buen disparo; de llegar a tiempo hubiera sido mío.
—Lo siento —contestó el otro con sorna—, no podía arriesgarme a esperarlo.
El inglés dijo conciliadoramente:
—Ese hombre estaba dotado para la maldad y la trampa. A esa clase de enemigos hay que atraerlos con un buen embuste… —y antes de que Martín pudiera replicar, agregó—: y a veces, a los amigos hay que ponerlos a salvo de la misma manera.
Luego le pidió que llamara a su hermano; irían los cuatro en el coche hasta lo de Olivier, donde les explicarían todo. El postillón se encargaría del caballo de Gonzalo.
Mientras el carruaje se alejaba por el camino, la matanza comenzaba entre las ruinas…